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Authors: Ian McEwan

Expiación (14 page)

BOOK: Expiación
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—¿No le habéis pedido a vuestra hermana que os ayude?

—No quiere hablar con nosotros por ahora.

—¿Por qué no?

—Nos
odia
.

El cuarto de los chicos era un desbarajuste de ropa, toallas mojadas, peladuras de naranja, pedazos arrancados de un tebeo y desperdigados alrededor de una hoja de papel, sillas volcadas y cubiertas parcialmente de sábanas, y los colchones colocados de canto. Entre las camas, había una vasta mancha húmeda sobre la alfombra, en cuyo centro yacía una pastilla de jabón y bolas mojadas de papel higiénico. Una de las cortinas colgaba escorada debajo del bastidor, y aunque las ventanas estaban abiertas, el aire era liento, como exhalado muchas veces. Todos los cajones de la cómoda estaban abiertos y vaciados. La impresión era de hastío recluido y punteado de torneos y planes: saltar entre las camas, construir un campamento, inventar a medias un juego de mesa y luego abandonarlo. Nadie cuidaba de los gemelos Quincey en la casa Tallis, y para ocultar su culpa Cecilia dijo alegremente:

—Nunca vais a encontrar nada en este desbarajuste.

Empezó a poner orden, rehizo las camas, se quitó de una patada los tacones para subirse a una silla y enderezar la cortina, y encomendó a los gemelos tareas más sencillas y factibles. La obedecieron al pie de la letra, pero hacían su trabajo callados y encorvados, como si la intención de Cecilia fuera más castigarlos que liberarlos, más una regañina que bondad. Estaban avergonzados de su habitación. Encaramada en la silla con su vestido verde oscuro, que se le adhería al cuerpo, al mirar a las dos cabezas pelirrojas, agachadas e inclinadas sobre sus quehaceres, se le ocurrió el simple pensamiento de cuan desesperado y aterrador era para ellos verse privados de amor, forjarse una existencia a partir de la nada en una casa extraña.

Con dificultad, porque no podía doblar mucho las rodillas, se bajó de la silla, se sentó en el borde de una cama y dio una palmada sobre sendos espacios a derecha e izquierda de donde estaba sentada. Sin embargo, los chicos continuaron de pie, observándola expectantes. Ella empleó los débiles tonos del sonsonete de una maestra de parvulario a quien había admirado.

—No hay que llorar por unos calcetines perdidos, ¿no os parece?

Pierrot dijo:

—En realidad, preferiríamos volver a nuestra casa.

Escarmentada, ella reanudó el tono de la conversación adulta.

—Eso es imposible, de momento. Vuestra madre está en París con…, pasando unas pequeñas vacaciones, y vuestro padre está trabajando en la universidad. Conque tendréis que quedaros aquí algún tiempo. Siento que no os hayan atendido. Pero lo habéis pasado estupendamente en la piscina…

Jackson dijo:

—Queríamos actuar en la obra, pero Briony se ha marchado y todavía no ha vuelto.

—¿Estás seguro?

Una preocupación más. Hacía rato que Briony debería haber vuelto. Lo cual, a su vez, le recordó a la otra gente que aguardaba abajo: su madre, la cocinera, Leon y su amigo Paul, Robbie. Hasta el calor vespertino que entraba en la habitación por las ventanas abiertas, a la espalda de Cecilia, imponía responsabilidades; era una de esas veladas veraniegas con la que una soñaba durante todo el año, y que cuando por fin llegaba con su intensa fragancia, su abanico de placeres, te pillaba tan distraída por exigencias y cuitas menores que no podías reaccionar. Pero tenía que hacerlo. No estaba bien no hacerlo. Sería paradisíaco tomar un gin-tónic con Leon fuera, en la terraza. No era culpa suya que la tía Hermione se hubiera fugado con un impresentable que todas las semanas pronunciaba en la radio sermones informales. Basta. Se levantó y dio una palmada.

—Sí, es una pena lo de la obra, pero no podemos hacer nada. Vamos a buscar unos calcetines y nos popemos en marcha.

