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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (78 page)

BOOK: Festín de cuervos
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Pero gracias a la pequeña reina, el Rey era inmune al sentido común.

—Si nos mezclamos con el pueblo, nos querrá más.

—La chusma quería tanto al gordo del Septón Supremo que lo hizo pedazos miembro a miembro, y eso que era un hombre santo —le recordó.

Sólo sirvió para que hiciera pucheros y se mostrara hosco con ella.

«Justo lo que quiere Margaery, seguro. Trata de robármelo todos los días, de todas las maneras posibles. —Quizá Joffrey habría sabido ver qué escondía tras su sonrisa manipuladora y la habría puesto en su lugar, pero Tommen era más ingenuo—. Margaery sabía que Joff era demasiado fuerte para ella —pensó mientras recordaba la moneda de oro que había encontrado Qyburn—. Para que la Casa Tyrell tuviera alguna posibilidad de gobernar, tenían que eliminarlo.» Recordó que Margaery y su repulsiva abuela habían conspirado para casar a Sansa Stark con Willas, el hermano tullido de la pequeña reina. Para evitarlo, Lord Tywin se les había adelantado y había casado a Sansa con Tyrion, pero su intención no había dejado lugar a dudas. «Están juntos en esto —comprendió, sobresaltada—. Los Tyrell sobornaron a los carceleros para que liberaran a Tyrion, y se lo llevaron por el camino de las Rosas para reunirlo con su vil esposa. A estas alturas, los dos estarán a salvo en Altojardín, bien escondidos tras una muralla de rosas.»

—Tendríais que haber venido con nosotras, Alteza —parloteó la pequeña intrigante mientras subían por la ladera de la Colina Alta de Aegon—. Hemos pasado un rato maravilloso. Los árboles están vestidos de dorado, rojo y naranja, y hay flores por todas partes. Y castañas. Hemos asado unas cuantas antes de volver.

—No tengo tiempo para ir por los bosques cogiendo flores —replicó Cersei—.Tengo que gobernar un reino.

—¿Sólo uno, Alteza? ¿Quién gobierna los otros seis? —Margaery rió alegremente—. Espero que disculpéis mi broma; ya sé que soportáis una carga muy pesada. Me tendríais que dejar que la compartiera con vos. Seguro que hay algo en lo que os pueda ayudar, y así se acabarían todos esos rumores de que rivalizamos por el afecto del Rey.

—¿Eso se dice? —Cersei sonrió—. Qué tonterías. Nunca, ni durante un momento, os he considerado mi rival.

—No sabéis cuánto me agrada oír eso. —La chica no pareció darse cuenta de que Cersei sólo intentaba poner fin a la conversación—. Tommen y vos tenéis que acompañarnos la próxima vez. Estoy segura de que a Su Alteza le encantará. El Bardo Azul ha estado cantando, y Ser Tallad nos ha enseñado a luchar con un palo, como hace el pueblo. No sabéis lo bonitos que están los bosques en otoño.

—A mi difunto marido también le gustaban los bosques. —En los primeros años de su matrimonio, Robert le suplicó a menudo que fuera a cazar con él, pero Cersei se negó siempre. Las expediciones de caza de su marido le daban tiempo para estar con Jaime. «Días dorados y noches de plata.» Sin duda, su danza era peligrosa. Dentro de la Fortaleza Roja había ojos y oídos por todas partes, y nunca se sabía cuándo iba a regresar Robert. En cierto modo, el peligro hacía que los ratos que pasaron juntos fueran aún más emocionantes—. Pero a veces la belleza enmascara un peligro mortal —le advirtió a la pequeña reina—. Robert perdió la vida en esos bosques.

Margaery le dedicó una sonrisa a Ser Loras; era una sonrisa afable, fraternal, cargada de afecto.

—Vuestra Alteza es muy amable al temer por mí, pero mi hermano me protege.

«Vete a cazar —le había dicho Cersei a Robert medio centenar de veces—. Mi hermano me protege.» Recordó lo que había dicho Taena aquel mismo día y no pudo contener una carcajada.

