Episodios de una guerra (31 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Episodios de una guerra
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—Es asombroso lo poco que nuestros hombres públicos conocen la situación de Europa —dijo Johnson.

Y antes de que pasaran a la sala, llamó aparte a Stephen y le dijo:

—Doctor Maturin, si no tiene ningún compromiso esta noche, quisiera hablar con usted. Esta tarde tengo que ir a ver al capitán Aubrey para tratar un asunto oficial, para hablar de su canje, y luego tengo que ir a ver a unos franceses, pero no creo que tarde mucho. ¿Podría quedarse a tomar el té con la señora Villiers y esperar a que yo regresara?

—Con mucho gusto —respondió Stephen.

Stephen y Herapath entraron a la sala donde se encontraban Diana y Louisa, que estaban sentadas a cierta distancia fumando silenciosamente un puro largo y delgado. Herapath se tambaleaba y estaba un poco excitado y le pareció oportuno recitar un poema de la época de la dinastía Tang que hablaba de los sentimientos de una princesa china que se había casado por razones políticas con un bárbaro, el jefe de una horda que vivía en Mongolia Exterior. Y estaba tan emocionado que no podía pronunciar bien las palabras. Las dos mujeres le escuchaban, Louisa con agrado y benevolencia y Diana sin dar valor a sus palabras. Pero Stephen no le escuchaba.

Durante su vida había experimentado muchas sensaciones horribles, pero ninguna podía compararse con aquella frialdad, con aquel vacío interior. Al observar a Diana se habían confirmado sus sospechas del día anterior y había encontrado razones para justificar su intuición. Ya no amaba a Diana Villiers y eso era la muerte para él. Su esencia había cambiado. La mujer que ahora servía el té y le hablaba era una extraña y él lo notaba aún más por la intimidad que había habido entre ellos tiempo atrás. Había experimentado un cambio que era evidente: la rabia, el mal humor, la decepción y la frustración la habían endurecido. Su rostro era hermoso, pero su expresión habitual no era amable. Louisa Wogan no poseía ni la décima parte de la belleza y la gracia de Diana, pero su alegría, su buen humor y su deseo de inspirar simpatía contrastaban con la actitud de aquella. Pero el cambio importante era mucho más profundo:

Diana tenía menos viveza y era menos valiente o tal vez había dejado de serlo.

Indudablemente, estaba en una situación difícil y hacía falta un extraordinario valor para soportarla, pero él siempre había considerado a Diana un ser dotado de extraordinario valor. Sin valor ella no era Diana. Entonces pensó que había que considerar también los factores de tipo físico y su pensamiento siguió otro curso. Pensó que si el estreñimiento influía en el valor de un hombre, una regla dolorosa podría influir mucho más en el de una mujer. La miró disimuladamente con el propósito de encontrar en su rostro algunos signos que apoyaran su idea y que pudieran animarle, pero comprobó con tristeza que su mente se negaba a admitir la influencia de la regla y sólo captó que su forma de erguir la cabeza y la espalda, que tanto él había admirado, era un poco exagerada, probablemente como consecuencia de la indignación o el despecho por haber sido maltratada. Si, como suponía, ahora tenía menos viveza y se había convertido en una persona débil, se vería perjudicada por todos los males que la debilidad llevaba aparejados. No le sorprendería que fuera petulante, hipócrita, irascible ni que se considerara degradada y sintiera lástima de sí misma.

La voz de Herapath ya no tenía el tono solemne de la recitación. El tono debía de haber cambiado un rato antes de que Stephen lo notara, pues la actual discusión que mantenía con Louisa, una discusión sobre el horario de las comidas de Caroline y las personas adecuadas para encargarse de dárselas, estaba en una fase muy avanzada.

Al final ganó Herapath, apoyado por Diana, y todos se dirigieron a la puerta.

