Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
—¿Lo dudas todavía? —volvió a preguntar él.
—No sé, no sé... ¿Y si te has equivocado?... —con extremada inquietud y ráfagas de ira—. No sé qué pensar... Maxi, Maxi, si me hubieras dado un tiro, me habrías matado menos. Te juro que si es verdad, esa mujer, esa hipócrita, esa sinvergüenza que me vendía amistad, no se ha de reír de mí. Te juro que le pateo el alma más pronto que lo digo —revolcándose en el lecho—. Esto no puede quedar así. La mato, le saco los ojos, le arranco el corazón... Que me traigan mi ropa. Tío, chiquilla; quiero levantarme. ¡Pero qué abandonada me tienen!
—Comprendo que te dé tan fuerte. Así me dio a mí; pero luego me he vuelto estoico. Aprende de mí. ¿No ves qué sereno estoy? He pasado por todas las crisis de la ira, de la rabia y de la locura...
—Porque tú no eres un hombre —interrumpiéndole.
—Es que las lecciones me han valido.
—Bueno; porque eres un santo... Yo no soy santa, ni quiero.
—¿Y por qué no habías de serlo tú también? —tomándole las manos y tratando de contener con suavidad sus movimientos de ira—. ¿Por qué no habías de aspirar al estado en que yo me encuentro? A él he llegado pasando por la rabia, por la locura... Ahora mismo, no hace mucho, cuando vi a ese diablo de hombre cometiendo una nueva infamia, sentí otra vez la debilidad de espíritu que creía vencida... me entraron ganas de pegarle un tiro, por librar a la humanidad de semejante monstruo... Pero después he sabido vencerme y he dicho: Mejor castiga una consecuencia lógica que un puñal.
—¡Quiere decirse que le viste con ella y te quedaste tan fresco! —gritó la joven, furibunda, echando llamaradas de los ojos.
—No me quedé fresco... Me alboroté mucho; pero después vino la reflexión. Lo que importa, me dije, no es que él muera, sino que ella aprenda. Y tú has aprendido.
—¡Pues si yo les llego a ver...!
—Si les llegas a ver, acuérdate de mí. Hazte santa como yo... Les miras y pasas...
—Tú no eres hombre... Tú no eres nada —exclamó la joven con desprecio—. A ella, a esa bribona es a quien yo quisiera arreglar. Si la cojo, no lo cuenta. ¡Infame, arrastrada, indecente, engañarme así!
—Tú, mira bien si tienes derecho a tratarla de ese modo.
—¡Pues no he de tener! —ofuscándose por completo y sin reparar en lo que decía—. Me ha quitado lo mío. Yo seré mala; pero ella lo es más, mucho más.
—Comprendo tu exaltación. Yo, que no tenía otro móvil que la justicia, cuando les vi, cuando me persuadí de que pecaban, creo que si tengo un revólver, les suelto los seis tiros por la espalda.
—Bien, bien —dijo la esposa con ferocidad—. ¿Por qué no lo hiciste? Eres un tonto... Aunque después me hubieras matado a mí también. Tienes derecho a hacerlo.
—Les vi entrar en aquella casa...
Fortunata abría los ojos con espanto.
—Les esperé para verles salir. Calle tal, número tantos. Me escondí en un portal. ¡Oh!, la suerte de ellos fue que no llevaba revólver...
—Yo te lo compraré... Hoy mismo, ahora mismo —agitándose en el lecho, cogiendo a su hijo, volviéndolo a dejar, descubriéndose el pecho, tapándoselo y sin saber qué hacer.
—¡Matar!... ¿Lección a ella? ¿Y la tuya?
—¿La mía, la mía? Ya la tengo, majadero. ¿Todavía quieres más lección? A esa traicionera sí que se la voy a dar, y gorda.
—Irás a presidio si matas.
—Pues iré contenta.
—¿Y tu hijito?
Al oír esto, Fortunata tuvo un retroceso en su salvaje idea, y cogiendo al chiquillo, que empezaba a rezongar, se lo llevó al seno.
