Episodios de una guerra (34 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Episodios de una guerra
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—¡Detengan a los ladrones! ¡Detengan a los rateros!

A Pontet-Canet se le olvidó casi todo el inglés y, con tono poco convincente, dijo que era Stephen el ladrón. La multitud se estaba encolerizando. Entonces los franceses se metieron muy rápidamente en el coche y éste se alejó con gran estruendo perseguido por furiosos gritos.

—¿Está herido, señor? —preguntó Abel, ayudándole a ponerse de pie.

—¿Le robaron, señor? —preguntó Caín, sacudiéndole el polvo.

—Estoy bien, gracias —respondió Stephen—. Por favor, préstenme un alfiler. Esos rufianes me rompieron la chaqueta.

—Me alegro de haber partido mi bastón en la cabeza del gordo —dijo Caín.

—¡Cuánto me alegro de verle! —exclamó Johnson cuando Stephen entró.

Stephen estaba pálido y temblaba de rabia, pero tenía la mente lúcida y decidió representar el papel de ciudadano agraviado.

—Señor Johnson, quiero presentar una queja formal sobre un hecho sumamente grave —dijo—. Acabo de ser atacado en esta calle, frente a este hotel, frente a su hotel, señor, por una banda de rufianes, de rufianes franceses dirigidos por Pontet-Canet. Intentaron secuestrarme, intentaron meterme a la fuerza en un coche. Mañana por la mañana presentaré la misma queja ante el delegado británico para el canje de prisioneros de guerra. Exijo la protección a que tienen derecho los oficiales prisioneros según las leyes de su país y según lo estipulado por las normas internacionales con relación a la seguridad de las personas. Exijo que Pontet-Canet sea procesado y que sus hombres sean identificados y castigados. Y en cuanto haya hablado con el delegado británico, presentaremos la misma demanda ante las más altas jerarquías del país.

Johnson dijo que estaba muy preocupado y rogó al doctor Maturin que se tumbara en el sofá y bebiera un vaso de coñac o, al menos, de agua. Aseguró que lamentaba mucho que hubiera ocurrido aquel incidente y que entregaría una protesta al jefe de los franceses.

Siguió representando el papel de quien recibe una queja de un ciudadano agraviado y estuvo bastante tiempo hablando en general de la situación, hablando sin decir nada con la facilidad con que lo hacen los políticos. Dijo que esos procedimientos eran crueles y deplorables… la guerra tenía consecuencias desastrosas… todos deseaban la paz, una paz duradera… Stephen le observaba mientras hablaba y aunque podía controlar la rabia que le producía aquel flujo de palabras sin sentido y la que sentía por el fallido ataque, no podía controlar su mirada. Le miraba fijamente, sin pestañear y con sus claros ojos muy abiertos, igual que un reptil, y él se puso tan nervioso que abandonó su papel. Terminó el discurso con una apresurada conclusión, se puso de pie, dio dos o tres vueltas por la habitación, abrió la ventana y dijo a los trabajadores que estaban en el balcón que hicieran menos ruido y luego, cuando ya había recuperado la calma, continuó hablando en un tono muy diferente. Le dijo a Stephen que ahora le hablaba en confianza, de hombre a hombre. Le pidió que comprendiera que se encontraba en una posición delicada, pues no era más que un diente de una rueda de engranaje en una enorme máquina y, por tanto, no podía hacer otra cosa que protestar si los que estaban por encima de él, por el hecho de estar en tiempo de guerra, estimaban conveniente dar más libertad a los espías franceses, más de la que él consideraba congruente con la soberanía nacional. Y estaba seguro de que le responderían que lo hacían para que, en reciprocidad, se les diera la misma libertad a los espías norteamericanos en los territorios gobernados por los franceses.

—Sin embargo —dijo—, puedo proteger a los agentes secretos que trabajan para mí, de eso puede estar seguro, así que, por su propio bien, le ruego que me permita reclutarle como consejero…

Llamaron a la puerta y preguntó:

—¿Qué pasa?

