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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (77 page)

BOOK: Festín de cuervos
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La invasión de gorriones había llegado incluso allí. Una docena de caballeros errantes desaliñados se había arrodillado ante el Guerrero y le suplicaba que bendijera las espadas que habían amontonado a sus pies. Ante el altar de la Madre, un septón dirigía la oración de una docena de gorriones, cuyas voces le llegaban tan lejanas como olas que lamieran la orilla. El Septón Supremo fue con Cersei hasta el lugar donde la Vieja alzaba su farol. Se arrodilló ante el altar, y a ella no le quedó más remedio que arrodillarse a su lado. Por suerte, aquel Septón Supremo no tenía tanta verborrea como el gordo.

«En fin, al menos algo por lo que dar las gracias.»

Cuando terminó de rezar, Su Altísima Santidad no hizo ademán de levantarse. Por lo visto iban a tener que hablar de rodillas.

«Artimañas de retaco», pensó con diversión.

—Altísima Santidad —empezó—, esos gorriones tienen aterrada a toda la ciudad. Quiero que se vayan.

—¿Adónde van a ir, Alteza?

«Hay siete infiernos; cualquiera me vale.»

—No sé, al lugar de donde hayan venido.

—Han venido de todas partes. El gorrión es el más común, el más humilde de los pájaros, igual que ellos son los más comunes y humildes de los hombres.

«Son comunes; al menos en eso estamos de acuerdo.»

—¿Habéis visto lo que han hecho con la estatua del bendito Baelor? Ensucian la plaza con sus cerdos, sus cabras, sus excrementos...

—Es más fácil limpiar los excrementos que la sangre, Alteza. Si algo ensució esta plaza fue la ejecución que tuvo lugar aquí.

«¿Osa echarme en cara lo de Ned Stark?»

—Todos lamentamos aquello. Joffrey era joven, no tan sabio como debería haber sido. Debería haber decapitado a Lord Stark en cualquier otro lugar, por respeto al bendito Baelor... Pero era un traidor, no lo olvidemos.

—El rey Baelor perdonó a los que conspiraron contra él.

«El rey Baelor encerró a sus propias hermanas por el único crimen de ser bellas.» La primera vez que le relataron aquella historia, Cersei fue a la cuna de Tyrion y lo pellizcó hasta que el pequeño monstruo empezó a llorar. «Tendría que haberle tapado la nariz y haberle metido una media en la boca.» Se obligó a sonreír.

—El rey Tommen también perdonará a los gorriones en cuanto regresen a su hogar.

—La mayor parte de ellos ha perdido su hogar. Hay sufrimiento por todas partes... Y dolor, y muerte. Antes de venir a Desembarco del Rey me ocupaba de medio centenar de aldeas demasiado pequeñas para tener su propio septón. Iba caminando de unas a otras para celebrar bodas, absolver a los pecadores y poner nombre a los recién nacidos. Esas aldeas ya no existen, Alteza. Hay hierbajos y espinos donde antes florecían los jardines; las cunetas están llenas de huesos.

—La guerra es espantosa. Esas atrocidades son obra de los norteños, y de Lord Stannis y sus adoradores del demonio.

—Algunos de mis gorriones hablan de manadas de leones que los saquearon... Y también del Perro, que era vuestro hombre. En Salinas mató a un anciano septón y deshonró a una niña de doce años, una chiquilla inocente que estaba consagrada a la Fe. Tenía la armadura puesta cuando la violó; la cota de malla le desgarró las tiernas carnes. Cuando terminó con ella se la entregó a sus hombres, que le cortaron la nariz y los pezones.

—No podéis hacer responsable a Su Alteza de todos los crímenes que cometan quienes sirvieron alguna vez a la Casa Lannister. Sandor Clegane es un traidor y un salvaje; ¿por qué creéis que prescindimos de sus servicios? Ahora lucha por el bandido Beric Dondarrion, no por el rey Tommen.

