Esclavos de la oscuridad (29 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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La planta depuradora.

El lugar del crimen.

Busqué un hueco para aparcar. Saqué de mi bolsa la linterna eléctrica y la cámara digital y me puse en marcha. No había ningún sendero. Las rocas, que sobresalían entre los helechos, eran de un rojo funesto, manchadas con musgos verdosos. Penetré en la maleza.

Debajo de la pendiente, las hierbas, las hiedras, las zarzas, se libraban a un auténtico festín de piedra. Bajo los pinos, me guié por los conductos. El olor a resina aumentaba. Con cada movimiento para apartar las ramas, estallaban chispas verdes delante de mis ojos. Por encima de mí la nieve continuaba arremolinándose, clara, inmaterial.

Encontré un primer pozo, luego un segundo. Siempre los había imaginado como círculos de cemento. En realidad, eran rectangulares; grutas con ángulos rectos. ¿Cuál de ellos había sido la tumba de Manon? Seguí los conductos. El viento había cesado. Una expresión marinera vino a mi mente: calma blanca.

No sentía nada. Ni miedo ni repulsión. Solo la sensación de haber vuelto una página. En aquel lugar no vibraba ninguna resonancia, como suele suceder en ciertos escenarios del crimen donde todavía es posible imaginar el asesinato, sentir su onda expansiva. Me incliné encima de uno de los pozos. Intenté imaginar a Manon, con sus cabellos flotando sobre la superficie negra, con su anorak rosa hinchado por el agua. No vi nada. Miré el reloj: las dos y media. Hice algunas fotos —una formalidad—; luego di media vuelta y me orienté hacia la pendiente.

En ese momento, oí una risa.

Una imagen brota, fulgurante, cerca de un pozo. Unas manos sostienen el anorak rosa. La risa se vuelve carcajada. No es una visión fugaz. Es una revelación sorda, que obliga a entrecerrar los ojos, a prestar oído. Me concentro, acechando una nueva imagen. Nada. Estoy a punto de partir cuando, de pronto, un nuevo resplandor me atrapa. Unas manos empujan el anorak. Destello furtivo. Roce del acrílico sobre la piedra. Grito absorbido por el abismo.

Me caí en las zarzas. El lugar no se había librado de su horror. La huella del crimen estaba allí. No se trataba de un fenómeno paranormal; era la capacidad del imaginario para proyectarse en el círculo de una escena violenta, para descifrarla, aprehenderla a otro nivel de la conciencia.

Me levanté y traté de llamar nuevamente a aquellos fragmentos. Imposible. Cada intento los alejaba un poco más, exactamente como un sueño que al despertar no cesa de difuminarse a medida que uno busca en la memoria.

Di media vuelta entre ramas y espinas. El suelo parecía hundirse bajo mis pasos. Había llegado la hora de cruzar la frontera.

38

En el umbral, una peana anunciaba: ¡CHUCRUT A VEINTE FRANCOS, CERVEZA A VOLUNTAD! Empujé las puertas estilo
saloon
de la Granja Zidder. El restaurante, íntegramente de madera, recordaba la cala de un navío. La misma penumbra, la misma humedad. Al hedor de cerveza se sumaban los efluvios de tabaco frío y de chucrut rancio. El salón estaba vacío. En las mesas todavía quedaban los restos de recientes comidas.

Los vecinos de Richard Moraz me habían informado que este último comía cada sábado en ese restaurante bávaro. Pero eran las tres y media. Llegaba demasiado tarde.

Sin embargo, solitario al final de la barra, un hombre enorme vestido con un mono a rayas finas leía el periódico. Una montaña de carne, con pliegues tectónicos. El artículo de Chopard hablaba de un «coloso de más de cien kilos». Tal vez mi relojero… Estaba inclinado sobre el periódico, bolígrafo en mano, gafas sobre la punta de la nariz y una jarra de cerveza enfrente. Llevaba un anillo de sello en casi todos los dedos. Me senté a algunos taburetes de distancia, mirándolo de reojo. Sus facciones eran duras y su mirada más dura aún. Pero aquel rostro, delimitado por una sotabarba, desprendía cierta nobleza. Mi convicción surgió con intensidad: Moraz. Estaba de acuerdo con Chopard. Al verlo, uno pensaba inmediatamente: «culpable».

Pedí un café. El hombretón, con los ojos fijos en el periódico, se dirigió al barman:

—Negro corto. Seis letras.

—¿Café?

—Seis letras.

—¿Expreso?

—Olvídalo.

El barman deslizó una taza en la barra y la dejó frente a mí. Dije:

—Pigmeo.

El obeso me lanzó una breve mirada por encima de sus gafas. Bajó de nuevo los párpados y luego declaró:

—Regulación interior. Diez letras.

El tipo de detrás de la barra aventuró:

—¿Alfa-Romeo?

Yo soplé:

—Conciencia.

El hombre me observó atentamente. Sin quitarme los ojos de encima, prosiguió:

—Sin cultura. Siete letras.

—Eriales.