—Louisa es una madre abnegada —dijo Diana—. Cualquiera diría que ha nacido para dar de comer a los niños. Estoy segura de que ese es su mayor placer. ¿No es así, Louisa?

Louisa, con un tono afectuoso, dijo que sólo las mujeres que tenían hijos podían apreciar el valor de esas cosas.

Stephen temía que Diana le respondiera con una crítica sobre la forma en que Louisa había defendido a su hija, pero ella se limitó a decir:

—Antes de que te vayas, amiga mía, tengo que decirte que se te sale la enagua. Me avergüenzo de no habértelo dicho antes, aunque, sin duda, nadie le da importancia a esas cosas en una madre que amamanta a su hijo.

Luego volvió a sentarse y dijo:

—¡Oh, Stephen, cuánto siento haberte obligado a soportar esta aburrida comida! Ya tienes bastantes cosas que soportar. Bueno, al menos podemos hablar.

Habló de la forma que Stephen deseaba tanto hacerlo, con entera libertad, con total franqueza, porque a su lado tenía, como bien suponía ella, a un confidente. Y él la escuchó con gran atención e interés. No había cambiado ni la ternura ni el afecto que, como amigo, sentía por ella.

Sus relaciones con Johnson habían sido difíciles desde el principio. Aunque no hubiera existido el problema de su divorcio, habría sido imposible que duraran mucho. Era un hombre de mal genio, violento, peligroso e incluso cruel en ocasiones y demasiado rico para tener una buena conducta. Era un galanteador y trataba a los negros de un modo repugnante.

—Supongo que ver a diario a esas personas esclavizadas es difícil de soportar, sobre todo si forman un inmenso grupo, como los que suele haber en las grandes haciendas.

—Bueno, en realidad, eso me parece normal —dijo, encogiéndose de hombros—. En la India había muchísimos esclavos, ¿sabes? Debía de haber dicho «a las negras». En su casa de Maryland, la mayoría de los niños mulatos que hay son hijos suyos y la mayoría de los mulatos adultos son sus hermanastros o hermanastras. Había dos negras jóvenes que parecían primas que me miraban de una manera odiosa, maliciosamente. No podía soportarlo. Me sentía como si fuera un objeto comprado. El era el gallo del corral.

—Me temo que en el interior de todos nosotros se esconde un gallo.

—El de Johnson nunca está escondido, te lo aseguro. Pero al mismo tiempo, es extremadamente celoso, es igual que un turco. Sólo le faltan la barba, el turbante y la cimitarra —dijo con una sonrisa que era el espectro de su sonrisa de antaño—. A ninguna de las negras con las que se ha acostado les permite casarse. Ya mí me ha hecho escenas porque me ha visto hablarle a otro hombre. Creo que me mataría y también te mataría a ti si me viera hacer esto.

Entonces puso tiernamente su mano sobre la de él y, apretándosela, dijo:

—¡Oh, Maturin! ¡Es un consuelo tener a alguien en quien una puede confiar!

Había sido después de una de esas escenas cuando ella le había dejado y había regresado a Londres. Pero él la había seguido y había sido muy cariñoso con ella y le había prometido cambiar. Además, le había enseñado las cartas de sus abogados y por ellas parecía que su divorcio no iba a tardar.

—Y me dio estos diamantes —añadió, quitándose el collar, que brillaba como una estela fosforescente, y lo tiró en el sofá—. Eran de su madre y él mandó a ensartarlos de nuevo. A ese grande que está en el medio le han dado el nombre de Begum. Debería avergonzarme admitir que influyeron en mi comportamiento, pero, a la verdad, influyeron. Creo que a la mayoría de las mujeres les gustan los diamantes.

