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Authors: Laura Gallego García

Fenris, El elfo (11 page)

BOOK: Fenris, El elfo
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Momentos después, ambos se habían sentado bajo un frondoso árbol, uno junto al otro. Pero Shi—Mae se cuidó mucho de no rozar a Ankris en ningún momento.

—Enhorabuena —dijo él—. Has superado la Prueba del Fuego. Sabía que lo conseguirías.

Pero ella no respondió. Hubo un incómodo silencio, hasta que Ankris dijo:

—Pensaba decírtelo.

—¿Cuándo? ¿Después de la boda?

Ankris reprimió una sonrisa amarga, recordando las palabras del brujo.

—No, antes. Pero después de la Prueba del Fuego. No quería que eso te distrajera.

Shi—Mae no dijo nada. Intuyendo que lo mejor era ser sincero, Ankris le relató toda su historia. Le habló de la matanza de las siete primeras noches, temiendo que ella lo mirara horrorizada, pero los ojos de Shi—Mae seguían perdidos en el horizonte y su rostro seguía mostrando una expresión entre impasible y ausente.

Le contó lo que había sucedido con el brebaje del brujo. y cómo precisamente la noche anterior no había logrado controlar a la bestia.

—Pero no soy yo, Shi—Mae. Tú sabes que yo no soy así. Y puedo controlar al lobo, si solo... si solo soy más cuidadoso en el futuro.

Shi—Mae no respondió. Ankris la contempló angustiado.

—Por favor, mírame, háblame, dime algo. Sé que ahora me odias, pero... —Se estremeció—. Shi—Mae, necesito saber... si anoche...

No pudo terminar. Por fin, ella se volvió hacia él.

—¿Si me hiciste daño? —preguntó con suavidad—. No, pero no porque no lo intentases. Traté de escapar, pero... —suspiró—, el hechizo de teletransportación no funciona si el mago no tiene la mente serena. Me defendí con todos los hechizos de ataque que conocía, pero tu cuerpo los resistía todos. Eché a correr por el bosque. Me perseguías; te lancé varios conjuros para detenerte, pero solo conseguí frenarte y retrasar lo que era inevitable: el momento en que me alcanzarías y acabarías conmigo. Entonces me acordé del conjuro de petrificación.

—¿Me petrificaste? —soltó Ankris, pasmado.

Los ojos de Shi—Mae relampaguearon.

—¿Qué querías que hiciera? ¿Dejar que me devoraras? Regresé al amanecer —prosiguió, algo más calmada—. Sabía que los licántropos recuperáis vuestra forma original bajo la luz del sol, de manera que te despetrifiqué y te transformaste de nuevo en elfo. Te dejé allí...

Parecía que iba a añadir algo más, pero finalmente no lo hizo. Ankris comprendió de pronto que algo se había roto irremediablemente entre los dos.

—Oh, Shi—Mae, lo siento, lo siento tanto...

Ella no respondió. Ni siquiera lo miró.

—Puedo controlarme con el brebaje del brujo, pero aun así ya había decidido que me marcharía al bosque las noches de plenilunio. Nunca tendrás que volver a verme bajo la forma de la bestia. Podemos olvidar todo esto y te prometo..., te juro que jamás volveré a hacerte daño.

Shi—Mae no dijo nada.

—Pero —añadió Ankris con profunda tristeza—, si quieres romper nuestro compromiso, lo entendería.

Contuvo el aliento.

—Quiero —dijo entonces Shi—Mae, y el corazón de Ankris se rompió en mil pedazos—. No me malinterpretes, Ankris —añadió ella, pronunciando juntas las dos sílabas de su nombre—. Aún te quiero y siempre te querré. Pero no quiero casarme contigo. Ya no. Tú no puedes entenderlo, pero han pasado demasiadas cosas en un solo día. No soy la misma persona que ayer deseaba casarse contigo. He cambiado, y... y no se trata solo de lo de anoche, sino también...

—La Prueba del Fuego —susurró Ankris—. ¿Ha sido tan dura como decían?

