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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Estacion de tránsito (14 page)

BOOK: Estacion de tránsito
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Tendió el cadáver en el sofá, colocándolo lo mejor que supo. Luego salió al exterior, encendió la linterna del anexo y bajó al antiguo granero.

Hacía años que no había estado en él, pero apenas nada había cambiado. Protegido por una recia techumbre de las inclemencias atmosféricas, permaneció seco y abrigado. De las vigas colgaban telarañas y todo estaba cubierto de polvo. De lo alto del granero pendían briznas de paja resecas, que asomaban entre las rendijas de las tablas. El lugar poseía un perfume seco, dulce y polvoriento, pues los olores causados por los animales y el estiércol se habían esfumado hacía tiempo.

Enoch colgó la linterna en una clavija del establo y trepó por la escala del granero. Avanzando a tientas, porque no se atrevía a introducir la linterna entre aquel montón de paja reseca, dio con un rimero de tablas de encina que estaban en el fondo, debajo del alero.

Se acordó de que allí, donde el alero se juntaba con el piso, se imaginó de niño que existía una cueva en la que pasó muchas tardes de lluvia, feliz y contento, cuando no podía salir a jugar afuera. Fue allí Robinson Crusoe en su cueva de la isla desierta, o un proscrito cuyo nombre había olvidado, huyendo de la Ley, o un fugitivo de los indios, que querían arrancarle el cuero cabelludo. Tenía una escopeta de madera que se fabricó aserrando un madero, que luego talló con un cortaplumas y frotó con papel de lija para hacerlo suave. Fue su juguete predilecto durante los días de su infancia… hasta aquel día, al cumplir los doce años, en que su padre al volver a casa, le regaló un rifle que le había comprado en el pueblo.

Tanteó el montón de tablas y decidió con el tacto las que podía utilizar. Tiró de ellas y luego las bajó cuidadosamente por la escalera.

Después fue en busca de las herramientas, que guardaba en un rincón del granero. Levantó la tapa del gran arcón de herramientas y vio que estaba lleno de nidos de musarañas, abandonados desde hacía mucho tiempo. Apartó los puñados de paja, heno y hierba que los pequeños roedores empleaban para tapizar sus nidos y descubrió las herramientas. Su brillo se había empañado y tenían una ligera capa de orín a causa de su largo abandono, pero no estaban oxidadas y aún conservaban su filo.

Tomó las herramientas que necesitaba, bajó a la planta baja del granero y se puso a trabajar. Pensó que hacía un siglo hizo lo mismo que entonces, trabajando a la luz de la linterna para hacer un ataúd. Pero entonces, hacía cien años, era su padre quien yacía muerto en la casa.

Las tablas de madera de encina estaban resecas y duras, pero las herramientas aún eran buenas para desbastarlas. Las aserró, les pasó el cepillo y las unió mediante clavos, mientras por el granero se esparcía el olor de las virutas y el serrín. El granero estaba silencioso y acogedor, pues los montones de paja que cubrían el altillo apagaban los gemidos del viento.

Acabó de construir el ataúd y vio que era más pesado de lo que había supuesto. Fue entonces en busca de la vieja carretilla, apoyada en la pared del fondo del establo que antes había albergado a los caballos, y cargó el ataúd en ella. Laboriosamente, deteniéndose con frecuencia a descansar, lo llevó cuesta abajo hasta el pequeño cementerio rodeado de manzanos silvestres.

Y allí, junto a la tumba de su padre, cavó otra tumba, pues se había traído una pala y un pico consigo. No la cavó tan profunda como hubiera querido, no los seis pies que la costumbre decretaba, porque sabia que si la cavaba tan profunda, no podría introducir en ella el ataúd. Así que no la cavó muy profunda, trabajando a la luz de la linterna, puesta sobre el montón de tierra, desde donde esparcía su mortecino resplandor. Salió volando un búho del bosque y permaneció invisible entre la espesura del bosquecillo, murmurando y graznando. La luna se hundió por poniente y las nubes deshilachadas se aclararon, para dejar brillar las estrellas.

Finalmente terminó de cavar la tumba, descendió a ella el féretro a la luz vacilante de la linterna, cuyo petróleo estaba casi consumido.

De regreso a la estación, Enoch buscó una sábana para amortajar al muerto. Se metió una Biblia en el bolsillo, cargó con el cuerpo amortajado del vegano, y, a la luz incierta que precede al alba, bajó por la cuesta hacia el bosquecillo de manzanos. Puso al vegano en el ataúd, clavó la tapa y luego salió de la tumba.

De pie al borde de ella, sacó la Biblia del bolsillo y buscó el pasaje que deseaba. Lo leyó en voz alta, sin que apenas tuviese que esforzar la vista a la tenue luz para seguir el texto, pues eran unos versículos que había leído muchas veces:

En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así os lo diría…

Mientras leía este pasaje pensó en cuán apropiado era; cuán cierto era que existían muchas mansiones para albergar todas las almas de la Galaxia… y de todas las demás galaxias que se extendían por el espacio, quizás hasta el infinito. Aunque para quien entendiere, con una bastaba.

