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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (61 page)

BOOK: Excalibur
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—¿Dafydd traía noticias? —me preguntó.

—La reina se encuentra bien —le dije—, y también su hijo. —Preferí no decirle a Sansum que el niño iba a llamarse Arturo, porque sólo habría conseguido fastidiar al santo varón, y la vida en Dinnewrac es harto más dulce si Sansum está de buen humor.

—He preguntado si traía noticias —me espetó—, no tonterías de mujeres sobre los niños. ¿Qué hay de los incendios? ¿Dafydd no ha dicho nada de los incendios?

—Sabe tanto como nosotros, obispo —dije—, pero el rey Brochvael cree que son los sajones.

—¡Dios nos proteja! —exclamó Sansum, y se asomó a la ventana, desde donde se veía la columna de humo en el este—. Que Dios y todos sus santos nos protejan —rogó; entonces se acercó al pupitre y dejó allí el extraño bulto, encima del presente pergamino. Apartó el manto y vi, con asombro y al borde de las lágrimas, que se trataba de Hywelbane. No me atreví a mostrar mi emoción sino que hice la señal de la cruz como si me escandalizara la presencia de un arma en el monasterio—. El enemigo se acerca —dijo Sansum justificando la aparición de la espada.

—Temo que tengáis razón, obispo —dije.

—Y el enemigo hace hambrientos a los hombres de los montes cercanos —añadió—, así que esta noche monta guardia en el monasterio.

—Así se hará, señor —respondí humildemente. Pero, ¿yo? ¿Montar guardia? Tengo canas, soy viejo y débil. Era como pedírselo a un niño de dos años, pero no protesté, y tan pronto como Sansum salió de la habitación, desenvainé a Hywelbane; parecióme muy pesada, al cabo de tantos años guardada en el armario del tesoro del monasterio. Pesaba mucho, era difícil de manejar, pero seguía siendo mi espada y miré de cerca los huesos de cerdo incrustados en el pomo y el anillo aplastado y el fragmento de oro sustraído a la olla tantos años atrás. ¡Cuántos sucesos me traía a la memoria esa espada! Tenía un poco de óxido en la hoja y lo limé con el cuchillo que uso para afilar las plumas; después la abracé mucho tiempo imaginándome que era joven otra vez y suficientemente fuerte para blandiría.

¿Pero, yo? ¿Montar guardia? En realidad, Sansum no quería que montara guardia sino que me quedara allí como un insensato dispuesto al sacrificio mientras él se escabullía por la puerta de atrás con san Tudwal de una mano y el oro del monasterio en la otra. Mas si tal es mi destino, no me quejo. Prefiero morir como mi padre, con la espada en la mano, aunque tenga el brazo débil y la espada no esté amolada. No es el destino que Merlín me reservaba, ni el que Arturo me deseaba, pero no está mal para un soldado morir así, y a pesar de haber sido monje todos estos años y cristiano muchos más, en mi alma pecadora sigo siendo un lancero de Mitra. De modo que besé a Hywelbane, contento de volver a verla después de tanto tiempo.

Ahora terminaré de escribir este relato con mi espada a mi lado,
y
espero que me sea concedido el tiempo necesario para terminar esta historia de Arturo, mi señor, que fue traicionado, vilipendiado y, una vez se hubo ido, añorado como ningún otro en toda la historia de Britania.

Después de que me cortaran la mano sufrí un acceso de fiebre y, cuando desperté, encontré a Ceinwyn junto a mi lecho. Al principio no la reconocí, pues tenía el cabello corto y blanco como la ceniza. Pero era mi Ceinwyn, estaba viva y recuperando la salud; cuando vio que abría los ojos, se inclinó y apoyó la mejilla en la mía. La rodeé con el brazo izquierdo y descubrí que no tenía mano con que acariciarle la espalda, sino un muñón envuelto en un trapo ensangrentado. Notaba la mano todavía, notaba los nervios, pero no había mano. Se había consumido en el fuego.