—Como digáis. Pero hay una cuestión... ¿Dónde estaban los caballeros del rey mientras sucedían esas cosas? ¿Acaso no juró Jaehaeris
el Conciliador
sobre el mismísimo Trono de Hierro que la corona protegería y defendería siempre a la Fe?

Cersei no tenía ni idea de lo que había jurado o dejado de jurar Jaehaeris
el Conciliador
.

—Cierto —asintió la Reina—. Y el Septón Supremo lo bendijo y lo ungió rey. Es la tradición: siempre que hay un nuevo Septón Supremo, tiene que dar su bendición al rey. Pero vos se la negáis a Tommen.

—Vuestra Alteza está confundida. No se la negamos.

—No habéis acudido.

—El momento no ha madurado.

«¿Qué eres? ¿Un sacerdote o un frutero?»

—¿Y qué podría hacer yo para... madurarlo?

«Como se atreva a hablar de oro, me ocuparé de este igual que del anterior, y buscaré a algún devoto de ocho años para que lleve la corona de cristal.»

—El reino está lleno de reyes. La Fe tiene que asegurarse antes de exaltar a uno por encima de los demás. Hace trescientos años, cuando Aegon
el Dragón
se posó al pie de esta misma colina, el Septón Supremo se encerró en el Septo Estrellado de Antigua y rezó durante siete días y siete noches, sin tomar más alimento que pan y agua. Cuando salió anunció que la Fe no se opondría a Aegon ni a sus hermanas, porque la Vieja había levantado la lámpara para mostrarle el camino que tenía por delante. Si Antigua se alzaba en armas contra el Dragón, la ciudad ardería, y el Faro, la Ciudadela y el Septo Estrellado serían derribados y destruidos. Lord Hightower era un hombre piadoso. Al enterarse de la profecía, mantuvo a su ejército en casa y le abrió a Aegon las puertas de la ciudad, cuando llegó. Y Su Altísima Santidad ungió al Conquistador con los siete aceites. Debo hacer lo mismo que hizo él hace trescientos años: rezar y ayunar.

—¿Durante siete días y siete noches?

—Durante el tiempo que haga falta.

Cersei se moría por abofetear aquel rostro solemne y devoto.

«Podría ayudarte a ayunar —pensó—. Podría encerrarte en una torre y encargarme de que no te den de comer hasta que hablen los dioses.»

—Esos falsos reyes adoran a falsos dioses —le recordó—. El único que defiende la Sagrada Fe es el rey Tommen.

—Y pese a ello, los septos sufren saqueos e incendios por doquier. Hasta las hermanas silenciosas han sido violadas; sus gritos de angustia se alzan hacia el cielo. ¿Ha visto Su Alteza los huesos y calaveras de nuestros mártires?

—Sí —tuvo que responder—. Bendecid a Tommen, y él pondrá fin a esos ataques.

—¿Cómo va a hacerlo, Alteza? ¿Enviará un caballero a recorrer los caminos con cada hermano mendicante? ¿Nos dará hombres para proteger a nuestras septas de los lobos y los leones?

«Haré como si no hubieras mencionado a los leones.»

—El reino se encuentra en guerra. Su Alteza necesita a todos sus hombres. —Cersei no pensaba mermar los ejércitos de Tommen para que sus hombres hicieran de niñeras de los gorriones o protegieran el coño arrugado de un millar de septas amargadas. «Seguro que la mitad de ellas rogaba por una buena violación en sus oraciones»—. Vuestros gorriones tienen en su poder hachas y garrotes; que se defiendan solos.

—Las leyes del rey Maegor lo prohíben; sin duda, Su Alteza lo sabe. Por decreto suyo, la Fe rindió sus armas.

—Ahora el rey es Tommen, no Maegor. —¿Qué le importaba a ella lo que hubiera decretado Maegor
el Cruel
trescientos años atrás? «En vez de quitarles la espada a los fieles tendría que haberlos utilizado para sus propios fines.» Señaló al Guerrero, en su altar de mármol rojo—. ¿Qué tiene en la mano?

