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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Estacion de tránsito (13 page)

BOOK: Estacion de tránsito
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Según las instrucciones recibidas, colgué unas hamacas para que pudieran descansar, pero ellos no las emplearon. Trajeron consigo unas canastas llenas de comida y bebida, se sentaron a mi mesa y empezaron a hablar y a banquetearse. Me invitaron a sentarme con ellos y escogieron dos platos y una botella, que me aseguraron que no me perjudicarían; en cuanto al resto de sus vituallas, no podían asegurar el efecto que producirían sobre mi metabolismo. La comida era deliciosa y de una clase que nunca había probado… un plato recordaba a los tipos más raros y delicados de quesos viejos, y el otro era de un sabor dulce verdaderamente celestial. La bebida recordaba a las mejores marcas de coñac terrestre, era de color amarillo y clara como el agua.

Me hicieron preguntas sobre mí mismo y mi planeta, se mostraron muy corteses y verdaderamente interesados; comprendían inmediatamente todo lo que yo les decía. Me contaron que se dirigían a un planeta cuyo nombre nunca había oído pronunciar, y conversaron entre ellos, alegres y felices, pero procurando que yo no me sintiese excluido de la conversación. Por ella colegí que en el festival del planeta de marras se presentaba alguna forma de arte. Ésta no consistía únicamente en música o pintura, sino que estaba compuesta de sonido y color, sin olvidar la emoción, la forma y otras cualidades que no parecen tener palabras para expresarlas en ningún idioma de la Tierra, y que no puedo identificar por completo. Tuve la impresión de que se trataba de una sinfonía tridimensional, aunque ésta no sea la expresión exacta, y que había sido compuesta no por un individuo solo, sino por un equipo. Hablaban con entusiasmo de esta forma de arte, y, según me pareció entender, no duraba varias horas sino varios días, y era más una experiencia que algo que se escuchaba o se veía, pues los espectadores o el público no se limitaban a sentarse para escuchar, sino que participaban en ella, si así lo deseaban. Pero no conseguí entender de qué manera participaban y no me atreví a preguntárselo. Hablaban de la gente que verían, de los últimos conocidos que habían visitado y se contaban muchos chismes sobre ellos, aunque sin malicia, dando la impresión de que ellos y muchos otros iban de planeta en planeta con una gozosa finalidad. Pero no conseguí determinar si sus viajes tenían alguna otra finalidad, además del esparcimiento. Colegí que acaso la tuviesen.

Hablaban de otros festivales, no todos relacionados con aquella forma artística, sino con otros aspectos más especializados de las artes, de los que no conseguí formarme una idea cabal. Parecían hallar un goce indescriptible en estos festivales y me pareció que algunos aspectos de los mismos ajenos al arte contribuían a aumentar su felicidad. No intervine en esta parte de la conversación porque, francamente, no se me presentó ocasión para hacerlo. Me hubiera gustado hacerles algunas preguntas, pero no me dieron pie para ello. Supongo que de haber tenido ocasión, mis preguntas les hubieran parecido estúpidas, pero esto no me hubiera importado mucho. Y con todo, a pesar de esto, consiguieron hacer que me sintiese incluido en la conversación. No hicieron nada concreto en este sentido, y, a pesar de ello, yo me sentí identificado con ellos y no solamente un guardián de la estación en cuya compañía pasarían un breve período. A veces hablaban brevemente en el idioma de su planeta, que es uno de los más hermosos que he oído, pero casi siempre conversaban en el lenguaje que utilizan numerosas especies humanoides y que viene a ser una lengua franca del espacio creada con fines utilitarios, y sospecho que lo hicieron por cortesía hacia mí, y, desde luego, fue una gran muestra de deferencia por su parte. Creo que se cuentan entre los seres más verdaderamente civilizados que me ha sido dado a conocer.