Cuando hubo terminado de leer recitó de memoria el oficio de difuntos, lo mejor que supo, pues no estaba seguro de recordar absolutamente todas las palabras. Pero recordaba lo bastante, se dijo, para que la oración tuviese sentido. Luego cubrió el ataúd de tierra.

Las estrellas y la luna se habían apagado y el viento se había calmado. En la quietud de la mañana, el cielo mostraba un resplandor nacarado por oriente.

Enoch permanecía de pie junto a la tumba, apoyado en la pala.

—Descansa en paz, amigo mío —dijo.

Luego dio media vuelta y, a las primeras claridades de la mañana, volvió a la estación.

XVI

Enoch se levantó de su escritorio y volvió con el libro registro al estante, para colocarlo en su sitio.

Luego dio media vuelta y se detuvo, indeciso.

Tenía que hacer varias cosas. Tenía que leer los periódicos. Tenía que escribir su diario. Había un par de artículos en los últimos números de la
Revista de Estudios Geofísicos
que deseaba consultar.

Pero no tenía ganas de hacerlo. Tenía demasiadas cosas en que pensar y de que preocuparse, demasiadas cosas que llorar.

Sus misteriosos vigilantes continuaban espiándole. Había perdido a sus amigos de las sombras. El mundo caminaba hacia el precipicio de la guerra.

Aunque acaso no debiese preocuparle la suerte del mundo. Podía renunciar al mundo y abandonar a la especie humana en el momento en que lo desease. Si nunca saliese al exterior, si jamás abriese la puerta, nada podría importarle lo que el mundo hiciese o lo que a él pudiese ocurrirle. Él tenía su mundo propio, mayor que el que se extendía fuera de la estación, más inmenso que todo cuanto sus semejantes habían podido soñar. La Tierra no le hacía ninguna falta.

E incluso mientras lo pensaba, comprendió que aquello no era verdad. Por extraño que fuese, la Tierra le hacía falta.

Se acercó a la puerta, pronunció la palabra mágica y la puerta se abrió. Pasó al anexo y la puerta se cerró a sus espaldas.

Dio la vuelta a la esquina de la casa y se sentó en la escalera del porche.

Allí fue, pensó, donde todo empezó. Allí estaba sentado aquel día estival de hacía tantos años, cuando las estrellas lo señalaron, a través de las inmensas extensiones del espacio.

El sol estaba muy bajo por el oeste y pronto anochecería. El calor diurno ya empezaba a disiparse y una brisa débil y fresca subía del río. Al otro lado del campo, en el lindero del bosque, los cuervos trazaban círculos en el cielo emitiendo ásperos graznidos.

Sería algo muy duro tener que cerrar la puerta para no abrirla más, muy duro no volver a sentir la caricia del sol y del viento, no aspirar el perfume de las cambiantes estaciones que cruzaban la faz de la Tierra. El hombre, se dijo, aún no estaba preparado para eso. Todavía no se había convertido en un ser artificial, hijo del ambiente que él mismo había creado, capaz de establecer un completo divorcio entre su persona y las características físicas de su planeta natal. Necesitaba sol, tierra y viento para seguir siendo un ser humano.

Tenía que salir con más frecuencia al porche, pensó Enoch, para sentarse allí sin hacer nada, contemplando únicamente los árboles y el río por el oeste, las azuladas montañas de Iowa al otro lado del Mississipi, viendo como los cuervos giraban en el cielo y las palomas se arrullaban en lo alto del tejado del granero.

Valdría la pena que lo hiciese todos los días. ¿Qué era una hora más de envejecimiento? No tenía necesidad de escatimar las horas… Llegaría un tiempo en que éstas le serían preciosas, pero cuando este tiempo llegase, tendría que atesorar las horas, los minutos y hasta los segundos, como un avaro que contase su dinero.

Oyó un rumor de rápidas pisadas en el extremo opuesto de la casa, alguien, dando traspiés y exhausto, dio la vuelta a la esquina de construcción, corriendo como si viniese desde muy lejos.

Se levantó de un salto y salió al corral para ver quién era. La persona que corría avanzó tambaleándose hacia él, con los brazos tendidos. Él la asió fuertemente y la sujetó contra su cuerpo para evitar que se cayese.

—¡Lucy! —exclamó—. ¡Lucy! ¿Qué te pasa, criatura?

La mano que le había puesto en la espalda notó algo caliente y pegajoso y la apartó para ver si era sangre, como temía. La espalda del vestido de la muchacha estaba empapada de sangre.

La agarró por los hombros y la apartó para verle la cara. Estaba bañada en llanto y en ella se pintaba el terror… mezclado con una expresión suplicante.

Entonces le dio la vuelta para mirarle de nuevo la espalda. La muchacha se llevó las manos a los hombros para bajarse el vestido hasta la cintura. Enoch vio que tenía los hombros y la espalda cruzados por largas heridas que aún sangraban.

Lucy se arregló el vestido y se volvió para mirarlo. Con gesto suplicante, señaló hacia abajo, en dirección al campo que descendía hasta el bosque.

