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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (62 page)

BOOK: Excalibur
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Algunos dementes cayeron bajo los cascos de las monturas, pero docenas de ellos se arrojaron torpemente al agua para darnos alcance a nado. Arturo gritó a los barqueros que levaran anclas y, uno a uno, los botes cargados hasta los topes fueron soltándose y empezaron a navegar. Algunos marineros no querían perder las pesadas piedras de fondeo e intentaban izarlas a bordo, de modo que las embarcaciones desancladas chocaban contra las ancladas mientras los seres desesperados, desgraciados y enloquecidos chapoteaban torpemente hacia nosotros.

—¡A las lanzas! —gritó Arturo y, cogiendo la suya al revés, golpeó fuertemente a uno de los nadadores en la cabeza.

—¡A los remos! —ordenó Balig, pero nadie le hizo caso. Estábamos atareados expulsando a los nadadores que se acercaban al casco de la nave. Yo hundía a los atacantes con una sola mano, pero uno de ellos se aferró a la lanza y a punto estuvo de tirarme al agua. Solté el arma, desenvainé a Hywelbane y ataqué con ella. Fue la primera sangre que tiñó el río.

En la ribera norte del río se apiñaban los seguidores de Nimue con griterío ensordecedor. Algunos nos arrojaban lanzas pero la mayoría se limitaba a gritarnos con odio y aun otros seguían los pasos de los nadadores en el río. Un hombre de pelo largo y labio leporino quiso trepar por la proa, pero el sajón le dio un puntapié en la cara y luego, de una patada, lo tiró al agua. Taliesin encontró una lanza y atacaba a los nadadores con la punta. Río abajo, delante de nosotros, un bote se desvió hacia la orilla lodosa y la tripulación trató de desembarrancar desesperadamente con pértigas, pero les faltó rapidez y los lanceros de Nimue lograron subir a bordo. Iban dirigidos por Escudos Negros, asesinos curtidos que aullaban desafiantes hundiendo las lanzas a lo largo del bote encallado. Era el del obispo Emrys, y vi al anciano de pelo blanco detener una espada con la lanza, pero enseguida lo mataron y un puñado de dementes abordó la resbaladiza cubierta detrás de los Escudos Negros. La esposa del obispo lanzó un breve grito y enseguida la atravesó una lanza. Los cuchillos cortaban, agujereaban y se clavaban, y la sangre caía por los imbornales hasta el mar. Un hombre cubierto con una túnica de piel de ciervo se balanceaba en la popa de la barca prisionera y, cuando pasamos a su lado, nos abordó de un salto. Gwydre levantó la lanza y el hombre gritó al quedar empalado en la larga asta. Recuerdo cómo agarraba la lanza con la mano mientras su cuerpo se retorcía clavado en la punta, hasta que Gwydre soltó lanza y hombre en el río y desenvainó la espada. Su madre golpeaba con otra lanza los brazos que chapoteaban detrás de la barca. Muchas manos se aferraban a la borda y nosotros las pisábamos o las cortábamos con la espada, y poco a poco fuimos alejándonos de los atacantes. Todas las barcas flotaban ya libremente, algunas de lado, otra con la popa por delante, y los barqueros juraban y se gritaban unos a otros u ordenaban a voces a los lanceros que cogieran los remos. Una flecha llegó volando desde la orilla y se nos clavó en el casco, y detrás llegaron varias más. Eran flechas de caza y nos pasaban silbando por encima de la cabeza.

—¡Escudos! —gritó Arturo, y formamos una barrera de escudos a lo largo de la borda. Las flechas rebotaban en el parapeto. Agácheme al lado de Balig para protegerlo a él también, mas el escudo temblaba cada vez que recibía el impacto de una flecha.