He dicho que resplandecían y con esto quiero decir que irradiaban una luz espiritual. Daba la impresión de que a veces les acompañaba una neblina dorada y centelleante que alegraba todo cuanto tocaba… casi como si se moviesen en un mundo especial que nadie había conseguido descubrir. Sentado a la mesa con ellos, yo parecía hallarme incluido en aquella neblina áurea y sentía correr por mis venas extrañas y profundas corrientes de felicidad tranquila. Me pregunté por qué caminos ellos y su mundo habían llegado a aquel áureo estado y si mi mundo podría alcanzarlo, en un tiempo muy remoto.

Pero en el fondo de aquella felicidad había una vitalidad tremenda, un espíritu burbujeante y efervescente con un núcleo de fortaleza y un amor por la vida que parecía surgir por todos sus poros y en todos los momentos de su existencia.

Sólo disponían de dos horas y éstas pasaron tan rápidamente, que por último me vi precisado a advertirles que ya tenían que marcharse. Antes de irse, dejaron dos envoltorios sobre la mesa, dijeron que eran para mí y me dieron las gracias por mi mesa (curiosa manera de decirlo). Después se despidieron, entraron en el gabinete (el de tamaño extra) y yo accioné el dispositivo que les hacía continuar su viaje. Incluso después de su partida, el resplandor dorado pareció flotar en la habitación durante horas, antes de extinguirse. Deseé haberles podido acompañar al planeta donde se celebraba aquel mágico festival.

Uno de los envoltorios que me dejaron contenía una docena de botellas del licor semejante al coñac. Las botellas eran verdaderas obras de arte. No había dos de ellas iguales. Estaban formadas por lo que yo estoy convencido que era diamante, aunque no sé si fabricado o tallado de piedras gigantescas. De todos modos, calculo que estas botellas poseen un valor incalculable. Muestran gran variedad de símbolos en su conformación, cada uno de los cuales, empero, posee una belleza peculiar. Y en el otro envoltorio había… bien, supongo que, a falta de nombre más adecuado, tendré que llamarla una cajita de música. La cajita es de marfil, de un viejo marfil amarillento tan suave como el raso, y cubierta de unos enmarañados relieves que deben de tener un significado oculto. En la parte superior hay un círculo montado dentro de una escala graduada. Cuando coloqué el círculo en la primera graduación, oí música y la habitación se llenó de un juego de luces multicolores, como si toda la habitación estuviese llena de una orgía de color. Entre aquellas coloraciones había como un lejano recuerdo de la bruma dorada. De la caja también surgieron perfumes que se esparcieron por la estancia, junto con sentimientos y emociones —si hay que llamarlos así—, y algo que se apoderaba de uno, infundiendo alegría o tristeza. De la caja surgió un mundo en el que podía vivirse la composición o lo que aquello fuese, con todo el ser, todas las emociones, fe y entusiasmo de que uno era capaz. Estoy seguro de que era una especie de grabación de aquella forma artística de la que ellos hablaban. Pero no era sólo una composición, sino exactamente 206, porque este es el número de las señales que tiene la escala graduada, y a cada señal corresponde una composición distinta. En los días venideros las interpretaré todas, tomaré notas sobre ellas. Les pondré nombres, acaso guiándome por sus características. Tal vez saque de ellas no sólo esparcimiento, sino útiles enseñanzas.

XV

Las doce botellas diamantinas, vacías desde hacía mucho tiempo, estaban en una centelleante hilera sobre la repisa de la chimenea. La cajita de música, que era una de sus más preciadas posesiones, estaba guardada en uno de los armarios, en un lugar seguro y protegido. Y Enoch pensó tristemente que, a pesar de haberlas utilizado con regularidad durante todos aquellos años, aún no había agotado la lista de las composiciones. Había tantas de las primeras que había interpretado una y otra vez, que apenas había recorrido más de la mitad de la escala normal.

