Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
Pepe Samaniego apareció en la puerta a punto que Don Baldomero pregonaba su nombre y su premio, y el favorecido no pudo contener su alegría y empezó a dar abrazos a todos los presentes, incluso a los criados.
—Eulalia Muñoz, un décimo: veinticinco mil reales. Benignita, medio décimo: doce mil quinientos reales. Federico Ruiz, dos duros: cinco mil reales. Ahora viene toda la morralla. Deogracias, Rafaela y Blas han jugado diez reales cada uno. Les tocan mil doscientos cincuenta.
—El carbonero, ¿a ver el carbonero? —dijo Barbarita que se interesaba por los jugadores de la última escala lotérica.
—El carbonero echó diez reales; Juana, nuestra insigne cocinera, veinte, el carnicero quince... A ver, a ver: Pepa la pincha cinco reales, y su hermana otros cinco. A estas les tocan seiscientos cincuenta reales.
—¡Qué miseria!
—Hija, no lo digo yo, lo dice la aritmética.
Los partícipes iban llegando a la casa atraídos por el olor de la noticia, que se extendió rápidamente; y la cocinera, las pinchas y otras personas de la servidumbre se atrevían a quebrantar la etiqueta, llegándose a la puerta del comedor y asomando sus caras regocijadas para oír cantar al señor la cifra de aquellos dineros que les caían. La señorita Jacinta fue quien primero llevó los parabienes a la cocina, y la pincha perdió el conocimiento por figurarse que con los tristes cinco reales le habían caído lo menos tres millones. Estupiñá, en cuanto supo lo que pasaba, salió como un rayo por esas calles en busca de los agraciados para darles la noticia. Él fue quien dio las albricias a Samaniego, y cuando ya no halló ningún interesado, daba la gran jaqueca a todos los conocidos que encontraba. ¡Y él no se había sacado nada!
Sobre esto habló Barbarita a su marido con toda la gravedad discreta que el caso requería.
—Hijo, el pobre Plácido está muy desconsolado. No puede disimular su pena, y eso de salir a dar la noticia es para que no le conozcamos en la cara la hiel que está tragando.
—Pues hija, yo no tengo la culpa... Te acordarás que estuvo con el medio duro en la mano, ofreciéndolo y retirándolo, hasta que al fin su avaricia pudo más que la ambición, y dijo: —Para lo que yo me he de sacar, más vale que emplee mi escudito en anises... ¡Toma anises!
—¡Pobrecillo!... ponlo en la lista.
Don Baldomero miró a su esposa con cierta severidad. Aquella infracción de la aritmética parecíale una cosa muy grave.
—Ponlo, hombre, ¿qué más te da? Que estén todos contentos...
Don Baldomero II se sonrió con aquella bondad patriarcal tan suya, y sacando otra vez lista y lápiz, dijo en alta voz:
—Rossini, diez reales: le tocan mil doscientos cincuenta.
Todos los presentes se apresuraron a felicitar al favorecido, quedándose él tan parado y suspenso, que creyó que le tomaban el pelo.
—No, si yo no...
Pero Barbarita le echó unas miradas que le cortaron el hilo de su discurso. Cuando la señora miraba de aquel modo no había más remedio que callarse.
—¡Si habrá nacido de pie este bendito Plácido —dijo Don Baldomero a su nuera—, que hasta se saca la lotería sin jugar!
—Plácido —gritó Jacinta riéndose con mucha gana—, es el que nos ha traído la suerte.
—Pero si yo... —murmuró otra vez Estupiñá, en cuyo espíritu las nociones de la justicia eran siempre muy claras, como no se tratara de contrabando.
—Pero tonto... cómo tendrás esa cabeza —dijo Barbarita con mucho fuego—, que ni siquiera te acuerdas de que me diste medio duro para la lotería.
—Yo... cuando usted lo dice... En fin... La verdad, mi cabeza anda,
talmente
, así un poco ida...
Se me figura que Estupiñá llegó a creer a pie juntillas que había dado el escudo.
—¡Cuando yo decía que el número era de los más bonitos...! —manifestó Don Baldomero con orgullo—. En cuanto el lotero me lo entregó, sentí la corazonada.
—Como bonito... —agregó Estupiñá—, no hay duda que lo es.
—Si tenía que salir, eso bien lo veía yo —afirmó Samaniego con esa convicción que es resultado del gozo—. ¡Tres
cuatros
seguidos, después un
cero
, y acabar con un
ocho
...! Tenía que salir.
El mismo Samaniego fue quien discurrió celebrar con panderetazos y villancicos el fausto suceso, y Estupiñá propuso que fueran todos los agraciados a la cocina para hacer ruido con las cacerolas. Mas Barbarita prohibió todo lo que fuera barullo, y viendo entrar a Federico Ruiz, a Eulalia Muñoz y a uno de los
Chicos
, Ricardo Santa Cruz mandó destapar media docena de botellas de
champagne
.
