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Authors: Douglas Niles

Erixitl de Palul (28 page)

BOOK: Erixitl de Palul
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——Estoy obligado por la palabra de mi tío a realizar sus deseos, aunque, si los extranjeros le hacen algún daño, desaparecerá cualquier compromiso —contestó Poshtli con una mirada belicosa—. Y, para que lo sepas, amigo mío, ¡no nos conquistarán sin una guerra!

Para sus adentros, pensó si ya no sería demasiado tarde.

Acamparon en un prado en las alturas, entre una multitud de flores. Hal y Erix habían decidido mantenerse apartados de la carretera principal, y su viaje transcurría por las laderas del Popol, el volcán más al norte de la ciudad, muy lejos de la zona arbolada. Las únicas criaturas que veían eran pájaros y, a la distancia, en el fondo del valle, se encontraba Nexal. Tuvieron ocasión de disfrutar de una magnífica puesta de sol mientras cenaban. Cuando se hizo de noche, la ciudad se iluminó con diez mil antorchas y velas.

Para los dos enamorados, ésta todavía era una noche propicia para contemplar el cielo. Las antorchas de la ciudad eran una insignificancia frente a los millones de estrellas en el firmamento. La luna en cuarto creciente todavía no era capaz de hacer desvanecer las estrellas.

Bien cobijados bajo las mantas para protegerse del fresco de la noche en las alturas, permanecieron en silencio disfrutando de su amor que no necesitaba de palabras. Cada uno encontraba en el otro una fuente de poder suficiente para hacer tolerable cualquier horror siempre que lo enfrentaran juntos.

De pronto, Erix apartó la mirada de la ciudad, con el cuerpo sacudido por un temblor súbito. Hal la apretó entre sus brazos, consciente del motivo de su inquietud.

——Ahora las sombras también llegan de noche —dijo ella, hundiendo el rostro contra su pecho—. La ciudad se oscurece. Puedo ver cómo las antorchas y las hogueras se apagan, una tras otra. ¿No notas cómo se estremece la tierra?

Halloran permaneció en silencio por unos minutos, y la mantuvo abrazada hasta que la joven se tranquilizó.

——Encontraremos a Poshtli —dijo por fin—. Con su ayuda en el palacio, y mi acero...

——No olvides mi
pluma —
añadió Erix, más animada.

——Sí. —Hal frunció el entrecejo al pensar en Darién, que representaba, a su juicio, el mayor obstáculo a su entrada en el palacio.

El amuleto de Erix parecía capaz de protegerlos del poder de la hechicera. No sabían hasta qué punto, pero su esposa le había hablado de su experiencia ante el ataque de la Mano Helada.

——Juntos superaremos cualquier obstáculo —afirmó Halloran. Pensó que no tenían otra alternativa, y dio gracias de que fuera así.

Después, unidos en un abrazo íntimo, se olvidaron de las vicisitudes del mañana.

De las crónicas de Coton:

Los dioses esperan el comienzo de la justa.

Lolth aparece en escena y comienza a valorar la capacidad de los demás dioses, en especial la de Zaltec, que se vanagloria del culto de sus díscolos drows. Estudia a los demás, y lo que ve la complace.

Zaltec se divierte, ignorante de la presencia de la diosa araña. Está preparado para la insurrección de la Mano Viperina, y sabe que los corazones ganados en la victoria le garantizarán el dominio del Mundo Verdadero.

Helm contempla a la legión, que recoge su oro. El dios guerrero llegado desde el otro lado del mar permanece alerta. Espera, preparado para lo que haga falta.

Y, a través de todo Maztica, las sombras se ensanchan.

13
Punto sin retorno

El reverendo canciller respondió a la llamada de su captor con todo el ceremonial correspondiente a su cargo. Naltecona no caminó hasta la sala de audiencias de Cordell. En cambio, recorrió los pasillos del palacio de Axalt montado en su inmensa litera. Su capa de plumas flotaba como un abanico en el aire, y lo precedía una escolta de esclavos.

