Fortunata y Jacinta (137 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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Y viendo entrar a Izquierdo, volvió a mirar su reloj. «Ha tardado doce minutos. Luego la casa está cerca... Doce minutos: pongamos cuatro para subir la escalera, dos para bajarla... Y está cansado el hombre; debe de ser alta la escalera... La casa está cerca. La descubriremos por la lógica. Nada de preguntas, porque no me lo dirían; ni seguir a este animal, porque eso no tendría mérito. Cálculo, puro cálculo...».

Izquierdo y el cobrador municipal le convidaron a unas copas; pero él no quiso aceptar, porque le repugnaba el aguardiente. Oyoles la conversación sin aparentar oírla, aunque nada interesante tenía para él, pues versó sobre si la Villa iba a suprimir tantas y tantas mulas del ramo de jardines y paseos para repartirse la cebada entre los concejales. Después el recaudador sacó a relucir no sé qué asunto de familia, quejándose de las continuas enfermedades de su esposa, de lo que Izquierdo tomó pie para decir unas cuantas barbaridades sobre las ventajas de no tener familia que mantener.


Musotros
los viudos estamos como queremos» dijo volviéndose a Maxi y dándole un palmetazo en el hombro.

El pobre muchacho hizo como que aprobaba la idea, sonriendo, y para sí dio unas cuantas vueltas al manubrio de la lógica: «Se te ha encargado que no descubras nada; se te ha dicho que tengas cuidado con lo que hablas delante de mí, dromedario, y tú, como todos, te empeñas en meterme en la cabeza la idea de que estoy viudo. No cuentas con que mi cabeza es un prodigio de claridad y raciocinio. A buena parte vienes. Verás cómo destruyo tus sofismas y mentiras. Verás lo que puede el cálculo de un cerebro lleno de luz... ¡Con que yo viudo! Lo mismo que mi tía, que me dijo ayer: «desde que
enviudaste
, pareces otro...». Me conviene hacerles creer que me lo trago. Con mi lógica me las arreglo admirablemente y me río del mundo. ¡Qué bonita es la lógica; pero qué bonita! ¡Y qué hermosura tener la cabeza como la tengo ahora, libre de toda apreciación fantasmagórica, atenta a los hechos, nada más que a los hechos, para fundar en ellos un raciocinio sólido!... Pero vámonos a mi casa, que mi tía me espera».

Tres días después de esto, al entrar en la botica, notó que Ballester y Quevedo hablaban, y que al verle llegar a él, se callaron súbitamente. Como había adquirido facilidad para la apreciación de los hechos, aquel se le reveló claramente. Segismundo y el comadrón trataban de algo que no querían oyese Maximiliano. Para disimular le preguntaron a él por su salud, y a poco dijo Quevedo al farmacéutico en tono muy misterioso:

—¿Ha preparado usted el cornezuelo de centeno? Basta con eso por ahora.

—Qué tal, ¿paseamos mucho, joven? —agregó en alta voz, volviendo hacia Maxi su cara de caimán, en la cual la sonrisa venía a ser como una expresión de ferocidad—. Vamos bien, vamos bien. Al fin podrá usted volver a sus ocupaciones ordinarias. Ya decía yo que en cuanto estuviera usted libre... por aquello de
muerto el perro se acabó la rabia
.

Rubín contestó afirmativamente y con amabilidad. Después observó que Ballester sacaba de un cajón un paquetito de medicamento y se lo daba al señor de Quevedo, diciéndole:

—Lléveselo usted; lo he pulverizado yo mismo con el mayor esmero. La antiespasmódica la llevaré yo.

El comadrón tomó el paquete y se fue.

A poco entró
Doña Desdémona
preguntando por su marido, y pudo observar el joven que Ballester le hizo señas, llamándole la atención sobre la presencia de Maxi, pues la señora empezó diciendo:

—¿Ha ido otra vez a la Cava?