Toda esta algazara llegaba a la alcoba de Juan, que se entretenía oyendo contar a su mujer y a su criado lo que pasaba, y singularmente el milagro del premio de Estupiñá. Lo que se rió con esto no hay para qué decirlo. La prisión en que tan a disgusto estaba volvíale pronto a su mal humor y poniéndose muy regañón decía a su mujer:
—Eso, eso, déjame solo otra vez para ir a divertirte con la bullanga de esos idiotas. ¡La lotería! ¡Qué atraso tan grande! Es de las cosas que debieran suprimirse; mata el ahorro; es la Providencia de las haraganes. Con la lotería no puede haber prosperidad pública... ¿Qué?, te marchas otra vez. ¡Bonita manera de cuidar a un enfermo! Y vamos a ver, ¿qué demonios tienes tú que hacer por esas calles toda la mañana? A ver, explícame, quiero saberlo; porque es ya lo de todos los días.
Jacinta daba sus excusas risueña y sosegada. Pero le fue preciso soltar una mentirijilla. Había salido por la mañana a comprar nacimientos, velitas de color y otras chucherías para los niños de Candelaria.
—Pues entonces —replicó Juanito revolviéndose entre las sábanas—, yo quiero que me digan para qué sirven mamá y Estupiñá, que se pasan la vida mareando a los tenderos y se saben de memoria los puestos de Santa Cruz... A ver, que me expliquen esto...
La algazara de los premiados, que iba cediendo algo, se aumentó con la llegada de Guillermina, la cual supo en su casa la nueva y entró diciendo a voces:
—Cada uno me tiene que dar el veinticinco por ciento para mi obra... Si no, Dios y San José les amargarán el premio.
—El veinticinco por ciento es mucho para la gente menuda —dijo Don Baldomero—. Consúltalo con San José y verás cómo me da la razón.
—¡Hereje!... —replicó la dama haciéndose la enfadada—, herejote... después que chupas el dinero de la Nación, que es el dinero de la Iglesia, ahora quieres negar tu auxilio a mi obra, a los pobres... El veinticinco por ciento y tú el cincuenta por ciento... Y punto en boca. Si no, lo gastarás en botica. Con que elige.
—No, hija mía; por mí te lo daré todo...
—Pues no harás nada de más, avariento. Se están poniendo bien las cosas, a fe mía... El ciento de
pintón
, que estaba la semana pasada a diez reales, ahora me lo quieren cobrar a once y medio, y el
pardo
a diez y medio. Estoy volada. Los materiales por las nubes...
Samaniego se empeñó en que la santa había de tomar una copa de
Champagne
.
—¿Pero tú qué has creído de mí, viciosote? ¡Yo beber esas porquerías!... ¿Cuándo cobras, mañana? Pues prepárate. Allí me tendrás como la maza de Fraga. No te dejaré vivir.
Poco después Guillermina y Jacinta hablaban a solas, lejos de todo oído indiscreto.
—Ya puedes vivir tranquila —le dijo la Pacheco—. El
Pituso
es tuyo. He cerrado el trato esta tarde. No puedes figurarte lo que bregué con aquel Iscariote. Perdí la cuenta de las hostias que me echó el muy blasfemo. Allá me sacó del cofre la partida de bautismo, un papelejo que apestaba. Este documento no prueba nada. El chico será o no será... ¡Quién lo sabe! Pero pues tienes este capricho de ricacha mimosa, allá con Dios... Todo esto me parece irregular. Lo primero debió ser hablar del caso a tu marido. Pero tú buscas la sorpresita y el efecto teatral. Allá lo veremos... Ya sabes, hija, el trato es trato. Me ha costado Dios y ayuda hacer entrar en razón al señor Izquierdo. Por fin se contenta con seis mil quinientos reales. Lo que sobra de los diez mil reales es para mí, que bien me lo he sabido ganar... Con que mañana, yo iré después de medio día; ve tú también con los santos cuartos.
Púsose Jacinta muy contenga. Había realizado su antojo; ya tenía su juguete. Aquello podría ser muy bien una niñería; pero ella tenía sus razones para obrar así. El plan que concibió para presentar al
Pituso
a la familia e introducirlo en ella, revelaba cierta astucia. Pensó que nada debía decir por el pronto al Delfín. Depositaría su hallazgo en casa de su hermana Candelaria hasta ponerle presentable. Después diría que era un huerfanito abandonado en las calles, recogido por ella... ni una palabra referente a quién pudiera ser la mamá ni menos el papá de tal muñeco. Todo el toque estaba en observar la cara que pondría Juan al verle. ¿Diríale algo la voz misteriosa de la sangre? ¿Reconocería en las facciones del pobre niño las de...? Al interés dramático de este lance sacrificaba Jacinta la conveniencia de los procedimientos propios de tal asunto. Imaginándose lo que iba a pasar, la turbación del infiel, el perdón suyo, y mil cosas y pormenores novelescos que barruntaba, producíase en su alma un goce semejante al del artista que crea o compone, y también un poco de venganza, tal y como en alma tan noble podía producirse esta pasión.
C
uando fue al cuarto del Delfín, Barbarita le hacía tomar a este un tazón de té con coñac. En el comedor continuaba la bulla; pero los ánimos estaban más serenos.
