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Authors: Douglas Niles

Erixitl de Palul (23 page)

BOOK: Erixitl de Palul
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El reverendo canciller le ordenó con un ademán que se adelantara, sin darle tiempo a que hiciera las tres reverencias de rigor que se exigían a los visitantes.

——¿Dónde has estado? —preguntó Naltecona—. Mis mensajeros te han buscado inútilmente durante los últimos dos días.

——En Palul —respondió el guerrero—. He sido testigo de la tragedia ocurrida. Ahora he venido a ofrecer mis servicios para la defensa de la ciudad. Lucharé donde tú mandes, si bien, como sabes, ya no tengo el rango de Caballero Águila.

Naltecona hizo un gesto de rechazo a la explicación de su sobrino.

——Debes permanecer a mi lado —declaró el canciller—. Tú, entre todos los de mi corte, eres el único que sabe alguna cosa de los extranjeros. Te necesito aquí cuando entren en la ciudad, cosa que, de acuerdo con los informes de los Águilas que controlan su marcha, ocurrirá dentro de poco.

——
¿Entren en la ciudad? —
repitió Poshtli. atónito—. ¿Es que no piensas luchar contra ellos?

——¿De qué serviría? —preguntó Naltecona, compungido—. No los podemos vencer, y quizá su destino sea el no conocer la derrota. Tal vez estén destinados a reclamar Nexal, a heredar el trono emplumado de mis antepasados.

——¡Tío, te aconsejo que luches contra ellos antes de que lleguen a la ciudad! —exclamó Poshtli, incapaz de creer en las palabras de Naltecona—. ¡Levanta los puentes, enfréntate a ellos con mil canoas cargadas de guerreros! ¡Es verdad que los invasores son poderosos, pero se los puede matar! ¡Sangran y mueren como todos los hombres!

Naltecona miró al joven, y una chispa de su capacidad de mando brilló en sus ojos.

——¡Los superamos cien a uno! —insistió Poshtli—. ¡Si aguantamos en los puentes, jamás podrán llegar hasta aquí!

Pero el canciller movió la cabeza muy despacio, mirando a Poshtli como un padre ante un hijo que no entiende las sutilezas de la vida adulta. Palmeó el hombro de su sobrino, y el joven lloró para sus adentros al ver la expresión de desesperación y derrota en el fondo de los ojos de su tío.

——Por favor, Poshtli, permanece a mi lado —dijo Naltecona.

Con el corazón roto de pena, el guerrero asintió.

Shatil se deslizó por las calles en sombras de Nexal. Cojeaba, con los pies cubiertos de llagas y sangre, y apretaba la muñeca herida contra el pecho. Había corrido durante todo el día posterior a la masacre, y sólo había aminorado el paso hacia el anochecer. Tras ocho horas de camino se aproximaba a la Gran Pirámide en plena madrugada.

Sin soltar el pergamino, manchado de sangre en uno de sus bordes, Shatil pensaba en el mensaje que le habían encomendado. Durante el día, había aprovechado para echarle una ojeada, y la sorpresa había sido mayúscula al ver que la hoja estaba en blanco.

Pero, como buen devoto, no había puesto en duda las instrucciones de su patriarca, y había seguido con su misión. No olvidaba que desconocía muchísimos de los misterios de Zaltec.

Su túnica y las cicatrices rituales en su rostro y los brazos lo distinguían como sacerdote del dios de la guerra, y los Caballeros Jaguares apostados en la entrada de la plaza sagrada le permitieron pasar sin preguntar. Con paso tembloroso se dirigió a la pirámide, y se detuvo en el pequeño templo edificado junto la inmensa mole.

Era una construcción hecha en piedra y semihundida en el suelo, que servía de alojamiento para los sacerdotes de la Gran Pirámide, y también de calabozo para los cautivos destinados al sacrificio.

