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Authors: Benito Pérez Galdós

Fortunata y Jacinta (71 page)

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—Este sí que es de la boda de San Isidro.

—¡A callar!

Algunas tenían un apetito voraz; se habrían comido triple ración, si se la dieran.

Inmediatamente después empezaba a distribuirse toda aquella tropa mujeril, como soldados que se incorporan a sus respectivos regimientos. Estas bajaban a la cocina, aquellas subían a la escuela y salón de costura, y otras, quitándose las tocas y poniéndose la falda de
mecánica
, se dedicaban a la limpieza de la casa.

Estaba la Superiora hablando con Sor Antonia en la puerta de una celda, cuando llegó muy apurada una reclusa, diciendo:

—Le he mandado que venga y no quiere venir. Me ha querido pegar. ¡Si no echo a correr...! Después cogió un montón de aquella basura y me lo tiró. Mire usted...

La recogida enseñó a las madres su hombro manchado de mantillo.

—Tendré que ir yo... ¡Ay, qué mujer!... ¡Qué guerra nos da! —dijo la Superiora...—. ¿Dónde está Sor Marcela? Que traiga la llave de la perrera. Hoy tendremos
chínchirri—máncharras
... Está más tocada que nunca. Dios nos dé paciencia.

—¡Y Sor Facunda que me ha dicho ahora mismo —indicó Sor Antonia con franca risa y bizcando más los ojos—, que Mauricia había visto a la Virgen!

La Superiora respondió a aquella risa con otra menos franca. Tres o cuatro
Filomenas
de las más hombrunas bajaron a la huerta con orden expresa de traer a la visionaria.

—¡Pobre mujer y qué perdida se pone! —observó Sor Natividad dentro del corrillo de monjas que se iba formando—. Males de nervios, y nada más que males de nervios.

Y al decirlo, sus miradas chocaron con las de Sor Facunda, que se acercaba con semblante extraordinariamente afligido.

—¿Pero no ha consultado usted este caso con el señor capellán? —le dijo.

—Sí —replicó Sor Natividad con un poco de humorismo—, y el capellán me ha dicho que la meta en la perrera.

—¡Encerrarla porque llora!... —exclamó la otra que en su timidez no se atrevía a contradecir a la Superiora—. El caso merecía examinarse.

—Para preverlo todo —indicó la vizcaína—, avisaremos también al médico.

—¿Y qué tiene que ver el médico...? En fin, yo no sé. Quien manda, manda. Pero me parecía... Ello podrá ser cosa física; pero ¿si no lo fuera? Si efectivamente Mauricia... No es que yo lo afirme; pero tampoco me atrevo a negarlo. Aquel llorar continuo, ¿qué puede ser sino arrepentimiento? A saber los medios que el Señor escoge...

Y se retiró a su celda. Casi casi se dieron un encontronazo Sor Facunda alejándose y Sor Marcela que al corrillo se acercaba, dando balances y golpeando el suelo duramente con su pie de madera. Su semblante descompuesto por la ira estaba más feo que nunca; con la prisa que traía apenas podía respirar, y las primeras frases le salieron de la boca desmenuzadas por el enojo:

—Ya, ya sabemos... ¡San Antonio!... Bribona... Parece mentira... ¡Ay, Dios mío!, si es para volverse loca...

Habló algunas palabras en voz muy baja con la Superiora, quien al oírlas puso una cara que daba miedo.

—Yo... bien lo sabe usted... —balbució Sor Marcela—, lo tenía para mi mal del estómago... coñac superior.

—Pero esa maldita ¿cómo...? Si esto parece... ¡Jesús me valga! Estoy horrorizada. ¿Pero cuándo...?

—Es muy sencillo... hágase usted cargo. Anteayer, ¡San Antonio bendito!, cuando estuvo en mi celda moviendo los trastos para coger el ratón.

