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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

Esclavos de la oscuridad (23 page)

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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—Señor Plinkh…

Se detuvo delante de una serie de bastidores más gruesos, cubiertos con papel de periódico.

—Aquí he agrupado algunos casos de manual. Sucesos en los que los insectos han permitido que se confunda al criminal. Observe el ardid: cada caja está decorada con los recortes de los periódicos que se ocupan del caso.

—Señor Plinkh…

Dio todavía un paso más.

—Aquí tiene los especímenes excepcionales, que se remontan a la prehistoria. Vestigios que hemos encontrado en los despojos congelados de los mamuts. ¿Sabía que el exoesqueleto de una mosca es absolutamente indestructible?

Levanté la voz.

—Señor, he venido a hablar de Sylvie Simonis.

Se detuvo en seco y bajó lentamente los párpados. Cuando tuvo los ojos cerrados, una sonrisa se dibujó en sus labios.

—Una obra maestra. —Juntó otra vez las palmas de las manos—. Una verdadera obra maestra.

—Se trata de una mujer que sufrió un martirio atroz. De un demente que la torturó durante una semana.

Abrió los ojos de golpe, girando la cabeza como un búho. Eran ojos de ruso, con el iris muy claro y la pupila muy negra. Parecía sinceramente sorprendido.

—No le hablo de eso. Le hablo de la distribución. La manera de repartir las especies sobre el cuerpo. ¡No faltaba ni un solo insecto! Las moscas
Calliphoridae
, que llegan justo después de la muerte; las
Sarcophagidae
, que se instalan a continuación, en el momento de la fermentación butírica; las moscas
Piophilidae
y los coleópteros
Necrobia rufipes
, que llegan ocho meses más urde, cuando los líquidos saniosos se evaporan. Todo era perfecto. Una obra maestra.

—Intento descubrir su método.

La cabeza cana pivotó. El efecto de rotación quedaba aún más acentuado por el cuello Mao.

—¿Su método? —repitió—. Venga conmigo.

Seguí al gurú por un pasillo revestido de madera de pino. Después de atravesar una puerta cortafuego, con burletes de guata, penetramos en una gran sala diáfana, hundida en la penumbra, con los dos muros laterales llenos de jaulas cubiertas con velos de gasa. Reinaba una atmósfera de vivario. El calor era sofocante. Se percibía un olor a carne cruda y a productos químicos.

En el centro de la sala, sobre una mesa de laboratorio blanca había una caja rectangular disimulada bajo una sábana. Temí lo peor.

Plinkh se acercó a la mesa.

—El asesino es como yo. Alimenta a sus insectos. Da a cada uno de ellos el organismo en mutación que les conviene.

Levantó la tela de golpe. Apareció un acuario. Al principio solo distinguí una masa en medio de un torbellino de moscas. Luego creí ver una cabeza humana, en la que abundaban los gusanos. Me equivocaba: era simplemente un gran roedor, bastante devorado.

—Verá, no existen muchas alternativas. Hay que mantener el ecosistema de cada especie, es decir, el grado de putrefacción que les corresponde.

—¿De… de dónde los saca?

—Es sencillo, de las granjas, de los cazadores. Normalmente compro conejos. Una vez que una especie se ha alimentado, solo tengo que dar la carroña a la familia siguiente, y así sucesivamente.

—¿Puedo fumar? —pregunté.

—Preferiría que no.

Dejé el paquete en el fondo del bolsillo.

—Me preguntaba cómo transportó a Sylvie Simonis —proseguí—. Según su opinión, ¿cómo se llevó a cabo? ¿El traslado habría afectado al desarrollo de la escenificación?

—No. Seguramente el cadáver fue introducido en una funda de plástico para luego descargarlo en el promontorio.

—¿Y los insectos? Deberían haber escapado o morir, ¿no?

Plinkh se echó a reír.

—Pero ¡el cadáver tenía reservas! Miles de huevos que seguían a determinado tiempo de incubación. Larvas que tenían un ciclo de vida preciso. En cuanto a las moscas, no cabe duda de que recuperaron la libertad, por supuesto, pero sin alejarse. Seguían teniendo hambre, ¿comprende? De todos modos, no está del todo equivocado; aquella mañana, el cuerpo no llevaba allí mucho tiempo. Es evidente.

—¿Por qué?

—Esos depredadores no se llevan bien entre sí. Nunca conviven, porque les atraen etapas de descomposición distintas. Si coinciden, se devoran los unos a los otros. Teniendo en cuenta que todos estaban ahí, diría que el cadáver fue depositado en el sitio solo unas horas antes de que lo encontraran.

—¿Eso significaría que el asesino vive en la región?

—Él vive en la región.

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Tengo un indicio.

—¿Qué indicio?

Plinkh sonrió. Parecía divertirse muchísimo. Ese fulano no tenía la cabeza muy en su sitio y yo tenía prisa por acabar.

—Cuando examiné el cuerpo extraje numerosas muestras. Había un insecto que no provenía de nuestra región. Me refiero a nuestros países de clima continental.