Una semana más tarde recibí el bautismo en el río Usk. El obispo Emrys celebró la ceremonia y, una vez me hubo sumergido en el agua fría, Ceinwyn, desde la orilla lodosa, siguió mis pasos e insistió en ser bautizada también.

—Yo voy donde vaya mi hombre —le dijo al obispo Emrys y éste, uniéndole las manos sobre el pecho, le hundió la cabeza en el río. Un coro de mujeres cantaba mientras nos bautizaban, y aquella misma noche, vestidos de blanco, recibimos el pan y el vino de Cristo por primera vez. Después de la misa, Morgana me presentó un pergamino donde había redactado mi compromiso de obediencia a su esposo en la fe cristiana, y me exigió que estampara mi firma.

—Ya os he dado mi palabra —objeté.

—Firma, Derfel —insistió Morgana—, y también lo jurarás sobre el crucifijo.

Suspiré y firmé. Por lo visto, los cristianos no se fiaban del estilo antiguo de los juramentos, sino que exigían pergamino y tinta. Y así acepté a Sansum como mi señor y, después de escribir mi nombre, Ceinwyn quiso estampar también el suyo. De tal guisa empezó la segunda parte de mi vida, la mitad en la que he sido fiel al juramento prestado a Sansum, aunque no con la fidelidad que esperaba Morgana. Si Sansum supiera que estoy escribiendo esta historia, lo consideraría un rompimiento de mi palabra y me impondría un castigo acorde, pero ya no me importa. He cometido muchos pecados, mas el de faltar a mi palabra no se cuenta entre ellos.

Después del bautismo casi esperaba una llamada de Sansum, el cual seguía en Gwent con el rey Meurig; sin embargo, el señor de los ratones se limitó a guardar el documento firmado de mi promesa sin exigir nada a cambio, ni siquiera dinero, de momento.

El muñón se curaba lentamente, aunque yo no contribuía a la mejoría porque me empeñaba en practicar con un escudo. En la batalla se pasa el brazo izquierdo por las dos correas que, a modo de presilla, tiene el escudo por detrás, y se sujeta el asidero de madera con la mano, pero yo ya no tenía mano para sujetarlo, de modo que mandé rehacer las dos correas con una hebilla para ajustármelas al antebrazo. No era tan seguro como con la mano pero preferible a no llevar escudo y, una vez acostumbrado a las apretadas correas, me ejercitaba con el escudo y la espada luchando contra Galahad, Culhwch o Arturo. No lo manejaba bien, pero aun así podía luchar, aunque los ejercicios me hacían sangrar el muñón una y otra vez y Ceinwyn me reñía mientras me ponía un vendaje limpio.

Llegó la luna llena y yo no llevé ni la espada ni la víctima propiciatoria a Nant Dduu. Esperaba la venganza de Nimue, pero no llegó. La fiesta de Beltain fue una semana después de la luna llena y Ceinwyn y yo, obedientes a las órdenes de Morgana, no apagamos el fuego del hogar ni permanecimos despiertos hasta que encendieran los nuevos, pero a la mañana siguiente Culhwch fue a vernos con una antorcha de fuego nuevo, que echó al hogar.

—¿Quieres que vaya a Gwent, Derfel? —me preguntó.

—¿A Gwent? ¿Para qué?

—Para asesinar a ese sapejo de Sansum, claro.

—No me molesta.

—Todavía —gruñó Culhwch—, pero te molestará. No te imagino cristiano. ¿Sientes algo distinto?

—No.

Pobre Culhwch. Se alegraba de la mejoría de Ceinwyn pero no podía soportar el precio que Morgana me había impuesto por su salud. El, como muchos otros, se preguntaba por qué no rompía el compromiso con Sansum sin más, pero yo temía que Ceinwyn volviera a recaer si yo no cumplía mi palabra. Con el tiempo, la obediencia se convirtió en un hábito y, cuando Ceinwyn murió, ya no tenía deseos de romper la promesa, aunque su muerte me liberaba del compromiso.

