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Authors: Ian McEwan

Expiación (30 page)

BOOK: Expiación
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Luego, en el momento preciso en que volvió a fluir el cauce del sonido, consiguió gritar: «¡Corra!» Echó a correr derecho hacia el refugio más próximo. Era el consejo más vago y menos castrense imaginable, pero presintió que los cabos le seguían muy de cerca. También como en sueños, notaba que no podía mover las piernas lo bastante aprisa. No era dolor lo que sentía debajo de las costillas, sino algo que le raspaba contra el hueso. Dejó caer el abrigo. Cincuenta metros más allá había un camión de tres toneladas volcado de costado. Aquella carrocería negra y grasienta, aquel diferencial bulboso, era su único hogar. No tardó mucho en llegar hasta él. Un caza causaba estragos a lo largo de la columna. La amplia andanada de fuego avanzaba por la carretera a una velocidad de trescientos kilómetros por hora, y el traqueteo estruendoso, como una tormenta de granizo, de proyectiles de cañón se estrellaba contra metal y vidrio. Nadie en el interior de los vehículos casi estacionarios había empezado a reaccionar. Los conductores no hacían más que presenciar el espectáculo a través de los parabrisas. Permanecían en el mismo sitio en que estaban unos segundos antes. Los hombres que había en la trasera de los camiones no se enteraron de nada. Un sargento plantado en el centro de la carretera levantó su fusil. Una mujer gritó, y entonces el fuego les llovió encima, en el momento justo en que Turner se lanzó hacia la sombra del camión volcado. El armazón de acero retembló cuando las balas lo alcanzaron con la frenética velocidad de un redoble de tambor. Luego resonaron los cañonazos, batiendo toda la columna, seguidos por el fragor del caza y el parpadeo de su sombra. Se acurrucó contra la oscuridad de la carrocería, al lado de la rueda delantera. Nunca le olió tan bien el aceite de un cárter. A la espera de un segundo avión, se ovilló en una postura fetal, con los brazos alrededor de la cabeza y los ojos cerrados muy fuerte, y pensó únicamente en sobrevivir.

Pero no hubo más aviones. Tan sólo el rumor de los insectos ocupados en sus actividades de fines de la primavera, y los trinos de los pájaros que resurgieron tras una pausa conveniente. Y entonces, como obedeciendo a esta señal de los pájaros, los heridos comenzaron a gemir y los niños aterrados rompieron a llorar. Alguien, como de costumbre, maldecía a la RAE Turner se levantó y se estaba limpiando el polvo cuando Nettle y Mace aparecieron y los tres volvieron juntos al lugar donde estaba el comandante sentado en el suelo. Le había desaparecido todo el color de la cara, y se tapaba la mano derecha.

—La bala me la ha traspasado —dijo, cuando llegaron—. Vaya suerte, la verdad.

Le ayudaron a ponerse de pie y se ofrecieron a llevarle a una ambulancia donde un oficial médico y dos camilleros ya estaban examinando a los heridos. Pero él se negó con la cabeza y se quedó allí desatendido. En la conmoción era locuaz y hablaba en voz más baja.

—ME 109. Debe de haber sido esa ametralladora. El cañón me hubiera arrancado de cuajo la maldita mano. Veinte milímetros, digo. Debe de haberse separado del grupo. Nos ha visto cuando volvía a la base y no se ha podido resistir. No se lo reprocho, la verdad. Pero eso quiere decir que pronto vendrán más.

La media docena de hombres que había reunido antes se habían incorporado en la cuneta con sus fusiles y emprendían la marcha. Al verles, el comandante se recobró.

—Muy bien, chicos. A formar.

No parecían en absoluto capaces de oponerse, y formaron en fila. Ahora, con una voz un poco temblorosa, el oficial se dirigió a Turner:

—Y vosotros tres. A paso ligero.

—Verá, amigo mío, si le digo la verdad, creo que será mejor que no.

—Ah, ya veo. —Miró bizqueando al hombro de Turner y le pareció ver en él los galones de oficial superior. Hizo un saludo cordial con la mano izquierda—. En ese caso, señor, si no le importa, nos vamos. Le deseo suerte.