Allí se movía algo… alguien cruzaba el bosque y llegaba casi al lindero del viejo campo abandonado.

Ella también lo vio, sin duda, porque se arrimó a él, temblorosa, buscando protección.

Inclinándose, él la tomó en brazos y se dirigió con paso vivo al anexo. Pronunció la palabra mágica, la puerta se abrió y penetró en la estación, oyendo como la puerta se cerraba a su espalda.

Una vez dentro se detuvo, con Lucy Fisher acurrucada en sus brazos, y comprendió que había cometido una gran equivocación… que aquello era algo que, en un momento en que hubiese estado más sereno, jamás hubiera hecho.

Pero se había dejado llevar por un impulso momentáneo y obró sin pensar. La muchacha acudió a él en busca de protección y allí la tenía, allí nada del mundo podía llegar hasta ella. Pero Lucy era un ser humano y ningún ser humano, excepto él, debía haber cruzado aquel umbral.

Pero ya estaba hecho y la cosa no tenía remedio. Una vez cruzado el umbral, ya no podía hacer nada por cambiarlo.

La llevó al otro lado de la habitación, la depositó en el sofá y dio un paso atrás. Ella se quedó sentada, mirándolo con una leve sonrisa, como si no supiese si podía sonreír en un lugar como aquél. Se llevó una mano a la cara, para enjugarse las lágrimas.

Luego paseó rápidamente la vista a su alrededor y abrió la boca, admirada.

Él se agachó, dio unas palmadas sobre el sofá y luego la señaló, para indicarle que debía quedarse allí y no moverse. Abarcó con el brazo el resto de la estación y movió la cabeza en un enérgico gesto negativo.

Tomó una de las manos de la joven entre las suyas y se la acarició cariñosamente, tratando de tranquilizarla y de hacerle entender que todo iría bien si ella obedecía exactamente sus instrucciones.

Lucy le sonreía, sin comprender por lo visto, que lo que había ocurrido era algo que debía de haberle quitado las ganas de sonreír.

Con la mano libre, la muchacha hizo un ligero ademán en dirección a la mesita del café, abarrotada de objetos extraterrestres.

Él asintió y ella tomó uno de los objetos, dándole vueltas entre las manos con gesto de admiración.

Enoch se levantó y se acercó a la pared para descolgar el rifle.

Luego salió al exterior, para enfrentarse con los perseguidores de Lucy.

XVII

Los hombres subían por el campo en dirección a la casa. Enoch vio que uno de ellos era Hank Fisher, el padre de Lucy. Conoció a aquel hombre hacía varios años, durante uno de sus paseos, y sostuvo una breve conversación con él. Hank le explicó bastante cohibido y a pesar de que no era necesario que le ofreciese explicaciones, que andaba buscando una vaca perdida. Pero a juzgar por sus modales furtivos, Enoch dedujo que lo que le traía por allí no era buscar una vaca, sino algo inconfesable, aunque no podía imaginarse qué pudiese ser.

El otro individuo era más joven. No aparentaba más de dieciséis o diecisiete años. Era muy probable, pensó Enoch, que fuese uno de los hermanos de Lucy.

Enoch se detuvo a esperarlos frente al porche.

Vio que Hank llevaba un látigo arrollado en la mano. Al verlo, Enoch comprendió la causa de las heridas que cruzaban los hombros y la espalda de Lucy. Sintió un súbito acceso de ira, pero trató de dominarse. Se entendería mejor con Hank Fisher si no perdía los estribos.

Los dos hombres se detuvieron a tres pasos de distancia.

—Buenas tardes —les dijo Enoch.

—¿Has visto a mi chica? —le preguntó Hank.

—¿Y qué si la he visto? —preguntó Enoch a su vez.

—Le arrancaré la piel a tiras —gritó Hank blandiendo el látigo.

—En tal caso —dijo Enoch—, no creo que te diga nada.

—La has escondido —dijo Hank acusador.

—Búscala, si quieres —repuso Enoch.

Hank dio un paso hacia él, pero lo pensó mejor y se detuvo.

—Le he dado su merecido —vociferó—. Y aún no he acabado con ella. No hay nadie en el mundo, ni aunque sea de mi propia sangre, que pueda burlarse de mí.

Enoch dio la callada por respuesta. Hank parecía indeciso.

—Es una entrometida —dijo—. Se metió donde no la llamaban.

El muchacho intervino para decir:

—Yo sólo estaba tratando de domesticar a
Butcher. Butcher
—explicó a Enoch— es un cachorro de perdiguero.

—Exactamente —asintió Hank—. No hacía nada malo. Mis chicos capturaron a una liebre joven la otra noche. Les costó mucho apresarla. Roy, aquí presente, la ató a un árbol. Y trajo a
Butcher
sujeto con una correa, para dejar que se lanzase sobre la liebre, pero no le hacía daño, pues él tiraba de
Butcher
antes de que el perro pudiera morderla. Entonces dejaba que los dos descansasen un poco y luego azuzaba de nuevo a
Butcher
sobre la liebre.

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