—Una espada.

—¿Y se le ha olvidado cómo se utiliza?

—Las leyes de Maegor...

—... se pueden derogar.

Dejó la frase en el aire, a la espera de que el Gorrión Supremo mordiera el anzuelo.

No la decepcionó.

—El renacimiento de la Fe Militante... Eso sería la respuesta a trescientos años de plegarias, Alteza. El Guerrero volvería a alzar su espada brillante y limpiaría de todo mal este mundo pecador. Si Su Alteza me permitiera restaurar las antiguas y benditas órdenes de la Espada y la Estrella, todo hombre piadoso de los Siete Reinos sabría que es nuestro señor verdadero y legítimo.

Era justo lo que quería oír Cersei, pero tuvo buen cuidado de no mostrarse impaciente.

—Su Altísima Santidad habló antes de perdón. Corren tiempos difíciles; el rey Tommen os estaría muy agradecido si pudieseis perdonar la deuda de la corona. Creo que le debemos a la Fe unos novecientos mil dragones.

—Novecientos mil seiscientos setenta y cuatro dragones. Oro que dará de comer a los hambrientos y reconstruirá un millar de septos.

—¿Es oro lo que queréis? —preguntó la Reina—. ¿O la derogación de esas viejas leyes de Maegor?

El Septón Supremo meditó un instante.

—Como queráis. La deuda será perdonada, y el rey Tommen tendrá su bendición. Los Hijos del Guerrero me escoltarán a su presencia, con toda la gloria de la Fe, mientras mis gorriones acuden en defensa de los débiles y humildes de esta tierra, renacidos como Clérigos Humildes de los viejos tiempos.

La Reina se puso en pie y se alisó las faldas.

—Ordenaré que redacten los papeles, y Su Alteza los firmará y les pondrá el sello real. —Lo que más le gustaba a Tommen de ser rey era jugar con el sello.

—Que los Siete amparen a Su Alteza. Que su reinado sea largo. —El Septón Supremo juntó las yemas de los dedos y alzó la vista hacia el cielo—. ¡Que tiemblen los malvados!

«¿Habéis oído, Lord Stannis?» Cersei no pudo por menos que sonreír. Ni su señor padre lo habría hecho mejor. De un plumazo había librado Desembarco del Rey de la plaga de gorriones, había conseguido la bendición para Tommen y había reducido la deuda de la corona en casi un millón de dragones. Sentía el corazón henchido de júbilo mientras el Septón Supremo la acompañaba a la Sala de las Lámparas.

Lady Merryweather compartió la alegría de la Reina, aunque nunca había oído hablar de los Clérigos Humildes ni de los Hijos del Guerrero.

—Existieron antes de la Conquista de Aegon —le explicó Cersei—. Los Hijos del Guerrero eran una orden de caballeros que renunciaban a sus tierras y posesiones, y se convertían en espadas juramentadas de Su Altísima Santidad. Los Clérigos Humildes eran más modestos, pero mucho más numerosos. Eran parecidos a los hermanos mendicantes, aunque llevaban hachas en lugar de cuencos. Recorrían los caminos escoltando a los viajeros de septo en septo y de ciudad en ciudad. Su distintivo era una estrella de siete puntas, en rojo sobre blanco, así que el pueblo los llamaba estrellas. Los Hijos del Guerrero vestían una capa con los colores del arco iris y una armadura con incrustaciones de plata encima de una camisa de cerdas, y llevaban cristales en forma de estrella en la empuñadura de la espada larga. Eran las Espadas: hombres santos, ascetas, fanáticos, hechiceros, matadragones, cazadores de demonios... Se contaban muchas historias sobre ellos. Pero todas coinciden en que eran implacables en el odio que profesaban a los enemigos de la Sagrada Fe.

Lady Merryweather comprendió al instante.

—¿Enemigos como Lord Stannis y su hechicera roja, por ejemplo?