A la Superiora se le escapó, sin poderlo remediar, una ligera sonrisilla; mas al punto volvió a poner cara de palo. Y la enana corrió hacia donde estaban las recogidas, y lo mismo que dijera a Sor Natividad se lo repitió a Fortunata, sin poner un freno a su ira:

—¿Habrase visto diablura semejante?... ¿Qué te parece? ¡Estamos todas horripiladas!

Fortunata no dijo nada y se puso muy seria. Quizás no la cogía de nuevo la declaración de la monja. Obedeciendo a esta subió al dormitorio en busca de pruebas del nefando crimen imputado a su amiga.

—Ahí tienen ustedes —decía la Superiora a las que más cerca de ella estaban—, cómo esa arrastrada ha visto visiones... ¡Ya! ¡Qué no vería ella!... ¿Pero no viene al fin? Yo le juro que no vuelve a hacernos otra. Es preciso ajustarle bien las cuentas...

La cojita se presentó otra vez en el corrillo mostrando la enorme llave de la perrera; la esgrimía como si fuera una pistola, con amenaza homicida. Realmente estaba furiosa, y el topetazo de su pie duro sobre el suelo tenía una violencia y sonoridad excepcionales. En esto llegó Fortunata trayendo una botella, que al punto le arrebató Sor Marcela.

—¡Vacía, enteramente vacía! —exclamó esta levantándola en alto y mirándola al trasluz—. Y estaba casi llena, pues apenas...

Aplicó después su nariz chafada a la boca de la botella, diciendo con lastimera entonación:

—No ha dejado más que el olor... ¡Bribonaza!, ya te daría yo bebida...

De la nariz de la coja pasó el cuerpo del delito a la de Sor Natividad y de esta a otras narices próximas, resultando, de la apreciación del tufo, mayor severidad en el comentario del crimen.

—¡Qué asco! Buen pechugón se ha dado... —exclamó la Superiora—. Ya, ¡cómo estará aquel cuerpo con todo ese líquido ardiente! Nunca nos había pasado otra... La arreglaremos, la arreglaremos. ¿Pero viene o no?

Bajaba ya, decidida a abreviar la tardanza del acto de justicia, cuando se oyó un gran tumulto. Las tres mujeronas que habían ido en busca de la delincuente, pasaban de la huerta al patio por la puertecilla verde, huyendo despavoridas y dando voces de pánico. Sonó en dicha puerta el estampido de un fuerte cantazo.

—¡Que nos mata, que nos mata! —gritaban las tres, recogiendo sus faldas para correr más fácilmente por la escalera arriba. Asomáronse las madres al barandal del corredor que sobre el patio caía, y vieron aparecer a Mauricia, descalza, las melenas sueltas, la mirada ardiente y extraviada, y todas las apariencias, en fin, de una loca. La Superiora, que era mujer de genio fuerte, no se pudo contener y desde arriba gritó:

—Trasto... Infame, si no te estás quieta, verás.

—Una pareja, una pareja de Orden Público —apuntaron varias voces de monjas.

—No... veréis... Si yo me basto y me sobro... —indicó la Superiora, haciendo alarde de ser mujer para el caso—. Lo que es conmigo no juega.

Púsose Mauricia de un salto en el rincón frontero al corredor donde las madres estaban, y desde allí las miró con insolencia, sacando y estirando la lengua, y haciendo muecas y gestos indecentísimos.

—¡Tiorras, so tiorras! —gritaba, e inclinándose con rápido movimiento, cogió del suelo piedras y pedazos de ladrillo, y empezó a dispararlos con tanto vigor como buena puntería.

Las monjas y las recogidas, que al sentir el alboroto salieron en tropel a los corredores del principal y del segundo piso, prorrumpieron en chillidos. Parecía que se venía el mundo abajo. ¡Dios mío, qué bulla! Y a las exclamaciones de arriba respondía la tarasca con aullidos salvajes.