—El coche está a la puerta, señor —dijo un criado—, y el señor Michael Herapath todavía está esperando.

—No puedo recibirle ahora —dijo Johnson, regresando a su escritorio y cogiendo un montón de galeradas—. Dale esto y dile que le recibiré pasado mañana. No, espera, se las daré yo mismo cuando salga.

La puerta se cerró y él continuó:

—Sí, reclutarle como consejero, digamos, para los asuntos de Cataluña. Bastará un breve informe, un simple
aide-mémoire
sobre la situación y la historia de la región, lo suficiente para satisfacer al secretario. No voy a insistir en que me conteste ahora porque está turbado y seguramente muy irritado, pero le ruego que lo piense bien y me dé la respuesta cuando yo regrese, pasado mañana. Le garantizo que entretanto no se repetirá el incidente de esta mañana. Y ahora, si me lo permite, llamaré un coche para usted… Pero, ahora que lo pienso, Herapath está abajo y si usted lo prefiere, puede regresar con él. Indudablemente, no puede usted volver andando solo después de este desagradable suceso.

A menos que Michael Herapath fuera un hipócrita excepcional, no sabía nada del asunto, y Stephen conocía al joven desde hacía suficiente tiempo como para saber que no era excepcional en nada, salvo en el conocimiento de obras eruditas. A lo largo del camino, Herapath le habló con alegría del cambio de opinión de su padre acerca de enviarle a la escuela de medicina, cambio que atribuía al bondadoso doctor Maturin, y también de sus estudios futuros. Y le habló con verdadero entusiasmo de su libro y le enseñó las galeradas, elogió los caracteres, miró cariñosamente la página con el título y se detuvo varias veces en medio de la apresurada multitud para leer algunos pasajes.

—Escuche este fragmento traducido, señor. Me atrevo a decir que no le parecerá del todo mal:

Flor… ¿Es una flor?

Niebla… ¿Es la niebla?

Viene a medianoche,

se va con el alba.

Ella está ahí… Tiene la dulzura de la fugaz primavera.

Se ha ido como la niebla de la mañana… No dejó huella.

Stephen escuchó silenciosamente y luego aplaudió.

—Eso parece resumir la relación que existe entre los dos sexos —dijo—. Los miembros de cada uno tienden a adorar a un ser creado por ellos mismos. Las mujeres, por lo general, esperan que los manzanos den naranjas y los hombres esperan la fidelidad que sólo existe en una mujer ideal, imaginaria. Las mujeres suelen ser como la niebla de la mañana.

Hacía avanzar a Herapath lentamente y a veces llegaban a recorrer cien yardas entre dos poemas. En un largo intervalo le preguntó por Caroline, que estaba muy bien, y por la señora Wogan, que estaba abatida y ya no tenía leche, aunque Herapath pensaba que se pondría bien en cuanto viera las galeradas. Luego Herapath, hablando con Stephen como lo hace un médico con otro, le explicó las causas por las que su mente y su cuerpo se encontraban en ese estado. Y de ahí pasaron a hablar de los libros que él debería leer.

—Puedo recomendarle libros, pero sobre todo le recomiendo que se compre un cadáver —dijo Stephen—. Los cadáveres de la escuela, al igual que las cabezas y los miembros, son llevados de un lado para otro negligentemente y la mujer del portero los mantiene en alcohol sin el cuidado debido, por lo que sólo son buenos para trabajos poco delicados. Para los trabajos delicados no hay nada como el cadáver de alguien que ha muerto en fecha reciente y que uno ha comprado directamente y ha conservado con cuidado en el más puro alcohol etílico, sobre todo si es el de un pobre, porque no tiene grasa. Es como una serie de elocuentes volúmenes,
nocturna versate manu, versate diurna
, lo mismo que consultar todos los libros de una enorme biblioteca. Allí está su padre, al otro lado de la calle. Seguro que podrá conseguirle un cadáver porque es muy rico. ¿No ve a su padre, señor Herapath?

