Detrás de los postigos, a la luz de dos velas que habían llegado casi hasta las arandelas de los candeleros, Stephen leía el cuaderno de Johnson. Entonces llamaron a la puerta.
—¡Dios mío, es Johnson! —susurró Diana.
Volvieron a llamar y ella, subiendo la voz, preguntó:
—¿Quién es?
—El señor Michael pregunta si la señora Villiers puede recibirle —dijo el viejo portero del hotel, casi la única persona que todavía estaba trabajando.
—Sí, sí. Dígale que suba.
Pasaron los minutos, minutos que parecían sumamente largos, y por fin llegó.
—Siento haber tardado tanto —dijo—. Me quedé abajo hasta que vi salir del bar al último oficial francés. Ahora están junto a la puerta riendo y discutiendo y al menos uno de ellos está borracho. Podremos irnos dentro de pocos minutos. Mi padre y el capitán Aubrey están abajo con el coche. Voy a bajar y cuando ellos se vayan vendré a avisarles.
—Estaremos preparados —dijo Stephen, levantándose de un salto—. Diana, llévate un poco de ropa.
Entonces fue a la habitación de Johnson y seleccionó rápidamente algunos papeles. Por la puerta entreabierta del retrete, a la luz de la vela, vio el pálido rostro de Dubreuil y le pareció que se movía, que había perdido el horrible rigor provocado por la muerte. Luego regresó, se sentó y se puso el montón de papeles sobre las piernas.
—Stephen, antes dijiste que los diamantes estaban en el escritorio de Johnson… —susurró Diana—. ¿Está abierto?
—Sí. Pero no entres ahí, Diana, porque verás algo espantoso.
—¡Bah! —dijo ella—. Eso no me importa. Son míos. Me los he ganado.
Regresó con el estuche de los diamantes dejando tras de sí un rastro de sangre.
—Me los he ganado por haber atendido a todos esos políticos que invitaba y por las traducciones…
Stephen bajó la vista. La Diana que él había conocido hacía años nunca habría dicho las primeras palabras, y en el improbable caso de que las hubiera dicho, nunca habría añadido esa explicación. En cierto modo, ella se daba cuenta de eso.
—No sabía que tenías relación con los Servicios Secretos, Maturin.
—Ya no —respondió él—. Pero conozco al jefe de los Servicios Secretos del Ejército en Halifax y creo que estos documentos pueden servirle.
Herapath asomó la cabeza por la puerta.
—Ya se van —dijo—. Ya están en el vestíbulo. Bajemos ahora.
Cogió el pequeño baúl de Diana y los tres bajaron lentamente la escalera. El viejo portero estaba lejos, apagando las luces en el bar.
Al mismo tiempo, como impulsados por una fuerza desconocida, los franceses salieron a la calle y, agitando en el aire los sombreros, gritaron al unísono: «¡Hurra!». Su coche se puso en marcha enseguida y cuando pasó junto a Jack, que aún se encontraba en la esquina, ya iba a considerable velocidad. Los franceses echaron a correr tras el coche gritando y pasaron junto a Jack y luego desaparecieron entre la niebla, todavía gritando y riendo. Y pudo oírse cómo los caballos pasaban del trote al galope.
Jack se dio la vuelta. Vio a sus amigos salir y luego detenerse y mirar a su alrededor indecisos. Se reunió con ellos en el momento en que la luz del vestíbulo se apagaba y les acompañó hasta la esquina.
—Los caballos se desbocaron —dijo—. ¿Queda algún francés dentro?
—No, señor —respondió Herapath.
—Prima Diana, a sus pies. ¿Cómo estás, Stephen? ¿No estás herido? Dame ese paquete. Herapath, le estoy muy agradecido, palabra de honor. ¿Podría indicarnos el camino al puerto?
—Esa calle es la menos transitada de todas las que llevan allí —dijo Herapath—. Pasa cerca de mi casa, así que si ustedes lo desean, pueden parar y descansar o tomar algo.
—No, gracias —dijo Jack—. Cuanto antes lleguemos al barco, mejor. No obstante, no debemos correr, debemos viajar a una velocidad normal.
El sonido de las ruedas retumbaba en las calles vacías. La luna salió por fin. Al principio se veía borrosa, pero después, cuando el viento disipó la niebla, se veía con claridad, y a partir de entonces su figura abultada y curva pudo verse en todo momento entre las altas nubes, siempre moviéndose hacia el noroeste y emitiendo una luz espectral. Se oyeron los maullidos de algunos gatos, el ladrido de un perro soñoliento y, cuando estaban cerca de la miserable casa de Herapath, el desesperado llanto de un niño.
—Ésa es Caroline —dijo.
Entonces entró en la casa y el llanto cesó. Regresó poco después con un farol y a la luz de éste, Stephen le examinó el brazo herido a Jack, se lo colocó en un cabestrillo que hizo con su pañuelo y le quitó el paquete de cuadernos y papeles sin decir palabra.
