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Authors: Ian McEwan

Expiación (13 page)

BOOK: Expiación
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Había salido del robledal y llegado al punto en que el sendero enlazaba con el camino. La luz declinante agrandaba la extensión crepuscular del parque, y el tenue fulgor amarillo en las ventanas del confín más lejano del lago daba a la casa un aspecto casi bello y grandioso. Ella estaba allí, quizás en su dormitorio, preparándose para la cena; lejos del alcance de la vista, en el segundo piso, en la parte de atrás del edificio. Delante de la fuente. Ahuyentó estas imágenes vividas y diurnas de Cecilia, pues no quería llegar con un aire trastornado. Las suelas duras de sus zapatos resonaban fuertemente en el camino engravado, como un reloj de pared gigantesco, y esto le hizo pensar en el tiempo, en el gran tesoro que encerraba, el lujo de una fortuna aún no gastada. Nunca se había sentido tan lúcidamente joven, ni había experimentado semejante apetito, tanta impaciencia de que la historia empezara. Había hombres en Cambridge que tenían una mente ágil de profesores, que todavía jugaban decentemente al tenis, que todavía remaban, pero que tenían veinte años más que él. Veinte años como mínimo para desarrollar su propia historia a más o menos aquel mismo nivel de bienestar físico; casi tanto tiempo como el que hasta entonces había vivido. Veinte años le situaría en la fecha futurista de 1955. ¿Qué cosas importantes sabría para entonces que desconocía ahora? ¿Dispondría tal vez de otros treinta años más allá de ese plazo, años por vivir a un ritmo más reflexivo?

Se imaginó en 1962, con cincuenta años, cuando ya sería viejo, pero no tanto como para ser un inútil, y al médico curtido y sabio que sería para entonces, con su acopio a la espalda de historias secretas, de tragedias y de éxitos. Asimismo habría acumulado miles de libros, porque tendría un gabinete, espacioso y en penumbras, atiborrado de trofeos de toda una vida de viajes y pensamientos: hierbas raras de la selva tropical, flechas envenenadas, inventos eléctricos fallidos, figurillas de esteatita, cráneos reducidos, arte aborigen. En los estantes, referencias y meditaciones médicas, sin duda, pero también los libros que ahora llenaban el cuchitril en el desván del bungalow: la poesía del siglo
XVIII
que casi le había persuadido de que tenía que ser jardinero paisajista, una tercera edición de Jane Austen, sus Eliot y Lawrence y Wilfred Owen, las obras completas de Conrad, la inestimable edición de 1783 de
The Village
de Crabbe, su Housman, el ejemplar autógrafo de
La danza de la muerte
, de Auden. Pues ahí residía la cosa, sin duda: sería un médico mejor por haber leído literatura. ¡Qué profundas lecturas podría hacer su sensibilidad modificada por el sufrimiento humano, por la locura autodestructiva o por la pura mala suerte que empuja a los hombres hacia la mala salud! El nacimiento, la muerte y, entre ambos, la fragilidad. Ascensión y caída: tal era la materia del médico, como la sustancia de la literatura. Estaba pensando en la novela decimonónica. Gran tolerancia y una visión amplia, un corazón bueno y discreto y un juicio frío; su doctor modélico sería sensible a las pautas monstruosas del destino y a la vana y cómica negación de lo inevitable; tomaría el pulso debilitado, auscultaría el estertor postrero, palparía la mano que comienza a enfriarse y meditaría, a la manera en que sólo la religión y la literatura enseñan, sobre la pequenez y la nobleza de la humanidad…

En la quietud del atardecer estival, avivó el paso al ritmo de sus cavilaciones exultantes. Delante de él, a unos cien metros de distancia, estaba el puente, y encima, pensó, recortada contra la oscuridad de la carretera, había una forma blanca que a primera vista parecía formar parte de la piedra clara del pretil. Al mirarla fijamente se disolvían sus contornos, pero unos pasos más tarde había cobrado una apariencia vagamente humana. Desde donde estaba no podía decir si la forma se alejaba o si iba hacia su encuentro. Permanecía inmóvil, y presumió que le estaba observando. Durante unos segundos quiso acariciar la idea de que se trataba de un espectro, pero no creía en lo sobrenatural, ni siquiera en el ser absolutamente nada exigente que presidía la iglesia normanda del pueblo. Ahora vio que era una niña y por lo tanto tenía que ser Briony, con el vestido blanco que había visto que llevaba puesto aquel mismo día. Cuando la vio claramente levantó una mano y la llamó, y dijo:

—Soy yo, Robbie.

Pero ella no se movió.

Al acercarse se le ocurrió que quizás fuese preferible que la carta llegase antes que él a la casa. De lo contrario era posible que tuviera que dársela a Cecilia en presencia de terceros, y que lo observara quizás la madre de ella, que se había mostrado algo fría con él desde su regreso de la universidad. O tal vez fuese de todo punto imposible darle la carta a Cecilia porque ella mantendría las distancias. Si se la daba Briony, Cecilia tendría tiempo de leerla y de reflexionar a solas. Aquellos minutos de más tal vez la ablandasen.

