Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
—¡Probrecilla! —dijo Rubín, echando los terrones de azúcar en el vaso, con aquella pausa que constituía un verdadero placer—. Dice usted que pasando miserias y muy arrepentida... ¡Cuánto se habrá desmejorado!
—Le diré a usted... Precisamente desmejorarse, no; lo que está es así, muy... ensimismada. Pero sigue tan guapa como antes.
—¿Y Santa Cruz, no...?
—Quite usted, hombre. Si hace la mar de tiempo que tronaron. A poco de las trapisondas de marras... Desde entonces su cuñada de usted ha vivido apartada del bullicio, llorando sus faltas y comiéndose los ahorros que tenía, hasta que han venido los apuros. Ha sido una casualidad que yo me enterara. Verá usted... me la encontré hace días... contome sus cuitas... Me dio mucha pena. Hágase usted cargo de lo que sufrirá una criatura con la conciencia alborotada y en esta situación...
—¡Ah! Señor Don Evaristo, a mí no me la da usted... Usted es muy tunante y las mata callando...
Al oír esto, la diplomacia de Feijoo se alarmó, creyendo llegada la ocasión de sacar, si no todo el Cristo, la cabeza de él.
—Mire usted, compañero —le dijo con reposado acento—; cuando trato las cosas en serio, ya sabe usted que las bromas me parecen impertinentes, ¿estamos? Es poco delicado en usted suponer que he tenido algún lío con esa señora, y que lo disimilo con la hipocresía de querer reconciliar el matrimonio. Vamos, que se pasa usted de pillín...
—Era un suponer, Don Evaristo —manifestó Rubín desdiciéndose.
—Pues hacía yo bonito papel... Hombre, muchas gracias...
—No, no he dicho nada...
—Además, diferentes veces me ha oído usted decir que hace tiempo que me corté la coleta.
—Sí, sí.
—Y si en mis treinta, y en mis cuarenta y aun en mis cincuenta, he toreado de lo fino, lo que es ahora... ¡Pues estoy yo bueno para fiestas con mis sesenta y nueve años y estos achaques...! Hágame usted más favor, y cuando le digo una cosa, créamela, porque para eso son los buenos amigos, para creerle a uno...
—Tiene usted razón, y lo que siento ¡qué cuña!, es que no viera en mi reticencia una broma...
—Me parecía a mí que el asunto, por tratarse de una persona de la familia de usted y por iniciarlo yo, no era para bromear.
Rubín creyó o aparentó creer, y puso la atención más filosófica del mundo en lo que su amigo siguió diciendo sobre materia tan importante. Y aquí viene bien un dato: Juan Pablo había recibido de Feijoo algunos préstamos a plazo indefinido. Este excelente hombre, viendo sus angustias, halló una manera delicada de suministrarle la cantidad necesaria para librarse de Cándido Samaniego, que le perseguía con saña inquisidora. Estas caridades discretas las hacía muy a menudo Feijoo con los amigos a quienes estimaba, favoreciéndoles sin humillarles. Por supuesto, ya sabía él que aquello no era prestar, sino hacer limosna, quizás la más evangélica, la más aceptable a los ojos de Dios. Y no se dio el caso de que recordase la deuda a ninguno de los deudores, ni aun a los que luego fueron ingratos y olvidadizos. Juan Pablo no era de estos, y se ponía gustoso, con respecto a su generoso
inglés
, en ese estado de subordinación moral, propio del insolvente a quien se le dan todas las largas que él quiere tomarse. Demasiado sabía que un hombre de quien se han recibido tales favores hay que creerle siempre todo lo que dice, y que se contrae con él la obligación tácita de ser de su opinión en cualquier disputa, y de ponerse serio cuando él recomienda la seriedad. Allá en su interior pensaría Rubín lo que quisiese; pero de dientes afuera se mantuvo en el papel que le correspondía.
—Por mi parte, no he de poner inconvenientes... Qué quiere usted que le diga. No sé lo que pensará Maximiliano. Desde aquellas cosas, no le he oído mentar a su mujer... Si algo se ha de hacer, crea usted que no se dará un paso si mi tía no va por delante... Yo estoy un poco torcido con ella... Lo mejor es que le hable usted.
