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Authors: Laura Gallego García

Fenris, El elfo

BOOK: Fenris, El elfo
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Fenris es un elfo muy especial. Tiene grandes poderes y, en las noches de luna llena, una fuerza inexplicable le arrastra hasta convertirlo en un ser asombroso. El amor por Shi-Mae y su enfrentamiento con personajes poderosos en el Reino de los Elfos van a determinar su futuro. Aquí comienza su viaje hasta la Torre, situada en el Valle de los Lobos.

Laura Gallego García

Fenris, El elfo

ePUB v1.0

JerGeoKos
03.02.12

Este libro está dedicado, en primer lugar, a mi madre, que me pidió que escribiera esta historia. También, por supuesto, al Club de Fans de Fenris. Gracias por vuestro cariño y entusiasmo; espero que esta novela no os decepcione.

PRÓLOGO

Plenilunio

Un aullido rasgó la noche y, como un agónico lamento, se elevó hacia la luna llena que presidía el cielo estrellado. Un aullido estremecedor, que parecía cargado de tristeza, miedo, dolor y odio.

El extranjero se detuvo al oírlo y lo escuchó con atención, como si pudiera comprender su mensaje. Había sonado muy cerca, pero esto no pareció asustarle. Cuando la voz de la criatura se extinguió, el hombre sonrió levemente y, alzando el farol en alto, se desvió de su camino para acudir a su encuentro.

Sabía que era un intruso en aquella tierra salvaje, pero había atravesado las montañas sin prestar atención a las advertencias que traían los aullidos de los lobos.

Aquel, sin embargo, era diferente, y el extranjero lo sabía. Y, aunque el tenebroso lamento no volvió a repetirse, esto tampoco pareció importarle.

Intuía la presencia de la criatura acechando en la penumbra, pero nada en su actitud demostraba que la hubiese detectado. Y cuando, finalmente, el lobo saltó sobre él con un gruñido de triunfo y los ojos ardiendo como carbones encendidos, el extranjero reaccionó con calma, rapidez y precisión, alzando las manos y pronunciando unas palabras en un lenguaje arcano, vedado a la mayoría de los mortales.

Hubo un fogonazo de luz y un gañido de dolor, y el enorme lobo se vio lanzado hacia atrás y cayó al suelo. Aún trató de incorporarse y plantó cara al hombre, gruñendo amenazadoramente. Pero la descarga se repitió, y el lobo aulló de dolor y se derrumbó en el suelo, inconsciente.

El extranjero permaneció quieto durante unos instantes, observando a la criatura con una mezcla de curiosidad y fascinación. Cuando, finalmente, se aproximó unos pasos, la temblorosa luz del farol no iluminó el cuerpo de una bestia, sino el de un joven esbelto, de enmarañado cabello castaño cobrizo. Yacía boca abajo sobre la hierba, desnudo, pero el desconocido pudo ver su rostro. Asintió, como si lo hubiera esperado, pero frunció el ceño al apreciar que la figura no era humana: los rasgos de su semblante eran demasiado delicados, sus ojos eran grandes y almendrados y sus orejas, que sobresalían entre los mechones cobrizos de su pelo, acababan en punta. A pesar de su aspecto salvaje y desaliñado, no lucía ni sombra de barba.

El extranjero se quitó la capa y cubrió con ella el cuerpo desnudo del elfo.

Después, se sentó a esperar.

Cuando el elfo abrió los ojos, una alegre y cálida hoguera crepitaba junto a él. Reaccionó deprisa; se puso en cuclillas y lanzó una hosca mirada a su acompañante, que lo contemplaba tranquilamente desde las profundidades de la capucha de su túnica gris. El elfo gruñó y se dispuso a saltar sobre él, pero el extranjero señaló el cielo con calma. El otro miró en la dirección indicada y solo vio la luna llena, blanca, redondeada, perfecta. Instintivamente, gimió y se cubrió el rostro con los brazos, tratando de protegerse de su suave resplandor. Sin embargo, se detuvo de pronto y contempló sus brazos sin vello, sus manos que no eran garras, sus dedos, finos y largos.