Cinco minutos después llegaron al muelle desierto e iluminado por la luna. Fueron andando hasta el final y pasaron junto a numerosos barcos que la pleamar hacía balancearse y crujir. Herapath les llevó hasta el
Arcturus
, luego les condujo hasta el pañol del pan y abrió la portezuela cubierta de metal. Diana vaciló unos instantes y por fin entró, seguida de Stephen. Apenas habían hablado desde que habían salido del hotel y desde entonces la tensión había ido en aumento.
—Hay una cesta ahí dentro, detrás de ustedes —dijo Herapath, hablando todavía muy bajo—. Les traeré más comida mañana.
Entonces Diana habló, y con gran dulzura. Dijo que no tenía palabras para expresarle a Herapath su agradecimiento por lo que había hecho esa noche y cuánto le admiraba por su presencia de ánimo. Le rogó que le diera un beso de su parte a Caroline y le dijo que esperaba verle al otro día y deseaba que esa noche descansara mucho, pues nunca nadie se había merecido tanto un descanso. Añadió que si traía un poco de leche le estaría muy agradecida.
Jack fue con él hasta el saltillo del alcázar y, después de mirar hacia el cielo, dijo:
—Herapath, ha sido usted muy generoso con nosotros, muy generoso. Sin embargo, todavía no estamos a salvo. Mañana habrá mucho jaleo y no estoy muy tranquilo respecto a su padre. No piense que pretendo criticarle. Eso sería una mezquindad, una bajeza, una vergüenza porque él ha sido muy bondadoso con nosotros. Pero es viejo, más viejo de lo que pensaba, y después de haber experimentado tantas emociones esta noche, sobre todo la producida por el desbocamiento de los caballos, si empiezan a hacerle preguntas, podría ser fácilmente influenciable, ¿me comprende?
—Sí, señor.
—Había hablado con su padre sobre una lancha… creo que antes de que usted llegara… una lancha en la que pudiera sacar de aquí al doctor y a la señora Villiers cuando el tiempo y la marea lo permitieran. Me parece que ahora es el momento oportuno y las condiciones serán perfectas cuando la marea termine de subir. Pero su padre no está aquí en este momento… y mañana podría ser demasiado tarde. ¿Puede usted conseguirme una?
—La lancha de Joe está amarrada a un costado del barco, pero no es más que una vieja chalana que usa para ir a pescar. No se mantendría a flote en alta mar ni soportaría siquiera una tempestad en el puerto. No podrá llegar a Halifax en ella, señor, estoy seguro.
—Grant llegó a El Cabo en el cúter… Pero espero no tener que ir tan lejos. ¿Puedo echarle un vistazo?
Herapath atravesó la cubierta, se acercó al costado de estribor y tiró de un cabo. Una horrible embarcación estrecha y puntiaguda salió de la oscuridad y fue iluminada por la luz de la luna. En el fondo había un palo que aparentemente tenía una vela y tres botes de hojalata que parecían ojos brillando a la luz de la luna.
—Ese debe de ser el mástil con la vela —dijo Herapath—. Yesos son botes con cebo… Puedo olerlo desde aquí.
Jack estuvo mirándola atentamente durante largo rato y luego dijo:
—Cuando la marea esté alta, subiremos a ella y cuando empiece a bajar nos iremos. ¿Quiere venir con nosotros, Herapath? Le clasificaré como guardiamarina en cualquier barco que tenga bajo mi mando y podría usted volver a ser el ayudante del doctor. Es posible que tenga problemas en Boston.
—¡Oh, no, señor! —dijo Herapath—. Le agradezco su amabilidad, pero eso no puede ser. Tengo compromisos aquí y, además, somos enemigos, ¿recuerda?
—¡Oh, Dios mío! ¡Es cierto! Se me había olvidado. Me es difícil verle a usted como a un enemigo, Herapath.
—¿Quiere que le ayude a colocar el mástil? Con el brazo así le costará trabajo…
Colocaron el mástil y el joven Herapath se fue. Jack permaneció apoyado en la borda mirando la chalana, el puerto iluminado por la luz de la luna, las borrosas siluetas de las islas y las poderosas baterías. La marea seguía subiendo, los cabos de las defensas se tensaban y crujían y poco a poco la cubierta del
Arcturus
fue elevándose por encima del nivel del muelle. Jack observaba cómo cambiaban el cielo y la dirección de la corriente y cómo se movían las pequeñas embarcaciones y las balizas… El marino que llevaba dentro había revivido. Además, estaba alerta por si se oían gritos en la ciudad o el ruido de las brigadas corriendo por el muelle y registrando los barcos, aunque eso era improbable a aquella hora. Pensaba en los posibles caminos a seguir si el viento era desfavorable y sus cálculos fallaban y de tanto en tanto pensaba en Inglaterra y en Sophie, por supuesto. También pensaba en la
Acasta
, la fragata que le habían asignado, y en la posibilidad de un combate que contribuyera a equilibrar las fuerzas e hiciera desaparecer la pesadumbre que sentía desde que había subido a bordo de la
Java
. Perder la
Guerrière
, la
Macedonian
y la
Java
era más de lo que un hombre podía soportar.