Después se enteró Feijoo con mucha maña de ciertas particularidades de la familia. Maxi había tomado el grado y estaba ya practicando en la botica de Samaniego, a las órdenes de un tal Ballester, encargado del establecimiento. Supo además el anciano que Doña Lupe no vivía ya en Chamberí, sino en la calle del Ave María, y que todo el tiempo que le dejaba libre a Maxi la farmacia, lo empleaba en darse buenos atracones de lectura filosófica. Le había dado por ahí.
Luego hablaron de otras cosas. El filósofo cafetero dijo a su amigo que cuando quisiera echar otro párrafo no le buscase más en el Café de Madrid, porque allí había caído en un círculo de cazadores que le tenían marcado y aburrido con la
perra pechona, el hurón
, y con
que si la perdiz venía o no venía al reclamo
. No sabía aún a qué
local
mudarse; pero probablemente sería al Suizo Viejo, donde iban Federico Ruiz y otros chicos atrozmente panteístas. De los antiguos cofrades sólo iban a
Madrid
Don Basilio, insufrible con su ministerialismo, Leopoldo Montes y el
Pater
. Pero este se marcharía aquella misma noche a Cuevas de Vera, su pueblo, a trabajar las elecciones de Villalonga. También charló Juan Pablo de política, diciendo con mucho
tupé
que el Gobierno
estaba de cuerpo presente
, y que la situación duraría... a todo tirar, a todo tirar, tres o cuatro meses.
L
a primera vez que Don Evaristo visitó a su dama después de esta entrevista, abrazola gozoso, y le dijo:
—Albricias... vamos bien, vamos bien.
—¿Pero qué... qué hay? ¿buenas noticias?
—Oro molido; mejor dicho, excelentes impresiones. Tu marido...
—¿Le ha visto usted?
—No he tenido esa satisfacción. Pero me han contado de él una cosa que es en extremo favorable. Te lo diré para que no caviles. Maximiliano se ha dedicado a la filosofía...
Fortunata se quedó mirando a su amigo, sin saber qué expresión tomar. No veía la tostada, ni sabía en rigor lo que era la filosofía, aunque sospechaba que fuese una cosa muy enrevesada, incomprensible y que vuelve
gilís
a los hombres.
—No me llama la atención que te quedes con la boca abierta. Ya irás comprendiendo... ¡Se da unos atracones de filosofía!, y me parece que dijo Juan Pablo que era filosofía espiritualista...
—¡Ah!... ¿De esos que hablan con las patas de las mesas? ¡Alabado sea...!
—No, esos no. Pero estamos de enhorabuena: cualquiera que sea la secta o escuela que le sorbe el seso a tu marido, tenemos ya noventa y seis probabilidades contra cuatro de que te reciba con los brazos abiertos. Tú lo has de ver.
Fortunata dudaba que esto fuera así. La partida que ella le había jugado a Maxi era demasiado serrana para que este la olvidara por lo que dicen los libros. Al otro día entró el simpático amigo más alegre y excitado. Su proyecto llegó a dominarle de tal modo, que no sabía pensar en otra cosa, y de la mañana a la noche estaba dando vueltas al tema. Había mejorado mucho su salud y al mismo tiempo no ponía tanto cuidado como antes en el adorno de su persona. Desde que tomara con tanto cariño las funciones paternales, se había dejado toda la barba, usaba hongo y una gran bufanda alrededor del cuello. Salía a sus diligencias en coche simón por horas. Cuando la prójima le vio entrar aquel día con el sombrero echado hacia atrás, los ojos chispeantes, los movimientos ágiles, comprendió que las noticias eran buenas.
—Con estos alegrones —dijo él abrazándola—, se rejuvenece uno. Chulita, otro abrazo, otro. Vengo de hablar con la mismísima Doña Lupe
la de los Pavos
.
Fortunata se asustó sólo de oír el nombre de su tía política.