Shatil se agachó para no tocar el dintel de la puerta y bajó la escalera que conducía a la sala principal. Escuchó un gruñido en la oscuridad y se quedó inmóvil. Por un momento, recordó a la criatura feroz de los extranjeros, y pensó si la bestia había vuelto del reino de los muertos para atormentarlo. Al mismo tiempo, comprendió que su herida y el cansancio lo hacían imaginar cosas imposibles. Entonces, la figura de un Caballero Jaguar apareció junto a la entrada.

——¿Qué quieres, sacerdote? —preguntó.

——Quiero ver a Hoxitl. ¡Es muy urgente! —respondió Shatil, recostándose contra la fría pared de piedra para no desplomarse.

——¿Es tan urgente como para despertar al patriarca en plena noche? —inquirió el guerrero, escéptico.

——Sí —afirmó Shatil enfadado, irguiéndose. Tenía la misma altura que el caballero.

——¿Qué ocurre? ¿Traes noticias de Palul? —La pregunta surgió de la oscuridad de la sala, pero Shatil reconoció la voz del sumo sacerdote—. Los Águilas ya han informado que la batalla acabó en desastre.

——Sí, patriarca —contestó Shatil con voz firme—. El sumo sacerdote Zilti murió en el combate, como muchos otros de nuestra gente. Yo también estaría muerto de no haber sido porque Zilti me ordenó que os trajera un mensaje. —Shatil mostró el pergamino, y Hoxitl se apresuró a cogerlo.

——Has hecho muy bien —dijo el patriarca. Desenrolló el pergamino y lo sostuvo en alto para que Shatil y el Caballero Jaguar pudieran mirar por encima de su hombro. Shatil soltó una exclamación al ver que una escena aparecía en la hoja.

——¡Es la plaza! —gritó, señalando a los mazticas y legionarios que compartían la fiesta—. Es el aspecto que tenía antes de comenzar la batalla.

El pergamino parecía un cuadro que reproducía fielmente los detalles, movimientos y colores. Primero contemplaron la plaza, a vuelo de pájaro. Después, las imágenes se hicieron más precisas, y vieron a Cordell que conversaba tranquilamente con Chical y Kalnak.

——¿Qué maravilla es ésta? —preguntó Shatil, asombrado no sólo por la claridad y exactitud del dibujo sino por la misma aparición de éste.

——Es la magia de
hishna —
respondió Hoxitl, severo—. El poder del colmillo y la garra. La recreación de imágenes es uno de sus más importantes poderes. Ahora, guarda silencio.

Mientras contemplaba la imagen, el asombro de Shatil se transformó en pasmo. La figura cobró vida. Vieron a la maga de túnica negra hablando con el guerrero detrás de las casas. El pergamino no reproducía los sonidos, pero no resultaba difícil adivinar las palabras del nativo.

——¡El traidor! —exclamó el Caballero Jaguar—. ¡Él fue quien descubrió nuestra emboscada al enemigo!

——Obligado por la magia —comentó Hoxitl—. ¡Mirad! —Los tres observaron cómo la hechicera y el guerrero desaparecían de la vista. Entonces cambió la imagen, y vieron una escena donde aparecían los mismos personajes desde otro ángulo.

La mujer blanca acercó su enguantada mano a la garganta del hombre en un gesto casi de ternura, y el guerrero se retorció y cayó al suelo como un leño. Sin poder moverse, su piel tomó un color azulado mientras los ojos casi se le salían de las órbitas. Un minuto más tarde, la maga se alejó sin preocuparse del cadáver.

Después tuvieron la oportunidad de presenciar todo el desarrollo de la batalla. Shatil fue el único incapaz de soportar el espectáculo de las atrocidades. Con una vez ya tenía suficiente.

Hoxitl y el Caballero Jaguar palidecieron mientras contemplaban las barbaridades cometidas por los legionarios. Cuando Shatil se atrevió a mirar otra vez el pergamino, la plaza era un montón de ruinas humeantes con cuerpos desparramados por todas partes.