—Vuestra Alteza tiene una risa preciosa. —Lady Margaery le dedicó una sonrisa interrogante—. ¿Vais a compartir esa broma conmigo?

—Algún día —le prometió la Reina—. Algún día, os lo prometo.

EL SAQUEADOR

Los tambores batían a ritmo de combate cuando la proa del
Victoria de Hierro
, como si fuera un ariete, avanzaba hendiendo las turbulentas aguas verdes. El barco más pequeño estaba dando la vuelta; sus remos hendían el mar. En sus estandartes ondeaban rosas: en la proa y en la popa, rosas de plata sobre un campo de gules; en la cima del mástil dorado, una rosa de gules sobre un campo de grenoble verde como la hierba. El
Victoria de Hierro
chocó contra su borda con tal fuerza que la mitad de grupo de abordaje cayó rodando. Los remos crujieron y se astillaron; música para los oídos del capitán.

Saltó la regala y cayó en la cubierta con la capa dorada ondeando a su espalda. Las rosas blancas retrocedieron cuando los hombres vieron a Victarion Greyjoy, con armas y armadura, el rostro oculto tras el yelmo del kraken. Llevaban espadas, lanzas y hachas, pero nueve de cada diez iban sin armadura, y el décimo sólo llevaba una cota de lamas cosidas.

«No son hombres del hierro —pensó Victarion—. Tienen miedo de ahogarse.»

—¡A por él! —ordenó un hombre—. ¡Está solo!

—¡VENID! —rugió él—. ¡Venid a matarme si podéis!

Los guerreros de las rosas se le acercaron con el acero gris en las manos y el terror en los ojos. Su miedo era tan fragante que Victarion sentía su sabor en la lengua. Atacó a diestro y siniestro. Al primer hombre le cortó el brazo a la altura del codo; al segundo le atravesó el hombro. El tercero clavó el hacha en la madera blanda de pino del escudo de Victarion, que lo estampó contra la cara del muy idiota y lo derribó, y lo mató cuanto intentaba levantarse. Mientras trataba de sacar el hacha de entre las costillas del muerto, una lanza lo pinchó entre los omóplatos. Fue como si le dieran una palmadita en la espalda. Victarion se volvió y le asestó al lancero un hachazo en la cabeza. Sintió el impacto en el brazo cuando el acero atravesó yelmo, pelo y cráneo. El hombre se tambaleó un instante, hasta que el capitán del hierro liberó la hoja y el cadáver cayó despatarrado en cubierta, con más aspecto de borracho que de muerto.

Sus hijos del hierro ya lo habían seguido a la cubierta del barcoluengo. Oyó el aullido de Wulfe
Una Oreja
cuando puso manos a la obra; divisó a Ragnor Pyke con su cota de malla oxidada; vio a Nute
el Barbero
que lanzaba el hacha girando por los aires para acertar a un hombre en el pecho. Victarion mató a un enemigo más y luego a otro. Habría matado a un tercero, pero Ragnor se le adelantó.

—¡Buen golpe! —le gritó.

Se volvió para buscar a la siguiente víctima para su hacha, y en aquel momento divisó al otro capitán en la cubierta. Llevaba el jubón blanco salpicado de sangre y vísceras, pero se distinguía el blasón en el pecho, la rosa blanca en el escudo rojo. Llevaba el mismo dibujo en el escudo, sobre campo de plata con bordura crenelada.

—¡Eh, tú! —le gritó el capitán del hierro en medio de la carnicería—. ¡El de la rosa! ¿Eres el señor de Escudo del Sur?

El otro se levantó el visor para mostrar un rostro lampiño.

—Su hijo y heredero, Ser Talbert Serry. ¿Quién eres tú, kraken?

—Tu muerte.

Victarion se lanzó contra él.

