Expedición a la Tierra (11 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

BOOK: Expedición a la Tierra
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La respuesta que apareció instantáneamente en la pantalla pareció desagradarle.

—Valdrá más que abordemos nosotros mismos la
Reina
y la llevaremos a velocidad circular antes de llamar a los otros remolcadores —dijo—, o si no malgastaremos mucho combustible. Lleva aún un exceso de velocidad de cerca de un kilóme­tro por segundo.

—Buena idea; di a
Leviatán
y
Titán
que es­tén preparados, pero que no aceleren hasta que les demos la nueva órbita.

Mientras el mensaje descendía a través de los ininterrumpidos bancos de nubes que cubrían medio cielo allá abajo, el segundo observó pensa­tivamente:

—¿Qué es lo que debe sentir ahora?

—Puedo decírtelo; está tan contento de estar vivo que todo lo demás le importa un pepino.

—Pero, en fin, no estoy seguro que me hu­biese gustado dejar a mi compañero de navega­ción en el espacio para poder regresar.

—No es cosa que a nadie le pueda gustar. Pero ya oíste la radio; lo discutieron con calma, y el que perdió se fue por la esclusa. Era lo único ra­zonable.

—Razonable, quizá; pero es algo horrible dejar que otro se sacrifique tan a sangre fría.

—No seas tan sentimental. Apostaría a que si nos sucediera a nosotros, me echarías de un em­pujón antes que tuviese tiempo de decir mis oraciones.

—A menos que tú no me lo hicieses antes a mí. Pero, en fin, no creo que sea probable que le suceda nunca al
Hércules
. Nunca hemos esta­do a más de cinco días de distancia del puerto, ¿verdad? ¡Para que hablen de la poesía de los caminos del espacio!

El capitán no replicó. Estaba mirando a través del ocular del telescopio de navegación, pues la
Reina Estelar
debería estar ahora a alcance óp­tico. Hubo una larga pausa mientras ajustaba los tornillos del vernier. Luego dio un suspiro de satis­facción.

—Allí está, a unos novecientos kilómetros de distancia. Di a la tripulación que estén preparados y envía un mensaje para animarle. Dile que lle­garemos dentro de treinta minutos, incluso aun­que no sea del todo cierto.

* * *

Las cuerdas de nylon de mil metros de longi­tud cedieron lentamente bajo la tensión, mientras absorbían el impulso relativo de ambas naves, y se distendieron nuevamente cuando la
Reina Es­telar
y el
Hércules
rebotaron acercándose el uno al otro. Los cabrestantes eléctricos comenzaron a girar, y a semejanza de una araña que se arras­tra a lo largo de su hilo, el
Hércules
llegó al lado del carguero.

Hombres en trajes espaciales sudaban manipu­lando unidades de reacción —trabajo delicado ese— hasta que las esclusas encajaron y pudieron ser unidas. Las puertas externas se co­rrieron y el aire de las esclusas se mezcló, el fres­co con el viciado. Mientras el segundo del Hércu­les esperaba —tubo de oxígeno en mano—, se preguntaba en qué estado encontraría al super­viviente. Por fin, la puerta interna del
Reina Es­telar
se abrió.

Durante un instante los dos hombres se con­templaron a través del corto pasillo que ahora co­nectaba ambas esclusas. El segundo se sorprendió y quedó algo decepcionado al descubrir que no sentía ninguna sensación especial de drama.

Tanto había tenido que suceder para hacer po­sible aquel instante, que al ocurrir en realidad no impresionaba, incluso en el mismo momen­to en que se deslizaba en el pasado. Hubiese deseado —pues era un romántico incurable— haber podido pensar en algo memorable que decir, alguna frase que tal como «¿Doctor Livingston, me figuro?» pasase a la historia.

Pero lo que de hecho dijo fue:

—Bien, McNeil, me alegro de verte.

A pesar que estaba mucho más delgado, y algo demacrado, McNeil había soportado bien la prueba. Respiró agradecido el chorro de oxíge­no y rechazó la idea que le pudiera gustar echarse y dormir. Como explicó, durante la úl­tima semana casi no había hecho más que dormir para conservar el aire. El segundo se sintió alivia­do, pues había tenido miedo de tener que esperar para escuchar la historia.

Se estaba transbordando el cargamento, y los otros dos remolcadores estaban subiendo desde el cegador creciente de Venus, mientras McNeil vol­vía sobre los hechos de las últimas semanas, y el segundo tomaba subrepticiamente notas.

Habló tranquila e impersonalmente, como si es­tuviese relatando una aventura que hubiese ocu­rrido a otra persona, o, a decir verdad, que nunca hubiese ocurrido. Lo cual era, hasta cierto punto, cierto, si bien no sería justo sugerir que McNeil estaba diciendo mentira alguna.

No inventó nada, pero omitió mucho. Había tenido tres semanas para preparar su historia, y no creía que tuviese ningún punto débil.

* * *

Grant había ya llegado a la puerta cuando Mc­Neil le llamó suavemente:

—¿Qué prisa tienes? ¿Creía que teníamos algo que discutir?

