Esclavos de la oscuridad (53 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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El perro no cesaba de ladrar. Me alegré de que ese tipo no hubiera abierto la puerta completamente.

—¿No ha visto qué hora es? —gruñó por fin—. ¿Qué pasa?

—¡Joder! Tiene usted las llaves del ayuntamiento, ¿sí o no?

—¡Si sigue hablándome así soltaré al perro! Soy funcionario del ayuntamiento. Hago dos rondas por noche y se acabó.

—Coja las llaves. Es hora de salir a dar una vuelta.

—¿A santo de qué?

Le puse mi identificación debajo de la nariz.

—Yo también soy funcionario.

Cinco minutos más tarde, el hombre estaba a mi lado vestido con una enorme parka con capucha. Llevaba una linterna en la mano.

—He dejado el perro dentro. ¿Lo necesita?

—No. Solo debo consultar unos ficheros. Dentro de una hora volverá a estar en la cama.

Al cabo de unos segundos ya estábamos en el corazón del edificio. Avanzamos por los pasillos como por la cala de un buque, con los tímpanos a punto de estallar por el fragor del viento y la lluvia.

—¿Qué busca, exactamente?

—El registro civil. Defunciones.

—Habrá que subir al primero.

Una escalera, otro pasillo; luego, el hombre dirigió el haz de luz hacia una puerta. Una llave y accedimos a una sala grande, atravesada por los relámpagos oblicuos de la tormenta.

Accionó el interruptor. La estancia parecía una biblioteca. Unas estanterías de metal formaban varios pasillos donde se alineaban unos expedientes amarillentos. A la izquierda, un único escritorio presidía el lugar. Encima, un ordenador nuevo y flamante.

—¿Sabe usarlo? —pregunté.

—No. Tengo un perro. Hago las rondas y se acabó.

Me volví hacia las estanterías.

—¿Estos son los archivos?

—¿Y a usted qué le parece? ¿La cafetería?

—Me refiero a si se conservan todavía las copias en papel de cada certificado.

—Ni idea. Todo lo que puedo decirle es que esos capullos se pasan la vida enterrados en sus papelajos y…

Recorrí algunos pasillos y observé los expedientes. Nacimientos, matrimonios, defunciones; allí estaba todo. Una pared estaba dedicada a los desaparecidos; desde el período de la posguerra hasta la fecha. Rápidamente, encontré los años ochenta.

Cogí la carpeta «1988» y hojeé las fichas hasta noviembre. Ningún certificado a nombre de Manon Simonis. Mis manos temblaban. Estaba sudando. Mes de diciembre. Nada. Volví a colocarlo todo en su lugar.

Un ruido blanco resonó en mi interior.

Comprobar otro detalle.

Por la noche, Le Locle parecía más salvaje aún que Sartuis. Una gran avenida tipo ciudad del Far West, con edificios búnker azotados por la lluvia. Y la voz del padre Mariotte, en el fondo de mi mente, explicándome que Manon había sido enterrada al otro lado de la frontera.

—Su madre quiso evitar los medios de comunicación, el escándalo.

El cementerio se situaba al final de la ciudad. Aparqué el coche, cogí mi linterna y tomé el sendero de pinos. Escalé la reja y caí en un charco, del otro lado.

La muerte hace iguales a los hombres. Los cementerios también. Las lápidas, las cruces; cerrojos de piedra que lo sellan todo: las vidas, los destinos, los nombres. Avancé y consideré la tarea: seis calles que daban por ambos lados a varias decenas de tumbas. Calculando por lo bajo, tendría que revisar trescientas o cuatrocientas lápidas.

Cogí el primer sendero, linterna en mano. La lluvia caía tan fuerte que parecía un torrente. El viento golpeaba por ráfagas, por delante, por detrás, por los lados, con la violencia de un boxeador que se encarniza con un contrincante que está contra las cuerdas, sin la menor posibilidad de ganar.

Primera calle: ninguna Manon Simonis.

Segunda calle: ninguna Manon Simonis.

Tercera, cuarta, quinta: Manon no aparecía.

La luz de la linterna se deslizaba sobre las cruces, sobre los nombres; era como una cuenta atrás que me llevaba hacia una verdad alucinante. ¿Cuánto hacía que lo había comprendido? ¿Cuántos segundos habían pasado desde que mi hipótesis se había transformado en una certeza absoluta?

Al final de la sexta calle, caí de rodillas sobre la grava.

La niña no había muerto en 1988.

Era una buena y una mala noticia.

Buena: Manon había sobrevivido a su asesinato.

Mala: había sido gracias al diablo.

Era una Sin Luz y había matado a su madre.

IV. MANON

77

Urgente y prioritario.

Ajuste de cuentas con Stéphane Sarrazin.