Serry se dispuso a recibirlo. Su espada larga era de buen acero forjado en castillo, y el joven caballero la hizo cantar. Primero lanzó un golpe bajo, que Victarion desvió con el hacha. El segundo lo acertó en el yelmo antes de que tuviera tiempo de levantar el escudo. El capitán del hierro respondió con un hachazo horizontal, y el escudo de Serry cortó la trayectoria. Saltaron astillas de madera, y la rosa blanca se rajó con un delicioso crujido. La espada larga del joven caballero lo acertó en el muslo una vez, y dos, y tres, chirriando contra el acero.

«El muchacho es rápido», advirtió el capitán del hierro. Estampó el escudo en el rostro de Serry, con lo que lo mandó tambaleándose contra la regala. Victarion levantó el hacha y descargó todo su peso en el golpe para rajar al muchacho del cuello a la entrepierna, pero Serry rodó para esquivarlo. El hacha se clavó en la baranda. Las astillas de madera salieron volando y, cuando trató de arrancarla, no pudo. La cubierta se movió bajo sus pies, y cayó sobre una rodilla.

Ser Talbert tiró a un lado el escudo roto y lanzó un tajo desde arriba con la espada larga. Aunque a Victarion se le había desplazado el escudo con la caída, detuvo la hoja de Serry con un puño de hierro. Las lamas de acero crujieron, y una punzada de dolor lo hizo gruñir, pero Victarion resistió.

—Yo también soy rápido, chico —dijo al tiempo que le arrancaba la espada de la mano y la tiraba al mar.

Ser Talbert abrió los ojos desmesuradamente.

—Mi espada...

Victarion lo cogió por la garganta con el puño ensangrentado.

—Ve a buscarla —dijo al tiempo que lo lanzaba de espaldas a las aguas teñidas de sangre.

Con aquello consiguió unos instantes de respiro para recuperar el hacha. Las rosas blancas caían ante la oleada de hierro. Unos trataban de esconderse bajo la cubierta; otros pedían cuartel. Victarion sentía la sangre cálida que le corría por los dedos bajo la malla, el cuero y las placas del guantelete, pero no era nada. Alrededor del mástil, un grupo de enemigos seguía luchando, en un círculo formado hombro con hombro.

«Esos, al menos, son hombres. Prefieren morir a rendirse.» Victarion les concedería su deseo a unos cuantos. Golpeó el hacha contra el escudo y cargó contra ellos.

El Dios Ahogado no había creado a Victarion Greyjoy para que luchara con palabras en las asambleas, ni para que combatiera a enemigos furtivos y escurridizos en pantanos interminables. Para aquello había nacido: para vestir el acero y blandir un hacha ensangrentada, para repartir muerte con cada golpe.

Le lanzaron tajos de frente y por la espalda, pero tanto habría dado que hubieran usado ramas de sauce en vez de espadas. No había hoja capaz de traspasar la gruesa armadura de Victarion Greyjoy, y no les daba tiempo a sus enemigos para que buscaran los puntos débiles en las articulaciones, donde el cuero era su única protección. Que lo atacaran tres hombres a la vez, o cuatro, o cinco. No importaba. Los mataba de uno en uno, mientras confiaba en su armadura para protegerse de los otros. Cuando un enemigo caía, volcaba su rabia contra el siguiente.

El último que se enfrentó a él debía de haber sido herrero. Tenía los hombros de un toro, y uno mucho más musculoso que el otro. Su armadura constaba de una brigantina claveteada y un casco de cuero endurecido. El único golpe que asestó terminó de destrozar el escudo de Victarion, pero el que le asestó el capitán como respuesta le partió la cabeza en dos.

«Ojalá fuera así de fácil encargarme de Ojo de Cuervo.» Cuando arrancó el hacha, el casco del herrero pareció estallar. La sangre, los huesos y los sesos saltaron por todas partes, y el cadáver se desplomó hacia delante, contra sus piernas. «Ya es tarde para pedir cuartel», pensó Victarion mientras se apartaba.

La cubierta estaba resbaladiza, y los muertos y moribundos se amontonaban por todas partes. Tiró el escudo a un lado y respiró a fondo.

—Hemos ganado, Lord Capitán —dijo el Barbero, a su lado.