El extranjero sonrió al verlo mirar, incrédulo, la luna llena y sus propias manos, una y otra vez.

—Verás, el conjuro no durará mucho —dijo con suavidad, sobresaltando al elfo, que se volvió de forma cautelosa para mirarlo—. No tardarás en volver a ser un lobo, así que espero que tengamos tiempo de mantener... una civilizada charla.

El elfo lo miró largo rato, tratando de comprender lo que estaba sucediendo.

—¿Quién eres? —preguntó al fin.

—Me has atacado en la oscuridad y te he devuelto tu forma élfica —replicó el otro secamente—. Creo que me corresponde a mí hacer las preguntas: ¿quién eres tú?

El elfo alzó la cabeza. El fuego se reflejaba en sus grandes ojos ambarinos, que nada tenían de humanos. Aunque no podía ver el rostro del extranjero, sabía que estaba sosteniendo su mirada. Finalmente, bajó de nuevo la cabeza y exhaló un ligero suspiro.

—Me llaman Fenris —dijo; su voz era agradable y melodiosa como la de todos los elfos, pero había en ella cierto tono amenazador y salvaje—. Y soy un licántropo.

—Ya lo había notado —observó el extranjero—. No sabía que los elfos pudierais padecer la licantropía.

—Me has devuelto mi verdadera forma —replicó Fenris—. ¿Se ha roto la maldición?

—Me temo que no. Como te he dicho, se trata de un conjuro de duración limitada. Solo te protegerá temporalmente de los efectos de la luna llena. Tres horas, probablemente; aunque para entonces ya estará a punto de amanecer.

—Eres un mago —comprendió el elfo.

El humano asintió.

—Y creo que puedo ayudarte.

En la mirada de Fenris apareció un brillo de desconfianza.

—He conocido a otros magos. Ninguno pudo ayudarme. Además, nadie ofrece nada a cambio de nada.

—En eso tienes razón —admitió el mago—. Tengo una oferta que hacerte, y sospecho que te interesará, pues ambos podemos salir beneficiados. Pero antes necesito comprobar que realmente eres el tipo de persona que estoy buscando.

Ahora fue Fenris quien permaneció en silencio, pero su mirada hosca y suspicaz fue lo bastante elocuente.

—Necesito saber quién eres, de dónde vienes y cómo has llegado hasta aquí.

El elfo dejó escapar una seca carcajada que sonó casi como un ladrido. El mago sonrió.

—¿O prefieres que deshaga el hechizo para que puedas volver a rondar por aquí como un lobo hambriento? No muy lejos, junto al río, hay una hacienda donde viven dos niños sanos y rollizos. ¿Te dirigías hacia allí cuando saltaste sobre mí para devorarme?

Fenris palideció y se estremeció violentamente.

—Intuyo que prefieres charlar —comentó satisfecho el mago.

Sin embargo, el elfo no dijo nada.

—Sé por tu mirada que has matado antes, joven elfo —insistió el hechicero—. Sangre inocente, ¿verdad? No puedes controlar al lobo las noches de luna llena y te horroriza convertirte en una bestia, pero no tienes valor para poner fin a tu vida. Yo puedo rescatarte de todo esto.

Fenris le disparó una mirada llena de antipatía y se envolvió en la capa; se dio cuenta entonces de que se trataba de la capa del mago, y de que esta era la única prenda que lo cubría. No obstante, eso no pareció importarle.

—Pero estábamos hablando de tu pasado, querido amigo —prosiguió el mago—. Ibas a contarme cómo has llegado hasta aquí.

—¿Quién quiere saberlo? ¿Un hombre que oculta su rostro? —replicó el elfo, de mal humor.

El mago rió con suavidad y se retiró la capucha. Las llamas iluminaron las facciones de un hombre de mediana edad que, sin embargo, parecía consumido prematuramente. Su cabello gris caía a ambos lados de su rostro seco de finos labios, nariz recta y ojos oscuros, alentados por un extraño brillo febril.

—¿Satisfecho..., Fenris? —sonrió el mago—. Un nombre curioso para un elfo.