Tiempo atrás Stephen le había dicho que era muy supersticioso y tal vez fuera cierto que lo era. Creía en la suerte y sabía que iba a tenerla cuando veía determinados signos a su alrededor, a veces simplemente pequeños detalles, como la presencia de la estrella Arturo en lo alto del cielo, y porque experimentaba una mezcla de sentimientos que era imposible definir, pero entre los cuales había una gran seguridad que le permitía decidir cuándo era más favorable la marea. Ahora experimentaba esa mezcla de sentimientos y aunque tenía la idea de que su suerte iba a ser buena, sentía un inconsciente temor y no dejaba que esa idea tomara forma de palabras ni siquiera en el más apartado rincón de su mente.
Por otra parte, pensaba que Diana tenía mala suerte y traía mala suerte. No quería estar en la bodega con ella. Sí, Diana tenía mala suerte y traía mala suerte y a pesar de que le estaba muy agradecido y de que ella había tenido un comportamiento excelente porque no se había quejado ni había hecho remilgos ni había dicho sandeces, él hubiera preferido que no estuviera allí. No sabía lo que Stephen pensaba ahora de ella… Le había visto sufrir por ella durante muchos años, pero no sabía lo que sentía ahora. Tal vez era justo que ella fuera suya por fin… En medio del sepulcral silencio que había a aquella hora, la hora de la guardia de media, le pareció oír sus voces en la lejana bodega.
El largo silencio terminó. Llegó la madrugada del lunes y empezaron a oírse los primeros coches rodar por la ciudad, a poca distancia de allí. La marea casi había alcanzado su máximo nivel y la fuerza de la corriente había disminuido durante la última media hora y ya no estaban tensos los cabos con que estaban amarradas las pequeñas embarcaciones, entre las cuales había numerosos barcos de pesca y barcos de recreo. La luna estaba a punto de ocultarse.
—¡Joe! Joe! ¿Vas a salir? —preguntó una voz en la oscuridad, cerca de la popa del
Arcturus.
—No soy Joe —respondió Jack.
—Entonces, ¿quién eres tú?
—Jack.
—¿Dónde está Joe?
—Se fue a Salem.
—¿Vas a salir, Jack?
—Tal vez.
—¿Tienes cebo, Jack?
—No.
—Entonces vete a la mierda.
—Vete tú también, amigo —dijo Jack en voz baja.
Observó el bote alejarse remando mientras el hombre maldecía. Luego vio que largaba la vela y empezaba a deslizarse suavemente por las aguas poco profundas. Entonces fue a tientas hasta el pañol del pan. Vio filtrarse la luz por la bisagra de la tablilla que pivotaba, tocó con los nudillos y oyó la voz de Diana preguntar:
—¿Quién es?
—Jack.
La portezuela se abrió y vio a Diana sentada junto a un farol con una pistola en el regazo. La atmósfera era asfixiante y la llama del farol era muy pequeña. Diana se puso un dedo sobre los labios y dijo:
—Silencio… Se ha comido todo lo que había en la cesta y ahora está dormido. No había comido nada en todo el día. ¿No le parece increíble?
Jack había pensado también en el desayuno, pues su estómago se lo estaba pidiendo desde hacía rato, y sintió una gran decepción.
—Tiene que despertarse ahora. Vamos a subir a la chalana porque la marea está a punto de cambiar.
Le sacudieron para despertarle y él les siguió hasta la cubierta con el montón de papeles bien sujeto.
En relación con su tamaño, los costados del
Arcturus
no eran muy altos, pero, a pesar de eso, la chalana estaba mucho más baja.
—¿Tenemos que cambiar de barco? —preguntó Stephen.
—Sí —respondió Jack.
—¿No sería mejor esperar a que subiera más la marea y la lancha estuviera más cerca de la cubierta?
—Su posición relativa seguiría siendo la misma, te lo aseguro. Además, ya la marea ha alcanzado su nivel máximo. Tú has saltado muchas veces a lanchas que estaban más bajas, Stephen.
—Estaba pensando en Diana.
—¡Ah, Diana! Saltará sin dificultad. Tú la ayudas a pasar por encima de la borda y yo la cogeré cuando caiga en la chalana. ¿Dónde está su baúl, Diana? Stephen, sujeta ese cabo y tira de él hacia abajo despacio cuando te diga.
Entonces pasó por encima de la borda, se colocó en el pescante y luego se agarró a una vigota con la mano izquierda y bajó a la chalana.
—¡Tira hacia abajo! —gritó y enseguida el pequeño baúl bajó hasta la chalana—. ¡Ahora Diana!
Le indicó que pusiera los pies en el pescante y luego gritó:
—¡Cuidado con las enaguas! ¡Salta!
—¡Al diablo con las enaguas! —dijo Diana y saltó.
Jack la cogió con el brazo sano.
—Nadie podría decir que es usted ligera, Diana —dijo con la cara enrojecida mientras la ponía de pie en el suelo entre los botes con cebo, de los cuales salía un repugnante olor a calamares descompuestos—. ¡Vamos, Stephen!
En el muelle se oían pasar los coches y en el puerto se oían voces y se veían oscilar las luces de los faroles.