Aquello se arregló y
Doña Desdémona
invitole a que la acompañase a su casa, lo que él hizo de bonísima gana, remolcándola del brazo por la escalera arriba. Conversando estuvieron largo rato, y la señora de Quevedo le enseñaba sus jaulas de pájaros, canarias en cría, un jilguero que sacaba agua del pozo, y comía extrayendo el alpiste de una caja, con otras curiosidades ornitológicas de que tenía llena la casa. A la hora de comer entró Quevedo muy fatigado, diciendo:

—No hay nada todavía...

Y como vio allí al sobrino de Doña Lupe, no dijo más.

Cuando Maximiliano se retiró, iba desarrollando en su mente la más prodigiosa cadena de razonamientos que en aquellas cavilaciones se había visto. «¿Ves como salió? Lo que fulminó en mi cabeza como un resplandor siniestro del delirio, ahora clarea como luz cenital que ilumina todas las cosas. Vaya, hasta poeta me estoy volviendo. Pero dejémonos de poesías; la inspiración poética es un estado insano. Lógica, lógica, y nada más que lógica. ¿Cómo es que lo averiguado hoy por procedimientos lógicos, fundados en datos e indicios reales, existió antes en mi mente como los rastros que deja el sueño o como las ideas extravagantes de un delirio alcohólico? Porque esto no es nuevo para mí. Yo lo pensé, yo lo concebí envuelto en impresiones disparatadas y confundido con ideas enteramente absurdas. ¡Misterios del cerebro, desórdenes de la ideación! Es que la inspiración poética precede siempre a la verdad, y antes de que la verdad aparezca, traída por la sana lógica, es revelada por la poesía, estado morboso... En fin, que yo lo adiviné, y ahora lo sé. El calor se transforma en fuerza. La poesía se convierte en razón. ¡Qué claro lo veo ahora! Vive en la Cava, en la Cava, en la misma casa tal vez donde vivió antes. Se esconde para que no la vea nadie. El suceso se aproxima. La asiste Quevedo. Para ella son el cornezuelo de centeno y la antiespasmódica. ¡Ah! ¡Cómo me río yo de estos imbéciles que creen que me engañan!... ¡Engañarme a mí, que estoy ahora más cuerdo que la misma cordura! ¡Dios mío, qué talento tengo! ¡Qué manera de discurrir!... ¡Estoy asombrado de mí mismo, y compadezco a mi tía, a Ballester, a todos los que hacen delante de mí esta comedia! «Todavía no hay nada», fue lo que dijo Quevedo al volver a la Cava. Presunción equivocada, falsos síntomas. Luego la cosa está próxima. Estamos en Marzo. Bien, no me falta más que averiguar la casa. Si me dejara llevar de la inspiración, aseguraría que es la misma casa aquella, la de los escalones de piedra. Pero no; procedamos con estricta lógica, y no aseguremos nada que no esté fundado en un dato real».

Al día siguiente estuvo con su hermano en el café del Siglo, y después en el de Gallo con Refugio. Era el 19 de Marzo, y los que se llamaban José convidaban a toda la tertulia. Ido del Sagrario se negaba a tomar copas y su amigo Izquierdo, que bebía aguardiente como si fuera agua, se burlaba de la sobriedad del profesor de instrucción primaria, el cual aseguró haber comido
fuerte
y no hallarse muy bien del estómago. Poco a poco se iba desprendiendo el buen Ido de la masa de gente que formaba la tertulia, retirándose de silla en silla, hasta que Maxi le vio en la mesa más lejana, ensimismado, los codos sobre el mármol y la cabeza en las palmas de las manos. Fuese hacia él, movido de lástima, y le preguntó lo que tenía.

—Amigo —le dijo Ido con voz cavernosa, mostrando su cara descompuesta—, ¿ve usted cómo me tiembla el párpado derecho? Pues es señal de que me estoy poniendo malo... pero no tiene usted idea de lo malo que me pongo.

—Vamos, Don José, eso no es más que aprensión —tratando de llevarle al grupo principal.

