Esclavos de la oscuridad (49 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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—Eminencia, ¿cuál es su opinión? ¿Cree usted realmente que el demonio se le apareció a Agostina? ¿Que pudo aparecer a todos esos reanimados? Quiero decir: ¿un diablo real? ¿Una potencia inspiradora y destructora?

Van Dieterling no contestó. Volví a tomar conciencia de la humedad y el frío de la estancia. Por fin, pasando la mano por los lomos desteñidos y dorados de los volúmenes, respondió:

—Poco importa lo que yo crea. Agostina vivió una experiencia psíquica transformadora. Esa modificación fue lenta. Transcurrieron dieciocho años. Pero al final del proceso, la mujer de Paterno salvada por un milagro se había convertido en una asesina.
Abyssum abyssus invocat
.

«El abismo llama al abismo.» Cogí su argumentación al vuelo.

—Precisamente. Yo sería partidario de creer en un simple trauma psíquico. Una alucinación que habría modificado su personalidad. Pero hay una curación física. Hace un momento, usted ha pasado de puntillas sobre esta curación. Ese prodigio podría ser una prueba concreta de la existencia del demonio. Habría salvado a la niña y se le habría aparecido en el mismo momento. Y sin duda otras veces, mucho más tarde.

El eclesiástico esbozó una sonrisa de suficiencia.

—Pero usted no cree en Satán…

—Hago de abogado del diablo. Todos estos testimonios citan una presencia detrás de una luz roja. Un ser de las tinieblas que les ha hablado. Y he observado que todos ellos se niegan a hablar de ese intercambio.

—El Juramento del Limbo.

—¿Qué?

—El pacto con el Maligno. Una tradición muy antigua le ha dado ese nombre: el Juramento del Limbo.

—¿Y qué significa?

—El diablo no da nada gratuitamente. En el mismo instante en el que el sujeto muere, Satán propone el trato. Salvar la vida a cambio de una sumisión total. La promesa de hacer el mal. A esa «transacción» se la denomina el Juramento del Limbo. El pacto faustiano, pero en versión psíquica. La famosa
cédula
, la declaración de vasallaje firmada con la sangre del hereje. Aquí, el juramento se lleva a cabo en el terreno del espíritu. No hay ninguna necesidad de sangre ni de ceremonial. «
Lex est quod facimus.
» El poseso escribirá la nueva ley con sus crímenes.

Las palabras de Agostina. Unos pinchazos me aguijoneaban la nuca. Todo cobraba sentido. Los hechos tomaban un giro demasiado convincente, demasiado… indiscutible.

—Pero usted —dije, bruscamente—, ¿usted lo cree?

—Deje de preocuparse por lo que yo creo. Debemos trabajar juntos.

—Ya tiene mi expediente.

—Queremos la continuación. Queremos estar informados de cada nuevo elemento.

Dio un paso hacia mí. Su hábito negro olía a incienso y a vetiver.

—Usted y yo pensamos igual: un único asesino. Usted cree en un asesino de carne y hueso. Yo creo en un supraasesino que se esconde en los repliegues del coma. Llámelo como quiera, diablo, bestia, ángel de las tinieblas, pero este «inspirador» da sus órdenes desde el fondo del limbo. Debemos desenmascararlo. Juntos.

—No puedo ayudarlo. No comparto sus convicciones. Yo…

—Cállese. Todo está cambiando y usted está en el corazón de esta mutación.

—¿Qué mutación?

—El estilo del inspirador. Hasta ahora, se contentaba con ordenar a los posesos que utilizaran la violencia, la tortura, el asesinato. Poco importaba la forma. Ahora, les dicta un ritual concreto. Los insectos, el liquen, las mordeduras, la lengua cortada. Él es quien propone esos detalles a sus criaturas. Usted tiene el expediente Simonis. Nosotros, el expediente Gedda. Pero hay otros.

