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Authors: Douglas Niles

Erixitl de Palul (30 page)

BOOK: Erixitl de Palul
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Desde luego, Shatil sabía que una de las razones de este comportamiento del sumo sacerdote era que su hermana representaba una amenaza terrible para el culto, Al principio se había mostrado incrédulo, convencido de que debía de tratarse de un error.

Sin embargo, cuando pensó en el tema con más tranquilidad, descubrió unas cuantas cosas que sugerían lo contrario. No podía olvidar la relación íntima entre Halloran y su hermana. Además, Erixitl había tenido un encuentro con el
coatl,
y recibido el don de poder hablar la lengua de los extranjeros. No había ninguna duda de que todo esto la señalaba como escogida para un destino mucho más importante del que podía esperarse de una esclava o de la hija de un plumista.

Pero, por encima de cualquier otra consideración, sobresalía el hecho de que Shatil no podía hacer otra cosa que aceptar las órdenes de los Muy Ancianos. Constituían el fundamento de su fe, y no estaba dispuesto a renunciar a ella. La muerte de Erixitl era imprescindible, por mucho que le pesara. Educado en la obediencia ciega a los caprichos de su dios, Shatil era consciente de que no le vacilaría la mano en el momento de la ejecución.

El joven se acercó hacia el altar, con la mirada puesta en la estatua iluminada por el resplandor de los braseros. En la penumbra, la mole de piedra parecía tener vida.

——¿Comprendes que tu hermana es una enemiga de Zaltec y un peligro para nuestra fe? —preguntó Hoxitl en voz baja. Shatil asintió en silencio, cautivado por la belleza cruel de la estatua a espaldas del sumo sacerdote. Vio movimientos en una esquina de la sala, pero no se preocupó de los Jaguares.

——Te he mandado llamar por el tema de Erixitl —añadió Hoxitl—. No tardará en llegar a la ciudad, si es que ya no está aquí, y tengo que encomendarte una tarea.

»Naltecona le ha dado una casa a Halloran, el extranjero. Sabemos que él y el señor Poshtli viajaron a Palul antes de la batalla, con el propósito de encontrar a Erixitl. Sospechamos que, cuando venga, irá a dicha casa, o intentará entrar en el palacio para ver a Poshtli.

»Yo mismo me encargo de vigilar al joven señor. Tu tarea será la de ir a aquella casa y buscarla, o esperar a que llegue.

——La he oído hablar de ese hombre —dijo Shatil muy serio.

——Debes tener mucho cuidado —le advirtió Hoxitl—. Es un rival muy peligroso, y debes impedir que se interponga en tu camino.

El sumo sacerdote metió una mano en la bolsa que colgaba de su cinturón, y sacó una zarpa de gran tamaño. El objeto era negro brillante, romo por un extremo y rematado con una punta afiladísima por el otro. Sin duda, la habían arrancado de un jaguar enorme.

——Te ayudará en tu tarea —explicó el patriarca—. Ve con cuidado. El más leve roce de la punta produce una muerte instantánea. —Shatil observó la zarpa con atención. Un tapón cerraba el extremo romo.

——Sabré utilizarla.

——No debes fallar —dijo Hoxitl—. Se la conoce como la Zarpa de Zaltec.

——Decidme dónde está la casa —respondió Shatil— y me ocuparé de que Erixitl no salga de allí con vida.

——Cógete de mi mano —dijo Halloran.

——¿Dónde está tu mano? —preguntó Erix. Por fin se tocaron los dedos y se sujetaron con fuerza—. Así está mejor —admitió—. Al menos sé dónde estás. —La joven tendió su otra mano y le tocó el cuerpo invisible, como si quisiera asegurarse del hecho.

——Si tú no puedes verme, esperemos que ocurra lo mismo con los centinelas —contestó Hal, con una suave caricia en la mejilla de Erix. Se encontraban a la sombra de unos árboles, muy cerca del portón de la plaza sagrada. Era el mediodía, si bien las densas nubes que tapaban el cielo impedían ver el sol.

