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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (76 page)

BOOK: Festín de cuervos
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Se la proporcionarían los dromones que se estaban construyendo en el río. Su nave insignia iba a hundir en las aguas el doble de remos que la
Martillo del Rey Robert
. Aurane le había pedido permiso para llamarla
Lord Tywin
, y Cersei se lo concedió de buena gana. Se moría de ganas de oír a los hombres hablar de su padre en femenino. Otro barco llevaría por nombre
Bella Cersei
, y el mascarón de proa sería una talla suya chapada en oro, vestida con cota de malla y yelmo de león, con una lanza en la mano. Las seguirían la
Valor de Joffrey
, la
Joanna
y la
Leona
, además de la
Reina Margaery
, la
Rosa Dorada
, la
Lord Renly
, la
Lady Olenna
y la
Princesa Myrcella
. La Reina había cometido el error de decirle a Tommen que podía elegir el nombre de las cinco últimas. En realidad, él había insistido en llamar a una
Chico Luna
. Lord Aurane tuvo que señalarle que muchos hombres se negarían a servir a bordo de un barco que llevara nombre de bufón; al fin, el niño accedió a ponerle el nombre de su hermana.

—Si ese septón zarrapastroso piensa obligarme a comprar la bendición de Tommen, se va a enterar —le dijo a Taena. La Reina no tenía la menor intención de mostrarse servil ante un montón de sacerdotes.

La litera se detuvo otra vez, en aquella ocasión con tanta brusquedad que Cersei dio un salto.

—Esto es insoportable.

Se asomó una vez más, y vio que habían llegado a la cima de la Colina de Visenya. Más adelante se alzaba el Gran Septo de Baelor, con su magnífica cúpula y sus siete torres resplandecientes, pero entre sus escaleras de mármol y ellos se interponía un hosco mar de humanidad oscura, harapienta, sucia.

«Gorriones», supo en cuanto olfateó el aire, aunque jamás había habido un gorrión con semejante olor a rancio.

Cersei se quedó horrorizada. En los informes que le había llevado Qyburn ponía cuántos eran, pero oír hablar de ellos era una cosa, y verlos, otra completamente diferente. Había cientos acampados en la plaza, y más cientos en los jardines. Sus hogueras para cocinar impregnaban el aire de humo y hedor. Las tiendas de tela y las chozas de barro y restos de madera ensuciaban el mármol níveo. Divisó gorriones acurrucados hasta en las escaleras, bajo las torres imponentes del Gran Septo.

Ser Osmund se acercó a ella al trote. Junto a él cabalgaba Ser Osfryd, a lomos de un semental tan dorado como su capa. Osfryd era el mediano de los Kettleblack, más taciturno que sus hermanos, más dado a fruncir el ceño que a sonreír.

«Y si es verdad lo que se comenta, también es el más cruel. Tal vez debería enviarlo al Muro.»

El Gran Maestre Pycelle habría preferido poner al mando de los capas doradas a alguien de más edad, «más curtido en las artes de la guerra», y varios de sus consejeros se habían mostrado de acuerdo con él.

—Ser Osfryd está suficientemente curtido —les dijo ella, pero ni con eso consiguió que se callaran.

«Me ladran como una jauría de perros importunos.» Pycelle había agotado su paciencia. Llegó a tener la osadía de protestar ante su idea de buscar un maestro de armas en Dorne, con la excusa de que aquello podía ofender a los Tyrell.

—¿Y por qué creéis que lo hago? —le preguntó, burlona.

—Disculpad, Alteza —dijo Ser Osmund—, mi hermano está llamando a más capas doradas. Despejaremos el camino, no temáis.

—No tengo tiempo. Seguiré a pie.

—Por favor, Alteza. —Taena la cogió por el brazo—. Me dan miedo. Son muchos, son cientos, y están tan sucios...

Cersei le dio un beso en la mejilla.

—El león no tiene miedo del gorrión, pero sois muy amable al preocuparos por mí. Sé que me deseáis lo mejor, mi señora. Ser Osmund, tened la amabilidad de ayudarme a bajar. —«Si hubiera sabido que tendría que andar, me habría vestido de otra manera.» Llevaba una túnica blanca con bordados de hilo de oro, con encajes, pero modesta. Hacía años que no se la ponía, y la notaba incómodamente prieta por la cintura—. Ser Osmund, Ser Meryn, acompañadme. Ser Osfryd, vigilad mi litera.

Varios gorriones estaban tan flacos y demacrados que parecían capaces de comerse sus caballos.

Mientras avanzaba entre la multitud desharrapada, junto a sus hogueras para cocinar, los carromatos y los rudimentarios refugios, la Reina no pudo evitar acordarse de otra ocasión en que una muchedumbre se había congregado en aquella misma plaza. El día en que se casó con Robert Baratheon, miles de personas acudieron para aclamarlos. Todas las mujeres lucían sus mejores prendas; la mitad de los hombres llevaba niños a hombros. Cuando salió del septo de la mano del joven rey, el rugido de la multitud se habría podido oír en Lannisport.

—Les habéis caído en gracia, mi señora —le susurró Robert al oído—. Mirad, hay una sonrisa en cada rostro.

