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Authors: Ian McEwan

Expiación (32 page)

BOOK: Expiación
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Cogió al niño de sus brazos. «Vamos», gritó.

Un Stuka transportaba una sola bomba de unos quinientos kilos. El propósito de quienes estaban en tierra era alejarse de edificios, vehículos y otras personas. El piloto no iba a malgastar su precioso cargamento con una figura señera en un campo. Cuando volviese para ametrallar sería distinto. Turner les había visto perseguir por simple diversión a un hombre que corría. Con una mano libre tiraba del brazo de la mujer. El niño se estaba mojando los pantalones y gritaba al oído de Turner. La madre parecía incapaz de correr. Extendía la mano y gritaba. Quería que le devolviese a su hijo. El niño se retorcía en dirección a ella, por encima del hombro de Turner. En ese momento se oyó el bramido de la bomba que caía. Decían que si oías que el sonido cesaba antes de la explosión, era el final de tus días. Al arrojarse a la hierba, Turner arrastró consigo a la mujer y le empujó la cabeza. Estaba tendido a medias sobre el niño cuando la tierra se estremeció sacudida por un fragor increíble. La onda expansiva les levantó del suelo. Se cubrieron la cara contra las salpicaduras de la tierra. Oyeron que el Stuka se elevaba al mismo tiempo que oían el gemido de alma en pena del próximo ataque. La bomba había caído en la carretera, a menos de ochenta metros de donde estaban. Tenía al chico debajo del brazo y trataba de ayudar a la mujer a incorporarse.

—Tenemos que seguir corriendo. Estamos demasiado cerca de la carretera.

La mujer respondió algo, pero él no la entendió. Avanzaban de nuevo a trompicones por el campo. Notó el dolor en el costado, como un fogonazo de color. Llevaba al chico en brazos, y la mujer parecía retrasarse de nuevo y trataba de recuperar a su hijo. Había ahora centenares de personas en el campo, y todas se dirigían al bosque que había al fondo. Al oír el estridente aullido de la bomba, todo el mundo se acurrucó contra el suelo. Pero la mujer carecía del instinto del peligro y tuvo que volver a derribarla. Esta vez apretaban la cara contra tierra recién removida. Cuando el bramido se hizo más ruidoso, la mujer gritó lo que parecía ser una oración. El comprendió que ella no hablaba francés. La explosión se produjo al otro lado de la carretera, a más de ciento cincuenta metros de distancia. Pero ahora el primer Stuka estaba girando encima del pueblo y descendía para atacar. El choque había dejado mudo al niño. Su madre no conseguía levantarse del suelo. Turner señaló al Stuka que se acercaba volando sobre los tejados. Estaban justo en su trayectoria, y no había tiempo para discusiones. Ella se negaba a moverse. El se lanzó dentro del surco. El tableteo vibrátil del fuego de ametralladora y el rugido del motor les pasaron velozmente por encima. Un soldado herido gemía. Turner estaba de pie. Pero la mujer no le quiso coger la mano. Se sentó en el suelo y estrechó fuertemente al niño. Le hablaba en flamenco, le tranquilizaba, le decía sin duda que todo saldría bien. Mamá se ocupará de esto. Turner no sabía una palabra de aquella lengua. Habría dado lo mismo. Ella no le prestaba atención. El chico miraba a Turner sin expresión por encima del hombro de su madre.

Turner dio un paso atrás. Luego echó a correr. El ataque se avecinaba mientras corría resbalando entre los surcos. La tierra densa se le pegaba a las botas. Sólo en las pesadillas eran los pies tan pesados. Una bomba cayó en la carretera, un poco más allá del centro del pueblo, donde estaban los camiones. Pero un bramido ocultaba otro, y alcanzó el campo antes de que él pudiera tirarse el suelo. La detonación le impulsó varios palmos hacia delante y le derribó de bruces en la tierra. Cuando se repuso, tenía la boca, la nariz y los oídos llenos de tierra. Trató de aclararse la garganta, pero no tenía saliva. Utilizó un dedo, pero fue aún peor. Se estaba atragantando con la tierra y después se atragantó con el dedo sucio. Se sonó la nariz para expulsar la tierra. El moco era de barro y le tapó la boca. Pero el bosque estaba cerca, y dentro habría arroyos, cascadas y lagos. Se imaginó un paraíso. Cuando volvió a sonar el aullido creciente de un Stuka en descenso, se esforzó en situar el sonido. ¿Era la sirena? También sus pensamientos estaban atascados. No podía escupir ni tragar, respiraba con dificultad y no podía pensar. Luego, al ver al campesino que aguardaba pacientemente con su perro al pie del árbol, recobró los sentidos, lo recordó todo y se giró para mirar. Donde habían estado la mujer y el niño había un cráter. Incluso al verlo, pensó que lo había sabido en todo momento. Por eso tuvo que abandonarles. Su misión era sobrevivir, aunque había olvidado por qué. Siguió caminando hacia el bosque.