——No sé qué me desagrada más: si no poder verte, o no verme a mí misma. —El tono de Erix denunciaba su inquietud.

——En un par de minutos, estaremos en el palacio. ¿Preparada? —preguntó Hal. Erix le respondió con un apretón de mano. Varios esclavos pasaron junto a ellos. No se veía a nadie más en la avenida. En silencio, avanzaron hacia la entrada.

Halloran se sentía animado por una gran confianza, a pesar de ser consciente de los riesgos que entrañaba el rescate de Naltecona. Encontrar a Poshtli sólo era el primer paso. No obstante, lo embargaban un entusiasmo y una excitación que no había experimentado en mucho tiempo. Quizás era por el hecho de ser invisible, o porque, una vez más, tenía una causa por la que luchar y un desafío al que hacer frente. Sus dudas, su sensación de ser extranjero, se habían esfumado de su mente.

Se había preparado a conciencia para la misión. Llevaba las botas envueltas en algodón, y se había cubierto con una túnica. Con la espada desenvainada y la vaina atada a la espalda, podía moverse casi en absoluto silencio. En la mochila tenía el libro de hechizos y, enrollada a la cintura, llevaba la piel de víbora
hishna,
que Hoxitl había utilizado para amarrarlo en Payit. No sabía cómo emplear el poder del objeto, pero lo había traído de todas maneras. Necesitarían todos los recursos disponibles si querían tener éxito en su plan de rescate.

Recordó el otro frasco de poción mágica. Erixitl se había asustado muchísimo cuando él intentó probar el contenido y, al ver que su marido no quería tirarlo, había decidido encargarse ella misma de su cuidado.

La joven, con su Capa de una Sola Pluma, vestido suelto y calzada con mocasines, caminaba con el silencio habitual de los nativos. Pero Erix no compartía el optimismo de Hal. El hecho de no poder verse a sí misma le producía una profunda inquietud. Además, tampoco veía con claridad todo lo demás. Las sombras le velaban la visión. No se lo había dicho a Halloran, pero sentía una desesperación terrible que le quitaba fuerzas.

Su sueño le había parecido tan real —Naltecona, muerto entre los legionarios en la terraza del palacio, iluminado por la luna llena— que le resultaba difícil creer en la posibilidad de cambiar el destino. Con un esfuerzo, apartó estos pensamientos de su mente, dispuesta a colaborar con su marido.

Un par de fornidos legionarios, armados con alabardas, montaban guardia a un lado de la única entrada de la plaza. En el otro había una pareja de Caballeros Jaguares. Esta vigilancia compartida reflejaba el precario equilibrio de fuerzas que imperaba en la ciudad.

Una suave brisa les acarició el cuerpo, y uno de los Jaguares levantó la cabeza y olisqueó el aire. Por un instante, Hal sintió pánico; después cesó la ráfaga, y el centinela se despreocupó. En aquel momento, apareció una larga columna de esclavos, cargados con cestas de maíz y pellejos de
octal,
bebida que se había hecho popular entre los invasores. Hal y Erix aprovecharon la ocasión para colarse, uniéndose a los porteadores.

En cuanto cruzaron el portón, se detuvieron atónitos ante el espectáculo. Los millares de guerreros acampados en la plaza ocupaban casi toda la superficie disponible. Los kultakas y payitas tenían sus campamentos instalados alrededor de los grandes templos y palacios, mientras que los nexalas habían montado los suyos rodeando a sus enemigos ancestrales.

——Aquél debe de ser el palacio de Axalt —dijo Hal. Señaló el edificio, sin recordar que Erix no podía ver su brazo. La joven ya había reconocido el palacio que Cordell había convertido en cuartel general y prisión de Naltecona. Los altos muros de piedra, con balcones en la parte superior, formaban una impresionante barrera de protección para los legionarios y su valioso rehén.