El gendarme siempre había sabido que Manon estaba viva. Al ser designado para llevar a cabo la investigación del caso Simonis, debió de consultar el expediente de 1988. Pretendía que dicho expediente ya no existía, pero mentía; ahora estaba seguro. También debió de ponerse en contacto con Setton, que para entonces ya era prefecto, y con los demás investigadores. Lo sabía todo. ¿Por qué no me había dicho lo esencial?

Crucé nuevamente la frontera, con la rabia en las tripas.

Y traté de reconstruir los hechos.

Noviembre de 1988

Temiendo el acoso de los medios de comunicación, la madre y los responsables de la investigación se ponen de acuerdo para mantener oculta a la niña, que ha sobrevivido. El juez De Witt, el inspector Lamberton, el comisario Setton y los abogados cierran la boca. En cuanto al fiscal, emite algunos comunicados sibilinos para lanzar falsas pistas y luego, nada más.

El sumario se mantiene en secreto.

Diciembre de 1988

Sylvie Simonis pasa por un período de intensa confusión. Acaba de matar a su propia hija para destruir el diablo que estaba en ella, pero la niña ha sobrevivido. ¿Qué puede pensar? Lo presiento: cristiana, Sylvie ve en esta resurrección una intervención de Dios. Es la historia de Abraham. Yahvé no ha querido que sacrifique a su hija. Sylvie da otra oportunidad a Manon. Sin duda, el milagro ha purificado su alma y ha expulsado a la Bestia.

Veía claramente la continuación, sobre un fondo de plegarias y escondrijos. Sylvie había criado a Manon en secreto, en algún lugar de los valles del Jura. O en otro sitio. En ese momento, un detalle cobraba sentido: las transferencias a una cuenta suiza durante catorce años. No iban destinadas ni a un chantajista ni a la misma Sylvie. ¡Eran para los tutores de su hija! ¿Quiénes eran? ¿Manon había vivido en Suiza? ¿Había conservado su verdadero nombre?

Sarrazin. Más le valía empezar a cantar.

Me había dado su dirección particular. No vivía en el cuartel de Trepillot sino en una vivienda aislada, en la salida sur de Besançon. La casa pertenecía a una aldea: Les Mulots. Sarrazin me había hablado de un chalet apartado. Rodeé el pueblo y localicé el cartel.

En la pequeña hondonada, a un lado de la carretera, el tejado de madera parecía flotar en la oscuridad.

Me detuve cincuenta metros antes de llegar, al abrigo de las miradas, y cogí mi bolsa. También cogí la pistolera, saqué las piezas de la Glock 21 y monté el arma tan rápido como me fue posible. Introduje un cargador de balas Arcane y dejé la pistola dispuesta para disparar. Sopesé el artilugio. Aunque estaba fabricada con polímeros, era más pesada que la 9 mm Parabellum. Una automática compacta, letal, que correspondía exactamente a mi estado de ánimo.

Eran las dos de la mañana; esperaba sorprender a Sarrazin durmiendo y poner las cosas en su sitio.

Salí del coche sin hacer ruido, con el arma en la mano. El chaparrón había cesado. La luna reaparecía, afilando sus reflejos sobre el asfalto mojado. Bajé hacia el chalet y me detuve en el umbral. La puerta de entrada estaba abierta: un charco de lluvia penetraba por el resquicio. Mal presagio. Evité el agua y me deslicé en el interior, en estado de alerta máxima. Después del vestíbulo, un salón rectangular con tres ventanas. Una voz interior me prevenía del desastre pero prefería no escucharla.

Llamé.

—¿Sarrazin?

No hubo respuesta. Pasé por la cocina, por un dormitorio perfectamente ordenado y encontré la escalera. Tiritaba de pies a cabeza, con el agravante de que mi ropa estaba mojada.

—¿Sarrazin?

Ya no esperaba respuesta. Aquel lugar apestaba a muerte.

Otro pasillo al final de los escalones. Una habitación. La de Sarrazin, seguramente. Eché un vistazo. Vacía, impecable. Recuperé la esperanza. ¿Tal vez el tipo se había marchado a alguna misión?

Me respondió un ruido.

Moscas, a mis espaldas. En cohortes.

Seguí a los insectos, que se agrupaban al final del pasillo, alrededor de una puerta entreabierta. El baño. Las moscas zumbaban aglutinándose en torno a los goznes. El olor a podredumbre era ahora claramente perceptible. Me acerqué. Desenfundé el arma, contuve el aliento y empujé la puerta con el codo.

La fetidez de la carne en descomposición me saltó a la cara. Stéphane Sarrazin estaba acurrucado dentro de la bañera llena de agua marrón y estancada. Su torso sobresalía de la superficie; la cabeza estaba echada hacia atrás en una forzada postura de dolor. Su brazo derecho pendía en el exterior, evocando
La muerte de Marat
de David. Encima del alicatado los regueros de sangre parecían formar un dibujo, pero los reflejos de la luz de la luna salpicaban la cerámica. Encontré el interruptor.