Había sido en Londres, mejor dicho, durante su precipitada huida de Londres, que se había enterado de que Johnson tenía relación con los Servicios Secretos norteamericanos. En aquel momento no se había imaginado que sus actividades tenían como objetivo hacer daño a Inglaterra, sino que había pensado que tenían relación con las inversiones que habían hecho en títulos, acciones y bonos del Tesoro en Europa, sobre todo porque en aquella época todos en general pensaban que Estados Unidos declararía la guerra a Francia. Pero él la había aterrorizado diciéndole que ella también estaba implicada en ese asunto y que el Gobierno la perseguiría y probablemente sería colgada por haberle pasado documentos a Louisa Wogan, así que, como una tonta, había accedido a volver a Estados Unidos. Efectivamente, había recibido algunas cartas para Louisa y se las había entregado, pero pensaba que formaban parte de una intriga amorosa. Lo había pensado hasta el día en que Louisa había sido arrestada y a ella la habían llevado al Ministerio del Interior y la habían interrogado durante horas interminables. Había perdido la cabeza y había escapado con Johnson.

Era la cosa más estúpida que había hecho en su vida. Ahora se encontraba en un país enemigo y él había tenido la desfachatez de pedirle que le ayudara en su trabajo, que le ayudara a hacer daño a su propia nación. Y esperaba que ella se alegrara cuando los barcos de la Armada real eran apresados.

—¡Oh, Stephen! Se me parte el corazón de pensar que hemos perdido esas fragatas de las que estábamos tan orgullosos, tres nada menos, sin haber conseguido ninguna victoria. Y los norteamericanos se jactan de su triunfo. Cuando veo por ahí a los oficiales ingleses prisioneros de guerra… ¡Es terrible!

—¿No te has hecho ciudadana norteamericana?

—Bueno, firmé algunos papeluchos porque me dijeron que eso contribuiría a que su divorcio fuera más fácil. Pero ¿puede cambiar algo un miserable trozo de papel? Johnson es muy inteligente, pero a veces es increíblemente estúpido. ¿Cómo puede esperar que una mujer que es hija de un soldado que sirvió al Rey toda su vida y esposa de un soldado le ayude a hacer daño a su propio país? Tal vez piense que es Adonis, Byron y Creso juntos y que ninguna mujer se le puede resistir. Todavía cree que puede convencerme porque traduzco algunas de las cartas que envía a los franceses, pero nunca lo conseguirá. ¡Nunca, nunca, nunca!

—¿Su trabajo es muy importante?

—Sí. Y me sorprendió. Pensaba que él no era más que un rico que hacía el tonto, un diletante, pero no era así. Está entusiasmado con su trabajo y se gasta mucho más dinero del que le da el Gobierno. Justamente el mes pasado vendió una importante hacienda en Virginia. Es consejero del secretario de Estado y gran cantidad de personas están bajo sus órdenes. Louisa Wogan era una de ellas y, sin duda, volverá a serlo. ¡Oh, Stephen, no puedo soportar esto! ¡Estoy desesperada! ¿Cómo puedo salir de aquí?

Stephen se levantó, fue hasta la ventana y, con las manos tras la espalda, se puso a mirar a los trabajadores que estaban en el balcón. El relato era verdadero. Ella había sido sincera, pero no del todo… No había dicho que estaba confundida porque ocupaba una posición extraña para ella, la de una mujer que iba a ser relegada o suplantada. Hasta entonces siempre había sido ella la que había apartado de su lado a los demás y no soportaba tener que desempeñar su nuevo papel. Por otra parte, estaba tan afligida y molesta que no intuía cuáles eran los sentimientos de él en la actualidad. Pero, sin duda, le tenía miedo a Johnson y estaba en una situación desesperada. Se dio la vuelta y dijo:

—Escúchame, cariño. Debes casarte conmigo. Eso te convertirá de nuevo en una ciudadana británica y podrás regresar a Inglaterra. A Jack y a mí nos van a canjear dentro de uno o dos días y tú podrás ir conmigo por ser mi esposa. Será un matrimonio puramente nominal, un
mariage blanc
, si lo deseas.