La madre lloraba, el chico también, y el gran Ido apareció otra vez en la puerta sin decir nada, contemplando a marido y mujer con miradas semejantes a las de las estatuas de yeso o mármol, pues parecía no tener niñas en los ojos. Gracias que la entrada de Segunda puso término a la situación; y lo mismo fue ver a Rubín que volarse, soltando por aquella boca sapos y culebras y echando la culpa de todo a su hermano y al tagarote inútil de Don José Ido, el cual, viéndose insultado, a su parecer tan sin motivo, hacía contracciones casi inverosímiles con los músculos de la cara, juntando un ojo con la boca y encaramando el otro hasta la raíz del pelo.
—Yo no sé lo que es —decía—, yo no sé lo que es; pero hoy no tengo la cabeza buena... Y conste que si entró fue porque quiso; que yo no le mandé entrar... Y si la mata, sus razones tendrá, naturalmente... ¡Vaya con la señora esta qué genio gasta! ¡Y cómo me trata! ¿No sabe quién soy? Pues soy Josef... el Idumeo... Profesor en partos... intelectuales.
—
C
állese usted, so
guillati
—chillaba Segunda, que por los movimientos amenazadores que hizo, parecía dispuesta a desbaratar con un par de bofetadas la frágil persona del
profesor idumeo
—. La culpa la tiene este morral que está aquí durmiéndola.
Obra de romanos fue el despertar a
Platón
; por fin, su hermana le tiró de una pata, mientras Encarnación tiraba de la otra, y el corpachón del
modelo
, resbalando sobre el sofá, se desplomó con estruendo sobre el piso. Un rato estuvo estirándose, refregándose los ojos con las manazas, y escupiendo más
hostias
que palabras.
—¿Onde está el judío ladrón que ha entrado sin mi premiso? ¡Hostia, que le parto por la metá!
El lenguaje de Segunda no desmerecía del de su hermano por la finura ni por lo escogido de las voces, lo que desagradaba extraordinariamente a Ido. Maxi salió a la salita, y José Izquierdo se le cuadró ladrándole así:
—¡Ah!, era usté. Ora mismo a la calle... Brrr... ¡Y que tengo yo un genio mu blando...! Pues si le llego a ver antes ¡hostia!, me caso con la santísima... Si le llego a ver antes, por el judío balcón, ¡hostia!, va solutamente a la calle.
Sin demostrar temor alguno, Maximiliano sonreía. Se armó tal zaragata, que tuvo que intervenir Ido con frases de concordia, y Segunda manoteaba, echando la culpa al calzonazos de su hermano, y este increpaba a Encarnación, y la chiquilla daba de rechazo contra Maxi; y fue tal el vocerío que hubo de presentarse en la puerta, que estaba abierta, Estupiñá, y penetró en la casa con ademanes policiacos, mandando callar a todo el mundo y amenazando con traer una pareja.
—Ya decía yo que en este cuarto no habría paz, y como sigan así, pronto los planto a todos en la calle.
Se fue refunfuñando, y al anochecer, cuando ya Ido y Maxi se habían marchado, y los hermanos Izquierdo estaban comiendo, volvió a subir, con bastón de mando, y dijo despóticamente:
—Orden, orden y el primero que meta ruido, va a la cárcel.
—Pues qué, Don Plácido, ¿va a venir el Viático?
—Poco menos —replicó el hablador entrando sin pedir permiso y dirigiéndose a la alcoba—. Que va a venir el ama, la señora casera. Mucho orden, señores, mucha formalidad.
Lo mismo fue oír
Platón
que la señora de Pacheco venía, que el temor de verla le intranquilizó y no tuvo ya sosiego. A trangullones despachó la comida, apresurándose a largarse a la calle. Tal era su miedo de que la señora le viese, que bajó la escalera a escape, y se le erizaba el cabello pensando en que si Guillermina subía cuando él bajaba, no tendría dónde meterse para evitar su encuentro.