—No quiero hablar de eso.

Ankris no insistió, pero se quedó mirándola implorante. Shi—Mae se dio cuenta:

—Es mi última palabra, Ankris. Lo mejor para los dos es que no volvamos a vernos.

Ankris acogió aquellas palabras con un dolido silencio.

—Comprendo —dijo finalmente.

Había sido un estúpido. En días más felices había llegado a creer que Shi—Mae lo aceptaría tal y como era, con todo lo que ello implicaba. ¿No consistía en eso el amor?

—Te acompaño hasta la puerta de tu casa —dijo, levantándose—. Después me marcharé y no volverás a saber de mí.

Esperaba que ella cambiara de idea, o al menos dijera algo como «lo siento», pero el rostro de Shi—Mae seguía siendo de piedra.

Se despidieron en la puerta. Ankris tragó saliva.

—Ha sido... la época más feliz de mi vida, Shi—Mae.

Ella clavó en él sus ojos de color zafiro.

—No pongas esa cara de niño herido y ofendido —le espetó con dureza—. No tienes la menor idea de lo que ha significado para mí recoger todos los pedazos de mis sueños rotos. Y nunca lo entenderás. Si me hubieses matado anoche, no me habrías hecho más daño del que ya me has hecho.

Y, con estas palabras, Shi—Mae entró en el palacio. Ankris suspiró y dio media vuelta para marcharse.

No había dado una docena de pasos cuando alguien gritó a sus espaldas:

—¡Es él! ¡Prendedle!

Cuando se dio la vuelta, media docena de guardias cayeron sobre él.

—Quedas acusado de licantropía y asesinato, An—Kris de los Robles —clamó tras él la voz del Duque del Río.

Con una mezcla de incredulidad y profundo dolor en el rostro, Ankris se volvió hacia el Duque, que lo observaba desde la puerta con expresión pétrea. Pero junto a él no descubrió, como había temido, a Shi—Mae, sino a un elfo robusto que sonreía con profunda satisfacción.

Era Toh—Ril, el hijo del Capitán de los Centinelas.

VII. EL JUICIO

Nadie visitó a Ankris durante las tres semanas que estuvo preso en el calabozo, en espera del juicio que se celebraría próximamente.

Nadie, a excepción de Shi—Mae.

La elfa entró en el subterráneo serena y segura, y Ankris no pudo evitar fijarse en el flamígero color rojo de su túnica, que indicaba que se trataba ya de una maga consagrada.

Se miraron un instante. El corazón de Ankris latía con fuerza, pero llevaba demasiado tiempo consumiéndose en pensamientos negativos como para ser capaz de demostrar algo de alegría.

—Pensaba que no querías volver a verme.

—Cambié de idea.

Hubo un breve e incómodo silencio.

—Es curioso —dijo finalmente Ankris—. Me encierran ahora que soy completamente inofensivo. Pero dentro de unos días será luna llena y ni siquiera estos barrotes podrán detenerme.

—Lo sé —dijo Shi—Mae con suavidad.

Rozó la cerradura con el dedo, y esta se abrió con un ligero clic. Ankris la miró, pasmado.

—¿Cómo has hecho eso?

—Soy una maga —respondió ella simplemente.

—Pero... los guardias...

—Ahora duermen.

Sin entender muy bien lo que se proponía, Ankris la vio entrar en su celda. Se miraron a los ojos. Shi—Mae buceó en la mirada ambarina del elfo, como si quisiera llegar a sumergirse en su esencia. A Ankris le pareció que su pecho se movía casi imperceptiblemente, estremecido por un suspiro.

—Shi—Mae, ¿qué...?

No pudo terminar la frase. Ella le echó los brazos al cuello y lo besó apasionadamente, como si quisiera fundirse con él. Ankris se dejó llevar y la abrazó, muy confuso.

Entonces, Shi—Mae se separó de él. Su mirada volvía a ser de hielo.

—Nunca más —le advirtió.

Le dio la espalda y salió de la celda.