Pero esas cosas quedaban aún lejanas en el porvenir, aquel día en que el fuego nuevo calentaba los viejos hogares. Fue un día espléndido de sol y flores. Recuerdo que compramos unas crías de oca en la plaza del mercado por la mañana pensando que a nuestros nietos les gustaría verlas crecer en el estanque de detrás de la casa y, después, fui al anfiteatro con Galahad a practicar con el escudo, que aún manejaba con torpeza. Éramos los únicos lanceros que había allí, porque casi todos los demás estaban recuperándose de la noche de fiesta.

—Las crías de oca no son muy buena idea —me dijo Galahad, golpeándome el escudo con un fuerte empellón del asta de la lanza.

—¿Por qué?

—Cuando crecen tienen muy mal humor.

—Tonterías —dije—, cuando crecen son buenas para el puchero.

Gwydre nos interrumpió, su padre nos llamaba y volvimos a la ciudad. Arturo nos esperaba en el palacio del obispo Emrys. El obispo estaba sentado y Arturo, en camisa y calzones, se apoyaba en una gran mesa cubierta de tablillas de madera donde el obispo había escrito listas de lanceros, armas y barcas. Arturo levantó la vista y nos miró un instante sin decir nada, pero recuerdo la expresión adusta de su semblante. Después pronunció una sola palabra.

—Guerra.

Galahad se santiguó, pero yo, apegado aún a mis antiguos hábitos, toqué el pomo de Hywelbane.

—¿Guerra? —pregunté.

—Mordred marcha sobre nosotros —dijo—. ¡Está en marcha en estos mismos momentos! Meurig le ha dado permiso para cruzar sus tierras.

—Con trescientos cincuenta soldados, tengo entendido —añadió Emrys.

Aun hoy, sigo creyendo que fue Sansum quien convenció a Meurig de traicionar a Arturo. No tengo pruebas y Sansum lo ha negado siempre, pero el plan atufaba a ardid del señor de los ratones. Cierto es que Sansum nos había advertido en una ocasión de la posibilidad de tal ataque, pero el señor de los ratones siempre procedía con cautela a la hora de perpetrar sus traiciones y si Arturo hubiera ganado la batalla que Sansum confiaba tuviese lugar en Isca, habría exigido una recompensa de Arturo. De Mordred, ciertamente, no deseaba obtener recompensa, pues el plan de Sansum, si es que era suyo en verdad, beneficiaba a Meurig. Si Mordred y Arturo se mataban mutuamente en la lucha, Meurig ocuparía Dumnonia y el señor de los ratones gobernaría en nombre de Meurig.

Además, Meurig codiciaba Dumnonia. Quería sus ricas tierras de labor y sus prósperas ciudades, por eso propiciaba la guerra, aunque lo negase hasta la saciedad. Si Mordred deseaba ir a visitar a su tío, decía, ¿quién era él para impedírselo? Y si Mordred quería una escolta de trescientos cincuenta lanceros, ¿quién era Meurig para negar el séquito a un rey? De modo que franqueó a Mordred el paso por sus tierras y, cuando nos llegaron las primeras noticias del ataque, los primeros caballos de Mordred ya habían dejado Glevum atrás y corrían hacia poniente, hacia nosotros.

Así pues, por la traición y por la ambición de un rey débil, comenzó la última guerra de Arturo.

Estábamos preparados para esa guerra. Hacía semanas que esperábamos el ataque y, aunque el momento escogido por Mordred para lanzarse nos tomo por sorpresa, teníamos los planes hechos. Navegaría mos hacia el sur por el mar Severn y marcharíamos sobre Durnovaria, donde esperábamos reunirnos con los hombres de Sagramor. Entonces, todos juntos, seguiríamos la enseña de Arturo hacia el norte, para enfrentarnos con Mordred a su regreso de Siluria. Esperábamos librar una batalla, esperábamos vencer, y después aclamar a Gwydre rey de Dumnonia en Caer Cadarn. Era la historia de siempre: una batalla más y después todo cambiaría.