Se internó unos pasos a cobijo del árbol y se sentó en el nuevo sotobosque, con la espalda recostada en un abedul joven. Pensaba únicamente en agua. Había más de doscientas personas guarecidas en el bosque, entre ellas algunas heridas que se habían arrastrado hasta allí. No muy lejos, un hombre, un civil, lloraba y chillaba de dolor. Turner se levantó y se adentró un poco más. Todo aquel nuevo verdor le hablaba sólo de agua. El ataque proseguía sobre la carretera y encima del pueblo. Apartó hojas viejas y utilizó el casco para excavar. El suelo estaba húmedo pero no rezumó agua en el hoyo que había cavado, a pesar de que tenía más de medio metro de profundidad. Así que se sentó y pensó en agua y trató de limpiarse la lengua contra la manga. Cuando un Stuka descendía, era imposible no tensarse y encogerse, aunque cada vez pensaba que no tenía fuerzas para hacerlo. Hacia el final, los aviones sobrevolaron el bosque para ametrallarlo, pero sin resultado. Hojas y pequeñas ramas caían de las frondas. Después los aviones se fueron, y en el intenso silencio que se cernió sobre los campos y los árboles y el pueblo ni siquiera se oían trinos de pájaros. Al cabo de un rato, en dirección de la carretera, oyeron ráfagas de silbatos que anunciaban el fin del bombardeo. Pero nadie se movió. Se acordaba de que la última vez había ocurrido lo mismo. Estaban demasiado aturdidos, estaban en estado de shock a causa de repetidos episodios de terror. Cada incursión aérea les ponía a todos, acorralados y encogidos, frente a su propia ejecución. Aunque no se produjese, había que vivir la prueba entera, y el miedo no decrecía. Para los vivos, el final de un ataque de Stukas era una parálisis de shock, de shocks repetidos. Ya podían los sargentos y los suboficiales andar entre los hombres gritando y dándoles patadas para que se levantasen. Pero estaban agotados y, durante un buen rato, eran soldados inútiles.

Conque se quedó sentado y aturdido como todos los demás, igual que había hecho la primera vez, a las afueras del pueblo cuyo nombre no lograba recordar. Aquellos pueblos franceses con nombres belgas. Cuando se quedó separado de su unidad y, lo que es peor para un soldado de infantería, perdió el fusil. ¿Cuántos días hacía? No había forma de saberlo. Examinó su revólver, que estaba obstruido de tierra. Sacó las municiones y tiró el arma a los arbustos. Al cabo de un rato oyó un sonido a su espalda y una mano se posó en su hombro.

—Toma. Un regalo de los Green Howards.

El cabo Mace le estaba entregando la cantimplora de algún soldado muerto. Como estaba casi llena, con el primer sorbo se enjuagó la boca, pero hacer esto era un desperdicio. Bebió el resto con tierra.

—Mace, eres un ángel.

El cabo extendió una mano para ayudarle a levantarse.

—Tenemos que irnos. Corre el rumor de que los putos belgas se han desmoronado. Podrían cortarnos la retirada por el este. Todavía faltan varios kilómetros.

Nettle se les unió cuando regresaban por el campo. Tenía una botella de vino y una chocolatina Amo que hicieron pasar de mano en mano.

—Qué buen aroma —dijo Turner, después de haber bebido un largo trago.

—Un gabacho muerto.

