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Authors: Benito Pérez Galdós

Fortunata y Jacinta (142 page)

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—Aunque nadie me ha dicho una palabra —prosiguió Rubín—, sé todo lo que te ha pasado; lo he sabido por mi propia razón, y vengo a compadecerte y a hacerte un gran bien... Porque yo perdí la razón, bien lo sabes; pero luego la volví a adquirir. Dios me la quitó y me la volvió a dar tan completa, que en este momento estoy más cuerdo que tú y que toda la familia. No te asombres, hija, que bien conocerás por lo que voy a decirte que mi cabeza está buena, tan buena como nunca lo estuvo. Qué, ¿no lo crees?

Fortunata no sabía si creerlo o no. Su miedo no se había extinguido, y esperaba que tras aquellas palabras tranquilas, vinieran otras airadas y sin pies ni cabeza. No dijo nada, y siguió protegiendo a su hijo, en actitud de defenderle al primer ataque. Maxi no parecía reparar en el niño. Con gran serenidad habló así:

—Tan sano estoy de la cabeza, que me hago cargo de tu situación y de la mía. Ya entre tú y yo no puede haber nada. Nos casamos por debilidad tuya y equivocación mía. Yo te adoraba; tú a mí no. Matrimonio imposible. Tenía que venir el divorcio, y el divorcio ha venido. Yo me volví loco, y tú te emancipaste. Los disparates que habíamos hecho los enmendó la Naturaleza. Contra la Naturaleza no se puede protestar.

Miraba el bulto que en la cama hacía Juan Evaristo; pero como su ademán no tenía nada de hostil, Fortunata se iba sosegando.

—¡Ya sé lo que hay aquí! ¡Pobre niño! Dios no ha querido que sea mío. Si lo fuera, me querrías algo. Pero no lo es, todo el mundo lo sabe, y lo sé yo también... Divorcio consumado. Más vale así. Yo no debí casarme contigo. Bien lo pagué perdiendo la razón. ¿Qué debo hacer ahora que la he recobrado? Pues ver las cosas de muy alto, y acatar los hechos, y observar las lecciones tremendas que da Dios a las criaturas... Antes me las dio a mí... ahora a ti. Prepárate. No vengo a hacerte daño, sino a anunciarte la buena nueva de la lección, porque estas pedradas que vienen de arriba sanan, curan y fortalecen.

«Pero este hombre —se decía Fortunata—, ¿está cuerdo o está más loco que antes? Buena jaqueca me está dando; pero como no pase de ahí, se le puede aguantar».

Algo quiso decir en alta voz; pero él no la dejaba meter baza, y como si trajera un discurso preparado y no quisiera dejar de pronunciar ninguna de sus partes, pegó en seguida la hebra:

—¿Te acuerdas de cuando yo estaba loco? Los ratos que te di te los tenías bien merecidos; porque en realidad te portabas muy mal conmigo. Tu infidelidad se me había metido a mí en la cabeza; no tenía ningún dato en qué fundarme; pero el convencimiento de ella no lo podía echar de mí. No sé decir bien si soñé que ibas a ser madre, o si me inspiraron esta idea los celos que tenía. Porque yo tenía unos celos ¡ay!, que no me dejaban vivir. «Mi mujer me falta —decía yo—, no tiene más remedio que faltarme; no puede ser de otra manera». Y como por lo mucho que te quería, yo no encontraba a tu pecado más solución que la muerte, ahí tienes por qué me nació en la cabeza, lo mismo que nace el musgo en los troncos, aquella idea de la liberación, pretextos y triquiñuelas de la mente para justificar el asesinato y el suicidio. Era aquello un reflejo de las ideas comunes, el pensar general modificado y adulterado por mi cerebro enfermo. ¡Ay, qué malo me puse! Te digo que cuando inventé aquel sistema filosófico tan ridículo, estaba en el periodo peorcito. No me quiero acordar. Los disparates que yo decía los recuerdo como se recuerdan los de las novelas que uno ha leído de niño; y ahora me río de ellos, y calculo cuánto se reirían los demás. ¿Te acuerdas tú?