—¿Me harías un favor? —dijo, al acercarse a Briony.

Ella asintió y aguardó.

—¿Quieres adelantarte y entregarle esta nota a Cee?

Depositó el sobre en la mano de Briony al tiempo que hablaba, y ella lo tomó sin decir palabra.

—Llegaré allí dentro de unos minutos —dijo él, pero ella ya se había dado media vuelta y corría a lo largo del puente. El se recostó contra el pretil, sacó un cigarrillo y observó cómo la silueta de Briony se balanceaba y se adentraba en la oscuridad. Era una edad difícil para una chica, pensó, con satisfacción. ¿Tenía doce o trece años? La perdió de vista durante unos segundos y luego la vio cruzando la isla, realzada contra la masa más oscura de los árboles. Luego volvió a perderla, y sólo cuando ella reapareció, al fondo del segundo puente, y estaba dejando el camino para tomar un atajo a través de la hierba, Robbie se incorporó de pronto, presa del terror y de una absoluta certeza. Le brotó de la boca un grito involuntario sin palabras, mientras daba unos pasos precipitados por el camino; echó a correr, se detuvo, sabiendo que la persecución era vana. Ya no veía a Briony mientras bramaba su nombre con las manos como una bocina alrededor de la boca. Tampoco sirvió de nada. Permaneció parado, aguzando la vista para divisarla —como si eso sirviera de ayuda— y aguzando al mismo tiempo la memoria, ansioso de creer que se había equivocado. Pero no se equivocaba. La carta manuscrita la había dejado sobre el ejemplar abierto de la Anatomía de Gray, sección de esplacnología, página 1546, la vagina. La hoja que había dejado cerca de la máquina y que había metido en el sobre era la mecanografiada. No hacía falta una sutil clave freudiana, pues la explicación era simple y mecánica: la carta inocua descansaba sobre la figura 1236, con su audaz ilustración y lúbrica corona de vello púbico, mientras que el borrador obsceno estaba en la mesa, al alcance de la mano. De nuevo gritó, a voz en cuello, el nombre de Briony, aunque sabía que ella debía de estar ya en la puerta de la casa. Al cabo de unos segundos, en efecto, el rombo lejano de luz ocre que encerraba su silueta se ensanchó, hizo un alto y a continuación se estrechó hasta esfumarse cuando Briony entró en la casa y la puerta se cerró tras ella.

9

Dos veces, en el curso de media hora, Cecilia salió de su dormitorio, se contempló en el espejo de marco dorado que había en la cima de la escalera e, inmediatamente descontenta, volvió a su ropero para repensarlo. Su primera elección había sido un vestido negro de crepé de China cuyo corte inteligente, según el dictamen del espejo del tocador, le confería una cierta severidad de forma. El tono oscuro de sus ojos resaltaba el aire invulnerable que prestaba el vestido. En lugar de compensar este efecto con un collar de perlas, en un momento de inspiración optó por uno de azabache puro. La primera aplicación del arco de la barra de labios había sido perfecta. Diversas inclinaciones de la cabeza, para captar perspectivas en tríptico, la persuadieron de que su cara no era demasiado larga, al menos no esa noche. La esperaban en la cocina para que sustituyera a su madre, y sabía que Leon la estaba esperando en el salón. No obstante, encontró tiempo, cuando estaba a punto de salir, para volver al tocador y aplicarse perfume en la punta de los codos, un toque travieso, acorde con su estado de ánimo, cuando cerró tras ella la puerta de su dormitorio.

Pero la mirada pública del espejo de la escalera, cuando se precipitó hacia él, reveló a una mujer que se dirige a un entierro, a una joven, además, austera y triste, cuyo caparazón negro presentaba afinidades con alguna clase de insecto prisionero en una caja de cerillas. ¡Un ciervo volador! Era su yo futuro, a los ochenta y cinco años, con su luto de viuda. No se demoró; dio media vuelta y entró de nuevo en su cuarto.

Era escéptica, porque sabía las jugarretas que gastaba la mente. Al mismo tiempo, la suya estaba —en todos los sentidos— centrada en el sitio donde iba a pasar la velada, y tenía que encontrarse a gusto consigo misma. Se despojó del vestido de crepé negro, que cayó a sus pies, y en tacones y ropa interior inspeccionó las posibilidades que ofrecían las perchas del ropero, consciente de que transcurría el tiempo. Detestaba la idea de parecer austera. Quería sentirse relajada y, a la vez, reservada. Ante todo, quería dar la impresión de no haber estudiado su apariencia en absoluto, y eso requería tiempo. Abajo, en la cocina, el nudo de impaciencia se estaría tensando, a la par que se agotaban los minutos que había proyectado pasar a solas con su hermano. Su madre no tardaría en hacer acto de presencia para designar los puestos en la mesa, Paul Marshall bajaría de su habitación y habría que hacerle compañía, y Robbie se presentaría en la puerta. ¿Cómo podía pararse a pensar?