——Esto ha ocurrido en Palul —murmuró el Caballero Jaguar, mientras Hoxitl enrollaba el pergamino—, pero no se repetirá en Nexal. Podemos levantar los puentes y agrupar a los guerreros en la costa. ¡Cuando los extranjeros entren en el valle, nos encargaremos de que no vuelvan a salir jamás!

——Desde luego que no los veremos marchar —asintió Hoxitl—. Sin embargo, no será por la razón que tú crees.

——¿Por qué no? —preguntó el guerrero.

——Naltecona ha ordenado que los extranjeros sean recibidos en nuestra ciudad como dioses. Los puentes permanecerán bajados, y además los adornarán con flores en honor de nuestros «invitados».

——¿Cómo es posible? —exclamó Shatil, atónito—. ¡Hay que detenerlos antes de que sea demasiado tarde!

——Ojalá nuestro reverendo canciller fuera tan sabio como nuestro joven sacerdote —dijo Hoxitl, con ironía—. Hasta que llegue el momento, debemos planear, organizamos... y esperar. El culto de la Mano Viperina aumenta día a día, y estaremos listos para atacar cuando se presente la ocasión.

»Shatil, estás herido. Necesitas comida y descanso. Tu mensaje ha sido muy útil, y el esfuerzo que has hecho merece su recompensa.

El joven inclinó la cabeza, estimulado por el elogio del más alto jerarca de su orden.

——Patriarca —dijo—, sólo deseo una cosa.

——Di qué quieres —lo urgió Hoxitl. En el exterior, las primeras luces del alba alumbraban la plaza sagrada.

——Deseo ofrecer mi vida y mi cuerpo a Zaltec en el sacrificio de la mañana; servirle tanto en la guerra como en el ritual. Por favor, patriarca, quiero recibir la marca de la Mano Viperina.

——Concedido, pero no esta mañana, sino a la noche —contestó Hoxitl—. Ahora debes descansar. Acompáñame. —El sumo sacerdote sujetó a Shatil por la mano herida, y lo guió hacia uno de los dormitorios. Cuando llegaron a la puerta de la habitación, el joven descubrió atónito que la mordedura había cicatrizado.

——¡Soldados, en marcha! —Daggrande gritó la orden, y la primera compañía de la legión, los ballesteros, desfilaron por la ruta hacia Nexal, seguidos unos minutos después por la infantería ligera y los lanceros.

El capitán general, montado en su brioso corcel y en compañía de Darién, presenciaba el paso de sus tropas.

Poco a poco, como una serpiente que se desenroscaba desde los límites de Palul, el ejército inició su marcha. Las huestes kultakas se unieron al desfile, levantando sus lanzas cuando pasaban por delante de Cordell. Él los había conducido a la mayor victoria de todos los tiempos sobre los odiados nexalas. Ni siquiera la orden del comandante que prohibía el sacrificio de los cautivos había hecho mella en la devoción que sentían por Cordell.

La primera luz de la aurora había alumbrado el cielo cuando los ballesteros abrieron la marcha, pero era de día cuando el último grupo, los payitas, salieron del pueblo. Estos hombres no habían participado en la batalla del día anterior, y Cordell percibía que estaban molestos por el gran éxito de los kultakas. Los payitas podían ser muy buenos soldados, y esta vez no los dejaría de lado, pensó el general; si es que llegaba a necesitarlos...

——La ciudad está bien protegida por los lagos —dijo Darién, mientras la pareja cabalgaba a campo traviesa, cerca de la columna—. ¿Cuál es el plan de ataque?

Cordell esbozó una sonrisa y demoró un poco su respuesta.

——Pienso que no será necesario atacar —respondió por fin. Advirtió la sorpresa de la hechicera por su forma de inclinar la cabeza, aunque Darién no hizo ningún comentario.

»Tengo un presentimiento respecto a nuestro próximo contendiente, el gran Naltecona —añadió. Se sentía muy complacido con sus deducciones, y creía estar en lo cieno, pero también deseaba que Darién confirmara su juicio—. Si no me equivoco, en estos momentos no debe saber muy bien qué hacer. No me sorprendería encontrarlo dispuesto a darnos la bienvenida como invitados.