En mis primeros tiempos de guardia, había pasado horas haciendo crucigramas. Me sabía de memoria esas definiciones que jugaban con el sentido de las palabras. El hombretón esbozó una sonrisa maliciosa.

—Todo un campeón, ¿eh?

—Aguafiestas. Seis letras.

—¿Cenizo?

Dejé mi identificación sobre la barra.

—Madero.

—¿Se supone que es un chiste?

—Usted mismo. ¿Es usted Richard Moraz?

—Estamos en Suiza, colega. Puedes meterte tu identificación donde ya sabes.

Guardé el documento y le ofrecí mi mejor sonrisa.

—Lo tendré en cuenta. Entretanto, ¿qué tal algunas respuestas a ciertas preguntas, rápidamente y sin hacer mucho ruido?

Moraz apuró la cerveza; luego se quitó las gafas que guardó en el bolsillo del peto de su mono.

—¿Qué quieres?

—Investigo el asesinato de Sylvie Simonis.

—Muy original.

—Creo que ese asesinato está relacionado con el de Manon.

—Todavía más original.

—De modo que estoy aquí para verlo a usted.

—Colega, eres un ejemplar realmente único.

El relojero se dirigió al camarero, que estaba sacando brillo a la cafetera.

—Ponme otra jarra. Oír gilipolleces me da sed.

Dejé pasar el insulto. Ya me había hecho una idea del personaje: lenguaraz, agresivo, pero más astuto de lo que su grosería hacía suponer.

—Catorce años más tarde, todavía tienen que joderme con eso —prosiguió con voz consternada—. Has leído la acusación, ¿no? Ni una sola línea se sostenía. La prueba definitiva era un juguete, una máquina para falsear la voz fabricada en el taller donde trabajaba mi mujer.

—Estoy al corriente.

—¿Y no te da risa?

—Sí.

—Es más divertido aún si se sabe que yo estaba en pleno divorcio. Con mi parienta solo nos hablábamos por carta certificada. Para ser cómplices no está nada mal, ¿no crees?

Cogió la nueva jarra y se pulió la mitad de golpe. Cuando la dejó, un reguero de espuma empapaba su barba. Después de limpiarse con la manga concluyó:

—¡Todo eso fue cosa de gabachos!

Observé una vez más sus manos, sobre todo sus anillos. Uno representaba una estrella incrustada en una voluta bizantina. Otro tenía espirales y arabescos. Y otro aún, tenía una concavidad circular cruzada por una varilla, como la argolla de un reo. Una voz me susurró una vez más: «culpable». Era la voz de Chopard con su teoría del treinta por ciento.

—Usted ya ha tenido problemas con la justicia.

—¿Por corrupción de menores? Vamos, colega, soy yo el que debió poner la denuncia. ¡Por acoso sexual!

Bebió una vez más a la salud de su sentido del humor. Encendí un cigarrillo.

—También está la circunstancia de que no tiene usted coartada.

—Las cinco y media. ¿Qué se hace a esa hora? Se vuelve a casa. Con vosotros los maderos, habría que organizar siempre un cóctel a la hora del crimen. Así, un centenar de personas podrían servirles una coartada en bandeja.

Bebió un último trago y luego posó pesadamente la jarra.

—Cuanto más te miro —dijo— más convencido estoy de que no conoces mi expediente. No pareces estar en el ajo, colega. Dudo que tengas alguna autoridad en este caso, incluso en el lado francés.

—Usted tenía un móvil.

Se rió, socarrón. A fin de cuentas, la conversación parecía divertirlo. A menos que la cerveza estimulara su alegría de vivir.

—Eso es lo mejor de toda la historia. ¿Se supone que maté a una niña por celos profesionales? —Estiró su enorme mano—. Mira esta mano, tío. Es capaz de hacer milagros. Sylvie tenía manos de oro, es cierto. Pero yo también, puedes preguntárselo a los colegas. Además, he acabado consiguiendo mi promoción. Todo eso no son más que gilipolleces.

—Habría podido usted llamar a Sylvie durante meses solo para hacerle daño.

—No sabes nada del asunto. Si te hubieras informado mejor sabrías que la tarde del crimen, el asesino fue hasta el hospital para llamar a Sylvie. Para refregarle su crimen brutalmente desde una cabina, a unos metros de su habitación.

Ignoraba ese detalle. El mamut continuó:

—Utilizó la cabina telefónica del vestíbulo del hospital. ¿Me imaginas a mí, con esta barriga, embutiéndome en una cabina? —Se golpeó el vientre—. ¡Aquí tienes mi coartada!

—Tal vez eran varios, un equipo.

El relojero saltó de su asiento. Cayó pesadamente sobre sus piernas y se plantó frente a mí. Era más bajo que yo pero debía de pesar ciento cincuenta kilos.

—Ahora lárgate de aquí. Este es mi país. No tienes ningún derecho. Aparte del derecho a que te haga una cara nueva.

—Manitas de oro, ¿no?

Le inmovilicé el brazo derecho sobre la barra y aplasté mi Camel sobre uno de sus anillos. Intentó levantar el puño en un acto reflejo pero seguí sujetándolo.