—¿Qué...? ¡Shi—Mae, espera!

Ankris quiso salir corriendo tras ella, pero la puerta se cerró ante sus narices, con un sonoro chasquido, sin necesidad de que Shi—Mae la tocara. Furioso, el joven sacudió la reja.

—¡Espera, Shi—Mae! ¿Qué has querido decir?

Pero ella ya se había marchado.

Y ya no regresó.

Al día siguiente, Ankris fue conducido ante un tribunal de elfos severos y circunspectos, entre los cuales se encontraba el Señor del Bosque Dorado, el Archimago que gobernaba la Escuela de Shi—Mae. El joven miró a su alrededor, buscándola con la mirada, pero no la vio. Sí descubrió al anciano rey de los elfos sentado en un palco, protegido por dos poderosos guardias. La reina había muerto años atrás, de una enfermedad que los médicos no habían sabido curar. Sobre las rodillas del monarca se hallaba sentada una criatura de grandes ojos color verde esmeralda: Nawin, la princesa de los elfos, todavía una niña pequeña.

El hecho de que su caso hubiese llamado la atención del soberano de los elfos no proporcionó a Ankris una expectativa diferente con respecto al resultado del juicio. Sabía que lo iban a condenar, y no veía nada en el rostro de piedra del rey que le hiciera pensar lo contrario.

De todas formas, no le importaba. Después de pasar aquellos días encerrado en su calabozo, meditando sobre su situación, había llegado a la conclusión de que aquello era lo mejor para él. Si debía morir, que así fuera. La bestia moriría con él.

Sabía que ya no había esperanza para él. Shi—Mae había podido rescatarlo y no lo había hecho. Seguía sin entender del todo su comportamiento de la tarde anterior, pero sí había llegado a comprender que aquel beso había sido un beso de despedida.

Nunca más, había dicho ella. Y él sabía que lo decía en serio.

Ahora que había perdido a Shi—Mae, nada de todo aquello tenía sentido.

Como en un fogonazo, oyó la voz de la Señora de la Torre: «Si no tienes a donde ir, ven a la Torre, en el Valle de los Lobos. Te estaré esperando».

Sacudió la cabeza. ¿Para qué? ¿Qué podría hacer Aonia por él? ¿Y de qué serviría, si sabía que jamás recobraría el amor de Shi—Mae?

—An—Kris de los Robles —empezó el juez—. Se te acusa de ser un licántropo. ¿Qué tienes que decir al respecto?

Ankris no respondió. No tenía nada que decir.

—Oigamos a la persona que te acusa: Toh—Ril del Paso del Sur.

Toh—Ril se puso en pie y, con evidente satisfacción, relató cómo había visto crecer a Ankris y cómo desde niño había mostrado un comportamiento salvaje. Contó al tribunal su encuentro en el bosque, sin mencionar que él y sus amigos habían intentado pegar al muchacho, pero ofreciendo todo tipo de detalles acerca de la violenta reacción de Ankris. El joven lo escuchó con cierto interés. De modo que era eso lo que había sucedido aquella noche. En aquel momento, mientras Toh—Ril hablaba, Ankris lo recordó todo de golpe. Reprimió una siniestra sonrisa. Sí, era un monstruo, y lo había sido desde niño. No podía hacer nada para evitarlo. No lo había hecho a propósito, era su verdadera naturaleza y, por más que luchara contra ella, no lograría derrotarla.

Toh—Ril habló de la huida de Ankris y de sus posteriores visitas a la casa del brujo. Contó cómo los había espiado una vez a través de la ventana y había oído decir al brujo que Ankris era un licántropo. Después explicó que, tiempo después, lo había seguido hasta la ciudad y lo había espiado las noches de luna llena. Y lo había visto tendido en su cabaña, dormido bajo los efectos del narcótico, transformado en una bestia. Hasta que, una noche, había llegado demasiado tarde: la puerta había volado en pedazos y Ankris no se hallaba en el interior de su cabaña. Lo había visto regresar a ella al día siguiente y, más tarde, registrar el bosque hasta acercarse a una cueva semioculta al pie de la montaña. Ankris no había llegado hasta allí, pero se había aproximado lo bastante como para que, un rato más tarde, Toh—Ril pudiera encontrar por sí mismo el lugar donde el licántropo ocultaba los cuerpos de sus víctimas.