Luz cruda sobre el horror. Sarrazin no tenía rostro; estaba despellejado desde las cejas hasta el mentón. Los dedos de su mano estaban quemados. Su busto estaba abierto desde el esternón hasta el pubis, que en medio de la sombría marea se adivinaba profundamente hendido. Las vísceras caían sobre su costado y sus piernas dobladas; el agua parecía profundamente negra. Por encima, las moscas revoloteaban en los vapores que emanaban del cuerpo.

Retrocedí. Mis temblores se transformaron en espasmos y ya no hallaba en mí la necesaria concentración ni la agudeza para analizar la escena del crimen. Solo deseaba una cosa: largarme. Pero me obligué a seguir mirando.

Cerca de la bañera encontré un resto inequívoco: el sexo de Sarrazin. El asesino lo había castrado. Al haberme alejado pude ver mejor las manchas sobre la pared de azulejos. Componían una frase, con letras de sangre; el asesino había utilizado el sexo de la víctima como pincel.

En letras mayúsculas, había escrito:

SOLO TÚ Y YO

La escritura era la misma del confesionario.

Y estaba seguro de que el mensaje, una vez más, iba dirigido a mí.

78

Me alejé de Besançon a toda velocidad. Una única idea en la mente: el asesino solo podría expiar sus crímenes con su sangre. En adelante, reinaba la ley del talión. Ojo por ojo. Sangre por sangre.

En un pueblo dormido, encontré una cabina telefónica. Me detuve y llamé al Centro Operativo de la Gendarmería de Besançon. Llamada anónima. Otro nombre para la necrología del expediente. Casi una rutina.

Luego, a fondo por la carretera.

Mis pensamientos viraban hacia la pura pesadilla. El diablo quería que yo siguiera su huella; únicamente yo. Y me esperaba en algún lugar del valle del Jura, yo protejo a los sin luz. Un diablo que velaba por sus criaturas y que las vengaba de la peor manera; había eliminado a Sarrazin, un investigador demasiado curioso.

Un hotel, urgente.

Una habitación, un lugar seguro donde rezar por la salvación del gendarme y quizá, dormir unas horas. Al borde de la carretera vi un edificio rematado por un neón apagado. Frené. Era efectivamente un hotel, anodino, engullido por la hiedra. Un dos estrellas para viajantes de comercio.

Desperté al hotelero, que me acompañó a mi habitación. Me desnudé, me metí bajo la ducha y luego, en calzoncillos, recé en la oscuridad. Recé una y otra vez por Sarrazin. Pero no conseguía borrar mis sospechas. A pesar de su agonía, a pesar de nuestro acuerdo, sospechaba todavía que había una vertiente oculta en el gendarme. El famoso treinta por ciento de culpabilidad.

Redoblé el fervor de mi oración hasta que mis rodillas, sobre la alfombra raída, empezaron a dolerme. Solo entonces, me metí bajo las sábanas. Apagué la luz y dejé que mi mente divagara, sin orden ni lógica.

Las preguntas surgían en mi conciencia como los vidrios de colores de un calidoscopio. A cada segundo, los motivos cambiaban y dibujaban verdades contradictorias, preguntas abismales, angustias que se multiplicaban.

Luego reapareció la cuestión de Manon y se amplificó, hasta el punto de ocupar completamente mi mente. Me concentré en ella, para apartarme del resto de los enigmas. Si en verdad no había muerto, ¿cómo había sido su vida?

Me hundí aún más en mis pensamientos; alejé a Manon para reunirme con Luc. ¿Había ido aún más lejos que yo? ¿Había encontrado a Manon, viva, con veintidós años? ¿Era ese descubrimiento lo que lo había empujado al suicidio?

Me desperté con la luz del día.

Las ocho y media de la mañana. Me vestí y metí las prendas del día anterior en el fondo de mi bolsa. Luego bajé a tomar un café en el restaurante vacío del hotel y eché un vistazo a los periódicos. Nada sobre los asesinatos de Bucholz y de Moraz; estábamos a casi mil kilómetros de Lourdes. Nada sobre el cuerpo de Sarrazin; era demasiado pronto.

Disponía de un día para poner en práctica mi estrategia.

Reconstruir la historia del rescate de Manon.

Treinta minutos más tarde, me detuve delante del cuartel de bomberos de Sartuis. El cielo era azul; las nubes blancas. Todo parecía tranquilo. La noticia de la muerte de Sarrazin seguía sin conocerse. Nadie charlaba en el patio, nadie escuchaba su móvil con ojos desorbitados.

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