—Ahora —dijo la mamá—, han pegado la hebra con la política. Dice Samaniego que hasta que no corten doscientas o trescientas cabezas; no habrá paz. El marqués no está por el derramamiento de sangre, y Estupiñá le preguntaba por qué no había aceptado la diputación que le ofrecieron... Se puso lo mismito que un pavo, y dijo que él no quería meterse en...
—No dijo eso —saltó Juanito, suspendiendo la bebida.
—Que sí, hijo; dijo que no quería meterse en estos... no sé qué.
—Que no dijo eso, mamá. No alteres tú también la verdad de los textos.
—Pero hijo, si lo he oído yo.
—Aunque lo hayas oído, te sostengo que no pudo decir eso... vaya.
—¿Pues qué?
—El marqués no pudo decir
meterse
... yo pongo mi cabeza a que dijo
inmiscuirse
... Si sabré yo cómo hablan las personas finas.
Barbarita soltó la carcajada.
—Pues sí... tienes razón, así, así fue... que no quería
inmiscuirse
...
—¿Lo ves?... Jacinta.
—¿Qué quieres, niño mimoso?
—Mándale un recado a Aparisi. Que venga al momento.
—¿Para qué? ¿Sabes la hora que es?
—En cuanto sepa el motivo, se planta aquí de un salto.
—¿Pero a qué?
—¡Ahí es nada! ¿Crees que va a dejar pasar eso de
inmiscuirse
? Yo quiero saber cómo se sacude esa mosca...
Las dos damas celebraron aquella broma mientras le arreglaban la cama. Guillermina había salido de la casa sin despedirse, y poco a poco se fueron marchando los demás. Antes de las doce, todo estaba en silencio, y los papás se retiraron a su habitación, después de encargar a Jacinta que estuviese muy a la mira para que el Delfín no se desabrigara. Este parecía dormido profundamente, y su esposa se acostó sin sueño, con el ánimo más dispuesto a la centinela que al descanso. No había transcurrido una hora, cuando Juan despertó intranquilo, rompiendo a hablar de una manera algo descompuesta. Creyó Jacinta que deliraba, y se incorporó en su cama; mas no era delirio, sino inquietud con algo de impertinencia. Procuró calmarle con palabras cariñosas; pero él no se daba a partido.
—¿Quieres que llame?
—No; es tarde, y no quiero alarmar... Es que estoy nervioso. Se me ha espantado el sueño. Ya se ve; todo el día en este pozo del aburrimiento. Las sábanas arden y mi cuerpo está frío.
Jacinta se echó la bata, y corrió a sentarse al borde del lecho de su marido. Pareciole que tenía algo de calentura. Lo peor era que sacaba los brazos y retiraba las mantas. Temerosa de que se enfriara, apuró todas las razones para sosegarle, y viendo que no podía ser, quitose la bata y se metió con él en la cama, dispuesta a pasar la noche abrigándole por fuerza como a los niños, y arrullándole para que se durmiera. Y la verdad fue que con esto se sosegó un tanto, porque le gustaban los mimos, y que se molestaran por él, y que le dieran tertulia cuando estaba desvelado. ¡Y cómo se hacía el nene, cuando su mujer, con deliciosa gentileza materna, le cogía entre sus brazos y le apretaba contra sí para agasajarle, prestándole su propio calor! No tardó Juan en aletargarse con la virtud de estos melindres. Jacinta no quitaba sus ojos de los ojos de él, observando con atención sostenida si se dormía, si murmuraba alguna queja, si sudaba. En esta situación oyó claramente la una, la una y media, las dos, cantadas por la campana de la Puerta del Sol con tan claro timbre, que parecían sonar dentro de la casa. En la alcoba había una luz dulce, colada por pantalla de porcelana.
Y cuando pasaba un rato largo sin que él se moviera, Jacinta se entregaba a sus reflexiones. Sacaba sus ideas de la mente, como el avaro saca las monedas, cuando nadie le ve, y se ponía a contarlas y a examinarlas y a mirar si entre ellas había alguna falsa. De repente acordábase de la jugarreta que le tenía preparada a su marido, y su alma se estremecía con el placer de su pueril venganza. El
Pituso
se le metía al instante entre ceja y ceja. ¡Le estaba viendo! La contemplación ideal de lo que aquellas facciones tenían de desconocido, el trasunto de las facciones de la madre, era lo que más trastornaba a Jacinta, enturbiando su piadosa alegría. Entonces sentía las cosquillas, pues no merecen otro nombre, las cosquillas de aquella infantil rabia que solía acometerla, sintiendo además en sus brazos cierto prurito de apretar y apretar fuerte para hacerle sentir al infiel el furor de la paloma que la dominaba. Pero la verdad era que no apretaba ni pizca, por miedo de turbarle el sueño. Si creía notar que se estremecía con escalofríos, apretaba sí dulcemente, liándose a él para comunicarle todo el calor posible. Cuando él gemía o respiraba muy fuerte, le arrullaba dándole suaves palmadas en la espalda, y por no apartar sus manos de aquella obligación, siempre que quería saber si sudaba o no, acercaba su nariz o su mejilla a la frente de él.