Fortunata respondió que sí con la cabeza. No le quitaba los ojos, siguiendo atentamente sus movimientos por ver si se descomponía, y estar preparada a cualquier agresión.

—Después me atacó lo que yo llamo la
Mesianitis
... Era también una modificación cerebral de los celos. ¡El Mesías... tu hijo, el hijo de un padre que no era tu marido! Empezó por ocurrírseme que yo debía matarte a ti y a tu descendencia, y luego esta idea hervía y se descomponía como una sustancia puesta al fuego, y entre las espumas burbujeaba aquel absurdo del Mesías. Examínalo bien, y verás que todo era celos, celos fermentados y en putrefacción. ¡Ay, hija, qué malo es estar loco! Cuánto mejor es estar cuerdo, aunque uno, al recobrar el juicio, se encuentre apagado el hornillo de los afectos, toda la vida del corazón muerta, y limitado a hacer una vida de lógica, fría y algo triste.

Al oír esto, que Maxi expresó con cierta elocuencia, Fortunata volvió a inquietarse, y llamó de nuevo a su tío, que seguía dando los ronquidos por respuesta. El mismo resultado tuvieron las voces de:

—Señor Sagrario, señor Sagrario... haga el favor de venir.

Don José se asomó a la puerta, echando a la pareja una mirada de maestro de escuela que inspecciona el aula en que estudian sus alumnos, y vuelta a pasearse sin hacer caso de nada.

Rubín acercó más la silla, y Fortunata tuvo más miedo:

—Pero todo aquello de la liberación y del Mesías voló. Los hechos reales sustituyeron a las figuraciones de mi cerebro... Dios me devolvió mi razón, y me la devolvió corregida y aumentada. Con ella vi los hechos; con ella descubrí lo que mi familia me ocultaba; con ella reconstruí mi ser, que había pasado por tantos cataclismos; con ella me penetré bien de nuestro divorcio y deseché dos y hasta tres veces la idea de homicidio; con ella pude llegar a considerarte mujer extraña, madre de hijos que yo no podía tener, y con ella me he revestido de serenidad y conformidad. ¿No te admiras de verme como me ves? Más te asombrarías si pudieras leer en mi pensamiento, y comprender esta elevación con que yo miro todas las cosas, la calma con que te veo a ti, la indiferencia con que veo a tu hijo... ¡Un ser más en el mundo! Cuando él ha venido sus razones tendrá. ¿Qué derecho tengo yo a estorbarle la vida? ¿Qué derecho a matarte a ti porque se la hayas dado? Fíjate bien: es muy grave eso de decir: »Tal o cual persona no debió de nacer».

«¡Dios mío! —exclamó para sí Fortunata—. ¿Pero este hombre está cuerdo o cómo está? ¿Eso que dice es razón, o los mayores disparates que en mi vida le he oído...?».

—Yo pregunto —añadió Maxi acercándose más—. El derecho a nacer, ¿no es el más sagrado de todos los derechos? ¿Quién me mete a mí a poner estorbo a ningún nacimiento? Estaría gracioso... Nazcan y vivan, que viviendo aprenderán.

«Nada, para mí está peor que antes —pensaba la esposa—, y esto que dice podrá ser cuerdo, pero yo no entiendo palotada».

—Parece que me tienes miedo —le dijo él siempre serio y tranquilo—. No sé por qué. Ya habrás visto que a razonable no me gana nadie.

—Sí, es verdad; pero...

—¿Pero qué...?

—Tú dirás que gato escaldado del agua fría huye —sonriéndose ligeramente, por primera vez en aquella conferencia—. Otra cosa: enséñame a tu hijo.

Fortunata volvió a sentir terror, y al ver que Maxi alargaba las manos hacia donde estaba el pequeñuelo, las apartó con las suyas, diciendo:

—Otro día le verás... Déjale... está dormido y me le vas a despertar.