La búsqueda reveló que estaban lavando los calcetines que llevaban puestos a su llegada, y que, en el destructivo furor de la pasión, la tía Hermione sólo había incluido en su equipaje un par de repuesto. Cecilia fue al cuarto de Briony y, revolviendo un cajón, buscó los calcetines menos de chica que hubiera: blancos, largos hasta los tobillos, con cenefas de fresas rojas y verdes. Supuso que ahora habría una pelea por los calcetines grises, pero ocurrió lo contrario, y para evitar más contratiempos tuvo que volver al cuarto de Briony en busca de otro par. Esta vez se detuvo a atisbar el atardecer por la ventana y a preguntarse dónde estaría su hermana. Ahogada en el lago, raptada por gitanos, atropellada por un automóvil que pasaba, pensó ritualmente, pues un sólido principio decretaba que nada era nunca como uno se lo imagina, lo cual era un medio eficaz de excluir lo peor.

Al volver junto a los chicos, peinó el pelo de Jackson con un peine mojado en el agua de un jarrón de flores, sujetándole con firmeza la barbilla entre el pulgar y el índice mientras le trazaba en el cuero cabelludo una raya divisoria, fina y recta. Pierrot aguardó pacientemente su turno y luego, sin decir una palabra, los gemelos corrieron escaleras abajo al encuentro de Betty.

Cecilia les siguió con paso lento, tras echar una ojeada al espejo crítico y plenamente satisfecha con su imagen reflejada. O, mejor dicho, más despreocupada, porque su talante había cambiado desde el rato pasado con los gemelos, y sus pensamientos se habían ensanchado hasta incluir una vaga determinación que cobró forma sin un contenido preciso, y sin que suscitara ningún plan concreto: tenía que irse de allí. Era un pensamiento tranquilizador y placentero, y en absoluto desesperado. Llegó al rellano del primer piso y se detuvo. Abajo, su madre, arrepentida de sus ausencias, estaría sembrando a su alrededor inquietud y confusión. A esa mezcla habría que añadir la noticia de que Briony había desaparecido, si tal era el caso. Encontrarla supondría un gasto de ansiedad y de tiempo. Habría una llamada del ministerio diciendo que el señor Tallis tenía que trabajar hasta tarde y que se quedaría a dormir en la ciudad. Leon, que poseía el puro talento de eludir las responsabilidades, no asumiría la función del padre. Nominalmente pasaría a manos de la señora Tallis, pero en última instancia el éxito de la velada sería incumbencia de Cecilia. Todo esto estaba claro y no valía la pena rebelarse contra ello: Cecilia no se abandonaría a una deliciosa noche de verano, no habría una larga sesión con Leon, no pasearía descalza por el césped bajo las estrellas de la medianoche. Notó bajo la mano el pino barnizado y manchado de negro de las barandillas, vagamente neogóticas, inmutablemente sólidas y ficticias. Encima de su cabeza, tres cadenas sostenían una gran araña de hierro forjado que ella jamás en su vida había visto encendida. Se las arreglaban con un par de apliques adornados con borlas y cubiertos por una pantalla de un cuarto de círculo de pergamino falso. Bajo su resplandor, amarillo y espeso, cruzó en silencio el rellano para asomarse al dormitorio de su madre. La puerta entreabierta y la columna de luz sobre la alfombra del pasillo confirmaban que Emily Tallis se había levantado de su lecho diurno. Cecilia volvió a las escaleras y vaciló otra vez, reacia a bajar. Pero no había otra alternativa.