—¿De dónde venía?

—De África. Un escarabajo de la familia
Lipkanus silvus
, pariente de nuestro
Tenebrio
. Coleópteros que se manifiestan durante la reducción esquelética para hacer la limpieza final.

Menudo indicio, efectivamente. Pero no veía en qué probaba la proximidad del asesino. Plinkh prosiguió:

—Permítame contarle una anécdota. Actualmente trabajo en la elaboración de un ecomuseo para la región, que albergará las diversas especies de nuestros valles. Para ello, pago a unos adolescentes que cazan para mí: abejorros, mariposas, ácaros, etcétera. No hace mucho tiempo, uno de ellos me trajo un espécimen muy particular. Un coleóptero que no era de aquí.

—¿El escarabajo?

—Un
Lipkanus silvus
, sí. El crío lo había encontrado en los alrededores de Morteau. Semejante espécimen solo podía haber escapado de una colección particular. Busqué un criadero de las mismas características que el mío en las inmediaciones, pero no encontré nada. Incluso del lado suizo. Cuando descubrí el segundo espécimen sobre el cuerpo de Sylvie Simonis, lo comprendí inmediatamente. El primero provenía del mismo lugar: la granja del asesino.

—¿Y eso cuándo fue?

—Durante el verano de 2001.

—¿Comentó eso a los gendarmes?

—Hablé con el capitán Sarrazin, pero él tampoco encontró nada. Se habría puesto en contacto conmigo nuevamente.

—Según usted, ¿el asesino cría una especie tropical?

—O bien viajó y trajo, a pesar suyo, un espécimen que se introdujo en el criadero o bien desarrolla voluntariamente la cepa y por una razón misteriosa coloca los bichos en su víctima. Me inclino por esta última respuesta. Este escarabajo es una firma. Un símbolo que no podemos comprender.

—¿Es posible ver el espécimen? ¿Lo guarda?

—Por supuesto. Es más, puedo dárselo. También le daré la ortografía exacta de su nombre.

La alusión a la firma me recordó otro elemento.

—¿Le mencionaron lo del liquen en la caja torácica?

—Estuve presente en la autopsia.

—¿Qué opina?

—Un símbolo más. O algo que tiene una razón específica.

—¿Ese liquen también podría venir de África?

Su expresión era de desdén.

—Soy entomólogo, no botánico.

Me imaginé el lugar donde se preparaban esos delirios. Un criadero de insectos, un laboratorio, un invernadero. ¿Qué coño hacían los gendarmes? Era imposible no encontrar un sitio tan peculiar en los valles de la región.

—Está aquí —agregó Plinkh, como si leyera mis pensamientos—. Muy cerca. Puedo sentir su presencia, sus escuadrones, en alguna parte de nuestros valles. Su ejército, idéntico al mío, listo para un nuevo ataque. Son sus legiones, ¿comprende?

Eché una mirada a mi derecha, hacia las jaulas veladas con gasa. Todo me pareció aumentado con una lupa. Los ácaros trotando sobre una mecha de pelo, una mosca hinchada de sangre lamiendo la que brotaba de una herida, centenares de huevos; caviar grisáceo, en el fondo de una cavidad podrida.

—¿Podemos volver a su despacho? —pregunté con una voz sorda.

31

Antes de ir a Sartuis quería dar una vuelta por Notre-Dame-de-Bienfaisance. Retomé la carretera en sentido inverso, luego torcí hacia el este, en dirección a Morteau y a la frontera suiza. Pasé el pueblo de Valdahon, tomé directo al norte y volví a encontrar la presencia, aún más fuerte, de la montaña.

Curvas abruptas y furia de las piedras. Precipicios, paredes, abismos y, muy abajo, la efervescencia del verde o de los torrentes plateados. Los indicadores de altura se sucedían: 1.200 metros, 1.400 metros… A 1.700 metros un letrero anunció el despeñadero de Bienfaisance.

Cinco kilómetros más adelante, apareció el monasterio. Un gran edificio cuadrado, austero, que lindaba con una capilla de campanario perfilado. Sus muros grises estaban horadados solo por ventanas angostas, y la entrada, sellada con puertas negras, remataba el cerramiento del coro. Solo un detalle de color alegraba el conjunto: parte del techo estaba cubierta de tejas policromadas, que evocaban las exuberancias de Gaudí en Barcelona.

Estacioné en el aparcamiento y me enfrenté al viento. Inmediatamente sentí una extraña melancolía por ese sitio. Bienfaisance era el tipo de lugar en el que habría querido retirarme. Un lugar que satisfacía mi deseo de vida monacal. Apartarse del mundo, permanecer solo con Dios, en busca de la beatitud.

Una sola vez, desde que era madero, me había retirado con los benedictinos; fue después de haber acabado con la vida de Eric Benzani, un macarra chiflado, en marzo de 2000. Había decidido renunciar a mi oficio y consagrar el resto de mis días a la oración. Fue Luc, una vez más, quien vino a buscarme. Debíamos asumir nuestra segunda muerte, la que nos alejaba de Cristo, para servirlo mejor.