—Me llamo Mathieu Durey —dije—. Brigada Criminal de París. Infórmate. Se podría empapelar esta habitación con mis actas de detenciones. Y quizá es porque no respeto mucho las normas.

El hombre jadeaba como un caniche.

—Tengo la sensación de que estás metido en este lío, hombretón. Hasta el cuello. No sé todavía cómo ni por qué, pero puedes estar seguro de que no me largaré de aquí hasta que no haya encontrado las respuestas que busco. Y ni tus abogados ni tu frontera de mierda te protegerán.

Su rostro transpiraba odio por todos los poros. Dejé su brazo, cogí mi taza y la vacié de un trago.

—Fundido en negro. Once letras.

—¿Ennegrecido?

—Carbonizado. Hasta pronto, «colega».

39

Mi primera escapada suiza me dejó un mal sabor de boca. Pasé la aduana y tomé hacia el nordeste, en dirección a Morteau. A medida que me acercaba a la ciudad, los letreros en forma de salchichas me daban la bienvenida. Encantador. Entré en la ciudad, hundida en un valle estrecho. Los tejados marrones se multiplicaban, color opio o, para estar a tono, color morcilla.

Patrick Cazeviel trabajaba en un centro al aire libre cerca de Gaudichot, al sur de Morteau. Consulté el mapa y tomé una departamental. Rápidamente, una señalización indicó la dirección del centro recreativo; también enumeraba las posibles actividades: kayak, ciclismo de montaña, etcétera.

Me costaba imaginar a Cazeviel en ese lugar. Después de la tragedia de Manon había sido sospechoso de diversos atracos. No veía a semejante zorro en el pellejo de un animador. Eso no era una reinserción, sino una redención milagrosa.

Seguí el camino de tierra y llegué a un gran edificio en ángulo recto, construido con troncos negros, con reminiscencias de los ranchos de los primeros colonos estadounidenses aislados en bosques vírgenes. Tan pronto como puse un pie en el suelo, me recibieron ruidos infantiles. Era sábado; el centro debía de estar a rebosar.

Giré el pomo de la puerta y entré en el refectorio. Había decenas de abrigos colgados. Un ventanal daba a una pendiente de hierba cortada al ras, que descendía hasta el lago. Una cuarentena de niños corría, se agitaba, gritaba, como si una particular embriaguez subiera desde el césped. Encontré otra puerta y salí afuera.

En el aire había un perfume de goce, de alegría irresistible. El lago gris, los árboles verdes, el olor a hierba fresca, esos gritos que se elevaban clamorosos. Ese patio de recreo sin límite, resplandeciente en el aire frío, despertaba en mí una parte olvidada, que había huido. No era un recuerdo de la infancia sino esa promesa de felicidad que uno siempre lleva consigo sin poder formularla jamás, sin poder ni siquiera concebirla. Una apetencia irracional de paraíso, sin justificación concreta.

Una voz interrumpió mi ensueño.

Un animador quería saber qué hacía allí.

Pretendí ser un amigo de Cazeviel. Me indicó la arboleda que enmarcaba el lago. Corté a través del césped sorteando un partido de fútbol, esquivando el balón prisionero, y descubrí un sendero que serpenteaba entre los pinos.

En el linde del bosque, un huerto extendía sus eras negras y simétricas. Un hombre en cuclillas estaba atareado junto a una carretilla. Caminé hacia él entre las lechugas y las tomateras.

—¿Patrick Cazeviel?

El hombre alzó la cabeza. Torso desnudo, estaba de rodillas con las dos manos en la tierra. Tenía la cabeza rapada, facciones bien proporcionadas, pero había en él algo inquietante. Esa hermosa cara tenía también una parte de Freddy Krueger, el asesino de cuchillos de acero que destripaba a los adolescentes mientras dormían.

—¿Patrick Cazeviel?

Se puso de pie, sin decir palabra. Lo que había tomado por una ilusión óptica, la sombra del follaje sobre su piel, era real. Impresionantemente real. El hombre tenía el torso enteramente tatuado. Dibujos febriles, entrelazados, cubrían su pecho y sus brazos. Dos dragones orientales trepaban sobre sus hombros, un águila desplegaba sus alas sobre sus pectorales, una serpiente azul oscuro se enroscaba alrededor de sus abdominales. Parecía una criatura cubierta de escamas.

—Soy yo —dijo, tirando una lechuga a la carretilla—. ¿Quién es usted?

—Me llamo Mathieu Durey.

—¿Es de Besançon?

—París. Brigada Criminal.

Me inspeccionó de arriba abajo, con descaro. Pensé en mi aspecto. El abrigo flotando, el traje arrugado, la corbata torcida. Éramos tan característicos el uno como el otro: el madero y el ex convicto. Dos caricaturas en el viento de la tarde. Cazeviel esbozó una sonrisa.

—Sylvie Simonis, ¿verdad?

—Como siempre. Y su hija, Manon.

—Estamos un poco lejos de su jurisdicción, ¿no?

Sonreí a mi vez y le ofrecí un cigarrillo. Lo rechazó con un gesto de la cabeza.

—Lo que le propongo —dije encendiendo el mío— es una conversación amistosa.

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