Esclavos de la oscuridad (57 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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Manon Simonis, en persona, había concertado esa cita.

Ella me había localizado —incluso quizá seguido—, en Suiza o, tal vez, en otro sitio. Ahora quería verme. Esta idea, que no se basaba en nada, floreció de improviso en mi mente. Y me procuró una extraña calidez. A pesar de la pesadilla que se intensificaba progresivamente, a pesar de los cadáveres que se amontonaban y las sospechas que pesaban sobre la joven, estaba contento y, sobre todo, impaciente por conocerla.

Cogí mi arma. Comprobé que la recámara estuviera vacía —en posición de patrullar— y con el seguro puesto. Fijé la funda al cinturón a mi izquierda, con la culata hacia la derecha, como siempre, y me abroché la chaqueta. Apagué las luces y observé por la ventana la calle brillante, acariciada por las farolas.

Un Camel, una nube contra el vidrio.

Estaba impaciente.

Conocer a Manon Simonis, de veintidós años, superviviente del limbo.

81

En la rue Saint-Honoré, a la altura del 263, se acumulaban los comercios de lujo y los trabajos de mejora de la calzada. En ese batiburrillo, la iglesia polaca se defendía para imponer su dignidad, en la esquina de la rue Cambon.

Aparqué en un pasaje peatonal y luego corrí entre los trémulos charcos. Volvía a llover; esta vez con mayor intensidad. Salté los escalones que llevaban al umbral de la iglesia y me sacudí las gotas de lluvia. El edificio estaba oscuro y sucio. A su alrededor, los escaparates de lujo, centelleantes, coloridos, parecían mirarlo reprobadoramente, hundirlo aún más en su suciedad. El portal parecía un peristilo calcinado, rodeado de columnas torcidas. La lluvia penetraba entre las baldosas mal encajadas.

A pesar de la hora, reinaba cierta actividad. Hombres de aspecto inquietante y sospechoso gruñían en polaco, con las manos en los bolsillos y los gorros hundidos hasta los ojos; sin duda, polacos ilegales que buscaban un trabajo pagado en negro. Una religiosa, con un velo cremoso que flotaba en la oscuridad, colocaba cuidadosamente unos anuncios en el interior de una vitrina.

Empujé la puerta de madera.

Crucé el espacio hasta la siguiente puerta y la abrí.

La iglesia era circular. Y negra. La nave y el coro formaban un gran óvalo desde donde unas lámparas antiguas colgaban hasta muy abajo, coronadas por un hierro forjado del que pendían unas bombillas de vidrio tintado que difundían una luz anémica, de color ámbar. Los bancos estaban colocados en hileras oblicuas hasta llegar al altar mayor, que se limitaba a un espacio ligeramente elevado dominado por una cruz maciza, algunos cirios y un gran cuadro indescifrable. A la derecha, al fondo del ábside, la lamparilla roja del Santo Sacramento titubeaba. Todo parecía vago, impreciso, suspendido en las sombras por donde circulaba olor a incienso y a flores podridas.

Rocé el agua de la pila, me santigüé y di algunos pasos. A la luz de las lámparas, miré los cuadros colgados en los muros. Los santos, los ángeles, los mártires no tenían rostro, pero los marcos de oro viejo, iluminados por los cirios, parecían consumirse a fuego lento. En lo alto de la cúpula, los vitrales brillaban débilmente. La lluvia golpeaba los cristales y el plomo, destilando una sensación aplastante de humedad.

Nadie a la vista.

Ni un solo feligrés en los bancos, ni un solo peregrino al pie del altar. Pero sobre todo, ni rastro de Manon. Consulté mi reloj: las diez. ¿Qué aspecto tendría? Recordaba los retratos de su infancia. Muy rubia, con las pestañas y las cejas invisibles. ¿Seguiría teniendo ese aspecto de niña albina? No había ninguna imagen en mi mente. Pero una sorda expectación palpitaba en el fondo de mis venas.

A mi izquierda, un crujido de maderas.

Alguien se había movido en la primera fila. Distinguí unos cabellos canos, unos hombros prominentes y un alzacuello. Un sacerdote. Me acerqué, pero me detuve de inmediato, impresionado por la perfección de la imagen.

El hombre estaba arrodillado, con los hombros paralelos a los ángulos de los bancos; nuca plateada, inclinado como si fuera a ser armado caballero. Tuve la certeza de que no contemplaba solo a un religioso orando sino a un guerrero. Uno de esos sacerdotes y soldados polacos, herederos lejanos de las órdenes militares de las cruzadas. Un duro, un puro, procedente de tiempos inmemoriales.

Se puso de pie y, tras hacer la señal de la cruz, tomó el ala central. Bajo la luz parsimoniosa, descubrí su rostro y me eché hacia atrás, sorprendido. Yo conocía a ese hombre.

Era el sacerdote de civil que había visto en la misa de Luc.

El hombre al que Doudou había entregado la caja de madera negra.

El hombre que se había santiguado al revés.