Desde la entrevista con su marido, Fortunata se puso tan inquieta, que Segunda tuvo que enfadarse para impedir que se levantara, pues quería hacerlo a todo trance. El chiquitín debía de encontrar novedad en lo tocante a provisiones de boca, porque estaba mal humorado, como si quisiera también echarse a la calle, en son de pronunciamiento. El aviso de la visita de la santa calmó bastante a la madre; pero no al hijo, que no entendía aún ni jota de santidades. Presentose la dama a las nueve, acompañada de Estupiñá; y después de saludar a Segunda como si fuera esta la señora más encopetada, pasó, y antes de decir nada a la que fue su amiga, examinó bien a Juan Evaristo Segismundo. Segunda acercaba una vela para que la dama pudiera ver bien las facciones del niño, quien no parecía entusiasmado, ni mucho menos, con inspección tan impertinente ni con la viveza de la luz, tan próxima a sus ojitos.
—¡Qué mal genio tiene! —dijo la santa sentándose junto al lecho, mientras Fortunata agasajaba a su hijo, y metiéndole el pecho en la boca, trataba de aplacarle. Fue Guillermina muy parca en saludos y demostraciones de afecto, y luego, cuando se quedaron solas la señora de Rubín y la santa, esta no dijo nada de religión, ni mentó la virtud, ni el pecado, ni cosa alguna concerniente al orden moral. Habló de si la joven madre tenía o no mucha leche, y de si sentía esta o la otra molestia, con otras cosas pertinentes al estado en que se hallaba. Fortunata notó en la cara apacible de la fundadora cierta severidad estudiada, y para romper aquel hielo, dijo lo siguiente, cuya oportunidad podría dudarse:
—Este sí que es el
Pituso
legítimo, el de la propia tía Javiera, ¿verdad, señora? ¡Ah! ¿No sabe? En cuanto mi tío José oyó decir que usted venía, salió de carrera, como alma que lleva el diablo.
—Por el miedo que me tiene. Buena nos la dio... Déjele usted estar, que como yo le coja a mano, le he de decir cuatro cosas.
Y cuando la madre puso al niño a su lado, ya harto y dormido, Guillermina le volvió a mirar atentamente, observando sus facciones como el numismático observa el borroso perfil y las inscripciones de una moneda antigua para averiguar si es auténtica o falsificada. Después dio un suspiro, y guiñando los ojos para mirar a Fortunata, se expresó así:
—¡Buena la hemos hecho, buena!...
Y ambas estuvieron calladas un rato, mirándose.
—Señora —dijo de improviso la parida, como queriendo romper un secreto que abruma—. Yo tengo que pedir a usted perdón...
—¡A mí!, perdón... ¿De qué?
—De las burradas que hice, de las atrocidades que dije aquella mañana en su casa de usted. También a ella le pediría perdón si la viera... Me porté mal, lo conozco. Yo no guardo rencor a nadie... digo, no se lo guardo a ella, porque... ¡Ay, señora, usted no sabe lo que pasa, usted no sabe que a las dos nos está engañando... y sé quién es la que nos le entretiene, una culebra, una hipocritona, que me vendía amistad...! Esto no quedará así, señora, no quedará así...
—No me traiga usted a mí cuentos, que no me dan frío ni calor —con reprensión graciosa—. Ahora lo que le conviene es tranquilidad; que tiempo hay de ajustar cuentas atrasadas...
Y volvió a mirar al chico, recreándose silenciosamente en su hermosura y lozanía. Fortunata le bebía a ella las miradas, jactándose de adivinarle el pensamiento, el cual bien podía ser este: «¡Si Jacinta le viera...!». ¿Pero cómo le había de ver? Esto sí que era imposible. «Por mí —pensaba la
Pitusa
—, no habría inconveniente... ¡Pero cuánto sufrirá la pobrecilla, si le ve! Y puede que se le antoje... Sí, para ella estaba... Amiga mía, tenerlos, tenerlos... Esta le irá contando cómo es; le dirá: «tiene la boca así, los ojos asado, y en esto se parece a su padre y en lo otro a su madre. Criatura más perfecta no ha echado Dios al mundo».