Un par de centinelas barbudos detuvieron a los esclavos cuando se presentaron ante la puerta. Naltecona se apeó y pasó entre la escolta, para entrar en la sala donde Cordell y Darién lo esperaban, impacientes.

——¿Por qué me habéis llamado? —preguntó el gobernante.

——Venid por aquí.

Darién tradujo la orden de Cordell mientras el capitán general salía de la sala por una puerta lateral. Naltecona y la hechicera lo siguieron. Cordell caminó en silencio durante un par de minutos, hasta llegar a una esquina. Después se volvió para mirar al reverendo canciller.

——¿Tenéis más de estos cuartos secretos dispersos por el palacio? —preguntó, airado, señalando al atónito Naltecona las grandes pilas de objetos preciosos y las vasijas llenas de polvo de oro.

El nexala contempló el inmenso tesoro, y notó un frío que le entumeció los miembros. Jamás había visto este cúmulo de riquezas, aunque sabía de su existencia. Tampoco había esperado que los extranjeros se dedicarían a tirar abajo las paredes del palacio en busca de botín, pero al parecer estaba en un error.

——Es el tesoro de mis antepasados. Las leyendas lo mencionan, y lo situaban en el palacio de mi abuelo. No lo había visto hasta ahora —explicó el canciller en voz baja—. Que yo sepa, no hay ninguno más.

——No me fío de vuestras palabras. —El capitán general también habló suavemente, aunque sin disimular la insolencia. Sin embargo, Darién le hizo una señal casi imperceptible, en apoyo de la veracidad de Naltecona. Cordell le volvió la espalda y se acarició la barbilla nervioso, convencido de que el nexala no le decía toda la verdad. De todas maneras, era consciente de que no podía presionarlo sin correr un riesgo enorme.

Nexal comenzaba a ajustarse al delicado equilibrio de poder. Naltecona permanecía en el palacio de Axalt, como un rehén voluntario para garantizar la cooperación del pueblo. Se reunía con los funcionarios de su gobierno, y mantenía el boato de su corte.

Gracias a esta actitud, la ciudad continuaba con su vida normal, al menos en la superficie. El mercado estaba abierto, y los legionarios —en grupos siempre numerosos— iban de compras y recorrían las maravillas de la ciudad. La actitud de la gente iba desde una aceptación vacilante a un rechazo malhumorado.

——De acuerdo —afirmó Cordell. Había tomado una decisión—. Quizá sea cierto que hemos descubierto todo el tesoro de vuestros antepasados, pero sé muy bien que no es éste todo el oro que tenéis. Quiero que lo traigan y lo dejen a las puertas del palacio. Os encargaréis de dar la orden.

Naltecona miró a Cordell, asombrado. Había escuchado los comentarios acerca de la desesperación que el oro provocaba en los extranjeros, aunque jamás había esperado que manifestaran su ansia de posesión de forma tan directa. No podía pensar en ninguna razón que justificara un deseo tan extraordinario por el dúctil metal amarillo. ¿Sería verdad que se lo comían? ¿Tal vez lo adoraban, o lo utilizaban para construir cosas? Él no lo sabía.

No obstante, era obvio que se desvivían por tenerlo. Naltecona había aprendido desde niño que, cuando los dioses tenían hambre, había que darles de comer.

——Muy bien —dijo—. Os traeremos nuestro oro.

Hoxitl soltó una exclamación cuando salió de su celda y vio el cadáver en el suelo. Se quedó inmóvil ante la puerta de la sala central del templo, donde se encontraba la enorme estatua del bestial Zaltec, rodeada de incensarios humeantes.

Se arrodilló junto al muerto, que era un joven acólito. El cuerpo presentaba una pequeña herida a la altura del corazón; los bordes limpios indicaban que el arma no era de piedra.