——Por el bien de todos, espero que no estés en un error —dijo la maga con una sonrisa tensa—. Es una jugada de mucho riesgo.

——También lo es esta marcha —replicó Cordell—. Sé que los hombres necesitan descansar, y, no obstante, míralos.

Señaló a las tropas, mazticas y legionarios, que marchaban por la carretera. Todos los hombres mantenían la cabeza erguida y su paso era marcial. Muchos saludaron al general al verlo cabalgar junto a ellos.

Cordell no se había equivocado acerca del espíritu de su ejército, que al cabo de algunas horas ya se encontraba a la vista de los volcanes gemelos, Zatal y Popol, por entre los cuales discurría el paso que conducía a Nexal.

El pulso del general se aceleró a medida que la carretera los llevaba hacia las alturas, y cabalgó más deprisa, consciente de lo que había en juego.

Al otro lado lo esperaba la culminación de su destino.

La herida se infectó durante la primera noche, y a la mañana siguiente Halloran no despertó. La fiebre se apoderó de su cuerpo, mientras yacía inconsciente, incapaz de beber, comer o hablar. Durante el día, la fiebre fue en aumento y el sudor brotaba por cada uno de sus poros.

De vez en cuando tenía escalofríos, y las convulsiones lo sacudían como a un pelele. Después apareció el delirio, y pasó la noche dando gritos.

Erixitl permaneció a su lado, ocupada en limpiar el pus que supuraba de la herida, y poniéndole paños fríos en la frente. En su delirio, Hal recordaba batallas pasadas, y hablaba de sangre, fuego y duelos.

Sólo en una ocasión, cuando en un espasmo su cuerpo se puso rígido como una tabla, gritó como un niño extraviado: «¡Erix, amor mío! ¡Por favor!». Su voz se convirtió por un momento en un murmullo incomprensible, y después añadió: «¡Por Helm, te quiero!».

El joven abrió los ojos, sin ver, y a continuación se relajó. Por unos minutos pareció descansar, para después caer otra vez en el delirio.

Al segundo amanecer, su respiración se convirtió en un jadeo ronco y entrecortado. El pulso era tan débil que hasta los sensibles dedos de Lotil tenían dificultades para encontrarlo.

A medida que el sol ascendía, lo mismo ocurría con la fiebre. Para el mediodía, el calor en el interior de la choza encalada era insoportable, y el techo de paja no era suficiente para contener el ardor de los rayos de sol. Hal se retorcía en su lecho, y Erix le refrescaba el cuerpo con paños mojados, aunque el agua parecía evaporarse al entrar en contacto con la piel ardiente.

Pero en el transcurso de la tarde, y cuando apareció la brisa fresca del anochecer, el fuego que consumía el cuerpo del legionario comenzó a perder fuerza. Poco a poco, la respiración recuperó la normalidad y Hal se hundió en un sueño tranquilo. En una ocasión, abrió los ojos y sonrió al ver a Erix, mientras le apretaba la mano suavemente.

La muchacha comprendió que lo peor ya había pasado.

Hal viviría, y la amaba. Se estremeció de alivio y alegría. Después de tantas horas de tensión, Erix dio rienda suelta a sus sentimientos. Se abrazó al cuerpo de su amado, y apoyó la cabeza sobre su pecho, sonriendo feliz al notar los latidos de su corazón y el movimiento fuerte y rítmico de sus pulmones.

Y comprendió que ella también lo amaba.

Shatil se unió a los otros iniciados para ascender por las empinadas escaleras hasta la cima de la Gran Pirámide. Lo embargó una sensación de profunda reverencia al contemplar más abajo a los sacerdotes que conducían las filas de cautivos destinados al sacrificio. Sus corazones servirían para festejar el ingreso de los nuevos servir dores de la Mano Viperina.

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