Durante un breve instante había sido feliz en su matrimonio... Hasta que su mirada se cruzó por casualidad con la de Jaime.

«No —recordó haber pensado—, no en cada rostro, mi señor.»

Aquel día no sonreía nadie. Las miradas que le lanzaban los gorriones eran resentidas, hoscas, hostiles. Le abrieron paso, pero de mala gana.

«Si de verdad fueran gorriones, bastaría con un grito para que echaran a volar. Un centenar de capas doradas con palos, espadas y mazas limpiarían este estercolero en nada de tiempo. Eso es lo que habría hecho Lord Tywin. Se habría librado de todos, en vez de pasar entre ellos.»

Cuando vio lo que habían hecho con Baelor
el Bienamado
, la Reina tuvo motivos para lamentarse de tener un corazón tan blando. La gran estatua de mármol que durante años había sonreído con serenidad en la plaza estaba cubierta de calaveras y huesos hasta la cintura. Algunas calaveras conservaban restos de carne. Encima de ellos había un cuervo que disfrutaba del seco y correoso festín. Las moscas zumbaban por doquier.

—¿Qué significa esto? —espetó Cersei a la multitud—. ¿Queréis enterrar al bendito Baelor en una montaña de carroña?

Un hombre al que le faltaba una pierna se adelantó apoyado en una muleta de madera.

—Alteza, estos huesos son de mujeres y hombres santos, asesinados por su fe. Septones, septas; hermanos pardos, castaños y verdes; hermanas blancas, azules y grises. A unos los ahorcaron; a otros los destriparon. Hombres sin dios y adoradores del demonio han saqueado los septos, han violado a madres y doncellas y hasta han atacado a hermanas silenciosas. Nuestra Madre grita de angustia. Hemos traído sus huesos desde todos los rincones del reino para dar testimonio de la agonía de la Sagrada Fe.

Cersei sentía el peso de todos los ojos clavados en ella.

—El Rey tendrá noticia de estas atrocidades —respondió en tono solemne—. Tommen compartirá vuestra ira. Esto es obra de Stannis y de su bruja roja, y de los norteños salvajes que adoran a los árboles y a los lobos. —Alzó la voz—. ¡Vuestra muerte será vengada, buenas gentes!

Se oyeron unas cuantas aclamaciones, pero no muchas.

—No pedimos venganza para nuestros muertos —dijo el hombre de una sola pierna—, sólo protección para los vivos. Para los septos y los lugares sagrados.

—El Trono de Hierro tiene que defender la Fe —gruñó un patán corpulento con una estrella de siete puntas pintada en la frente—. Un rey que no protege a su pueblo no es rey ni es nada.

Un murmullo de asentimiento empezó a alzarse entre los que lo rodeaban. Un hombre tuvo la temeridad de agarrar a Ser Meryn Trant por la muñeca.

—Ya va siendo hora de que todos los caballeros ungidos renuncien a sus señores de este mundo y defiendan la Sagrada Fe —le dijo—. Si adoráis a los Siete, venid con nosotros, ser.

—Suéltame —replicó Ser Meryn al tiempo que se liberaba.

—Os escucho —dijo Cersei—. Mi hijo es joven, pero adora a los Siete. Tendréis su protección, y también la mía.

Aquello no bastó para apaciguar al hombre de la estrella en la frente.

—El que nos defiende es el Guerrero —dijo—, no ese niño rey regordete.

Meryn Trant fue a echar mano de la espada, pero Cersei lo detuvo antes de que desenvainara. Sólo contaba con dos caballeros entre un mar de gorriones. Había garrotes, guadañas, palos, cayados y unas cuantas hachas.

—No toleraré que se vierta sangre en este lugar sagrado, ser. —«¿Por qué todos los hombres son tan críos? Si lo mata, los demás nos despedazarán miembro a miembro»—. Todos somos hijos de la Madre. Vamos, Su Altísima Santidad nos aguarda.

Pero cuando avanzó entre los gorriones y se dirigió hacia las escaleras del septo, una bandada de hombres armados salió para bloquear las puertas. Vestían cota de malla y cuero grueso, y alguna que otra pieza de armadura abollada. Unos tenían lanzas; otros, espadas largas. La mayoría llevaba hachas y se había cosido una estrella roja al jubón desteñido. Dos de ellos tuvieron la insolencia de cruzar las lanzas ante ella para impedirle el paso.

—¿Así recibís a vuestra reina? —les preguntó, airada—. Decidme, ¿dónde están Raynard y Torbert?

No era propio de aquellos dos perderse la ocasión de adularla. Torbert siempre montaba todo un espectáculo, dejándose caer de rodillas ante ella para lavarle los pies.

—No conozco a esos hombres que mencionáis —dijo uno con una estrella roja en el jubón—, pero si están al servicio de la Fe, los Siete los necesitan.

—El septón Raynard y el septón Torbert están entre los Máximos Devotos —dijo Cersei—, y se enfurecerán cuando se enteren de que me habéis obstruido el paso. ¿Acaso me negáis la entrada al septo sagrado de Baelor?