El campesino y su collie ya estaban de nuevo detrás del arado. Los tres soldados se acercaron al cráter, donde el olor a cordita era intenso. El agujero era un cono perfectamente simétrico y con los bordes tan tersos como si los hubieran cribado y rastrillado. No había rastros humanos, ni un jirón de ropa ni de cuero de zapato. La madre y su hijo se habían esfumado. Turner hizo una pausa para asimilar este hecho, pero los cabos, que tenían prisa, lo empujaron, y enseguida se unieron a la comitiva de rezagados en la carretera. Ahora estaba más despejada. No habría tráfico hasta que los zapadores entraran con sus bulldozers en el pueblo. Más adelante, la nube de petróleo ardiendo se cernía sobre el paisaje como un padre colérico. Volando muy alto, los bombarderos zumbaban arriba, formando una corriente regular en dos sentidos que iban hacia su objetivo y volvían del mismo. A Turner se le pasó por la cabeza que quizás se encaminaba hacia una matanza. Pero todo el mundo seguía aquel camino, y no se le ocurrió otra alternativa. La ruta les llevaba muy a la derecha de la nube, hacia el este de Dunkerque, hacia la frontera belga.

—Las dunas Bray —dijo, recordando el nombre que había visto en el mapa.

Nettle dijo:

—Me gusta cómo suena eso.

Adelantaron a hombres que apenas podían andar a causa de sus ampollas. Algunos iban descalzos. Unos camaradas empujaban a un soldado recostado en un coche de niño, con una herida sanguinolenta en el pecho. Un sargento conducía un carro de tiro en cuya parte trasera viajaba tapado un oficial, inconsciente o muerto, con los pies y las muñecas atados con cuerdas. Algunas tropas viajaban en bicicletas, la mayoría caminaba en grupos de dos o tres. Un correo de la infantería ligera de las Highland pasó montado en una Harley-Davidson. Le colgaban, inservibles, las piernas ensangrentadas, y el pasajero que llevaba atrás, con los brazos envueltos en vendajes, accionaba los pedales. A lo largo de todo el camino había abrigos tirados, que los hombres habían abandonado a causa del excesivo calor. Turner había convencido a los cabos de que no se los quitasen.

Llevaban una hora caminando cuando oyeron a su espalda un rítmico ruido sordo, como el tictac de un reloj gigantesco. Se volvieron a mirar. A primera vista era como si una enorme puerta horizontal volase hacia ellos por la carretera. Era una sección de los Welsh Guards, en perfecto orden y con el fusil al hombro, al mando de un alférez. Llegaban a marcha forzada, con la mirada fija hacia delante y alzando mucho los brazos. Los soldados dispersos se hicieron a un lado para dejarles pasar. Eran tiempos de cinismo, pero nadie se arriesgó a un abucheo. El alarde de disciplina y cohesión era bochornoso. Fue un alivio que los Guards se perdieran de vista y que los demás pudiesen reanudar su lento avance introspectivo.

Los paisajes eran conocidos, el inventario era el mismo, pero ahora había más de todo: vehículos, cráteres de bombas, detritos. Había más cadáveres. Caminó a campo traviesa hasta que… captó el sabor del mar, transportado por una brisa refrescante a través de terrenos llanos y pantanosos. El tránsito de gentes en una sola dirección y con un único propósito, el tráfico en el aire, engreído y constante, la nube desmesurada que les anunciaba su destino, sugerían a la mente cansada pero hiperactiva de Turner alguna delicia largo tiempo olvidada de la infancia, un carnaval o un acontecimiento deportivo hacia el que todos se dirigían. Había un recuerdo, que no lograba situar, de su padre llevándole a hombros por una cuesta hacia una gran atracción, hacia el origen de una excitación enorme. Ahora le gustaría disponer de aquellos hombros. Su padre desaparecido le había dejado pocos recuerdos. Un pañuelo de cuello lleno de nudos, un olor determinado, un contorno muy vago de su presencia meditabunda e irritable. ¿Eludió combatir en la Gran Guerra, o murió en algún lugar cerca de allí bajo otro nombre? Tal vez sobrevivió. Grace estaba segura de que era demasiado cobarde, demasiado furtivo para alistarse, pero tenía sus propios motivos para guardarle rencor. Casi todos los hombres de allí tenían un padre que recordaba el norte de Francia, o estaba enterrado en él. El quería un padre así, vivo o muerto. Mucho tiempo atrás, antes de la guerra, antes de Wandsworth, solía recrearse en la libertad de que gozaba para construir su propia vida, planear su propia vida sólo con la ayuda distante de Jack Tallis. Ahora comprendía cuan engañosa era aquella ilusión. Sin raíces, y por lo tanto fútil. Quería un padre y, por la misma razón, quería ser padre. Era bastante ordinario ver tanta muerte y querer un hijo. Habitual, y por lo tanto humano, y tanto más lo deseaba. Cuando los heridos gritaban, soñabas con compartir una casita en algún sitio, con una vida normal, una familia, lazos. A su alrededor, había hombres que caminaban en silencio, sumidos en sus pensamientos, reformando sus vidas, tomando decisiones. Si alguna vez salgo de ésta… Eran incontables, los niños soñados, mentalmente concebidos en la ruta hacia Dunkerque y más tarde convertidos en carne. Encontraría a Cecilia. Tenía su dirección en la carta que llevaba en el bolsillo, al lado del poema.
En los desiertos del corazón / deja que brote el manantial curativo
. Encontraría también a su padre. Se suponía que el Ejército de Salvación era muy bueno rastreando el paradero de personas desaparecidas. Un nombre perfecto, el de ese Ejército. El rastrearía el paradero de su padre, o la historia de su padre muerto. En ambos casos, llegaría a ser el hijo de su padre.