La rápida corriente del río y el reflujo del mar nos salvaron, pues impulsaron las barca río abajo, lejos del alcance de los arqueros. La vocinglera turba de lunáticos nos seguía, pero al oeste del anfiteatro había un terreno cenagoso que obstaculizaba el avance de nuestros perseguidores y así tuvimos ocasión de ordenar el caos en que nos movíamos. Nos perseguían los alaridos del enemigo y muchos cuerpos flotaban a la deriva en la corriente cerca de nuestra reducida flota, pero al fin recurrimos a los remos, pusimos proa hacia adelante y seguimos al resto de las embarcaciones hacia el mar. Las dos enseñas estaban cuajadas de flechas.

—¿Quiénes son? —pregunto Arturo, mirando la horda.

—El ejército de Nimue —dije con amargura. Morgana había logrado contrarrestar el hechizo de Nimue y por eso había soltado a sus seguidores, para que fueran a buscar la espada y a Gwydre.

—¿Cómo es que no los hemos visto venir? —quiso saber Arturo.

—¿Un hechizo de invisibilidad, señor? —apuntó Taliesin, y me acordé de cuántas veces había utilizado Nimue hechizos de esa clase.

Galahad se burló de la explicación pagana.

—Han viajado de noche —dijo— y se han escondido en los bosques hasta que el momento les fue propicio, y nosotros estábamos tan atareados que no observamos la debida vigilancia.

—Que la perra ésa luche contra Mordred ahora, y no contra nosotros —dijo Culhwch.

—No lo hará —dije—, sino que se unirá a él.

Pero Nimue aún no había terminado con nosotros. Un grupo de jinetes galopaba por el camino que llevaba hacia el norte por el pantano y una horda de gente los seguía a pie. El río no corría recto hasta el mar sino que describía amplios meandros por la plana costera, y yo sabía que cada vez que el río se curvase hacia el oeste encontraríamos al enemigo esperándonos.

Ciertamente, los jinetes nos esperaban, pero el río se ensanchaba a medida que se aproximaba al mar, el agua corría rápidamente y en cada meandro la corriente nos impulsaba y pasábamos ante ellos sanos y salvos. Los jinetes nos cubrían de maldiciones y luego continuaban galopando hasta la curva siguiente, desde la cual nos arrojaban una lluvia de flechas y lanzas. Justo antes de llegar al mar había un trecho largo que los jinetes de Nimue recorrieron al mismo paso que nosotros y fue entonces cuando divisé a Nimue por vez primera. Cabalgaba en un caballo blanco, vestida de blanco y con la cabeza tonsurada como los druidas. Llevaba la vara de Merlín y una espada a un costado. Nos gritó unas palabras que el viento se llevó, entonces el rio se desvió hacia el este y pasamos de largo entre las orillas cubiertas de juncos. Nimue se alejó y espoleó al caballo hacia la desembocadura.

—Ya estamos a salvo —dijo Arturo. Se percibía el olor del mar, las gaviotas graznaban en el cielo, delante de nosotros se oía el rumor incesante del romper de las olas en la playa y Balig y el sajón enganchaban la verga de la vela a las cuerdas que la izaban en el mástil. Quedaba un meandro grande que superar, un último encuentro con los jinetes de Nimue, y saldríamos a mar abierto, al Severn.

—¿Cuántos hombres hemos perdido? —pregunto Arturo; nos comunicamos a voces de unas barcas a otras. Sólo dos hombres habían sido alcanzados por las flechas, más las bajas de la barca que había sufrido el abordaje, pero el resto del pequeño ejército se había salvado.

—Pobre Emrys —se lamentó Arturo, y permaneció un rato en silencio, hasta que dejó la melancolía a un lado—. Dentro de tres días —dijo—estaremos con Sagramor. —Había mandado mensajes al este y, como el ejército de Mordred había salido de Dumnonia, seguramente Sagramor no encontraría obstáculos para reunirse con nosotros—. Seremos un ejército pequeño, pero muy bueno. Lo suficiente para derrotar a Mordred y, después, empezaremos de nuevo.

—¿Empezar de nuevo? —pregunté.