—Buena suerte, comandante.

Observaron cómo se alejaba con el destacamento reacio hacia el bosque donde aguardaban las ametralladoras.

La columna no se movió durante media hora. Turner se puso a la disposición del oficial médico y ayudó a los camilleros a trasladar a los heridos. Después les encontró sitio en los camiones. No había rastro de los cabos. Fue en busca de pertrechos a la trasera de una ambulancia. Al ver al oficial en acción, suturando una herida en la cabeza, Turner sintió renacer sus antiguas ambiciones. La cantidad de sangre oscurecía los detalles de manual que recordaba. En el tramo de carretera donde estaban había cinco heridos y, sorprendentemente, ningún muerto, aunque el sargento con el fusil en ristre había sido alcanzado en la cara y no creían que sobreviviera. Tres camiones tenían la cabina tiroteada y fueron apartados de la calzada. Se les extrajo la gasolina con un sifón y, como medida de precaución, les agujerearon a balazos los neumáticos.

Una vez hecho esto en aquella sección, la cabeza de la columna seguía sin moverse. Turner recuperó su abrigo y continuó andando. Tenía tanta sed que no podía esperar. Una anciana belga, herida en una rodilla, se había bebido el agua que le quedaba. La lengua le resecaba la boca, y en lo único que podía pensar era en encontrar algo de beber. En eso y en vigilar el cielo. Sobrepasó secciones como la suya, donde estaban inutilizando los vehículos y trasladando a los heridos a los camiones. Llevaba caminando diez minutos cuando vio la cabeza de Mace sobre la hierba, junto a un montículo de tierra. Estaba a unos veinticinco metros de distancia, en la profunda sombra verde de una alameda. Se encaminó hacia ella, aunque sospechaba que sería más conveniente para su estado de ánimo proseguir el camino. Encontró a Mace y a Nettle hundidos hasta los hombros en un hoyo. Estaban a punto de concluir la tarea de cavar una tumba. Tendido de bruces, más allá del montículo de tierra, yacía un chico de unos quince años. Desde el cuello hasta la cintura se esparcía una mancha púrpura por la espalda de su camisa blanca.

Mace se apoyó en su pala e hizo una imitación pasable.

—«Creo que será mejor que no.» Muy bueno, jefe. La próxima vez lo recordaré.

—Lo de divagación ha estado bien. ¿De dónde lo has sacado?

—Se tragó un puto diccionario —dijo con orgullo el cabo Nettle.

—Me gustaba hacer crucigramas.

—¿Y lo de «arrollados horrible y onerosamente»?

—Eso es de un concierto que dieron en el comedor de sargentos las pasadas Navidades.

Sin salir de la fosa, él y Nettle cantaron para Turner una canción desafinada.

Al parecer fue ominoso, visto en conjunto,

ser arrollados horrible y onerosamente.

Detrás de ellos, la columna comenzaba a moverse.

—Mejor que lo sepultemos —dijo el cabo Mace.

Los tres hombres levantaron el cuerpo del chico y k tumbaron de espaldas. Insertada en el bolsillo de su camisa había una hilera de plumas estilográficas. Los cabos no se demoraron en ceremonias. Empezaron a echar paladas de tierra y el chico desapareció enseguida. Nettle dijo:

—Un chaval guapo.

Los cabos habían hecho una cruz atando con un bramante dos palos de una tienda de campaña. Nettle la clavó a golpes con el reverso de su pala. En cuanto volvieron a la carretera. Mace dijo:

—Estaba con sus abuelos. No querían que lo dejásemos en la cuneta. Pensé que se acercarían a retirarlo de allí, pero están deshechos. Más vale que les digamos dónde está.

Pero no había rastro de los abuelos del chico. Mientras caminaban, Turner sacó el mapa y dijo:

—No dejéis de vigilar el cielo.