——Una advertencia, sacerdote. —La voz, proveniente de un rincón oscuro del santuario, fue como un viento helado sobre la piel del patriarca. Se incorporó, asustado.

——
¡Vos!
—exclamó. Instintivamente, dio un paso atrás. Boquiabierto, observó a la figura que avanzaba hacia él.

El Muy Anciano se movía con fluidez. Embozado en su túnica, sólo se veían las manos de piel negra y sus largos y delicados dedos. En aquel momento, el sacerdote advirtió que había más visitantes. No perdió el tiempo en imaginar cómo habían llegado hasta allí. No dudaba de la capacidad de estos seres para pasar inadvertidos.

——¿Una advertencia? ¿Sobre qué? —preguntó.

——La muchacha que puede condenar al fracaso nuestros planes viene hacia aquí. Su muerte es imprescindible. ¡No puedes volver a fallar!

——¡No, no! ¿Dónde está?

——No lo sabemos. Pero la sabiduría del Fuego Oscuro, la voluntad de Zaltec, dice que no tardará en llegar a Nexal. Has de enviar a todos tus sacerdotes, a todos los aprendices, para que colaboren en la búsqueda. También nosotros buscaremos en la ciudad durante la noche. Hay que encontrarla y acabar con ella.

——¿Va sola? —preguntó Hoxitl.

——Se la ha visto acompañada por el extranjero llamado Halloran.

——De acuerdo —asintió el patriarca—. Enviaré a mis sacerdotes detrás de ella. Doblaremos las guardias en todas las entradas, y hablaré con Naltecona. Puede que él sepa dónde está el hombre.

——El reverendo canciller no vivirá mucho más —dijo el Muy Anciano—. ¡Su muerte será la señal de ataque para el culto!

——¿Vais a matarlo? —se horrorizó el sacerdote.

La figura embozada permaneció en silencio por unos instantes.

——El destino tiene su propio paso, pero será el destino el que lance a la batalla al culto de la Mano Viperina, que aguarda el momento con pasión. Zaltec estará satisfecho.

»Pero recuerda —siseó el Muy Anciano, con una voz terrible, al tiempo que señalaba el cadáver tendido a los pies de Hoxitl—: no nos vuelvas a fallar.

A campo abierto, Hal y Erix llegaron a la costa del lago, en un punto donde los cañaverales se extendían hasta casi medio kilómetro dentro del agua. Los protegía la oscuridad, y unas nubes bajas tapaban la luna. Les quedaba esta noche y dos días más ante de la luna llena.

Había muchas aldeas de pescadores en las orillas, y la pareja se acercó a una con la intención de encontrar una canoa. Encontraron varias embarrancadas, y unos minutos después remaban a través de las tranquilas y oscuras aguas del lago Zaltec.

Veían las antorchas a lo lejos, que marcaban el contorno de la gran ciudad, y en silencio agradecieron el manto de la noche, que les permitiría llegar a su punto de destino sin ser descubiertos.

——Vayamos primero a mi casa —propuso Hal, cuando alcanzaron una distancia prudencial de la costa—. Quizá los esclavos saben algo de Poshtli; dónde está, o cómo podemos encontrarlo sin alertar a Cordell.

Erix asintió. En cuanto acabaron de atravesar el lago, tomaron por un amplio canal, y Hal guió la canoa hacia su casa. La abundancia de canales que cruzaban la ciudad facilitaba la comunicación, aunque se corría el riesgo de perderse entre tantos iguales.

En realidad, Hal no estuvo tranquilo hasta que atracó en su embarcadero. Había reconocido el aljibe de piedra y el grupo de palmeras. Las habitaciones de la casa, que se abrían al patio, los protegían de las miradas de cualquier curioso.

Hal pensó en la diferencia que había entre esta llegada y la primera, cuando Poshthi los había acompañado a plena luz del día hasta el palacio de Naltecona. Ahora se deslizaban entre las sombras de la noche como ladrones, para poder llegar a su casa sin llamar la atención de nadie.