Sacudí la campanilla. No hubo respuesta. Empujé la puerta; se abrió. El patio central estaba limitado por una galería acristalada. Fuera, dos mujeres envueltas en abrigos jugaban al ajedrez sobre una mesa plegable. Bajo una manta escocesa, un hombre mayor dormitaba cerca de un árbol. Un sol helado se posaba sobre esos comparsas inmóviles y les daba, no sé por qué, un aire de invierno chino.

Caminé por la galería hasta llegar a una nueva puerta. Según mi orientación, daba a la iglesia. Sobre una tabla, la etiqueta de una libreta indicaba: «Apunte sus intenciones. Serán tomadas en cuenta durante la oración comunitaria». Me incliné sobre la libreta y leí algunas líneas: oraciones por las misiones lejanas, por los muertos…

Oí una voz detrás de mí.

—Este es un sitio privado.

Descubrí a una mujer rolliza que me llegaba al codo. Llevaba un gorro negro que le ceñía la frente y una esclavina oscura.

—El refugio está cerrado durante el invierno.

—No soy un turista.

Frunció las cejas. Tez morena, rasgos asiáticos, pupilas oscuras que parecían dos perlas grises en el fondo de dos ostras viscosas. Era imposible precisar una edad. Sin duda pasaba de la sesentena. En cuanto al origen, me inclinaba por una filipina.

—¿Historiador? ¿Teólogo?

—Policía.

—Ya se lo conté todo a los gendarmes.

Ni sombra de acento pero la voz era gangosa. Le mostré mi identificación, acompañada de una sonrisa.

—Vengo de París. El caso está creando, por así decirlo, algunos problemas.

—Hijo, yo descubrí el cadáver. Estoy al corriente.

Miré el patio e hice ademán de buscar un asiento.

—¿Podríamos sentarnos en alguna parte?

La misionera seguía inmóvil. No me quitaba de encima sus ojos acuosos.

—Tiene usted algo de religioso.

—Asistí al seminario francés de Roma.

—¿Es por eso por lo que lo envían aquí? ¿Es usted un especialista?

Lo había preguntado como si yo fuera un exorcista o un parapsicólogo. Presentí que podía ganar algún punto de ventaja.

—Exactamente —murmuré.

—Me llamo Marilyne Rosarias. —Atrapó mi mano y la estrechó con vigor—. Dirijo la fundación. Espéreme aquí.

Desapareció por una puerta que yo no había visto. Empezaba a respirar el olor de la piedra gastada mientras observaba otra vez a los pensionistas en el patio, cuando reapareció.

—Venga conmigo. Le mostraré algo.

Su esclavina restalló como el ala de un murciélago. Un minuto más tarde estábamos fuera, enfrentándonos al viento de la montaña. Nuestro aliento se cristalizaba en bocanadas de vapor, materializando nuestros pensamientos silenciosos. Tendría que subir al despeñadero, más allá del monasterio. Marilyne se adentró valerosamente en un sendero abrupto lleno de trozos de troncos que obstruían el paso.

Diez minutos más urde, accedimos a un sotobosque de pinos y abedules en el que había diseminadas algunas rocas cubiertas de moho. Seguimos el río. Las ramas estaban revestidas de terciopelo verde; las piedras que asomaban en el agua lucían el mismo manto. Se abrió un sendero más ancho: tierra ocre y pinos negros, inextricables. Poco a poco, el ruido de las copas reemplazó la efervescencia de la espuma de las aguas. Marilyne gritó:

—¡Casi hemos llegado! ¡El punto más alto del parque está aquí, encima de la Roche Rêche y su cascada!

Un gran claro en suave pendiente apareció, abriéndose sobre un precipicio. El monasterio estaba ahora a nuestros pies. Reconocí el paisaje de las fotos. Marilyne me lo confirmó, señalando con el índice.

—El cuerpo estaba allí, al borde del despeñadero.

Descendimos la pendiente. La hierba era tan tupida como la de un campo de golf.

—¿Viene a recogerse aquí todas las mañanas?

—No. Solo camino por el sendero.

—Entonces, ¿cómo es que descubrió el cuerpo?

—Debido a la fetidez. Pensé que era una carroña.

—¿Qué hora era?

—Las seis de la mañana.

Presentí otro detalle.

—Fue usted quien reconoció a Sylvie Simonis, ¿verdad?

—Por supuesto. Su rostro estaba intacto.

—¿La conocía?

—Todos la conocían en Sartuis.

—Quiero decir, ¿personalmente?

—No. Pero el asesinato de su hija traumatizó a la región.

—¿Qué sabe de ese primer caso?

—¿Qué quiere que sepa?

Dejé que el silencio se impusiera. La noche caía. Una bruma de nieve pigmentaba el aire. Me apetecía encender un Camel pero no me atrevía: sin duda, por el carácter sagrado de la escena del crimen.

—Me han dicho que el cuerpo estaba vuelto hacia el monasterio.

—Evidentemente.

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