—Déjeme usted... Se ríen de mí, porque desbarro mucho... Tiempo hacía que no me daba esto; pero lo veo venir, lo veo venir... Ya, ya me entra, y no lo puedo remediar. Tendré que ausentarme, para que no se burlen de mí. Porque me pongo perdido... Me pongo como si bebiera mucho aguardiente, y ya ve usted que no lo cato... no lo cato, créamelo usted, caballero. Usted es el único que no se reirá de mí; usted comprende mi desgracia y me compadece.

—Don José... que se le quiten esas cosas de la cabeza —le dijo el otro, oficiando de hombre sesudo y razonable.

—¡Ah! Pues quíteme del campo de mi vida los hechos... —tocándole amigablemente el brazo—. Porque somos esclavos de las acciones ajenas, y las nuestras no son la norma de nuestra vida. Así es el mundo. De nada le vale a usted ser honrado, si la maldad de los demás le obliga a hacer una barbaridad.

—Eso está muy bien discurrido.

—¡Oh! La desgracia vuelve sabios a los tontos... No, no somos dueños de nuestra vida. Estamos engranados en una maquinaria, y andamos conforme nos lleva la rueda de al lado. El hombre que hace el disparate de casarse, se engrana, se engrana, ¿me entiende usted?, y ya no es dueño de su movimiento.

—Entiendo, sí...

—Pues no me acuse usted si oye que he cometido un crimen —hablándole al oído—, porque los que tenemos la desgracia de ser esposos de una adúltera... Los que tenemos esa desgracia, no podemos responder de aquel mandamiento que dice:
no matar
. Creo que es el quinto.

—Sí, el quinto es —dijo Maxi, que sentía una corriente fría pasándole por el espinazo.

—Y aquí donde usted me ve... —echándose para atrás y expresándose siempre en voz muy baja—, hoy mato yo...

Esto, aunque dicho muy quedamente, fue oído de Izquierdo, que rompiendo a reír, soltó esta andanada:

—¡Pues no dice este judío
Dio
que hoy mata él!... ¿En qué plaza, camaraíta?

Las carcajadas atronaban el café, y Rubín se acercó al grupo principal, diciendo con la mayor serenidad del mundo y en tono de benevolencia y compasión:

—Señores, no burlarse de este pobre señor que no tiene la cabeza buena. Un trastorno mental es el mayor de los males, y no es cristiano tomar estas cosas a broma. Denle un poco de agua con aguardiente.

Se la ofrecieron; pero Ido no la quiso tomar. Amorraba la cabeza entre los brazos cruzados sobre el mármol, y el dueño del establecimiento, mirándole con sorna, le decía:

—Aquí no se duermen monas. A dormirlas a la calle.

Maxi trató de hacerle levantar la cabeza.

—Don José, a usted le convendría tomar duchas y también unas pildoritas de bromuro de sodio. ¿Quiere que se las prepare? Es el tratamiento más eficaz para combatir eso... Dígamelo usted a mí, que durante una temporada he estado como usted... muchísimo peor. Yo inventaba religiones; yo quería que todo el género humano se matara; yo esperaba el Mesías... Pues aquí me tiene tan sano y tan bueno».

Y volviendo al grupo principal:

—Nada, hay que dejarle. Eso le pasará. ¡Pobrecito!, me da mucha lástima.

De repente, Don José se levantó de su asiento y salió de estampía, entre la risa y chacota de toda la partida. Maxi quiso salir detrás; pero Refugio le tiró de los faldones y le hizo sentar a su lado:

—Déjalo tú, ¿qué te importa?

Y apareció el tumulto, por la entrada de otros Pepes; y el amo del café, que también era algo José, repartió puros y ron con marrasquino. Algunos se empeñaron en que Maximiliano bebiese; pero ni él quería, ni Refugio se lo hubiera permitido, atenta siempre a cuidar de su preciosa salud. Lo que hacía el excelente muchacho era reír con la mayor buena fe todas las gracias que allí se decían, hasta las más zafias y groseras, aunque sin participar mucho de la estrepitosa alegría de aquella gente.