Erix soltó una exclamación y se encogió cuando de pronto vio las densas columnas de humo negro que brotaban del edificio, para extenderse como una alfombra oscura sobre la plaza. Hal la estrechó entre sus brazos; desconocía la razón de su miedo, aunque podía sentir el pánico que le estremecía el cuerpo. Un segundo después, Erix sacudió la cabeza y reanudó la marcha. La pareja se encaminó hacia el palacio de Naltecona —convertido ahora, según Gankak, en residencia de Poshtli—, dando rodeos para evitar los campamentos de guerreros.

——¿Cuánto tardaremos en volver a ser visibles? —preguntó Erix, inquieta.

——No lo sé —admitió Hal—. Creo que el suficiente para llegar a nuestro destino. —«Así lo espero», añadió para sus adentros.

La entrada al palacio, una puerta de doble hoja y grandes dimensiones, aparecía cerrada, y su vigilancia corría a cuenta de Caballeros Águilas. Por fortuna, grupos de guerreros, sacerdotes y esclavos entraban y salían cada pocos minutos. Hal y Erix entraron confundidos entre una fila de mujeres cargadas con sacos de pimientos y alubias para las cocinas de palacio.

Una vez en el interior, vieron el enorme vestíbulo y, al otro extremo, las puertas de la sala del trono. Había un noble junto a la entrada. El hombre llevaba sandalias con correas hasta las rodillas, una túnica de algodón y una capa de plumas rojas y verdes.

La pareja avanzó casi de puntillas hasta situarse muy cerca de las puertas. En silencio, observaron la entrada y al cortesano. ¿Estaría Poshtli en el interior? No tenían manera de averiguarlo, aunque Hal interpretó la presencia del hombre como una buena señal.

Sin ningún aviso previo, se abrieron las puertas de par en par, y un Caballero Águila salió de la sala. El guerrero marchaba con orgullo, y sus ojos mostraban una expresión dura. A pesar de ser un anciano, se movía con la gracia de un joven veterano.

Hal arrastró a Erix casi en volandas, mientras se lanzaba a cruzar las puertas. El cortesano los siguió, después de hacer una reverencia al caballero, y la pareja invisible apenas si alcanzó a apartarse de su camino. El hombre notó la corriente de aire, pero, al no ver a nadie, volvió la atención al trono.

Halloran y Erix vieron a Poshtli sentado en el trono flotante de su tío y, de inmediato, advirtieron que su amigo había envejecido muchísimo desde que había dejado Palul.

——¿Debo llamar a Hoxitl, mi señor? —preguntó el cortesano.

——¡No! —La voz de Poshtli sonó como latigazo. Después suspiró y añadió, más calmado—: Todavía no. Recibiré a los sacerdotes más tarde. Ahora quiero estar solo.

El hombre hizo una profunda reverencia y salió de la sala, cerrando la puerta a sus espaldas. Erixitl y Halloran permanecieron en silencio e invisibles en la sala donde se regían los destinos de Nexal.

Un instante más tarde, caminaron hacia el trono, y fue entonces cuando vieron las lágrimas en los ojos de Poshtli, aunque el guerrero se esforzaba por contenerlas.

Después, su rostro se desfiguró en una expresión de terrible sufrimiento moral.

Shatil no tuvo problemas para encontrar la casa de Halloran. Desde el exterior, el largo edificio de dos plantas parecía desierto. Como faltaban unas cuantas horas para el anochecer, decidió vigilar la residencia. Si era necesario, entraría al amparo de la oscuridad.

Se dirigió a un jardín vecino, y encontró un banco donde sentarse; para cualquiera, no era más que un sacerdote dedicado a sus meditaciones. Durante horas, mantuvo la casa vigilada. En una ocasión, salió una esclava regordeta, que volvió al cabo de un rato con un cesto de frutas. No vio ninguna otra señal de vida.