Grant se asió a la puerta para detener su recti­línea huida. Se volvió lentamente y contempló al ingeniero con incredulidad. McNeil debería estar ya muerto y en cambio ahí estaba, cómodamente sentado, contemplándole con una expresión peculiar.

—Siéntate —dijo secamente.

En aquel momento pareció repentinamente que toda la autoridad había pasado a él. Grant así lo hizo, por completo falto ya de voluntad. Algo ha­bía salido mal, pero no podía comprender qué.

El silencio en el cuarto de mandos pareció durar una eternidad. Y luego. McNeil dijo triste­mente.

—Había esperado algo mejor de ti, Grant.

Por fin Grant recuperó su voz, si bien apenas podía reconocerla.

—¿Qué quieres decir? —murmuró.

—¿Qué te figuras que quiero decir? —replicó McNeil, con lo que pareció solamente una ligera irritación—. Este pequeño intento tuyo de enve­nenarme, naturalmente.

El mundo tambaleante de Grant se desplomó por fin, pero ya nada le importaba mucho. McNeil comenzó a examinar con cierta atención las cui­dadas uñas de sus dedos.

—Solamente por curiosidad —dijo con el mis­mo tono con que podría haber preguntado la hora que era—, ¿cuándo decidiste matarme?

La sensación de irrealidad era tan avasalladora que Grant sintió que estaba desempeñando un papel que nada tenía que ver con la vida real.

—Solamente esta mañana —dijo—, y lo creía.

—Hummm —observó McNeil, evidentemente sin mucha convicción. Se levantó y se dirigió ha­cia el botiquín. Los ojos de Grant le siguieron mientras rebuscaba por el compartimiento y vol­vía con la pequeña botella de veneno. Parecía to­davía estar llena; Grant había tenido buen cui­dado que así fuese.

—Supongo que debería enfurecerme —conti­nuó McNeil en tono de conversación, sujetando la botella entre el pulgar y el índice—. Pero, por lo que sea, no lo hago. Quizá es porque nunca me hice muchas ilusiones acerca de la naturaleza hu­mana. Y, desde luego, lo preveía desde hace tiempo.

Solamente la última frase alcanzó la conciencia de Grant.

—¿Que lo preveías?

—Pues, claro, ¡Dios mío! Eres demasiado trans­parente para ser un buen criminal. Y ahora que tu pequeña combinación ha fallado, nos deja a los dos en una situación embarazosa, ¿no es verdad?

Parecía no haber respuesta a una manifesta­ción moderada con tal maestría.

—Lo lógico sería —continuó el ingeniero pen­sativamente— que yo ahora me enfureciese, lla­mase a la Central de Venus, y te denunciase a las autoridades. Pero sería algo sin ningún sentido, y además yo no he servido nunca para enfurecerme. Naturalmente, tú dirás que es porque soy demasiado perezoso, pero no creo que sea por eso.

Y sonrió torcidamente a Grant.

—¡Oh, sé muy bien lo que piensas de mí! Me tienes perfectamente clasificado en esa ordenada mente, tuya, ¿verdad? Soy blando y demasiado có­modo, no tengo moral, ni tampoco ningún sentido moral, y nadie me importaba un comino, sino yo mismo. Pues bien, no lo niego. Quizá sea cierto en un noventa por ciento. ¡Pero el otro diez por ciento es muy importante, Grant!

Grant no se sentía en estado de meterse, en aná­lisis psicológicos, y el momento tampoco parecía propicio para ello. Además, seguía obsesionado por el problema de su fracaso, y por el misterio de la continuación de la existencia de McNeil que —lo sabía perfectamente— no parecía tener prisa por satisfacer su curiosidad.

—Bien, ¿y qué piensas hacer ahora? —pre­guntó Grant, ansioso por terminar el asunto.

—Quisiera —dijo McNeil con calma— continuar nuestra conversación en el punto en que fue interrumpida por el café.

—No quieres decir…

—Pues, sí. Como si nada hubiese ocurrido.

—Eso no tiene sentido alguno. ¡Algo estás tramando! —gritó Grant.

McNeil suspiró. Dejó la botella de veneno y miró fijamente a Grant.

—Precisamente tú no estás en situación de acusarme de tramar nada. Repitiendo mis observacio­nes anteriores, diré que lo que propongo es que decidamos quién de nosotros dos tiene que tomar veneno; solamente, no queremos más decisiones unilaterales. Y también —y volvió a recoger la bo­tella— esta vez irá de veras. Lo que hay aquí dentro no hace sino dejar un mal gusto en la boca.

Comenzaba a hacerse la luz en la mente de Grant.

—¡Tú has cambiado el veneno!

—Naturalmente. Puedes figurarte que eres un buen actor Grant; pero, francamente, desde el patio de butacas la representación me pareció pé­sima. Sabía que estabas tramando algo, probable­mente antes que tú mismo lo supieses. Duran­te estos días he estado saneando muy a fondo la nave. Pensar en todas las maneras en que podías liquidarme era bastante divertido y ayudaba a pa­sar el rato. El veneno era tan obvio que fue lo que primeramente arreglé. Pero casi me excedí en las señales de peligro, y casi me traicioné al tomar el primer sorbo. La sal no va nada bien con el café.