Caminaron toda la tarde hasta que al final, un kilómetro y medio más adelante, donde un humo gris y amarillo se alzaba de los campos circundantes, vieron el puente sobre el canal de Bergues-Furnes. Ahora, a lo largo del camino, no quedaban en pie granjas ni graneros. Al igual que el humo, una miasma de carne en putrefacción flotaba hacia ellos: más monturas de caballería muertas, centenares de ellas, apiladas en un campo. No lejos de ellos ardía una montaña de uniformes y mantas. Un fornido soldado de primera, provisto de una almádena, estaba destrozando máquinas de escribir y ciclostilos. Al lado de la carretera había dos ambulancias aparcadas con las portezuelas de atrás abiertas. Desde el interior llegaban los gemidos y gritos de hombres heridos. Uno de ellos gritaba, una y otra vez, más de rabia que de dolor: «¡Agua, quiero agua!» Como todos los demás, Turner siguió su camino.

Las multitudes volvían a agolparse. Delante del puente sobre el canal había un cruce, y desde la dirección de Dunkerque, por la carretera que corría paralela al canal, llegaba un convoy de camiones de tres toneladas que la policía militar trataba de dirigir hacia un campo al otro lado de donde estaban los caballos. Pero las tropas arracimadas en la carretera obligaron al convoy a detenerse. Los conductores tocaban las bocinas y gritaban insultos. La multitud se apretujó. Hombres cansados de esperar se bajaban de la trasera de los camiones. Hubo un grito de «¡A cubierto!» Y antes de que nadie pudiese siquiera girar la vista, la montaña de uniformes saltó por los aires. Empezaron a llover pedazos diminutos de sarga verde oscura. Más cerca, un destacamento de artilleros utilizaba martillos para destrozar las miras esféricas y las recámaras de sus fusiles. Turner advirtió que uno de ellos lloraba mientras destruía su obús. A la entrada del mismo campo, un capellán y su acólito estaban rociando de gasolina cajas llenas de devocionarios y biblias. Unos hombres cruzaban el campo hacia un vertedero, buscando cigarrillos y comida. Muchos más abandonaron la carretera y se sumaron a ellos cuando corrió la voz. Un grupo sentado junto a la puerta de una granja se probaba zapatos nuevos. Un soldado de mejillas hundidas pasó por delante de Turner con una caja de malvaviscos rosas y blancos. Cien metros más allá incendiaron un montículo de botas militares, máscaras de gas y capas, y un humo acre envolvió a la hilera de hombres que se apresuraban hacia el puente. Por fin los camiones se pusieron en marcha y viraron hacia el campo más grande, inmediatamente al sur del canal. Policías militares organizaban el aparcamiento y ordenaban las filas, como capataces en una feria de un condado. Los camiones se juntaban con semiorugas, motocicletas, cureñas de cañones Bren y cocinas portátiles. Los métodos de inutilizarlos eran, como siempre, sencillos: una bala en el radiador y el motor seguía girando hasta que se agarrotaba.

BOOK: Expiación
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