Se enviaron mensajeros a la costa pidiendo que llevaran a Isca todas las barcas de pesca de Siluria y, mientras las barcas remaban río arriba aprovechando la marea, nosotros nos preparamos para una marcha precipitada. Afilamos lanzas y espadas, abrillantamos armaduras y colocamos víveres en cestos o sacas. Empaquetamos las riquezas de los tres palacios y las monedas del tesoro y advertimos a los habitantes de Isca que se preparasen para huir hacia el oeste antes de que llegaran las huestes de Mordred.

A la mañana siguiente, veintisiete barcas habían atracado en el río bajo el puente romano de Isca. Ciento sesenta y tres lanceros se disponían a embarcar, la mayoría con familia, pero había sitio en los botes para todos. Nos vimos obligados a dejar los caballos, pues Arturo había comprobado que los caballos eran muy malos navegantes. Mientras yo fui a ver a Nimue, él intentó embarcar a los animales en las naos de pesca, pero hasta el más suave oleaje los espantaba terriblemente; uno llegó incluso a bajar de la barca dando coces al casco, de modo que la víspera de la partida los llevamos a una alejada zona de pastos y nos prometimos volver a buscarlos tan pronto como Gwydre fuera coronado. Morgana fue la única que se negó a acompañarnos, y se dirigió a Gwent a reunirse con su esposo.

Al amanecer, empezamos a cargar las embarcaciones. Primero el oro, que depositamos en el fondo de las barcas, con las armaduras y las vituallas encima, y después, bajo un cielo gris y un viento fresco, empezamos a embarcar nosotros. En cada barca iban diez u once personas y, tan pronto se llenaba una, se situaba en el centro del río y anclaba allí esperando al resto, para que toda la flota navegara unida.

El enemigo llegó en el momento en que cargábamos la última embarcación. Era la mayor de todas y pertenecía a Balig, el marido de mi hermana. En ella iban Arturo, Ginebra, Gwydre, Morwenna y sus hijos, Galahad, Taliesin, Ceinwyn y yo, además de Culhwch, su última esposa y uno de sus hijos. La enseña de Arturo ondeaba en la alta proa del barco y la de Gwydre en la popa. Estábamos animosos, pues partíamos para entregar a Gwydre su reino y, en el momento en que Balig gritaba a Hygwydd, el escudero de Arturo, que se apresurase a subir al barco, llegó el enemigo.

Hygwydd cargaba con el último bulto del palacio de Arturo, y se encontraba a sólo cincuenta pasos de la orilla del río, cuando miro hacia atrás y vio a los jinetes entrando por la puerta de la ciudad. Tuvo tiempo de dejar caer el bulto y empezar a desenvainar, pero los caballos estaban muy cerca y una lanza se le clavó en el cuello.

Balig tiró la plancha por la borda, sacó el cuchillo del cinturón y cortó la amarra de popa. El marinero sajón soltó de proa y la barca salió a la corriente en el momento en que los caballos alcanzaban la orilla. Arturo estaba de pie y miraba horrorizado al moribundo Hygwydd, pero yo miraba hacia el anfiteatro, donde una horda había hecho su aparición.

No era el ejército de Mordred, era una invasión de locos, una oleada ansiosa de criaturas dobladas, destrozadas y amargas que surgió en torno a los arcos de piedra del anfiteatro y se desbordó hacia la orilla del río aullando a gritos cortos. Estaban cubiertos de harapos, con el pelo enmarañado y los ojos rebosantes de rabioso fanatismo. Era el ejército de dementes de Nimue. La mayoría no llevaba sino palos, aunque se veían algunas lanzas. Los jinetes, por contra, portaban lanza y escudo y no estaban locos. Eran fugitivos de Diwrnach, Escudos Sangrientos que aún vestían sus raídas capas negras y alzaban sus escudos ennegrecidos con sangre; seguían el río galopando por la orilla para mantenerse a nuestra altura y dispersaban a los locos a su paso.

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