Y nuevamente se sonrió de aquella manera ex­traña.

—Y también es cierto que había esperado algo más sutil. Hasta ahora he encontrado quince ma­neras infalibles de asesinar a alguien a bordo de una nave espacial. Pero no tengo la intención de describirlas ahora.

Eso era verdaderamente fantástico, pensó Grant. Le trataban, no como a un criminal, sino como a un escolar, más bien estúpido, que no había hecho correctamente los deberes caseros.

—Y, sin embargo, ¿estás todavía dispuesto —dijo Grant, incrédulamente— a comenzar de nuevo y a tomar el veneno si pierdes?

McNeil permaneció silencioso largo tiempo. Y luego comenzó lentamente:

—Ya veo que todavía no me crees. No encaja bien en tu bonita y ordenada idea, ¿verdad? Pero quizá pueda hacértelo comprender. En realidad, es muy sencillo.

»He disfrutado de la vida, Grant, sin muchos escrúpulos ni remordimientos; pero la mejor par­te ha pasado ya, y no me agarro a lo que queda tan desesperadamente como puedas suponer. Pero mientras estoy todavía vivo, soy bastante exigente sobre ciertas cosas. Puede sorprenderte que tenga algunos ideales. Pero los tengo, Grant. Siempre he tratado de obrar como un ser racional y civili­zado. No siempre lo he conseguido, pero cuando he fracasado he tratado de redimirme.

Hizo una pausa, y cuando volvió a hablar pa­recía como si fuese él, y no Grant, quien estuviese a la defensiva.

—Precisamente nunca me has gustado, Grant; pero con frecuencia te he admirado, y es por esto que lamento que hayamos llegado a lo que hemos llegado. Te admiré más que nunca el día que fue perforada la nave.

Por vez primera, McNeil parecía tener cierta dificultad en escoger sus palabras. Y cuando habló nuevamente evitó encontrarse con los ojos de Grant.

—No me porté demasiado bien entonces. Me ocurrió algo que había creído imposible. Siempre había estado seguro que nunca perdería mis nervios; pero bueno, fue tan repentino que me desmoroné.

Intentó ocultar su turbación con un rasgo de humor.

—Me ocurrió una cosa semejante en mi primer viaje. Estaba seguro que nunca me marea­ría en el espacio, y el resultado fue que estuve mucho peor que si no hubiese tenido tal exceso de confianza. Pero lo superé entonces, y también esta vez. Y fue una de las mayores sorpresas de mi vida, Grant, cuando vi que tú, precisamente tú, empezabas a resquebrajarte.

»¡Oh sí! ¡La historia de los vinos! Ya me doy cuenta que estás pensando en aquello. Pues bien, eso es algo que no lamento. Ya te dije que siempre había tratado de obrar como un hombre civilizado, y un hombre civilizado debe siempre saber cuándo ha llegado la hora de emborracharse. Pero, quizá, no podrías comprenderlo.

Aunque parezca extraño, eso era precisamente lo que Grant estaba empezando a hacer. Había captado la primera visión real de la complicada y tortuosa personalidad de McNeil, y se daba cuenta de lo completamente que se había equivo­cado al juzgarlo. No; no era que su juicio hubiese sido precisamente erróneo. En muchos aspectos había sido correcto. Pero solamente había tocado la superficie, no había nunca sospechado las pro­fundidades que se ocultaban bajo aquélla.

En un momento de clarividencia que nunca había tenido antes, y que, dada la naturaleza de las cosas, no tendría ya nunca más. Grant compren­dió las razones de la acción de McNeil. Eso no era algo tan sencillo como un cobarde que trata de rei­vindicarse a los ojos del mundo, pues nadie nece­sitaba nunca saber lo que había ocurrido a bordo de la
Reina Estelar
.

En todo caso, la opinión del mundo probable­mente no le importaba nada a McNeil, gracias a aquella suave satisfacción de sí mismo que tan a menudo había irritado a Grant. Pero aquella misma satisfacción de sí mismo significaba que a toda costa debía, conservar su buena opinión pro­pia. Sin ella la vida no valdría la pena de ser vi­vida, y McNeil no había aceptado nunca la vida si no era en sus propias condiciones.

El ingeniero le observaba atentamente, y debió haber adivinado que Grant se estaba acercando a la verdad, pues repentinamente cambió de tono como si lamentase haber revelado tanto de su ca­rácter.

—No creas que siento un placer quijotesco en ofrecer la otra mejilla —dijo—. Considéralo sen­cillamente desde el punto de vista de la lógica pura. Al fin y al cabo, no tenemos más remedio que llegar a un acuerdo.

»¿No se te ha ocurrido que si solamente sobre­vive uno de nosotros, sin un mensaje del otro que le ponga a cubierto, lo pasará muy desagradable­mente, teniendo que explicar exactamente lo que ocurrió?

En su ciega furia, Grant se había olvidado completamente de eso. Pero no creía que fuese tan importante para McNeil.

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