Recorrió con una mano los pocos centímetros de historia personal, la breve crónica de sus gustos. Allí estaban los vestidos modernos de su adolescencia, que ahora le parecían ridículos, mustios, asexuados, y aunque uno ostentaba manchas de vino y otro el agujero de una quemadura de su primer cigarrillo, no tenía valor para desprenderse de ellos. Allí estaba el vestido con el primer indicio tímido de relleno en los hombros, y había otros más afirmativos, musculosas hermanas mayores que se deshacían de los años juveniles, redescubrían talles y curvas y alargaban dobladillos con un desdén autosuficiente por las esperanzas de los hombres. Su adquisición más reciente y selecta, comprada para celebrar la conclusión de los exámenes finales, antes de conocer sus deprimentes notas, era el traje de fiesta verde oscuro cortado al bies, que ceñía la figura y descubría la espalda. Demasiado elegante para su primera ocasión social en casa. Introdujo la mano más adentro y sacó un vestido de moaré, con corpiño plisado y cenefa con festones: una elección segura, pues era de un rosa lo bastante apagado para ser usado por la noche. Así lo dictó el triple espejo. Se cambió de zapatos, trocó el azabache por las perlas, retocó su maquillaje, se arregló el pelo, se aplicó un poco de perfume en la base de la garganta, ahora al descubierto, y en menos de quince minutos estaba de nuevo en el pasillo.

Horas antes había visto al viejo Hardman recorriendo la casa con una cesta de mimbre, reemplazando bombillas eléctricas. Tal vez hubiese ahora una luz más cruda en lo alto de la escalera, porque nunca había tenido problemas con aquel espejo. Incluso al acercarse desde una distancia de alrededor de un metro y medio, vio que no le daría luz verde: el rosa era, de hecho, de una pálida inocencia, el talle era demasiado alto, el vestido llameaba como el atuendo festivo de una niña de ocho años. Sólo le faltaban unos botones de conejo. Al acercarse más, una irregularidad en la superficie del cristal antiguo escorzó su imagen y vio delante a la niña que había sido quince años antes. Se detuvo y, a modo de experimento, levantó las manos hacia los lados de la cabeza y se formó en el pelo dos coletas. Aquel espejo debía de haberle visto bajar la escalera docenas de veces, cuando iba a media tarde hacia otra fiesta de cumpleaños de una amiga. Parecer, o creer que parecía, Shirley Temple no habría de mejorar su estado de ánimo.

Volvió a su habitación, con más resignación que ira o pánico. En su mente no había confusión: aquellas impresiones excesivamente intensas y poco fidedignas, las dudas sobre sí misma, la enojosa claridad visual y las inquietantes diferencias que habían revelado poseer las cosas conocidas no eran sino continuaciones, variaciones del modo en que se había visto y se había sentido todo el día. Sentido, pero preferido no pensar en ello. Además, sabía lo que tenía que hacer y lo había sabido en todo momento. Sólo tenía un vestido que le gustaba y era el que debía ponerse. Arrojó el vestido rosa encima del negro y, pisando desdeñosa las prendas en el suelo, cogió el vestido de fiesta, el verde sin espalda que había estrenado después de los exámenes. Mientras se lo ponía aprobó la caricia firme del corte al bies de la seda de la enagua, y se sintió grácilmente inexpugnable, escurridiza y segura; fue una sirena la que se alzó para recibirla en el espejo de cuerpo entero. No se quitó las perlas, volvió a calzarse los zapatos negros de tacón alto, se retocó el pelo y el maquillaje, renunció a otra gota de perfume y en eso, al abrir la puerta, lanzó un grito de terror. A centímetros de ella había una cara y un puño levantado. Su percepción inmediata y tambaleante fue la de una perspectiva radical, picassiana, en la que unas lágrimas, unos ojos hinchados y ojerosos, unos labios mojados y una nariz goteando se añadían a una humedad carmesí de pesadumbre. Se recobró, puso las manos sobre los hombros huesudos y giró con suavidad todo el cuerpo para poder verle la oreja izquierda. Era Jackson, a punto de llamar a su puerta. Retrocediendo, advirtió que llevaba pantalones cortos grises y planchados, y una camisa blanca, pero iba descalzo.

—¡Criatura! ¿Qué te pasa?

Por un momento él no se atrevió a hablar. Con un calcetín en el aire, señalaba hacia el pasillo. Cecilia se asomó y vio a Pierrot a cierta distancia, también descalzo, también con un calcetín en la mano, y observando.

—Así que tenéis un calcetín cada uno.

El chico asintió y tragó saliva, y acto seguido, por fin, pudo decir:

—Miss Betty dice que nos dará una bofetada si no bajamos ahora a tomar el té, pero sólo tenemos un par de calcetines.

—Y os habéis peleado por él.

Jackson movió la cabeza, enfáticamente.

Cuando recorría con los gemelos el pasillo, primero el uno y después el otro le cogieron de una mano, y a ella le sorprendió lo mucho que la recompensaba aquel gesto. No podía evitar pensar en su vestido.

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