Ya estaban cerca de la Asclepia y de allí venía el viejo caballero con una cesta en la mano, pero Herapath estaba tan excitado por la publicación del libro que no le distinguió hasta que hizo una inclinación de cabeza para responder al saludo de Stephen. Al mismo tiempo, el caballero miró a Stephen con perspicacia y se puso un dedo sobre los labios. Parecía andar de puntillas, aunque en realidad no caminaba así, como si fuera necesario moverse con cautela.

—Lleva una cesta —dijo su hijo—. Seguro que le ha traído cangrejos a tía Putnam.

—¿No cree que debe aliviarle de esa carga? —preguntó Stephen—. Eso es lo que debería hacer por cumplir con su deber filial y, además, por educación y por interés. Adiós, señor Herapath, y gracias por acompañarme.

* * *

—¿Cómo estás, Jack? —inquirió.

—Estupendamente, estupendamente. Pero, ¿qué te ha pasado, Stephen? ¿Has tenido alguna pelea?

—Pontet-Canet trató de meterme a la fuerza en un coche. Caín y Abel acudieron en mi ayuda. No fue nada. Dime, ¿qué respondió Herapath a mi petición?

—¿De verdad que estás bien? ¿No tienes ninguna herida?

—Muy bien, gracias. Se me rompió la chaqueta, pero me puse un alfiler. ¿Qué dijo nuestro amigo Herapath?

—Habló como un amigo, como un buen amigo y maldijo a los franceses —respondió Jack—. Enseguida se fue y regresó con éstas en una cesta.

Se inclinó hacia un lado y cogió un estuche con dos pistolas y balas.

—Mira —continuó—. Están hechas en Londres, son las mejores que hace Joe Mantón, tan buenas como se puede desear. Llevo media hora jugando con ellas y les he puesto la piedra de chispa. Dame tu chaqueta, por favor. Sólo hay que coserle el bolsillo.

Entonces volvió a inclinarse hacia un lado y cogió su costurero.

—Admiro la habilidad que tenéis los hombres de la mar para coser —dijo Stephen mientras le observaba.

—Pareceríamos unos espantapájaros si tuviéramos que esperar por las mujeres para que lo hicieran por nosotros —dijo Jack sin dejar de dar puntadas—. En mi época de cadete iba en el
Goliath
cuando llevaba la insignia del almirante Harvey, un gallardete azul, y teníamos que ir siempre muy arreglados, con botas hesianas, calzones blancos y sombreros con cintas, y los que no pasaban la inspección del almirante tenían que hacer doble turno de guardia. A la verdad, dormir sólo cuatro horas resulta duro cuando uno es un muchacho, así que no parábamos de usar la aguja y el betún. Pero donde realmente aprendí a coser fue en el
Resolution
, cuando el capitán Douglas me degradó. Creo que ya te lo he contado.

—Sí, me acuerdo. Te rebajaron de categoría y fuiste un marinero simple durante un tiempo como castigo a tu lascivia. Me parece extraño después que me has contado que había tantas mujeres en la cubierta inferior, pero tal vez haya surtido efecto.

—Su único efecto fue capacitarme para hacerme un traje de verano, y no digo que también para coser la chaqueta de un amigo porque podría parecer una falta de generosidad. Nos dieron muchas yardas de dril y cosíamos en la cubierta inferior cuando no estábamos de guardia. Pero no hacíamos trajes corrientes como los que vende el contador, pues en aquel barco había que vestir con elegancia. La mitad de los tripulantes eran muchachos vestidos como elegantes caballeros y nosotros los gavieros de la guardia de estribor teníamos que llevar cintas azules en las costuras para asistir al servicio religioso y pasar revista. También formé parte de la brigada de veleros y con ellos aprendí muchísimo más, incluso a coser con la mano izquierda, como puedes ver.