—Pues sí, qué casualidad —respondió Cersei, riendo como una chiquilla—. ¿Qué os parece si abrimos una frasca de hidromiel y, de camino a casa, bebemos por el fervor de los Hijos del Guerrero?

—Por el fervor de los Hijos del Guerrero y por el talento de la reina regente. ¡Por Cersei, la primera de su nombre!

El hidromiel era tan dulce y exquisito como el triunfo de Cersei, y la litera casi parecía flotar durante el viaje de regreso a la ciudad. Pero al pie de la Colina Alta de Aegon se encontraron con Margaery Tyrell y sus primas, que volvían de un paseo a caballo.

«Es que me persigue», pensó Cersei, contrariada al ver a la pequeña reina.

Detrás de Margaery iba una larga hilera de cortesanos, guardias y sirvientes, muchos de ellos cargados con cestas de flores. Cada una de sus primas tenía un admirador: Alyn Ambrose, un escudero alto y flaco, cabalgaba junto a Elinor, con la que se había prometido. Ser Tallad iba con la tímida Alla, y Mark Mullendore, el manco, con la regordeta y risueña Megga. Los gemelos Redwyne escoltaban a Meredyth Crane y Janna Fossoway, otras dos damas de Margaery. Todas las mujeres llevaban flores en el pelo. Jalabhar Xho también se había unido al grupo, al igual que Ser Lambert Turnberry, con su parche, y el atractivo juglar al que llamaban Bardo Azul.

«Y claro, un caballero de la Guardia Real debe acompañar a la pequeña reina, y claro, es el Caballero de las Flores.» Ser Loras estaba deslumbrante con su armadura de lamas blancas e incrustaciones de oro. Ya no tenía la osadía de entrenar a Tommen en el uso de las armas, pero el Rey seguía pasando demasiado tiempo en su compañía. Cada vez que el niño volvía después de pasar una tarde con su esposa tenía una nueva anécdota sobre algo que Ser Loras había dicho o hecho.

Margaery los saludó cuando se cruzaron las columnas, y acompasó el paso de su caballo al de la litera de la Reina. Tenía las mejillas sonrojadas; los bucles castaños le caían por los hombros y se movían con cada soplo de viento.

—Hemos estado cogiendo flores otoñales en el bosque Real —les dijo.

«Ya sabía dónde estabas —pensó la Reina. Sus informadores le daban cuenta de todos los movimientos de Margaery—. Nuestra pequeña reina es una muchachita muy inquieta.» Rara vez pasaban más de tres días sin que saliera a montar. Algunas veces iba por el camino de Rosby para coger conchas y comer en la playa; otras cruzaba el río con su séquito para disfrutar de una tarde de cetrería. También le gustaban los botes, y navegar por el río Aguasnegras para pasar el rato. Cuando le entraba un ataque de devoción, salía del castillo para ir a rezar en el septo de Baelor. Era cliente de una docena de modistas diferentes; todos los orfebres de la ciudad la conocían, y hasta iba a veces al mercado del pescado, junto a la Puerta del Lodazal, para ver las capturas del día. Fuera adonde fuera, el pueblo la adulaba, y Lady Margaery hacía cuanto estaba en su mano para alimentar su fervor. Siempre estaba dando limosna a los mendigos; compraba pasteles calientes a los panaderos en sus carromatos, y detenía su caballo para hablar con los comerciantes.

Si hubiera sido por ella, Tommen haría lo mismo. No paraba de invitarlo a que las acompañara a ella y a sus gallinas en sus correrías, y el chico no paraba de pedir permiso a su madre para que lo dejara ir. La Reina se lo había concedido unas cuantas veces, aunque sólo fuera para que Ser Osney pasara unas horas más en compañía de Margaery.

«Para lo que ha servido... Osney ha resultado toda una decepción.»

—¿Te acuerdas del día en que tu hermana embarcó hacia Dorne? —le preguntaba Cersei a su hijo—. ¿Recuerdas cómo gritaba la chusma cuando volvíamos al castillo, las piedras, las maldiciones?

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