—Hace mucho que ya nadie me llama por mi verdadero nombre —murmuró el elfo, contemplando el fuego, pensativo—. El nombre que me pusieron mis padres cuando nací, hace ciento cuarenta y cuatro años.

Un lobo aulló en la lejanía, pero ninguno de los dos le prestó atención. Inmerso en los recuerdos del pasado, Fenris el elfo empezó a relatar su historia.

I. EL ATAQUE

EL SONIDO DE UN CUERNO se extendió sobre las copas de los árboles y ascendió hacia la luna llena que brillaba majestuosa en el cielo nocturno. Los Centinelas se apresuraron a colocarse en sus puestos y cargaron los arcos. El Paso del Sur, uno de los pocos accesos al Reino de los Elfos, estaba siendo atacado.

No era sencillo entrar en la tierra de los elfos, rodeada por lo que llamaban el Anillo, un círculo de frondoso e intrincado bosque, casi impenetrable, que la protegía de los extraños. Los Centinelas, encargados de vigilar aquella frontera vegetal, eran elfos medio silvestres que se movían con más comodidad en lo más profundo del bosque que en las elegantes ciudades álficas del corazón de su tierra. Si bien los demás elfos los consideraban salvajes y poco refinados para tratarse de elfos, sabían también que nadie conocía el Anillo como ellos, y que podían estar seguros de que su reino seguiría a salvo mientras la mirada vigilante de los Centinelas todo lo abarcara.

Aquella noche, el peligro era muy concreto. Corrían tiempos de escasez, y las tierras que rodeaban el Reino de los Elfos se habían agostado. Muchos animales habían acudido a refugiarse al frondoso bosque—frontera, que conservaba su frescura y su exuberancia gracias a los cuidados de los brujos y los druidas, y todos ellos habían sido bien venidos. Sin embargo, los Centinelas tenían orden de no dejar pasar a ningún humano, a no ser que trajese un salvoconducto firmado por el Rey de los Elfos.

Pero no eran del todo humanos, ni tampoco exactamente animales, los que aquella noche trataban de asaltar el Paso del Sur, un desfiladero que abría una brecha en el Anillo y llevaba hasta un sendero que conducía al corazón del Reino. Estaba defendido por un baluarte compuesto por dos fuertes pero elegantes torreones, entre los cuales había un portón cerrado que los Centinelas vigilaban celosamente. Eilai, una joven Centinela de ojos ambarinos y largo cabello color miel, escrutaba el horizonte desde las almenas, con su arco a punto. Una veintena de sombras oscuras corría hacia ellos, ladrando y aullando.

—¿Es que no se rinden nunca? —murmuró, irritada.

A su lado, Anthor frunció el ceño.

—¡Licántropos! —escupió con desagrado—. Los detesto.

Los licántropos eran personas que podían transformarse en animales, pero en la mayoría de los casos la palabra se refería a los hombres—lobo. Era una anomalía que no se daba entre los elfos, y estos, que despreciaban a los humanos por considerarlos inferiores a ellos, no solían emplear la expresión «hombre—lobo», puesto que la encontraban ciertamente insultante para los lobos.

Eilai no respondió. Aquellas criaturas llevaban ya tiempo tratando de entrar en el Reino de los Elfos. El mes anterior se habían dividido y habían intentado penetrar en el Anillo por distintos frentes y por separado, ya que el intrincado bosque no permitía que entrasen todos a la vez. Los Centinelas, dueños y señores del Anillo, habían repelido el ataque, pero aquellos seres eran difíciles de matar, y ahora, un mes después, volvían a la carga empleando la estrategia contraria: un ataque frontal contra uno de los accesos principales del reino.

Los atacantes se acercaban. Anthor y Eilai tensaron sus arcos todavía más, pero no dispararon hasta que el Capitán dio la orden. Entonces, una lluvia de flechas cayó sobre los asaltantes, un grupo de enormes lobos que ya estaban a punto de cargar contra la puerta. Todas las saetas dieron en el blanco, pero las criaturas no las notaron más que si se tratase de simples picaduras de mosquito.

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