—¡Oh, Stephen! —exclamó, poniéndose de pie de un salto, y en su rostro se reflejaba tanta gratitud y tanto afecto que él se sintió culpable y tuvo remordimientos—. ¡Sabía que siempre podría contar contigo!

Ella le estrechó entre sus brazos y él, para ocultar su falta de emoción, la estrechó aún más fuerte. Entonces ella se separó bruscamente y, con una expresión triste, dijo:

—¡No, no! ¡Me había olvidado…! Ellos piensan que Aubrey tiene relación con los Servicios Secretos, que le encajó unos documentos a Louisa cuando estaba a bordo del
Leopard
. Sólo Dios sabe si tienen razón. Yo ya no sé qué pensar de nadie.

Nunca hubiera creído que Louisa era una espía. Pero si están en lo cierto, necesitará la ayuda de Dios porque caerá en manos de Johnson. No habrá canje.

En ese momento oyeron a Johnson, que llegaba por el pasillo hablando en francés con un acento horrible, y tuvieron tiempo de recobrar la serenidad y aparentar indiferencia antes de que entrara. Johnson se disculpó por haber tardado tanto y, al ver el collar encima del sofá, lo recogió.

—Iba a guardarlo ahora mismo —dijo Diana.

El collar despedía destellos mientras él lo pasaba de una mano a la otra e infinidad de lucecitas que parecían salir de un prisma pasaban de un lado a otro del techo como estrellas fugaces.

—Sí, guárdalo, por favor —dijo—. No acaba de gustarme este cierre. Quisiera que lo pusieras en su estuche.

Diana salió silenciosamente de la habitación con el collar y Johnson dijo:

—He visitado al capitán Aubrey esta tarde y me habló muy bien de usted, doctor Maturin. Tuvimos una agradable conversación. Hubo un desafortunado malentendido entre él y los caballeros que le interrogaron anteriormente, pero pronto se aclaró todo. Creo que ellos habían tomado un camino equivocado y que las cosas se arreglarán en breve. El capitán Aubrey es un admirable oficial de marina británico, pertenece a la clase de oficiales que enseñaron a nuestros marinos su profesión. Pero dijo un par de cosas que me dejaron perplejo. Si no es una indiscreción, ¿podría decirme quién era el almirante Crichton? Le comparó a usted con él. No recuerdo a ningún almirante con ese nombre entre los compañeros de Nelson. ¿Y sabe usted lo que quiso decir al afirmar que Napoleón había matado el becerro de oro en Rusia? No quise quedarme mucho tiempo allí porque todavía no se ha recuperado y el doctor Choate insistió en que no debía fatigarse.

—El Crichton al que se refiere es, sin duda, un sabio escocés que hablaba muchas lenguas y que vivió hace dos siglos. El capitán Aubrey está convencido de que pertenecía a la Armada real. Y en cuanto al becerro de oro, tal vez haya confundido esa frase que es un error de los israelitas con la gallina de los huevos de oro de la que nos hablaban en nuestra niñez.

—¡Ah, ya comprendo! Sí. Lo que quería decir era que Napoleón había hecho mal en atacar al zar. ¿Y usted, qué opina, doctor Maturin?

—Sé muy poco de estas cosas. Sólo espero que esta inútil matanza y esta inútil destrucción terminen pronto.

—Yo también —dijo Johnson—. Es usted un amante de la paz y yo también lo soy. Sin embargo, creo que si los adversarios se conocieran mejor, si conocieran mejor los objetivos y la potencia de los demás, la paz llegaría mucho más pronto. Como dije no hace mucho, en Estados Unidos ignoramos por completo los detalles de la situación en Europa. Por ejemplo, hasta hace muy poco no nos enteramos de que en Cataluña, esa región del noreste de España, hay varias organizaciones que luchan por liberar su tierra del dominio de Castilla. Nosotros creíamos que sólo había una. Y luego está la situación de Irlanda. Hay otros muchos detalles como esos y desearía consultarle sobre ellos.

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