Pensé en Raïmo Rihiimäki, el estonio. ¿Cuántos más habría, en todo el planeta? Van Dieterling tenía razón, y yo también lo había comprendido: no se trataba de una serie de asesinatos, sino de una serie de asesinos. Los asesinos que, según esa lógica, se convertían en indicios que señalaban a un asesino trascendente, metafísico. El que tiraba de los hilos en el fondo de la «garganta».

—¿Cómo saben que hay otros? —pregunté.

—Lo sabemos. Lo intuimos. Y ahora, necesitamos a un investigador con experiencia. Un verdadero madero. Sin fronteras ni principios. Un hombre como usted, que se complace en la violencia y la mentira. Dispuesto a todo para conseguir sus fines.

Encajé el insulto. Después de todo, no estaba tan lejos de la verdad. El prelado continuó:

—Debe usted encontrar a todos aquellos a los que el diablo salvó con un milagro. —Alzó la voz—. Una nueva raza de asesinos está emergiendo. ¡Debemos comprender por qué el demonio salva a esos hombres, a esas mujeres y los empuja a vengarse de una manera tan precisa!

Le ofrecí una pobre respuesta.

—Ni siquiera tengo un sospechoso en el caso Simonis.

—Lo encontrará. Siempre sucede lo mismo. Un mortal es asesinado; luego, es salvado por el diablo. A continuación se venga, a veces mucho más tarde, utilizando ácidos, insectos, liquen y no sé qué más. Queremos la lista de esos asesinatos. Queremos comprender por qué ahora, a través de sus emisarios, el demonio actúa como un asesino en serie, con sus obsesiones, su método, su firma. Pensamos que hay un mensaje oculto que debemos descifrar. Una profecía.

De modo que era eso. Los nombres de la Bestia sobre el cuerpo de la víctima. Las mutilaciones que retomaban las armas de la muerte. Un mensaje. La palabra de Lucifer.

Vértigo. Mi investigación no se desarrollaba en un plano terrenal, sino escatológico. Detrás de los asesinatos no había simples asesinos, sino Satán en persona. Un demonio que aullaba y actuaba a través de sus espíritus vengadores.

Una vez más pensé en Luc. ¿Había llegado tan lejos en su investigación? ¿Había descubierto la profecía del Maligno? Busqué en el fondo de mis bolsillos y encontré su foto arrugada.

—¿Conoce a este hombre?

Los labios del cardenal se arquearon en un gesto de indiferencia.

—No. ¿Quién es?

—Uno de mis amigos. También madero. Trabajaba en este caso.

—¿Qué le ha ocurrido?

—Ha intentado suicidarse.

—Entonces, ha fracasado. No fracase, Mathieu Durey. ¡No me decepcione!

Se volvió. Su hábito restalló. Una advertencia negra y roja. La Inquisición estaba de vuelta, gracias a una misteriosa fractura de los siglos.

70

—Aquí lo dejo. Solo tiene que seguir el mismo recorrido que antes. Al final de la sala, gire a la derecha, por la galería. Al fondo encontrará la salida.

El tono dulzón de Rutherford contrastaba con la voz admonitoria de Van Dieterling. Habíamos salido a la superficie. Por el resquicio de la puerta pude divisar la Capilla Sixtina.

—Ningún problema —dije, con voz ausente.

Me despedí de Rutherford y me puse en camino. Me detuvo cogiéndome del brazo.

—Nuestras señas —señaló, metiendo una hoja doblada en el bolsillo de mi chaqueta—. En caso de que las haya perdido.

Seguía sonriendo, pero su mano era firme. Bajo la seda, apretaba las clavijas. Me escabullí entre los visitantes que avanzaban ahora en grupos por la Sixtina. Con la gabardina bajo el brazo, sujetaba mi carpeta como si fuera un turista que ha ido a tomar notas.