El comandante tenía razón: después del paso fortuito del Messerschmitt, regresarían. Ya deberían estar allí. El canal Bergues-Funes estaba señalado en el mapa con un grueso trazo azul. La impaciencia de Turner por llegar allí se había hecho inseparable de su sed. Hundiría la cara en aquella tinta azul y bebería un gran trago. Esta idea le trajo a la memoria las fiebres de la infancia, su lógica feroz y aterradora, la búsqueda del lado fresco de la almohada y la mano de su madre sobre su frente. Querida Grace. Al tocarse ahora la frente notó la piel seca y fina como papel. Presintió que crecía la inflamación en torno a su herida, y que la piel se le ponía más tirante, más dura, y que algo que no era sangre le mojaba la camisa. Hubiera querido examinarse a solas, pero allí era prácticamente imposible. El convoy avanzaba con su paso inexorable de antes. La carretera llevaba derecho a la costa; ya no habría más atajos. Conforme se acercaban, la nube negra, que seguramente procedía de una refinería incendiada en Dunkerque, comenzaba a presidir el cielo septentrional. No se podía hacer nada más que caminar hacia ella. Así que una vez más se resignó a avanzar penosamente, cabizbajo y en silencio.

La carretera había ya perdido la protección de los plátanos. Vulnerable a los ataques y sin sombra, serpeaba por el campo ondulante, trazando eses largas y someras. Había desperdiciado preciosas reservas en conversaciones y encuentros superfluos. La fatiga le había inspirado una euforia superficial y comunicativa. Ahora redujo el paso al ritmo de sus botas: atravesar la tierra hasta llegar al mar. Todo lo que le impulsaba a seguir adelante tenía que superar, aunque sólo fuese por una pizca, cualquier cosa que entorpeciese su propósito. En un platillo de la balanza estaba la herida, la sed, la ampolla, el cansancio, el calor, el dolor en los pies y en las piernas, los Stukas, la distancia, el Canal; en el otro,
Te esperaré
, y el recuerdo de cuando ella se lo había dicho, que él había llegado a considerar como un lugar sagrado. Además, el miedo a la captura. Sus recuerdos más sensuales —los pocos minutos en la biblioteca, el beso en Whitehall— se habían descolorido a fuerza de rememorarlos. Se sabía de memoria algunos pasajes de sus cartas, había revivido la pelea por el jarrón junto a la fuente, rememoraba el calor del brazo de ella en la cena en que los gemelos se fugaron. Estos recuerdos le sostenían, pero no era tan fácil. Demasiado a menudo le recordaban dónde estaba la última vez que los había evocado. Se hallaban en el extremo más distante de una gran división en el tiempo, tan importante como la de antes y después de Cristo. Antes de la cárcel, antes de la guerra, antes de que ver un cadáver se hubiese convertido en algo trivial.

Pero esas herejías perecieron cuando leyó la última carta de ella. Se tocó el bolsillo del pecho. Era una especie de genuflexión. Había algo nuevo en la balanza. Que pudiese ser absuelto poseía toda la simplicidad del amor. Paladear la mera posibilidad le recordaba cuántas se habían angostado y muerto. Su gusto por la vida, nada menos, todas las antiguas ambiciones y placeres. La perspectiva era de renacimiento, de un regreso triunfal. Podía volver a ser el hombre que un día, al atardecer, vestido con su mejor traje, había cruzado un parque de Surrey, altivo a causa de una vida prometedora, que había entrado en la casa y, con la claridad de la pasión, le había hecho el amor a Cecilia; no, conservemos el verbo de los cabos, se la había follado mientras los demás sorbían cócteles en la terraza. Podría reanudarse la historia que había estado planeando durante aquel paseo vespertino. Él y Cecilia ya no estarían aislados. Su amor dispondría de espacio y de una sociedad donde crecer. No iría humildemente a pedir disculpas de los amigos que le habían rechazado. Tampoco se cruzaría de brazos, orgulloso y feroz, para repudiarles a su vez. Sabía exactamente cómo se comportaría. Se limitaría a proseguir lo aplazado. Rehabilitado su expediente judicial, podría solicitar su ingreso en la facultad de medicina cuando acabase la guerra, o incluso pedir ahora un puesto en el cuerpo médico. Si Cecilia hacía las paces con su familia, él guardaría las distancias sin parecer resentido. Nunca podría intimar con Emily ni con Jack. Ella había alentado su proceso con una ferocidad extraña, mientras que Jack se desentendió, se refugió en su Ministerio cuando le necesitaban.