Con la caída de la noche, Shatil decidió investigar en el interior. Dejó el banco y cruzó la calle. Entró sin hacer ruido en el atrio y echó una ojeada. Tenía el puñal de piedra sujeto al cinto, y mantenía la Zarpa de Zaltec en la mano.

No había nadie en el patio central, pero escuchó voces que provenían de la cocina, en la parte posterior de la casa. Se acercó sigilosamente hasta situarse junto a la puerta abierta.

La pequeña cocina estaba alumbrada por las llamas de los fogones y dos antorchas de junco. En el interior vio a dos muchachas. Una se ocupaba en moler alubias en un bol de cerámica, y la otra amasaba sobre una piedra la pasta de maíz para las tortillas. Se detuvo por un momento para escuchar lo que decían.

——Horo... —llamó una de las esclavas, la misma que había ido a buscar la fruta.

——¿Sí, Chantil? —respondió Horo. Era muy alta, hermosa y un poco mayor que su compañera.

——¿Crees que el amo y su esposa están en peligro? ¿Piensas que los volveremos a ver? —preguntó Chantil con un leve temblor en la voz.

——¡Desde luego! Gankak dice que sí, y él sabe mucho más que nosotras. No pondrás en duda su palabra. —Horo hablaba segura de sí misma. Antes de que pudieran continuar su conversación, Shatil se cansó de espiarlas. Además, se había convencido de que Erixitl no se encontraba en la casa.

Las dos esclavas lo miraron sorprendidas cuando el sacerdote de Zaltec apareció en la puerta.

——¿Quiénes son vuestros amos? —inquirió Shatil.

Las muchachas intercambiaron una mirada, sin ocultar su terror. La más alta, Horo, se armó de valor.

——¿Qué es lo que busca? —protestó—. ¿Qué quiere?

Shatil le dio un bofetón con la mano donde sostenía la Zarpa de Zaltec. La afilada punta rozó la mejilla de la esclava.

Horo soltó un grito y retrocedió, al tiempo que se llevaba la mano a la cara. La herida era como un finísimo trazo rojo. Entonces se le dilataron las pupilas, y su boca se movió sin emitir ningún sonido. Un par de segundos después, la pobre muchacha yacía en el suelo, muerta. Chantil gimió e intentó escapar del sacerdote. Shatil levantó la mano, pero esta vez contuvo el golpe.

——¿Tu ama se llama Erixitl?

Chantil asintió, incapaz de hablar.

——¿Dónde está? ¡Habla, si no quieres morir!

La esclava se esforzó por dominar su terror lo suficiente para poder contestar.

——Al.., al palacio... Ha ido a ver a Poshtli.

——¿Para qué?

——¡Quieren..., quieren rescatar a Naltecona! —gritó la esclava.

Shatil bajó la mano y se volvió hacia la puerta.

——Has hecho bien en responder, esclava —dijo el sacerdote—. Zaltec se complace en dejarte con vida.

Pero Chantil no lo escuchó. Sin dejar de llorar, se arrastró hasta el cuerpo de su amiga, mientras el clérigo desaparecía en la oscuridad.

Gultec aprendió a volar transformado en halcón, cacatúa y colibrí. Nadaba convertido en pez. Trepaba a los árboles transfigurado en mono aullador, los amos de las alturas en las selvas del Lejano Payit. Además, no dejaba de aprender cosas de Zochimaloc, y estudiaba los hechos del pasado y el futuro en el curso de las estrellas.

Ahora también se había convertido en maestro. Consciente de que la guerra no tardaría en comenzar, intentaba enseñar a los hombres de Tulom—Itzi las artes militares. La tarea parecía estar condenada al fracaso, porque estas gentes no habían sido educadas en las tradiciones guerreras que tenían una enorme importancia social en otras naciones del Mundo Verdadero.

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