—Obligaremos a Cerdic a replegarse una vez más —dijo— y haremos entrar en razón a Meurig. —Prorrumpió en una carcajada amarga—. Siempre queda una batalla por librar. ¿Te habías dado cuenta? Cuando parece que todo está hecho, todo vuelve a bullir otra vez. —Tocó el pomo de Excalibur—. Pobre Hygwydd. Voy a echarlo mucho de menos.

—También a mí me echaréis de menos, señor —dije apesadumbrado. El muñón de la izquierda me dolía y la mano que me faltaba me escocía inenarrablemente, era una sensación tan real que no paraba de rascarme.

—¿A ti también? —preguntó Arturo enarcando una ceja.

—Cuando Sansum me llame.

—¡Ah! El señor de los ratones. —Me dedicó una breve sonrisa—. Creo que a nuestro señor de los ratones le placerá volver a Dumnonia, ¿no? No me lo imagino ganando influencias en Gwent, allí abundan los obispos. No, seguro que prefiere volver y la pobre Morgana querrá quedarse en Ynys Wydryn otra vez, así que haré un trato con ellos. Tu alma a cambio de que Gwydre le dé licencia para establecerse en Dumnonia. Te libraremos del juramento, Derfel, no te preocupes. —Me dio una palmada en el hombro y se acercó a Ginebra, que estaba sentada al pie del mástil.

Balig desclavó una flecha del mástil de popa, separó la punta de hierro, se la guardó en un bolsillo y arrojó el resto al agua.

—¡Qué mal pinta por allí! —me dijo, señalando con la barbilla hacia el oeste. Me volví y vi nubes negras a lo lejos, en el mar.

—¿Tendremos lluvia? —pregunté.

—Y una racha de viento, también —dijo como un mal presagio, y escupió por la borda para ahuyentar la mala suerte—. Pero no hay que ir muy lejos. Con suerte, nos libraremos. —Se apoyó en el timón al tiempo que la barca pasaba por el último gran meandro del río. íbamos hacia el oeste, con viento fuerte de cara, y la superficie del agua se rizaba de pequeñas olas blancas que golpeaban la proa y salpicaban la cubierta. Aun no habían izado la vela.

—¡Remad! —dijo Balig a los remeros. El sajón llevaba un remo, Galahad otro, Taliesin y Culhwch ocupaban el banco del centro y los dos hijos de Culhwch completaban la tripulación. los seis reinaban vigorosamente, luchando contra el viento, pero la corriente y el reflujo aún nos eran favorables. El viento batía con fuerza las enseñas de la proa y la popa haciendo chasquear las flechas clavadas en el tejido.

El río giraba hacia el sur delante de nosotros, sabía que en aquel punto Balig izaría la vela para aprovechar el impulso del viento hasta llegar al mar. Una vez en el mar, teníamos que avanzar forzosamente por el canal señalado con ramas trenzadas de sauce que discurría entre los bajíos hasta adentrarse en aguas profundas, donde podríamos alejarnos del viento y navegar velozmente hasta las costas de Dumnonia.

—La travesía no es larga —dijo Balig en tono animoso, mirando a las nubes—, no es larga. Creo que nos adelantaremos a ese frente de viento.

—¿Las barcas pueden ir juntas? —pregunté.

—Hasta cierto punto, sí. —Señaló con un movimiento de cabeza la que teníamos justo delante—. Esa vieja tina nos seguirá más despacio. Navega como una cerda preñada, desde luego, pero nos mantendremos cerca, sí.

Los jinetes de Nimue nos esperaban en una lengua de tierra que se extendía donde el río se curvaba hacia el sur al encuentro del mar. A medida que nos acercábamos, Nimue se destacó de entre los lanceros y entró a caballo en las aguas poco profundas y, cuando nos acercamos más aún, vi que dos lanceros iban a su lado arrastrando a un cautivo hacia los bajíos.

Al principio pensé que sería uno de los nuestros, de los de la barca embarrancada, pero después me di cuenta de que era Merlín. Le habían cortado la barba y el viento le agitaba irregularmente el blanco cabello enmarañado, mientras él miraba hacia nosotros sin vernos; habría jurado que sonreía. No le veía la cara con precisión, pues mediaba gran distancia entre nosotros, pero juro que sonreía cuando lo arrastraban hacia las pequeñas olas. Merlín sabía lo que iba a suceder.