Hice ademán de dar un paso para esconderme, pero él ya me había localizado. Sin vacilar, avanzó hacia mí. El rostro de sólidas mandíbulas encajaba con sus hombros de atleta, encorsetados en la chaqueta negra.

—Ha venido.

La voz era clara, clerical. Sin rastro de acento.

—¿Me ha citado usted? —pregunté estúpidamente.

—¿Y quién, si no?

Reaccioné con una lentitud espantosa.

—¿Quién es usted?

—Andrzej Zamorski, nuncio apostólico del Vaticano. Asignado a diversos países, entre otros, Francia y Polonia. Un destino curioso el mío: embajador extranjero en mi propio país.

Escuchando mejor, afloraba un suave acento. Tan suave que no sabía decir si esa inflexión provenía de su lengua materna o de todas las que había hablado posteriormente. Señalé la nave a nuestro alrededor.

—¿Por qué este encuentro? ¿Por qué aquí?

El prelado sonrió. Ahora vigilaba cada detalle de su rostro. Rasgos fuertes, acentuados por el color plateado de sus sienes. Pupilas claras, de un azul de hielo. La nariz no hacía juego con el resto: fina, recta, casi femenina, incongruente en ese rostro de instructor de comando.

—De hecho, nunca nos hemos alejado el uno del otro.

—¿Me seguía?

—No tenía sentido. Recorremos el mismo camino.

—En este momento no tengo paciencia para jugar a las adivinanzas.

El hombre giró sobre sí mismo e hizo una breve genuflexión. Señaló una puerta lateral, con el perfil iluminado.

—Sígame.

82

Revestida de madera clara, la sacristía recordaba una sauna sueca. Olía a pino y a incienso. Aunque la analogía se acababa ahí, ya que hacía un frío de muerte.

—Deme su parka. La pondremos a secar.

Obedecí dócilmente.

—¿Té? ¿Café?

Zamorski había colocado mi parka sobre un escuálido radiador eléctrico. Ya tenía un termo en la mano y desenroscó la tapa con un gesto rápido.

—Café, gracias.

—Solo tengo Nescafé.

—Perfecto.

Echó una cucharilla en un vaso de plástico y luego le agregó agua hirviendo.

—¿Azúcar?

Negué con la cabeza y cogí con precaución el vaso que me tendía.

—¿Puedo fumar?

—Por supuesto.

El polaco colocó un cenicero a mi lado. Esa cortesía, esos modales delicados entre dos desconocidos sobre un fondo de asesinatos y posesiones satánicas, era surrealista.

Encendí el Camel y me arrellané en una silla. Todavía no había digerido mi decepción: no era Manon, ni había ninguna secreta mujer bajo los vitrales. Pero este nuevo contacto sería fértil, lo presentía.

El hombre dio la vuelta a una silla y se sentó a horcajadas cruzando los brazos sobre el respaldo. Sus puños relucían. Su actitud tenía algo de teatral, de estudiada distensión.

—Usted sabe qué es lo que me interesa, ¿no es así?

—No.

—Entonces ha avanzado menos de lo que suponía.

—Ayudarme está en sus manos. ¿Quién es usted? ¿Qué busca?

—¿Le dicen algo las iniciales KUK?

—No.

—Un centro de intelectuales católicos creado en Cracovia, después de la Segunda Guerra Mundial. Juan Pablo II pertenecía a ese club cuando todavía se llamaba Karol Wojtyla. En la época de Solidarnosc, sus miembros contribuyeron a cambiar la situación. Por lo menos, tanto como Walesa y su pandilla.

—¿Pertenece usted a ese grupo?

—Dirijo una rama específica, creada en los años sesenta. Una rama… operativa.

—Me ha dicho que es nuncio del Vaticano.

—También ejerzo funciones diplomáticas. Unas funciones que me permiten viajar y enriquecer, digamos, mi red.

Adiviné el resto. Un nuevo frente religioso que se ocupaba de los Sin Luz y sus crímenes. Pero sin duda, de una manera mucho más decidida que la del teórico Van Dieterling. La pasma eclesiástica.

—¿Lo que le interesa es mi expediente?

—Seguimos su investigación con interés, sí. Para un policía acostumbrado a casos concretos y terrenales, ha demostrado tener un espíritu muy abierto.

—Soy católico.

—Precisamente. Podía usted haber tenido prejuicios propios de su edad. Considerar la psiquiatría el único referente y reducir los casos de posesión a una simple enfermedad mental. Esta actitud, supuestamente moderna, no tiene en cuenta el fondo del problema. El enemigo está ahí. Violento, omnipresente, atemporal. Cuando se trata del diablo, no hay modernidad ni evolución. La Bestia está en el origen y estará aquí hasta el final, créame. Solo tratamos de hacerla retroceder.

Ciertas palabras e imágenes desfilaban por mi mente: las predicciones de san Juan y su Apocalipsis, el infierno hirviente que se abría para el Juicio Final, los exorcistas a la cabecera de niños poseídos, luchando mano a mano contra los demonios en Brasil, en África… A mi pesar, estaba inmerso en el núcleo de una cruzada subterránea. En un tono que pretendía ser desenfadado, repliqué:

—No se puede decir que me haya ayudado mucho.