Nada de aquello importaba. Desde allí parecía sencillo. Adelantaban a más cadáveres en la carretera, en los arcenes y sobre la calzada, docenas de muertos, soldados y civiles. La pestilencia era cruel y se le infiltraba en los pliegues de la ropa. El convoy había entrado en un pueblo bombardeado, o quizás en las afueras de un ciudad pequeña: era difícil saberlo, pues el lugar estaba reducido a escombros. ¿A quién le importaba? ¿Quién se molestaría en describir algún día aquella confusión, y en averiguar los nombres del pueblo y las fechas para los libros de historia? ¿Y en adoptar el criterio razonable y empezar a repartir culpas? Nadie llegaría a saber nunca lo que era estar allí. Sin los detalles no podría haber un cuadro más amplio. Los comercios, el armamento y los vehículos abandonados formaban una avenida de desechos que se desparramaban sobre el camino. Debido a esto y a los cadáveres se veían obligados a caminar por el centro de la carretera. Daba igual porque el convoy ya no se movía. Los soldados se apeaban de los transportes de tropas y continuaban a pie, tropezando con ladrillos y tejas de los tejados. A los heridos les dejaban aguardando en los camiones. Había una presión mayor de cuerpos en un espacio estrecho, así como una mayor irritación. Turner, con la cabeza gacha, seguía al hombre que le precedía, protectoramente ensimismado en sus pensamientos.

Sería rehabilitado. Tal como lo veía desde allí, donde apenas se tomaba la molestia de levantar los pies para pasar por encima de un brazo de mujer, no creía que tuviese que dispensar excusas ni homenajes. Estar rehabilitado sería un estado puro. Soñaba con él como un amante, con un simple anhelo. Soñaba con él del mismo modo que otros soldados soñaban con sus hogares o sus huertos o sus antiguos empleos de civiles. Si la inocencia parecía elemental aquí, no había razón para que no lo fuese al regresar a Inglaterra. Que su nombre fuese exonerado y que entonces todo el mundo rectificara su opinión. Él había puesto tiempo, ahora a ellos les correspondía actuar. Su tarea era sencilla. Encontrar a Cecilia, casarse con ella y vivir sin vergüenza.

Pero en todo esto había una parte que no conseguía esclarecer, una forma indistinta que el entorno caótico a veinte kilómetros de Dunkerque no reducía a un simple contorno. Briony. Aquí topaba con el borde exterior de lo que Cecilia llamaba su espíritu generoso. Y su racionalidad. Si Cecilia se reconciliaba con su familia, si las hermanas recobraban la antigua cercanía, no sería posible evitar a Briony. Pero ¿podría aceptarla? ¿Estar en la misma habitación que ella? Ahora le estaba ofreciendo una posibilidad de absolución. Pero no para él. Él no había hecho nada malo. La posibilidad era para ella, para su conciencia, que ya no soportaba su delito. ¿Acaso debía él agradecérselo? Y sí, por supuesto, era una niña en mil novecientos treinta y cinco. Se lo había dicho a sí mismo, él y Cecilia se lo habían repetido una y otra vez. Sí, no era más que una niña. Pero no todos los niños mandan a un hombre a la cárcel diciendo una mentira. No todos los niños son tan premeditados y malévolos, tan coherentes a lo largo del tiempo, sin titubeos, sin dudar nunca. Una niña, pero eso no le había impedido a él soñar despierto con humillarla, soñar muchas maneras de tomarse el desquite. Una vez, en Francia, en la semana más cruda del invierno, borracho como una cuba de tanto coñac, incluso la había evocado ensartada en la punta de su bayoneta. Briony y Danny Hardman. No era razonable ni justo odiar a Briony, pero ayudaba.

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