Estaba atontado, después de pasar unas horas en soledad y llenas de revelaciones. No era consciente ni de la multitud ni del bullicio que me rodeaban. Solo veía las pinturas. Sixto V tendía el brazo hacia los planos de la nueva biblioteca que le estaban enseñando. El emperador Augusto, fundador de la Biblioteca Palatina, caminaba entre hombres de letras que parecían ermitaños, barbudos y desnudos. Unos prelados presidían el Concilio de Constantinopla mientras que unos soldados los señalaban con el dedo.

Las mitras blancas, los cascos cobrizos, los hábitos de color rojo y azafrán, todo me ponía frenético. Cada detalle me provocaba una sensación física tan concreta como un trago de té ardiendo o una salpicadura de agua helada. El rumor de las voces, el calor de los cuerpos parecían abatirse sobre mi malestar. Estaba en pleno síndrome de Stendhal.

De pronto, sentí que me desvanecía. Me apoyé en una espalda, pero solo recibí un empujón acompañado de protestas en lengua escandinava. Debía salir de allí cuanto antes. Me perdí en la marea de visitantes.

Las pinturas desfilaban. Un Cristo blandió delante de mí una tabla donde estaba escrito: ego
sum
. Las letras se inscribieron como hierro candente en mi cerebro. Por fin, pude acceder a la galería.

No sentí ningún alivio; el espacio estaba sobrecargado de frescos, esculturas, objetos antiguos y de astronomía. Tomé a la derecha y me abrí paso entre la marea humana, pasando al lado de las ventanas que daban a los jardines del Vaticano y a sus pinos piñoneros. La vista se me nublaba, mi piel se erizaba como la de una gallina, tupida y gélida.

De pronto, un malestar en el malestar.

Una sensación aguda, diferente.

Me seguían. No era un hombre de Van Dieterling ni la mirada abstracta de Pazuzu. Era otra cosa. En una fracción de segundo lo supe: los asesinos. Miré a mi alrededor. Nada. Excepto los turistas que caminaban a paso lento, admirando las pinturas, los mapamundis, los globos celestes. Sin embargo, me sentía localizado, espiado, amenazado. Y esa multitud era el lugar ideal para una ejecución discreta con arma blanca. El gentío me llevaría hasta la salida con la navaja en el vientre.

Me abrí paso susurrando «
prego
», «
pardon
» y «
sorry
», aunque la única respuesta que recibía eran gruñidos y codazos. Por fin, dejé atrás a los guardianes que vigilaban a la manada, me escondí en un rincón contra una puerta acristalada y recuperé el aliento.

Frente a mí, un vitral de María y el divino niño, azul y rojo, me miraba con autoridad. Esa mirada me ordenaba que siguiera mi camino, sin temor. Experimenté una sensación de consuelo. Me puse en manos del Señor y me perdí nuevamente en la multitud.

El final de la galería. La masa de turistas parecía más densa aún, como si se tratara de un río alimentado por mil afluentes. Para salir de los museos había que pasar la última prueba: la gran escalera de caracol con la balaustrada de bronce, obra de Giuseppe Momo. Una suave pendiente que, con sus amplias curvas, evoca una estructura que fuga en el infinito.

«
Prego, pardon, sorry.
» Me deslicé entre los grupos. Las curvas se sucedían como obsesivos serpenteos. Una idea me asaltó: esa pendiente en caracol creaba un eco con la estructura profunda del ser humano. Existía un acuerdo secreto entre esa forma en espiral y la arquitectura interna del hombre. Estaba pensando en la hélice de nuestro ADN, cuando un hombre fornido se apoyó en la balaustrada y me cortó el paso. Era tan ancho de hombros que parecía ocupar todo el espacio. Choqué contra su brazo y pronuncié más fuerte: «
Prego!»
. El tipo no se movió. Al contrario, sus dedos se aferraron a la baranda de bronce.