Unas se agachaban resguardándose tras el barandal de fábrica cuando venía la pedrada; otras asomaban la cabeza un momento y la volvían a esconder. Los proyectiles menudeaban, y con ellos las voces de aquella endemoniada mujer. Parecía una amazona. Tenía un pecho medio descubierto, el cuerpo del vestido hecho girones y las melenas cortas le azotaban la cara en aquellos movimientos del hondero que hacía con el brazo derecho. Su catadura les parecía horrible a las señoras monjas; pero estaba bella en rigor de verdad, y más arrogante, varonil y napoleónica que nunca.

Sor Marcela intentó bajar valerosa, pero a los tres peldaños cogió miedo y viró para arriba. Su cara filipina se había puesto de color de mostaza inglesa.

—¡Verás tú si bajo, infame diablo! —era su muletilla; pero ello es que no bajaba.

Por una reja de la sacristía que da al patio, asomó la cara del sacristán, y poco después la de Don León Pintado. Dos monjas que estaban de turno en la portería se asomaron también por otra ventana baja; pero lo mismo fue verlas Mauricia que empezar también a mandarles piedras. Nada, que tuvieron que retirarse. Asustadas las infelices, quisieron pedir auxilio. En aquel instante llamó alguien a la puerta del convento, y a poco entró una señora, de visita, que pasó al salón, y enterándose de lo que ocurría, asomose también a la ventana baja. Era Guillermina Pacheco, que se persignó al ver la tragedia que allí se había armado.

—¡En el nombre del...! ¡Pero tú!... ¡Mauricia!... ¿Cómo se entiende?... ¿Qué haces?... ¿Estás loca?

La portera y la otra monja no la pudieron contener, y Guillermina salió al patio por la puerta que lo comunica con el vestíbulo.

—Guillermina —gritó Sor Natividad desde arriba—, no salgas... Cuidado... mira que es una fiera... Ahí tienes, ahí tienes la alhaja que tú nos has traído... Retírate por Dios, mira que está loca y no repara... Hazme el favor de llamar a una pareja de Orden Público.

—¿Qué pareja ni pareja? —dijo Guillermina incomodadísima—. ¡Mauricia!... ¡Cómo se entiende!

Pero no había tenido tiempo de decirlo cuando una peladilla de arroyo le rozó la cara. Si le da de lleno la descalabra.

—¡Jesús!... Pero no, no es nada.

Y llevándose la mano a la parte dolorida, clamó:

—Infame, a mí, a mí me has tirado!

Mauricia se reía con horrible descaro.

—A usted, sí, y a todo el género mundano —gritó con voz tan ronca, que apenas se entendía—, so tía pastelera... Váyase pronto de aquí.

Las monjas horrorizadas elevaban sus manos al Cielo; algunas lloraban. En esto, Don León Pintado había abierto con no poco trabajo la reja de la sacristía; saltó al patio, única manera de comunicarse con el convento desde la sacristía, y abalanzándose a Mauricia le sujetó ambos brazos.

—¡Suéltame, León, capellán de peinetas! —rugió la visionaria...

Pero Pintado tenía manos de hierro, aunque era de pocos ánimos, y una vez lanzado al heroísmo, no sólo sujetó a Mauricia, sino que le aplicó dos sonoras bofetadas. La escena era repugnante. Tras el capellán salió también su acólito, y mientras los dos arreglaban a la Dura, las monjas, viendo sojuzgado al enemigo, arriesgáronse a bajar y acudieron a Guillermina, que con el pañuelo se restañaba la sangre de su leve herida. Con cierta tranquilidad, y más risueña que enojada, la fundadora dijo a sus amigas:

—¡Cuidado que pasan unas cosas...! Yo venía a que me dierais los ladrillos y el cascote que os sobran, y mirad qué pronto me he salido con la mía... Nada, ponedla ahora mismo en la calle, y que se vaya a los quintos infiernos, que es donde debe estar.

—Ahora mismo. Don León, no la maltrate usted —dijo la Superiora.

—¡Zángano!... ¡Mala puñalada te mate!... —bramaba Mauricia, que ya tenía pocas fuerzas y había caído al suelo—. ¡Un sacerdote pegando a una... señora!