—Cuando usted esté buena, hablaremos —indicó la santa con ánimo ya de retirarse—. Yo tengo una idea... No es usted sola quien tiene ideas; sólo que las mías no son malas, al menos no las tengo por tales. Y para concluir por hoy, ¿necesita usted algo? Si no puede criar, no se apure, le pondremos un ama a este caballerito, que me parece no habría de hacerle ascos. Es preciso criarle bien.
—Yo puedo, yo puedo... ¡Vaya! —replicó la otra contrariada—. ¿Qué cree usted? Soy muy fuerte. Mi hijo no lo cría nadie más que yo.
—Pues alimentarse bien —recobrando su tono dulcemente autoritario—. Y cuidado con hacerme disparates. Obedecer al médico... Nada de arrebatos de ira, ni devaneos. ¡Ah!, yo dudo mucho que usted sirva...
Y sintiendo uno de aquellos arranques de inspiración que la embellecían y sublimaban, le dijo esto, ya en pie para marcharse:
—Porque ha de saber usted que Dios me ha hecho tutora de este hijo... Sí, buena moza, no se espante ni me ponga esos ojazos. Su madre es usted, pero yo tengo sobre él una parte de autoridad. Dios me la ha dado. Si su madre le faltara, yo me encargo de darle otra, y también abuela. Hijo mío, has venido al mundo con bendición, porque suceda lo que suceda, no estarás nunca solo. Déjeme usted que le vea otra vez. No me harto de mirarle. Quiero llevármele metido dentro de mis ojos. ¡Virgen del Carmen! ¡Qué lindísimo es...! Tiene a quien salir. Adiós, adiós.
Salió acompañada de Estupiñá, diciendo al modo de rezo:
—Acatemos la voluntad de Dios... Él sabrá por qué ha mandado acá este angelote. Jacinta, furiosa, dice que Dios está chocho y que no hace más que disparates... Pobrecilla... ¡Qué limitada inteligencia la nuestra! No comprendemos nada, pero nada, de lo que Él hace, y nos devanamos los sesos por adivinar el sentido de ciertas cosas que pasan, y mientras más vueltas les damos menos las entendemos. Por eso yo corto por lo sano, y todas mis
matemáticas
se reducen a decir: «Cúmplase la voluntad del Señor».
Fortunata soñó aquella noche que entraban Aurora, Guillermina y Jacinta, armadas de puñales y con caretas negras, y amenazándola con darle muerte, le quitaban a su hijo. Después era Aurora sola la que cometía el nefando crimen, penetrando de puntillas en la alcoba, dándole a oler un maldecido pañuelo empapado en menjurje de la botica, y dejándola como dormida, sin movimiento, pero con aptitud de apreciar lo que pasaba. Aurora cogía al chiquillo y se lo llevaba, sin que su madre pudiera impedirlo, ni siquiera gritar. Despertó acongojadísima. Se sentía mal, propensa a desvaríos de la mente en cuanto se aletargaba, y con muchísima sed. Esta llegó a ser tan fuerte, que no pudiendo despertar a su tía dando con los nudillos en el tabique, tuvo al fin que levantarse en busca de agua. Al volverse a acostar sintió bastante frío, y con estas alternativas de frío y calor estuvo hasta la mañana.
B
allester fue temprano, y a ella le faltó tiempo para hablarle de la visita de Maxi y de la historia que este le había llevado. Mucho se incomodó el regente al enterarse de esto, y con desusada seriedad y calor hubo de negar lo que su amigo contara de
la Samaniega
.
—Mire, compañero —dijo ella—, mientras más se amontone usted para negarlo, más creo yo en ello. Usted no habla nunca así; y cuando se pone serio, no dice más que mentiras. Lo que quiere es que yo me serene. Se lo agradezco; pero no puede ser. Y lo que es esa francesilla asquerosa no se ríe de mí.