—¡Pero qué maniática eres!... Yo creí que después de haberme oído, te convencerías de que mi razón está como un reloj y de que además me ha entrado un gran talento. ¿Qué has visto en mí que te parezca sospechoso? Nada absolutamente. Mis sentimientos son de paz; la última idea mala la tuve hace días; pero la arranqué y estoy limpio de ira y de odio. Y para decírtelo todo en una palabra: Fortunata, soy un santo. No es esto jactancia, es la verdad... ¿Crees que voy a hacer daño a tu hijo? ¡Hacer daño a una criatura! Eso no cabe en lo humano. Déjamele ver, y te diré algo que te aprovechará.

Fortunata, al fin, sospechando que la contrariedad podía irritarle, permitiole ver al nene, sin acercarse mucho, y protegiéndole con sus manos. No dijo nada mientras le miraba. Después volvió a su asiento y estuvo un rato con la mirada perdida entre los ramos de la colcha, ligeramente fruncido el ceño.

—Se parece a tu verdugo. Lo malo no perece nunca. La maldad engendra y los buenos se aniquilan en la esterilidad.

—4—


T
ío, por Dios, tío, despierte usted —volvió a decir Fortunata gritando.

Y como asomase a la puerta la flácida y carunculosa efigie de Ido del Sagrario, la joven le dijo:

—¿Pero qué hace usted que no despierta a mi tío?... ¡Qué sola me tienen aquí! ¡Y esa chiquilla que no viene!

Ido refunfuñó algo que Fortunata no pudo entender. Mirando al profesor con lástima, Maxi dijo a su esposa:

—Este buen señor está tocado. Me da mucha lástima, porque sé lo que es andar mal de la cabeza. Si él quisiera seguir mi plan, yo me comprometía a ponerle como nuevo.

Y en alta voz, viendo al desgraciado Ido llegar otra vez hasta la puerta de la alcoba y mirar hacia dentro con los ojos de estúpido:

—Señor Don José, serénese, y aprenda a ver la vida como es... Es tontería creer que las cosas son como nos las imaginamos y no como a ellas les da la gana de ser. Al amor no se le dictan leyes. Si la mujer falta, divorcio al canto, y dejar que obre la lógica, pues ella castiga sin palo ni piedra.

Y Fortunata se persignaba, llena de admiración, diciéndose: «¿Pero será verdad, Dios mío, que a mi marido le ha entrado un gran talento, o estas cosas que dice son farsa para tapar una mala idea? ¿Qué haré yo para que se marche pronto? Porque a lo mejor me sale por malagueñas, y me da el gran susto».

—¡Se parece a tu enemigo! —repitió Maxi, volviendo a la idea que le había excitado ligeramente—. Es una desgracia para él. Y si en lo moral saca la casta, peor que peor. El niño inocente no es responsable de las culpas del padre; pero hereda las malas mañas. ¡Pobre niño!, tengo lástima de él. Si se te muere debes alegrarte, porque si vive te dará muchos disgustos.

A Fortunata le indignó esta idea; pero no se atrevió a contradecirla. Que dijera todo lo que quisiese. Su plan era no contestarle nada, a ver si se aburría y se marchaba pronto.

—Tiene a quien salir —añadió Maxi con lúgubre ironía—. Su papá es de oro... No necesitas decirme que no te hace caso... Harto lo sé. Ni siquiera habrá venido a verle... También me lo figuro. No vendrá; ten por cierto que no vendrá.

—¡Quién sabe!... —se dejó decir la joven, sintiendo que se le apretaba la garganta.

—Te repito que no vendrá... Tengo mis razones para asegurarlo.

—Claro... ¡Qué ha de venir...! Ni falta.

—Dices bien; ni falta. Gracias que te oigo una expresión filosófica. Ese hombre tiene ahora otros entretenimientos.

Fortunata sintió que toda la sangre se le subía al rostro, y se puso muy sofocada. Rubín estiró el codo sobre el lecho, apoyándose en él con actitud perezosa, semejante a la que tomaba en la botica cuando leía.

—Es preciso que lo sepas pronto. Todo lo que tardes en saberlo, tardas en regenerarte.

La
Pitusa
tenía mucho calor, y cogiendo un abanico que junto a la almohada tenía, empezó a abanicarse.

—Es preciso que lo sepas —volvió a decir Maxi con cierta frialdad implacable, propia del hombre acostumbrado al asesinato—. Tu verdugo no se acuerda ya de ti para nada, y ahora tiene amores con otra mujer.