—Alteza —intervino un hombre de barba canosa y hombros encorvados—, vos sois bienvenida, pero vuestros hombres tienen que dejar la espada fuera. Por orden del Septón Supremo no se permiten armas en el interior.

—Los caballeros de la Guardia Real no dejan nunca sus armas, ni siquiera en presencia del rey.

—La palabra del rey manda en la casa del rey —replicó el anciano—, pero esta es la casa de los dioses.

Se le enrojecieron las mejillas. Bastaba con que le diera una orden a Meryn Trant, y el barbablanca encorvado iría a reunirse con sus dioses antes de lo que habría querido.

«Pero aquí no. Ahora no.»

—Esperadme —le ordenó tajante a su Guardia Real.

Subió sola por las escaleras. Los lanceros apartaron las lanzas. Otros dos hombres empujaron con todas sus fuerzas las puertas, que se abrieron con un gemido.

En la Sala de las Lámparas, Cersei se encontró con una veintena de septones arrodillados, pero no estaban rezando. Tenían cubos de agua jabonosa y estaban fregando el suelo. Al ver las túnicas de lana basta y las sandalias, los tomó por gorriones, hasta que uno de ellos alzó la cabeza. Tenía la cara roja como una remolacha, y le sangraban las ampollas reventadas de las manos.

—Saludos, Alteza.

—¿Septón Raynard? —La Reina no daba crédito a sus ojos—. ¿Qué hacéis ahí de rodillas?

—Está limpiando el suelo. —El que así hablaba era un poco más bajo que la Reina y flaco como el mango de una escoba—. El trabajo es una forma de oración que complace al Herrero. —Se levantó con el cepillo en la mano—. Os estábamos esperando, Alteza.

La barba del hombre era entrecana, bien recortada, y llevaba el pelo recogido en una coleta. Su túnica estaba limpia, pero también desgastada y remendada. Se había remangado hasta los codos para cepillar el suelo, pero por debajo de las rodillas tenía la ropa empapada y chorreante. Su rostro era anguloso, con unos ojos hundidos tan marrones como el barro.

«Va descalzo», advirtió con consternación. Tenía unos pies espeluznantes, endurecidos, callosos.

—¿Vos sois Su Altísima Santidad?

—Lo somos.

«Dame fuerzas, Padre.» La Reina sabía que debería arrodillarse, pero el suelo del septo estaba lleno de jabón y agua sucia, y no quería echar a perder el vestido. Miró al resto de los ancianos arrodillados.

—No veo a mi amigo el septón Torbert.

—El septón Torbert se encuentra confinado en una celda de penitencia, a pan y agua. Es un pecado que una persona esté tan gorda cuando la mitad del reino se muere de hambre.

Cersei ya había soportado suficiente por un día. Se permitió demostrar la cólera que sentía.

—¿Os parece bien recibirme así? ¿Chorreando y con un cepillo en la mano? ¿Sabéis quién soy?

—Vuestra Alteza es la reina regente de los Siete Reinos —replicó el hombre—, pero está escrito en La estrella de siete puntas que los hombres deben inclinarse ante sus señores y los señores ante sus reyes, de modo que los reyes tienen que inclinarse ante los Siete que Son Uno.

«¿Me está diciendo que me arrodille?» Era evidente que no la conocía bien.

—Tendríais que haberme recibido en las escaleras, ataviado con vuestras mejores vestiduras y con la corona de cristal en la cabeza.

—No tenemos corona, Alteza.

Cersei frunció el ceño más aún.

—Mi señor padre le entregó a vuestro predecesor una corona de extraordinaria belleza, de cristal tallado y oro batido.

—Y por ese regalo lo honramos en nuestras oraciones —replicó el Septón Supremo—, pero los pobres necesitaban comida en el estómago más de lo que nos necesitamos cristal en la cabeza. Vendimos esa corona. Igual que las otras que había en las criptas, y también todos los anillos y las túnicas de hilo de plata e hilo de oro. La lana abriga igual. Por eso nos dieron ovejas los Siete.

«Está completamente loco.» Los Máximos Devotos también debían de haber estado locos cuando eligieron a aquella criatura... Locos o aterrados de los mendigos congregados a sus puertas. Los informantes de Qyburn aseguraban que al septón Luceon sólo le faltaban nueve votos para resultar elegido cuando las puertas cedieron y los gorriones entraron como una marea en el Gran Septo, con su líder a hombros y blandiendo hachas.

Clavó una mirada gélida en el hombre menudo.

—¿Podemos hablar con más intimidad en alguna parte, Santidad?

El Septón Supremo le entregó el cepillo a un Máximo Devoto.

—Si Vuestra Alteza tiene la amabilidad de seguirnos...

La precedió por las puertas interiores hasta el septo propiamente dicho. Sus pisadas resonaban en los suelos de mármol. Las motas de polvo brillaban en los haces de luz coloreada que entraban por las vidrieras de la gran cúpula. El incienso endulzaba el ambiente, y junto a los siete altares, las velas brillaban como estrellas. Un millar parpadeaba por la Madre, y casi otras tantas por la Doncella, pero las del Desconocido se podían contar con los dedos y aún sobraban.

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