——¡Amo! ¡Está vivo! —Gankak, el viejo esclavo, cojeó a través del patio riendo de alegría—. Jaria! ¡Ven aquí! ¡Te dije que volvería!

——¡Tú no dijiste nada, viejo tonto! —Jaria, regordeta y de cabellos blancos pero muy ágil, pasó junto a su marido y saludó con una reverencia a Halloran y Erix cuando entraron en el vestíbulo—. Era yo quien lo creía vivo, amo. En cambio, Gankak estaba seguro de... otra cosa.

Horo, la esclava delgaducha, y Chantil, baja y entrada en carnes, salieron de la cocina, muy alegres de ver a su amo. Era una bienvenida inesperada y sincera que sorprendió a Halloran.

——Ésta es mi esposa, Erixitl —dijo. Los sirvientes saludaron con una reverencia, complacidos por la felicidad de su patrón. Por unos minutos, Hal olvidó los terribles augurios y disfrutó del calor del hogar.

——Te veré más tarde —le gritó Erix, que se vio arrastrada por Horo y Chantil a un primer recorrido por la casa.

——Amo, es bueno que haya vuelto. Son tiempos peligrosos para Nexal —dijo Gankak en tono sombrío.

——Sé que mis compatriotas han entrado en la plaza sagrada —comentó Hal.

——Eso no es lo peor. Hicieron prisionero a Naltecona, y ahora lo mantienen con sus propias tropas en el palacio de Axalt. ¡Y Naltecona ha prohibido a sus guerreros que empuñen las armas contra ellos!

——¡Estas noticias no son tan graves! —afirmó Hal, consciente de que cualquier probabilidad de éxito se esfumaría si estallaba la guerra antes de que pudieran llegar a Naltecona—. Tenemos muchas cosas que hacer. ¿Sabes algo del amo Poshtli?

——Sí. Ocupa el trono de Naltecona y habla en nombre de su tío. Dicen que el cautiverio del reverendo canciller le resulta una carga muy difícil de soportar.

Halloran imaginó la frustración de su amigo, atrapado por la responsabilidad de servir a su tío, sin poder atacar a aquellos que lo retenían como rehén.

Quizá podrían llegar hasta él y ayudarlo a salir del dilema.

——Sobrino, tendrás que ocuparte de una tarea muy importante —dijo Naltecona. Poshtli permaneció atento, preguntándose los motivos que podía tener su tío para haberlo llamado a sus habitaciones en el palacio de Axalt, a una hora tan temprana y en un día especialmente desagradable.

——Cumpliré tus órdenes aunque me vaya en ello la vida —afirmó el guerrero.

——Debes recoger el oro de Nexal, todo el que puedas. Recógelo y tráelo aquí. —Naltecona se irguió cuan alto era. Sólo las profundas arrugas alrededor de sus ojos denunciaban la humillación que sufría por tener que hacer esta petición.

Por un momento, Poshtli se quedó sin palabras. No podía imaginar a nadie con la suficiente arrogancia para exigir una cosa como ésta, pero no dudaba de que Cordell estaba detrás. ¿Acaso el invasor consideraba que Nexal era de su propiedad, para explotarlo como le viniera en gana?

——Debes hacerlo, Poshtli, por muy duro que resulte. —El dolor de Naltecona se hizo patente en su voz, y su sobrino sintió pena ante la abyecta rendición del soberano. Al mismo tiempo, el guerrero deseó poder descargar su furia abofeteando el rostro del canciller, y limpiar así la afrenta contra el orgullo de su nación.

——Mantendré mi promesa, tío —dijo Poshtli—. Y, si ésta es tu voluntad, se cumplirá. —Después su voz adquirió un tono profundo y apasionado—. ¡Por favor, piensa en lo que me pides! ¡Me ordenas que entregue nuestra ciudad, nuestro pueblo y nuestro oro, a una persona que llegó como invitado y que ahora pretende tratarnos como esclavos!

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