Entonces, de repente, yo también lo comprendí, más nada pude hacer por evitarlo.

Ese mismo mar había traído a Nimue cuando era una niña. Había caído cautiva en Demetia, a manos de una banda de ladrones de esclavos, y la habían llevado a Dumnonia surcando el mar Severn; pero durante la travesía se levantó una gran tormenta y todos los barcos se hundieron. La tripulación y los cautivos perecieron entre las aguas, todos a excepción de Nimue, que fue depositada por el mar, sana y salva, en las escarpadas costas de Ynys Wair, y Merlín, que rescató a la niña, le puso de nombre Vivien porque era amada de Manawydan, el rey del mar, y Vivien es un nombre que pertenece a Manawydan. Nimue, que ya entonces era tozuda, jamás quiso aceptar tal nombre, pero en ese momento me acorde de todo, y me acordé de que Manawydan la amaba, y supe que se disponía a recurrir a la ayuda de los dioses para lanzar sobre nosotros una maldición fatídica.

—¿Qué hace? —preguntó Arturo.

—No miréis, señor —dije.

Los dos lanceros se habían retirado a la orilla y habían dejado al ciego Merlín junto al caballo de Nimue. No hizo intento de escaparse sino que se quedó allí con el blanco cabello al viento, mientras Nimue sacaba un cuchillo del cinturón de la espada. Era el cuchillo de Laufrodedd.

—¡No! —exclamó Arturo, pero el viento se llevó su grito por donde habíamos venido, a los pantanos y los juncos, a ninguna parte—. ¡No! —exclamó de nuevo.

Nimue señaló hacia poniente con la vara de druida, levantó la cabeza al cielo y aulló. Merlín permaneció quieto. Nuestra flota se deslizó ante ellos, las barcas pasaban una a una cerca de los bajíos donde estaba el caballo de Nimue, antes de que el viento las empujara hacia el sur al tiempo que los marineros izaban las velas. Nimue esperó a que los estandartes de nuestra barca se acercaran y, entonces, bajó la cabeza y nos miró con su único ojo. Sonreía, y también Merlín. Estábamos cerca y vi perfectamente que continuaba sonriendo mientras Nimue se doblaba en la silla con el cuchillo. Sólo precisó un golpe fuerte.

El pelo blanco de Merlín y su larga túnica blanca se tiñeron de rojo.

Nimue aulló nuevamente. Había oído ese mismo aullido muchas veces, pero nunca de aquella forma, con aquella mezcla de agonía y triunfo. El conjuro había concluido.

Apeóse del caballo y soltó la vara. Merlín debía haber muerto inmediatamente, pero su cuerpo todavía se movía en el suave oleaje y, durante unos momentos, pareció que Nimue forcejease con el anciano. La blanca túnica de Nimue estaba salpicada de sangre y el rojo fluido se diluyó inmediatamente en las aguas cuando levantó el cadáver de Merlín y lo empujó mar adentro. Por fin, lejos del lodo, su cadáver quedó flotando y Nimue lo impulsó hacia la corriente a modo de ofrenda para su señor Manawydan.

¡Qué ofrenda era aquella! El cuerpo de un druida posee una magia extraordinaria, la más poderosa que pueda hallarse en esta desdichada tierra, y Merlín era el último de una gran generación de druidas. Otros vinieron después, claro está, pero ninguno tan sabio como él, con tantos conocimientos, ninguno con la mitad de su poder. Y ese gran cúmulo de poder fue sacrificado en un solo conjuro, en un solo encantamiento en nombre del dios del mar, el que había rescatado a Nimue hacía ya muchos años.

Recogió la vara, que flotaba en las olas, la apunto hacia nuestra barca y empezó a reírse. Echó la cabeza hacia atrás y siguió riéndose como los locos que la habían seguido desde las montañas hasta el asesinato cometido en las aguas.

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