No había novedades en la vida doméstica, pero no estaba afligida. Dos años atrás, su padre se esfumó, enfrascado en la preparación de misteriosos documentos de consulta para el Ministerio del Interior. Su madre siempre había vivido en el territorio de sombras de una inválida, Briony siempre había necesitado los cuidados maternales de su hermana mayor, y Leon siempre había flotado sin amarras, y ella siempre le había amado por eso. No había pensado que le sería tan fácil readaptarse a la situación antigua. Cambridge la había cambiado de raíz, y se creía inmune. Nadie de su familia, sin embargo, había advertido la transformación operada en ella, y ella no pudo resistirse al poder de las expectativas habituales de los suyos. No culpaba a nadie, pero había vagado por la casa durante todo el verano, alentada por una idea difusa de que estaba restableciendo una importante conexión con su familia. Pero ahora veía que los lazos nunca se habían roto, y que sin embargo sus padres estaban ausentes, cada uno a su manera, y Briony estaba extraviada en sus fantasías, y Leon vivía en la ciudad. Ahora le tocaba a ella marcharse. Necesitaba una aventura. Un tío y una tía la habían invitado a acompañarles en un viaje a Nueva York. La tía Hermione estaba en París. Podía ir a Londres y buscar un trabajo: era lo que su padre esperaba de ella. Sentía excitación, no descontento, y no consentiría que aquella velada la frustrase. Habría otras parecidas, y para disfrutarlas tendría que estar en otro sitio.

Animada por esta nueva certeza —a la que contribuía, sin duda, la elección del vestido apropiado—, cruzó el vestíbulo y la puerta tapizada de fieltro y recorrió el pasillo de baldosas a cuadros que llevaba a la cocina. Penetró en una nube donde caras incorpóreas colgaban a distintas alturas, como estudios en el cuaderno de bocetos de un artista, y todos los ojos estaban mirando algo expuesto encima de la mesa, algo oscurecido por la ancha espalda de Betty. El difuso fulgor rojo, al nivel del tobillo, era el fuego de carbón de la cocina económica, cuya puerta fue cerrada de un puntapié en ese mismo momento, con gran estruendo y un grito irritado. El vapor ascendió rápidamente de una cuba de agua hirviendo que nadie estaba vigilando. La ayudante de la cocinera, Dolí, una chica delgada del pueblo, con el pelo recogido en un moño austero, estaba en el fregadero, restregando con estrépito y malhumor las tapas de cacerolas, pero ella también se volvió a medias para ver lo que Betty había puesto encima de la mesa. Una de las caras era la de Emily Tallis, otra la de Danny Hardman, una tercera la del padre de éste. Flotando sobre ellas, de pie quizás sobre unos taburetes, estaban Jackson y Pierrot, con expresión solemne. Cecilia sintió encima la mirada del joven Hardman. Se la devolvió con ferocidad, y se quedó satisfecha de que él apartara la vista. El ajetreo había sido prolongado y duro durante todo el día en el calor de la cocina, y había residuos por todas partes: el suelo de piedra estaba resbaladizo a causa de la grasa de carne asada vertida y de las peladuras pisoteadas; paños empapados, testimonios de heroicos trajines olvidados, colgaban sobre la cocina como los estandartes decadentes de regimientos en la iglesia; contra la espinilla de Cecilia chocaba un cesto rebosante de trozos de verduras que Betty llevaría a su casa para alimentar a su cerdo de Gloucester, al que estaba cebando para diciembre. La cocinera miró por encima del hombro para ver a la recién llegada, y antes de que se volviese hubo tiempo de que se viera la furia en los ojos que la grasa de los carrillos había reducido a lonchas de gelatina.

—¡Sacad eso! —gritó. La irritación, sin duda, iba dirigida a la señora Tallis. Dolí, en el fregadero, se plantó de un brinco ante la cocina, patinó, estuvo a punto de caerse y cogió dos trapos para retirar el caldero del fuego. Mejorada la visibilidad, surgió la figura de Polly, la doncella a quien todo el mundo consideraba una simplona, pero que se quedaba hasta tarde siempre que había algún quehacer. Sus ojos confiados y muy abiertos estaban también clavados en la mesa de la cocina. Cecilia avanzó por detrás de Betty para ver lo que veía todo el mundo: una enorme bandeja ennegrecida, recién sacada del horno y que contenía un montón de patatas asadas que aún chisporroteaban débilmente. Habría quizás unas cien en total, en hileras desiguales de un color dorado claro, que la espátula de metal de Betty excavaba, rascaba y volteaba. La cara inferior de las patatas presentaba un brillo amarillento más pegajoso, y, aquí y allá, de un borde reluciente destacaba un tono marrón nacarado, y los dispersos encajes de filigrana que florecían en torno de una piel reventada. Eran, o serían, perfectas.