Luego, en un tono muy diferente, preguntó:

—¿Qué opinas de la situación actual y qué crees que podemos hacer?

—¿La situación actual? Bueno, estoy convencido de que los franceses me han descubierto. Les he hecho todo el daño que he podido, como sabes, y creo que me matarán si se presenta la oportunidad. Sin embargo, me parece que Johnson podrá protegerme.

—¿Por tu amistad con Diana?

—No. Creo que no sabe realmente qué tipo de relación tenemos y que piensa que somos viejos amigos nada más. No se llevan bien. Diana le odia como hombre y como enemigo. Es una patriota, Jack, y sufre amargamente con cada derrota nuestra.

—Por supuesto que sufre —dijo Jack con voz grave—, como toda persona que tenga al menos una pizca de orgullo.

—Quiere dejarle y salir de Estados Unidos. Le he propuesto que se case conmigo porque así recuperará la nacionalidad británica y podrá venir con nosotros cuando nos canjeen. Si Johnson supiera eso, me arrojaría a los franceses o me retaría a duelo, pues, por una parte, es un hombre muy celoso y, además, quiere mantener una especie de harén, y por otra, los hombres se baten con frecuencia en los estados del sur y él ya se ha batido en muchas ocasiones.

Jack pensó que era mejor no hacer ningún comentario sobre la proposición de matrimonio de Stephen, aunque su consternación podía notarla cualquier persona observadora.

—Entonces, ¿te va a proteger porque le eres simpático y porque eso es lo correcto?

—No. Es un hombre importante para los Servicios Secretos norteamericanos y no me tiene ni un ápice de simpatía. En realidad, piensa que puede sacarme información y, si no me equivoco, supone que presionándome de varias formas puede conseguir que le proporcione más y más información cada vez hasta que por fin me convierta en uno de sus hombres. Esa es una práctica común y yo mismo la he utilizado con éxito, pero no tengo intención de participar ni siquiera en las primeras fases del proceso. Me ha dado de plazo hasta el lunes para que tome una decisión y pienso aprovechar ese tiempo. Creo que nuestra seguridad depende del ruido que hagamos. Iré a visitar al delegado británico para el canje de prisioneros de guerra, hablaré con todos nuestros conocidos, los prisioneros y todos los demás, con todos los cónsules de otros países que haya en la ciudad y tal vez con organizaciones civiles y los editores de los periódicos federalistas. Las operaciones secretas deben llevarse a cabo en silencio. El ruido las hace fracasar, sobre todo en una ciudad como ésta, donde la opinión pública tiene peso y es contraria a la guerra. Así que tengo la intención de hacer todo el ruido que pueda, tanto como hice cuando chillaba tumbado en la calle para que una muchedumbre se agrupara en torno a mí cuando Pontet-Canet me atacó. Creo que también tendrá un buen resultado en este caso. Y puesto que los cargos que se te imputaban han sido desestimados, el canje se realizará con normalidad. Así es como pasaré el día de mañana y parte del lunes.

—Espero que tengas razón —dijo Jack—. Pero, ¿qué pasará con los malditos franceses entretanto?

—Johnson me ha garantizado que no se moverán antes de nuestra próxima entrevista y, después de todo, ellos no están en su propio país. Los utiliza para amenazarme, ¿comprendes?, para obligarme a aceptar. Creo que se puede confiar en su palabra porque no va a sacrificar a un posible agente secreto importante por saciar la sed de venganza de Dubreuil. Le interesa cuidarme hasta que tengamos la entrevista el lunes. A partir de entonces tendremos que quedarnos aquí sentados, ya no podremos salir, pero estaremos protegidos gracias al ruido que yo habré armado. Y si los franceses intentan atacarme aquí, lo cual es improbable, podremos defendernos.

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