—Que le traigan su ropa —gritó Sor Natividad—. Pronto, pronto. Me parece mentira que la veré salir...

Mauricia ya no se defendía. Había perdido su salvaje fuerza; pero su semblante expresaba aún ferocidad y desorden mental.

Luego se vio que desde el corredor alto tiraban un par de botas, luego un mantón...

—Bajarlo, hijas, bajarlo —dijo desde el patio la Superiora, mirando hacia arriba y ya recobrada la serenidad con que daba siempre sus órdenes.

Fortunata bajó un lío de ropa, y recogiendo las botas, se lo dio todo a Mauricia, es decir, se lo puso delante. La espantosa escena descrita había impresionado desagradablemente a la joven, que sintió profunda compasión de su amiga. Si las monjas se lo hubieran permitido, quizás ella habría aplacado a la bestia.

—Toma tu ropa, tus botas —le dijo en voz baja y en tono apacible—. Pero, hija, ¡cómo te has puesto!... ¿No conoces ya que has estado trastornada?

—Quítate de ahí, pendoncillo... Quítate o te...

—Dejarla, dejarla —dijo la Superiora—. No decirle una palabra más. A la calle, y hemos concluido.

Con gran dificultad se levantó Mauricia del suelo y recogió su ropa. Al ponerse en pie pareció recobrar parte de su furor.

—Que se te queda este lío.

—Las botas, las botas.

La tarasca lo recogió todo. Ya salía sin decir nada, cuando Guillermina la miró severamente.

—¡Pero qué mujer esta! Ni siquiera sabe salir con decencia.

Iba descalza, cogidas las botas por los tirantes.

—Póngase usted las botas —le gritó la Superiora.

—No me da la gana. Abur... ¡Son todas unas judías pasteleras...!

—Paciencia, hija, paciencia... necesitamos mucha paciencia —dijo Sor Natividad a sus compañeras, tapándose los oídos.

Se le franquearon todas las puertas, abriéndolas de par en par y resguardándose tras las hojas de ellas, como se abren las puertas del toril para que salga la fiera a la plaza. La última que cambió algunas palabras con ella fue Fortunata, que la siguió hasta el vestíbulo movida de lástima y amistad, y aún quiso arrancarle alguna declaración de arrepentimiento. Pero la otra estaba ciega y sorda; no se enteraba de nada, y dio a su amiga tal empujón, que si no se apoya en la pared cae redonda al suelo.

Salió triunfante, echando a una parte y otra miradas de altivez y desprecio. Cuando vio la calle, sus ojos se iluminaron con fulgores de júbilo y gritó: «¡Ay, mi querida calle de mi alma!». Extendió y cerró los brazos, cual si en ellos quisiera apretar amorosamente todo lo que veían sus ojos. Respiró después con fuerza, parose mirando azorada a todos lados, como el toro cuando sale al redondel. Luego, orientándose, tiró muy decidida por el paseo abajo. Era cosa de ver aquella mujerona descalza, desgarrada, melenuda, despidiendo de sus ojos fiereza, con un lío bajo el brazo y las botas colgando de una mano. Las pocas personas que por allí pasaban, miráronla con asombro. Al llegar junto a los almacenes de la Villa, pasó junto a varios chicos, barrenderos, que estaban sentados en sus carretillas con las escobas en la mano. Tuviéronla ellos por persona de poco más o menos y se echaron a reír delante de su cara napoleónica.

—Vaya, que buena
curda
te llevas. ¡Oleeé!...

Y ella se les puso delante en actitud arrogantísima, alzó el brazo que tenía libre y les dijo:

—¡Apóstoles del error!

Prorrumpiendo al mismo tiempo en estúpida risa, pasó de largo. A los barrenderos les hizo aquello mucha gracia, y poniéndose en marcha con las carretillas por delante y las escobas sobre ellas, siguieron detrás de Mauricia, como una escolta de burlesca artillería, haciendo un ruido de mil demonios y disparándole bala rasa de groserías e injurias.

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