En otras circunstancias, Ankris se habría enfurecido con Toh—Ril por haberlo espiado. Pero en aquel momento le daba todo igual. «Visto así», pensó, «él tiene razón. No soy más que un monstruo». Se alegró, sin embargo, de que Toh—Ril no hubiera llegado a tiempo de ver cómo atacaba a Shi—Mae.

Un especialista declaró haber examinado la cueva, y afirmó que los cuerpos que se encontraban allí habían sido asesinados por una bestia de gran tamaño, probablemente un lobo. También llamaron a declarar al brujo, y este se limitó a decir que suministraba a Ankris un narcótico porque tenía problemas para dormir algunas noches.

—Dijiste que era un licántropo —protestó Toh—Ril.

El brujo fijó en él sus ojos rojizos.

—Lo dudo. No he visto a este muchacho transformado en lobo, de modo que no puedo haberlo acusado de tal. Lo que sí dije fue que sus padres mataron a varios hombres—lobo con sus propias manos, lo cual es total y absolutamente cierto. Probablemente no entendiste bien mis palabras. Es lo que pasa cuando uno espía a través de las ventanas en lugar de preguntar directamente; a veces, las cosas se oyen distorsionadas.

El rostro de Toh—Ril se contrajo de rabia, pero Ankris reprimió una sonrisa. El brujo trataba de protegerlo, a pesar de todo.

La impavidez del joven se tambaleó, sin embargo, cuando dos elfos Centinelas subieron a declarar, llamados por el tribunal.

Sus padres.

—Anthor y Eilai del Paso del Sur —dijo el juez—. Lo preguntaré una sola vez: ¿es vuestro hijo un licántropo?

Anthor vaciló y desvió la mirada. Eilai clavó cu el juez sus ojos ambarinos y dijo:

—No.

Ankris no pudo soportarlo más.

—¡Basta! —exclamó—. No mintáis más por mí. Sí, es cierto, soy un licántropo. Me transformo en lobo las noches de luna llena.

Un murmullo escandalizado recorrió la sala. Ankris percibió los enormes ojos de la princesa Nawin mirándolo fijamente, abiertos de par en par.

—Pero no lo hago voluntariamente —prosiguió—. Si bien amo a los lobos y la vida salvaje, no hasta el punto de desear perder mi conciencia racional para atacar a mis semejantes. No puedo impedir la transformación, y creed que haría lo que fuese por ser un elfo normal. Si acudí al brujo fue porque no quiero matar a nadie. Porque, lo creáis o no, no soy consciente de lo que hago las noches de luna llena. Es el lobo que hay el mí quien me convierte en una bestia asesina. ¿Condenaríais a un elfo por los actos de una bestia?

—Han muerto doce personas —siseó Toh—Ril.

Ankris lo miró a los ojos.

—Yo no los maté. Ni siquiera recuerdo haberlos visto. Y, seamos sinceros, Toh—Ril: a ti no te importan esas personas. Lo único que quieres es verme muerto.

Un nuevo murmullo recorrió la sala.

—Controla tu lengua, reo —gruñó el juez—. ¿Estás eludiendo tu responsabilidad en todo esto?

—No. Solo estoy pidiendo ayuda —miró a su alrededor—. Mis padres y el brujo vieron lo bueno que había en mí y trataron de salvarme. Yo solo sé que una maldición me transforma en una bestia las noches de luna llena. Sé que es una enfermedad espantosa y que entre los elfos es todavía más temida y odiada, por ser tan extraña a nuestra naturaleza. Pero aquí y ahora pido..., suplico... que si alguien conoce alguna manera de ayudarme, de destruir la maldición, de controlar al lobo que hay en mí...

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