—¡Con otra mujer! —dijo ella, repitiendo la frase como una muletilla, a la cual no se saca sentido. Sus miradas vagaban por los dibujos de la colcha.

—Sí, con otra mujer a quien tú conoces.

El asesino le iba soltando a la víctima las palabras en dosis pequeñas, y la miraba observando el efecto que le causaban. Fortunata quiso sobreponerse a aquel suplicio, y sacudiendo la despeinada cabeza, como para alejar y espantar una convicción que quería penetrar en ella, le dijo:

—¿Qué historias me vienes a contar ahí?... Déjame en paz.

—Esto que te cuento no es un enredo; es verdad. Ese hombre está enamorado de otra mujer, y tú la conoces. Aprende, pues. Ahí tienes la maravillosa arma de la lógica humana, con la cual te hiero para sanarte. Más vale morir aprendiendo, que vivir ignorando. Esta lección terrible puede llevarte hasta la santidad, que es el estado en que yo me encuentro. ¿Y quién me ha traído a mí a este bendito estado? Pues una lección, una simple lección. Mira, Fortunata, bendito sea el cuchillo que sana.

—Falta que sea verdad lo que cuentas —dijo la víctima defendiéndose.

—Tú podrás creerlo o no creerlo, como un enfermo puede tomar o no la medicina que el médico le da. Porque esto es la medicina de tu conciencia. ¿Quieres otra? ¿Quieres el nombre de la que te ha robado lo que tú robaste? Pues te lo voy a decir.

Fortunata sintió como un desvanecimiento, y al incorporarse se le iba la cabeza, y la habitación daba vueltas en torno suyo. Llevándose la mano a los ojos, dijo a su marido:

—Me lo tienes que decir.

—Es una amiga tuya.

—¡Amiga mía!

—Sí, y su nombre empieza con A.

—¡Aurora, Aurora es! —exclamó la joven dando un salto en su lecho, y mirando a su marido como miran las personas de honor que han recibido una bofetada.

—Ella es.

—Hace tiempo que el corazón me decía algo de esto, pero muy bajito, y yo no lo quería creer.

—Estoy tan seguro de lo que afirmo, que no puede ser más.

—Tú me engañas, tú me engañas —replicó la joven en actitud de Dolorosa—. Tú me quieres matar, y en vez de pegarme un tiro, me vienes con esta historia.

—Si lo tomas como golpe de muerte, tómalo —manifestó Rubín con implacable frialdad.

—¡Aurora... Aurora!... ¡Dios mío! ¡Qué idea tan perra...! —agitándose extraordinariamente—. Pero no puede ser. Este hombre está loco y no sabe lo que se dice.

—¿Que estoy loco?... —imperturbable—. Bueno, defiéndete con eso. Pero tú caerás, tú te convencerás. No tienes escape. La verdad se impone. Ahí tienes un tiro que no yerra nunca. ¿Quieres más señas? Cuando Aurora sale de su obrador, él la espera en la calle de Santo Tomás y van juntos hacia el Ave—María. Los domingos, Aurora dice en su casa que va al obrador, y a donde va es a...

—Cállate; te digo que te calles —gritó Fortunata retorciéndose los brazos—. Eres un mentiroso, un calumniador.

—¿Pues qué querías tú...? —con sonrisa glacial—. Hija, es preciso estar a las agrias y a las maduras. ¿Qué querías? ¿Herir y que no te hirieran? ¿Matar y que no te mataran? El mundo es así. Hoy tiras tú la estocada, y mañana eres tú quien la recibe... ¿Dudas todavía?

La víctima no dijo nada. No dudaba, no; lo denunciado por aquel hombre, que a veces parecía demente, a veces no, revestía las apariencias de un hecho cierto. Algo tenía la infeliz joven en su cabeza que se lo confirmaba, inundándola de luz. Recordó frases y actos, ató cabos, y... nada, que era verdad, como hay Dios. El infeliz chico estaría todo lo enfermo que se quisiera suponer; pero lo que decía, verdad era.

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