Entonces comprendí, pero ya era tarde. Me lancé contra la pared al tiempo que una navaja relucía delante de mí. La hoja fue a parar al antebrazo del paquidermo. Me volví, pero no vi nada. Solo unos turistas que empezaban a tropezar entre sí porque yo no avanzaba. Me volví otra vez; el brazo herido también había desaparecido.

La acción había sido tan rápida que me pregunté si no la habría soñado. Pero en ese instante, una mano me cogió. Un hombre sin rostro visible, cubierto por la visera de su gorra de béisbol, me levantó y me empujó por encima de la balaustrada. Me resistí agarrándome a la barandilla, por lo que dejé caer la trenca y el expediente. El desorden se convirtió en caos. Los turistas chocaban entre sí. La balaustrada contra mi vientre, el vacío frente a mí.

Me aplasté contra el parapeto con todo el peso de mi cuerpo para no perder el equilibrio y caer. Las manos seguían tirando de mí. Ahora, la multitud de visitantes se apartaba para pasar, sin hacer caso de nuestra lucha. Nadie parecía darse cuenta de que intentaban matarme.

Lancé un puñetazo. El golpe se perdió en el aire pero el hombre me soltó. Quedé tendido en el suelo, cruzado en la rampa. Un clamor se elevó desde la elipse. Rodé varios metros, arrastrado por una maraña de pies. Todo el mundo corría hacia la barandilla. ¿Qué pasaba? Me puse de pie y comprendí. En el forcejeo, el asesino se había balanceado hacia atrás. Debí de arrollarle las piernas y provocar su caída.

Me puse de pie y recogí mis cosas. Conmocionado, bajé corriendo la escalera. Nadie me cogió por el brazo gritando «
assassino!»
. Fui arrastrado con los demás hasta la planta baja.

Un círculo se había formado alrededor del cuerpo, en el centro de la estructura. Unos guardias gritaban para dispersar a la gente. Me colé entre ellos.

El cuerpo yacía en una postura inconcebible. La pierna izquierda estaba torcida hasta tal punto que el pie tocaba la cadera. El brazo derecho, detrás de la espalda, estaba roto. El hueso había atravesado el hombro de la camisa. La gorra había salido proyectada a un metro de distancia y el cráneo había estallado contra el mármol claro. Una gran aureola oscura se esparcía en torno al rostro creando un contraste que lo volvía aún más pálido.

La visión de un cadáver siempre es chocante, pero tenía otra razón para estar estupefacto: conocía a ese hombre. Patrick Cazeviel, el segundo sospechoso del asesinato de Manon Simonis. El ex convicto, tatuado de la cintura hasta los hombros, el prisionero de los ángeles y los demonios.

Un detalle en su clavícula izquierda me llamó la atención.

Un tatuaje que destacaba sobre el resto de surcos y arabescos azulados. Un dibujo que tenía la precisión del número de un campo de concentración o de una cicatriz, pero que yo no había detectado durante nuestro primer encuentro. Una especie de picota o un collar de hierro, unido a una cadena, como las que solían llevar antiguamente los prisioneros.

Ya había visto ese símbolo. Pero ¿dónde?

71

—Fiumicino. International Airport.

Me hundí en el taxi. Una sola urgencia: huir de Roma. Tomar el primer avión y poner el máximo de kilómetros de distancia entre esa muerte violenta y yo. «Un accidente», murmuré. Las palabras temblaban en mi boca.«Un accidente…»

Via de Lungara. Me acordé de la bolsa de viaje que había dejado en la pensión.

—¡Panteón! —grité—. ¡Via del Seminario!

El coche giró bruscamente y atravesó el Tibor por el puente Mazzini. Traté, una vez más, de poner en orden mis ideas, recuperar la serenidad y el control. Imposible. Mis dedos tamborileaban sobre el vidrio de la ventanilla; mi cuello estaba empapado de sudor. Por vez primera sentía un deseo visceral de dejarlo todo. Volver a París y hacer el papel del buen madero en su covacha, quai des Orfèvres.

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