—3—

C
omió Rubín aquella noche sosegadamente con su tía, contándole algo de lo que había visto y oído en el café, a lo que respondió la gran señora expresándole su deseo de que no fuese más a aquel establecimiento, por estar muy lejos, y porque en él siempre encontraría una sociedad inculta y ordinaria. El joven parecía conformarse con esta idea, y aseguró que no volvería más. Después fue con su tía a casa de Samaniego, y mientras duró la tertulia, permaneció apartado de ella, labrando y puliendo su idea. «Es en la casa de los escalones de piedra... Después que echó aquel brindis estúpido, Izquierdo habló de subir a gatas a casa de su hermana, y de bajar rodando por los escalones de piedra... Ya sé, pues, dónde está. Ahora, hay que proceder con sigilo y decisión. Llegó la hora de castigar. El honor me lo pide. No soy un asesino, soy un juez. Aquel desgraciado hombre lo decía: "Estamos engranados en la máquina, y la rueda próxima es la que nos hace mover. Sus dientes empujan mis dientes, y ando"».

—¿Por qué suspiras, hijo? —le preguntó su tía, observándole caviloso y suspirante.

Contestó evasivamente, y a poco se retiraron, no sin que
Doña Desdémona
invitase al joven a pasar en su casa la mañana siguiente. Le enseñaría todos sus pájaros y le daría de almorzar. Aceptada esta fineza, Maxi se personó en casa de Quevedo desde las nueve, hora en que la señora aquella se hallaba en la plenitud de sus funciones, limpiando jaulas, revisando nidos, examinando huevos, y sosteniendo con este y el otro volátil pláticas muy cariñosas. Su obesidad no le impedía ser ágil y diligentísima en aquella faena. Gastaba una bata de color de almagre, y como su figura era casi esférica, no parecía persona que anda, sino un enorme queso de bola que iba rodando por las habitaciones y pasillos. No tardó en asociar al chico a sus operaciones, enseñándole a distribuir el alpiste a toda la familia. Con algunos sostenía
Doña Desdémona
conversaciones maternales. «¿Qué dices tú, chiquitín de la casa?... gloria mía... A ver, ¿tiene el niño mucha hambre...? ¡Ay qué pico me abre este hijo!». Y los trinos ensordecían la casa. Con verdadero ahínco, Maximiliano seguía torneando en su cabeza las ideas de la noche anterior. «La mataré a ella y me mataré después, porque en estos casos hay que poner el pleito en manos de Dios. La justicia humana no lo sabe fallar».

—¡Qué mala es esta pájara! —decía
Doña Desdémona
—, no sabe usted lo mala que es. Ha matado ya tres maridos... y de los hijos no hace caso. Si no fuera por el macho, que es, ahí donde usted lo ve, toda una persona decente, los pobrecitos se morirían de hambre.

—Hay que perdonarla —replicó Maxi con humorismo—, porque no sabe lo que se hace... Y si la fuéramos a condenar, ¿quién le tiraría la primera piedra?

—Vamos ahora a los pericos, que ya están alborotados.

«La lógica exige su muerte —pensaba Rubín colgando cuidadosamente una jaula en que había muchos nidos»— Si siguiera viviendo, no se cumpliría la ley de la razón».

La renovación del alpiste y del agua daba a aquellos infelices y graciosos seres aprisionados una alegría insensata; y poniéndose todos a piar y a cantar a un tiempo, no era posible que se entendieran las personas que entre ellos estaban.
Doña Desdémona
hablaba por señas. Maxi parecía contento, y hubiera vuelto a empezar todas las operaciones por puro entretenimiento. Cuando llegó la hora de almorzar, tenía ya muy buen apetito, y el comadrón y su esposa estuvieron muy amables con él, diciéndole que le agradecerían fuese todos los días, si tenía gusto en ello. Ya Quevedo no era celoso, y desde que su esposa se había redondeado hasta hacer la competencia a los quesos de Flandes, se curó el buen señor de sus murrias y no volvió a hacer el Otelo. Sin embargo, a ninguno que no fuera el pobre Rubín, le habría permitido entrar libremente en la casa, porque en verdad, no le consideraba a éste capaz de comprometer la honra de ningún hogar donde penetrase.

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