Los cinco hazers regresaron de vez en cuando, porque al parecer encontraban en aquella estación, e incluso en el hombre que estaba a su cuidado, unas cualidades que eran de su agrado. Le enseñaron el idioma de Vega, le trajeron rollos de literatura vegana junto con muchas otras cosas y fueron para él, sin ningún género de dudas, los mejores amigos que tuvo entre los extraterrestres, con la sola excepción de Ulises. Hasta que un día dejaron de volver y él se preguntó a qué se debía su ausencia, preguntando también por ellos a los hazers que a veces pasaban por la estación. Pero nadie supo darle razón de ellos.

Ahora ya sabía muchas más cosas sobre los hazers y sus formas artísticas, sus tradiciones, sus costumbres y su historia, que lo que sabía el primer día que hizo aquella anotación, en el año 1915. Pero aún distaba mucho de comprender un buen número de los conceptos que ellos empleaban corrientemente.

Vio a muchos de ellos desde aquel día de 1915 pero había uno que recordaba particularmente: el viejo sabio, el filósofo, que murió en el suelo, junto al sofá.

Ambos estaban sentados en el sofá, hablando, e incluso podía recordar cuál era el tema de su conversación. El viejo le estaba explicando el perverso código moral, irracional y cómico a la vez, creado por aquella curiosa raza de vegetales sociables que descubrió en una de sus visitas a un apartado planeta, situado en el borde opuesto de la Galaxia. El viejo hazer había bebido un par de copas y se hallaba en espléndida forma, relatando incidente tras incidente con entusiasmo.

De pronto, se interrumpió a la mitad de una frase, y se inclinó suavemente hacia delante. Enoch, sorprendido, trató de sostenerlo, pero antes de que pudiera ponerle la mano encima, el anciano visitante se escurrió con lentitud al suelo.

El aura dorada que rodeaba su cuerpo se apagó lentamente y el extraterrestre permaneció tendido en el suelo, angular, huesudo y repugnante, como algo terriblemente extraño, lamentable y monstruoso a la vez. Más monstruoso, le pareció, que cualquier otra forma viviente no terrestre que hasta entonces había visto.

Si en vida era una criatura maravillosa, entonces, muerto, aquel ser era un viejo saco de huesos deformes, recubiertos de una piel escamosa y apergaminada. Era el aura dorada, se dijo Enoch, tragando saliva, dominado por un sentimiento muy próximo al horror, lo que había hecho que el hazer pareciese tan maravilloso y bello, tan lleno de vitalidad, dignidad y alegría. El aura dorada era la vida de aquellos seres, y, cuando desaparecía, se convertían en algo horrible y repulsivo, cuya contemplación producía náuseas.

¿Acaso seria posible, se preguntó, que la bruma dorada fuese la fuerza vital de los hazers y que éstos la llevasen como un manto, como una especie de disfraz completo? ¿Y si tuviesen la energía vital en el exterior, a diferencia de los demás seres, que la tenían en el interior de su organismo?

El viento gemía en los altos aleros de la casa y por las ventanas vio legiones de nubes deshilachadas que huían velozmente sobre la faz de la luna, que había ascendido hasta la mitad del firmamento oriental.

En la estación reinaban un frío y una soledad que llegaban muy lejos, mucho más allá de una simple soledad terrenal.

Enoch abandonó el cadáver y cruzó rápidamente la habitación, para dirigirse al aparato transmisor. Puso una llamada pidiendo conexión directa con la Central Galáctica y luego esperó, asiendo fuertemente los lados de la máquina con ambas manos.

COMUNIQUE
, dijo la Central Galáctica.

De la manera más breve y objetiva que le fue posible, Enoch comunicó lo sucedido.