—Hay caminos que deben recorrerse en soledad. Cada paso forma parte de la meta.

—Pero habría ayudado a salvar vidas.

—No crea. En realidad, íbamos por delante de usted. Pero no de «él». Es imposible predecir dónde y cuándo golpeará.

Empezaba a hartarme de escuchar hablar del diablo como si fuera un personaje real y omnipotente. Volví a lo esencial.

—Si ya conoce las informaciones que poseo, ¿qué es lo que le interesa?

—En primer lugar, no sabemos con precisión en qué punto se encuentra. Además, ha avanzado por territorios a los que no tenemos acceso.

Van Dieterling y sus archivos. Los dos grupos debían de ser rivales. Zamorski no sabía nada o casi nada de Agostina Gedda. Tal vez tendría la oportunidad de «vender» dos veces mi expediente de la investigación y trabajar para dos entidades, como
El servidor de dos amos
, de Goldoni. Fingiendo un tono afligido, el polaco confirmó:

—En nuestras filas, la sinergia está lejos de ser lo que debiera. Sobre todo en materia de demonología. Los italianos del Vaticano creen que tienen el monopolio en este terreno y se niegan a cooperar.

No tenía la menor dificultad para imaginar a las dos facciones sacándose los ojos. Van Dieterling tenía su espécimen: Agostina. Y Zamorski debía de poseer sus propios expedientes.

—Si quiere usted mis informaciones —dije—, propóngame un intercambio.

El sacerdote se puso de pie. Su mirada de acero decía: «Cuidado por dónde camina». Pero afirmó en tono sereno:

—Tiene usted la inaudita suerte de estar aún con vida, Mathieu. Y sano de espíritu. Sin saberlo, se está metiendo en una verdadera guerra.

—¿Se refiere a una «guerra interna» entre diferentes grupos religiosos?

—No. Nuestras rivalidades solo constituyen un epifenómeno. Le hablo de un verdadero conflicto, que opone la Iglesia a una secta satánica poderosa. Le hablo de un peligro inminente, que nos amenaza a todos. A nosotros, los soldados de Dios, pero también a todos los cristianos del planeta.

No estaba muy seguro de comprender.

—¿Los Sin Luz?

Zamorski dio unos pasos con las manos en la espalda.

—No. Los Sin Luz son más bien la apuesta. Lo que está en juego en la batalla.

—No comprendo.

El nuncio se acercó a una vieja pizarra blanca destartalada que estaba detrás de los atriles que sostenían las partituras. Cogió un rotulador.

—¿Conoce este signo?

Trazó un círculo, lo atravesó con una línea horizontal en su parte inferior y luego dibujó algunos eslabones. El tatuaje de Cazeviel y el ornamento del anillo de Moraz. De modo que ese era el símbolo de una secta satánica.

—Ya lo he visto dos veces.

—¿Dónde?

—Tatuado en el torso de un hombre. Grabado en el anillo de otro.

—Los dos muertos, según mis informaciones.

—Si ya tiene las respuestas, ¿para qué hace las preguntas?

Zamorski sonrió y colocó el capuchón del rotulador.

—Patrick Cazeviel. Richard Moraz. El primero murió en la escalera del Vaticano el 31 de octubre. El segundo cerca de la casa del doctor Bucholz, en los alrededores de Lourdes al día siguiente. Usted los mató a los dos. Si quiere que lleguemos a un acuerdo, tiene que jugar limpio conmigo.

—¿Quién ha hablado de un acuerdo?

Dio unos golpecitos a la pizarra.

—¿No quiere saber qué significa ese dibujo?

—Si busco lo encontraré yo mismo.

—Por supuesto que sí. Pero podemos hacerle ganar tiempo.

El eclesiástico recorría la habitación con un andar pausado, paciente. Empecé a hartarme de sus rodeos.

—¿Cómo se llama la secta?

—Los Siervos de Satán. Se consideran esclavos del demonio. De ahí su símbolo: el collar de hierro. También se les llama los Escribas. Las sectas satánicas son mi especialidad. Mi verdadero trabajo consiste en buscar y capturar a esos grupos en todo el mundo. Pero, de todos los que he conocido o estudiado, los Siervos constituyen el grupo más violento, el más peligroso. Y con creces.

—¿Cuál es su culto?

Zamorski hizo un gesto amplio que anunciaba una digresión.

—En la mayoría de las sectas satánicas el diablo es solo un pretexto para entregarse a la depravación, a la droga, a diversas actividades más o menos ilícitas. A veces, esas prácticas van más lejos y alimentan las páginas de sucesos. Homicidios, sacrificios, incitaciones al suicidio. Pero diría que, en el fondo, esos clanes no son peligrosos y lo más habitual es que se limiten a profanar los cementerios. Una simple variante de la delincuencia. No hay trascendencia ni está en juego algo superior. Y cuando estos depravados tratan de ponerse en contacto con su «amo», es siempre a través de ceremonias más bien ridículas.

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