A su alrededor, el mar estaba lleno de barcos. Unos ardían; otros se hundían; varios se encontraban completamente destrozados. Entre los cascos, el agua estaba espesa como un guiso, llena de cadáveres, remos rotos y hombres aferrados a los restos de las naves. A lo lejos, media docena de barcoluengos sureños huía a toda velocidad hacia el Mander.

«Que se vayan —pensó Victarion—, que se lo cuenten a todo el mundo.» Cuando un hombre daba la espalda a la batalla y huía, dejaba de ser un hombre.

Le escocían los ojos por el sudor que se le había metido en ellos durante la lucha. Dos remeros lo ayudaron a desabrocharse el yelmo del kraken para quitárselo. Victarion se secó la frente.

—Ese caballero, el de la rosa blanca —gruñó—. ¿Lo ha sacado alguien? El hijo de un señor valdría un buen rescate.

Lo pagaría Lord Serry, su padre, en caso de que haya sobrevivido. Si no, su señor de Altojardín.

Pero ninguno de sus hombres había vuelto a ver al caballero después de que cayera por la borda. Lo más probable era que se hubiera ahogado.

—Que los banquetes que celebre en las estancias del Dios Ahogado sean comparables a su forma de luchar.

Los hombres de las islas Escudo se decían marineros, pero cruzaban los mares con miedo, y entraban en combate con armadura ligera por temor a ahogarse. El joven Serry no había sido así.

«Un hombre valiente —pensó Victarion Greyjoy—. Casi un hijo del hierro.»

Le entregó el barco capturado a Ragnor Pyke, eligió de entre sus hombres a una docena para que lo tripularan y regresó a su
Victoria de Hierro
.

—Quitadles las armas y la armadura a los prisioneros y vendadles las heridas —le dijo a Nute
el Barbero
—. Tirad al mar a los moribundos. Si alguno suplica misericordia, degolladlo antes. —Para esa gente sólo tenía desprecio; era mejor ahogarse en agua de mar que en sangre—. Quiero un recuento de las naves que hemos capturado y de los caballeros y señores prisioneros. También quiero sus estandartes. —Algún día los colgaría en sus salones. De ese modo, cuando estuviera viejo y débil, podría recordar a todos los enemigos que había matado cuando era joven y fuerte.

—Así se hará. —Nute sonrió—. Ha sido una gran victoria.

«Sí —pensó—, una gran victoria para Ojo de Cuervo y sus magos.» Los otros capitanes volverían a gritar el nombre de su hermano cuando la noticia llegara al Escudo de Roble. Euron los había seducido con su lengua de terciopelo y su mirada risueña; los había ganado para su causa con el fruto del saqueo en medio centenar de tierras lejanas: oro; plata; armaduras ornamentadas; espadas curvas con el pomo enjoyado; puñales de acero valyrio; pieles de tigre y de gato moteado; mantícoras de jade; antiguas esfinges de Valyria; cofres de nuez moscada, clavo y azafrán; colmillos de marfil; cuernos de unicornio; plumas verdes, naranja y amarillas del Mar del Verano; piezas enteras de seda fina y deslumbrante brocado... Pero todo carecía de importancia en comparación con aquello. «Ahora que les ha dado conquistas, lo seguirán adonde quiera —pensó el capitán. Sentía un regusto amargo—. Esta victoria ha sido mía, no suya. ¿Dónde se encontraba él? En el Escudo de Roble, haciendo el vago en el castillo. Me ha robado la esposa, me ha robado el trono y ahora me roba la gloria.»

La obediencia era una segunda naturaleza para Victarion Greyjoy. Había crecido a la sombra de sus hermanos, siguiendo obedientemente a Balon en todo lo que hacía. Más adelante, cuando nacieron los hijos de Balon, llegó a aceptar que algún día se arrodillaría ante ellos cuando uno ocupara el lugar de su padre en el Trono de Piedramar. Pero el Dios Ahogado había llamado a Balon y a sus hijos a sus estancias acuosas, y Victarion no conseguía llamar rey a Euron sin sentir un sabor de bilis en la garganta.

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