Dieron la vuelta a la última hilera y Betty dijo:

—¿Las quiere, señora, en una ensalada de patatas?

—Exactamente. Cortas las partes quemadas, quitas la grasa, las pones en el bol grande toscano* las rocías bien con aceite de oliva y…

Emily hizo un gesto vago hacia un frutero junto a la puerta de la despensa, donde quizás hubiera o no un limón.

Betty habló hacia el techo:

—¿Querrá una ensalada de coles de Bruselas?

—Por favor, Betty.

—¿Una ensalada de coliflor gratinada? ¿Una ensalada de salsa de rábanos picantes?

—Estás armando un alboroto por nada.

—¿Una ensalada de budín de pan?

Uno de los gemelos resopló.

Ocurrió en el preciso momento en que Cecilia adivinó lo que ocurriría a continuación. Betty se volvió hacia ella, la agarró del brazo y formuló su súplica:

—Señorita Cee, nos habían mandado preparar un asado, y hemos estado todo el día con temperaturas por encima del punto de ebullición de la
sangre
.

La escena era inédita, y los espectadores, un elemento inhabitual, pero el dilema era sobradamente conocido: cómo restaurar la paz sin humillar a la madre. Además, Cecilia había resuelto de nuevo ir a estar con su hermano en la terraza; era, por ende, importante ponerse de parte de la facción victoriosa y forzar una conclusión rápida. Llevó a su madre aparte, y Betty, que conocía muy bien el trámite, ordenó que todo el mundo reanudara sus tareas. Emily y Cecilia Tallis hablaron junto a la puerta abierta que daba al huerto.

—Querida, hay una ola de calor y no voy a renunciar a una ensalada.

—Emily, sé que hace muchísimo calor, pero Leon se muere de ganas de probar uno de los asados de Betty. No para de hablar de ellos. Le he oído elogiarlos ante el señor Marshall.

—Oh, Dios mío —dijo Emily.

—Estoy de tu parte. No quiero un asado. Lo mejor es que cada cual elija. Dile a Polly que corte unas lechugas. Hay remolacha en la despensa. Que Betty haga más patatas y las deje enfriar.

—Tienes razón, querida. Sabes que detesto hacerle un feo a Leon.

Y así quedó zanjado el problema y el asado a salvo. Con una diligencia llena de tacto, Betty puso a Dolí a pelar patatas y Polly salió afuera con un cuchillo.

Cuando ella y Cecilia salían de la cocina, Emily se puso las gafas oscuras y dijo:

—Me alegro de que esté resuelto porque lo que realmente me preocupa es Briony. Sé que está disgustada. Anda decaída por ahí fuera y voy a buscarla.

—Buena idea. Yo también estaba inquieta por ella —dijo Cecilia. No tenía intención de disuadir a su madre de que deambulara lejos de la terraza.

El salón cuyos paralelogramos de luz habían petrificado a Cecilia por la mañana estaba ahora en penumbras, iluminado tan sólo por una única lámpara cerca de la chimenea. Las puertaventanas abiertas encuadraban un cielo verdoso, y contra él, silueteados a cierta distancia, la cabeza y los hombros familiares de su hermano. Cuando atravesaba la habitación oyó el tintineo de unos cubos de hielo contra el vaso de Leon, y al salir a la terraza percibió el olor a menta, manzanilla y crisantemos aplastados bajo el pie, más embriagador entonces que por la mañana. Nadie recordaba el nombre, o siquiera la apariencia, del jardinero que, algunos años atrás, había concebido el proyecto de sembrar en las grietas entre las losas. En aquel entonces nadie entendió lo que tenía pensado. Quizás por eso le despidieron.

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