Le contestaron sin la menor vacilación y sin hacerle preguntas, únicamente le enviaron las instrucciones necesarias para el caso, como si aquella situación fuese algo corriente. El vegano debía quedarse en el planeta donde había ocurrido su fallecimiento, procediéndose con su cadáver de acuerdo con las normas y costumbres locales de aquel planeta. Así lo estipulaba la ley vegana, y, además, era cuestión de honor. Un vegano, cuando caía, debía permanecer donde había caído, y aquel lugar se convertía para siempre en territorio de Vega XXI. La Central Galáctica le dijo que había muchos lugares así en toda la Galaxia.

NUESTRA COSTUMBRE (mecanografió Enoch) ES ENTERRAR A LOS MUERTOS.

ENTONCES ENTIERRE AL VEGANO.

LUEGO LEEMOS UNOS VERSÍCULOS DE NUESTRO LIBRO SAGRADO.

PUES LÉALOS PARA EL VEGANO. ¿PUEDE HACERLO?

SÍ. PERO SUELE HACERLO UN SACERDOTE. SIN EMBARGO, EN LAS PRESENTES CIRCUNSTANCIAS, ESTO ACASO NO SEA PRUDENTE.

DE ACUERDO (dijo Central Galáctica) ¿PUEDE USTED SUPLIR AL SACERDOTE?

SÍ.

ASÍ, MÁS VALDRÁ QUE LO HAGA.

¿LLEGARAN PARIENTES O AMIGOS PARA ASISTIR A LA CEREMONIA?

NO.

¿LES PARTICIPARÁN EL FALLECIMIENTO?

OFICIALMENTE, DESDE LUEGO, PERO YA ESTÁN ENTERADOS.

¿CÓMO ES POSIBLE? FALLECIÓ HACE UN MOMENTO.

SIN EMBARGO, YA LO SABEN.

¿NO HAY QUE EXTENDER UN CERTIFICADO DE DEFUNCIÓN?

NO HACE FALTA. YA SABEN QUE MURIÓ.

¿QUE HAY QUE HACER CON SU EQUIPAJE? TRAÍA UN BAÚL.

QUÉDESELO. SUYO ES. CONSIDÉRELO COMO UN OBSEQUIO POR LOS SERVICIOS QUE USTED RINDE AL HONORABLE MUERTO. TAMBIÉN LO DICE LA LEY.

PERO PUEDE CONTENER COSAS IMPORTANTES.

QUÉDESE EL BAÚL. RECHAZARLO SERIA INSULTAR LA MEMORIA DEL MUERTO.

¿ALGO MÁS? (preguntó Enoch) ¿ESTO ES TODO?

ESTO ES TODO. PROCEDA COMO SI EL VEGANO FUESE UN SEMEJANTE SUYO.

Enoch borró el mensaje de la máquina y cruzó de nuevo la habitación. Luego se acercó al hazer, haciendo de tripas corazón para inclinarse, recoger el cuerpo y ponerlo en el sofá. Le produjo una gran repugnancia tocarlo, acercar sus manos a aquel cuerpo impuro y terrible, trágica parodia de la resplandeciente criatura que se había sentado allí, a hablar con él.

Desde que conoció a los hazers los quiso y admiró, esperando ansiosamente sus visitas. Pero entonces estaba allí, temblando como un azogado y sin atreverse a tocar a un muerto.

No era solamente por el horror que éste le inspiraba, pues durante sus muchos años de guardián de la estación, había visto toda clase de horrores visuales encarnados en cuerpos extraños, pero había aprendido a dominar aquella sensación de horror, a prescindir de las apariencias considerando a todos los seres vivientes como hermanos y a todas las criaturas como personas.

Era alguna otra cosa comprendió, algún factor desconocido que no tenía nada que ver con el horror. Pero aquel ser, se dijo, había sido un amigo suyo y, en su calidad de tal, él tenía la obligación de hacerle los últimos honores con amor y cariño.

Cerrando los ojos, se inclinó y levantó el cadáver. Casi no pesaba nada, como si al morir hubiese perdido una dimensión, como si se hubiese hecho más pequeño e insignificante. ¿Sería posible que el aura dorada hubiese tenido peso?

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