—Impresiones muy buenas —añadió el diplomático...—. Ha empezado por ahuecar la voz, y por negarse a proponer la reconciliación. Pero mientras más cerdea ella, más claro veo yo que hará lo que deseamos. ¡Oh!, entiendo bien a mi gente. También esta tiene sus filosofías pardas, y a mí no me la da. Conozco las callejuelas de la naturaleza humana mejor que los rincones de mi casa. Doña Lupe está deseando que vuelvas; pero deseándolo, para que lo sepas. Se lo he conocido en la cara y en el modo de decir que no... Yo no sé si te he contado que en un tiempo, a poco de enviudar, tuvo sus pretensiones respecto a mí... pretensiones honestas... Decía la muy fatua que yo le paseaba la calle. ¿Creerás que se le descompone la cara siempre que me ve?
Fortunata soltó la carcajada.
—Dime, ¿y cuando te pretendía, ya le habían cortado el pecho que le falte?
—Pues no lo sé. Por mí que le cortaran los dos... En fin, chica, que esto marcha. Yo le dije que si había reconciliación, vivirías con ella, pues yo estimaba muy conveniente esta vida común. Tan hueca se puso al oírme decir esto, que aún creo que le nacía un pecho nuevo... Oye lo que tienes que hacer cuando esto se realice: Yo te daré una cantidad que le entregarás a ella el primer día, suplicándole que te la coloque. Te niegas a admitirle recibo. Nada le gusta tanto como que tengan confianza en ella en asuntos de dinero... ¡Ah!... leo en ella como leo en ti. ¿No ves que la traté bastante en vida de Jáuregui, que, entre paréntesis, era un hombre excelente? Ya te daré una lección larga sobre el tole tole con que debes tratarla, una mezcla hábil de sumisión e independencia, haciéndole una raya, pero una raya bien clarita, y diciéndole: «de aquí para allá manda usted; de aquí para acá estoy yo...». Ahora la tecla que me falta tocar es tu marido. He hablado pocas veces con él, apenas le trato; pero no importa...
La mejoría se acentuó tanto, que Don Evaristo atreviose a salir de noche, y lo primero que hizo fue ir en busca de Juan Pablo. No le encontró en el Suizo Viejo. Allí estaban Villalonga, Juanito Santa Cruz, Zalamero, Severiano Rodríguez, el médico Moreno Rubio, Sánchez Botín, Joaquín Pez y otros que tenían constituida la más ingeniosa y regocijada peña que en los cafés de Madrid ha existido. Habían hecho un reglamento humorístico, del cual cada uno de los socios tenía su ejemplar en el bolsillo. De aquellas célebres mesas habían salido ya un ministro, dos subsecretarios y varios gobernadores. Aunque era amigo de algunos, no quiso Feijoo acercarse, y se fue a una mesa lejana. Junto a él, los ingenieros de Caminos hablaban de política europea, y más acá los de Minas disputaban sobre literatura dramática. No lejos de estos, un grupo de empleados en la Contaduría central se ocupaba con gran calor de pozos artesianos, y dos jueces de primera instancia, unidos a un actor retirado, a un empresario de caballos para la Plaza de Toros y a un oficial de la Armada, discutían si eran más bonitas las mujeres con
polisón
o sin él. Después llamó la atención de Don Evaristo la facha de un hombre que iba por entre las mesas, el cual sujeto más bien parecía momia animada por arte de brujería. «Yo conozco esta cara —se dijo Feijoo—. ¡Ah! ya; es el que llamábamos
Ramsés II
, el pobre Villaamil que sólo necesitaba dos meses para jubilarse». Acercose tímidamente este desgraciado a Villalonga, que ya estaba levantado para marcharse; y en actitud cohibida, echando los ojos fuera del casco, le habló de algo que debía ser los maldecidos dos meses. Jacinto alzaba los hombros, respondiéndole con benevolencia quejumbrosa. Parecía decirle: «¡Yo, qué más quisiera...! He hecho todo lo posible... Veremos... he dado una nota... Crea usted que por mí no queda... Si, ya sé, dos meses nada más...». Un instante después
Ramsés II
pasó junto a Don Evaristo, deslizándose por entre las mesas y sillas como sombra impalpable. Llamole por su nombre verdadero Feijoo, y acercose el otro a la mesa, inclinando, para ver quién le llamaba, su cara amarilla, requemada por el sol de Cuba y Filipinas. Se reconocieron. Villaamil, invitado por su amigo, dobló su esqueleto para sentarse, y tomó café... con más leche que café...
—¡Ah! ¿Buscaba usted a Juan Pablo? Pues del salto se ha ido al café de Zaragoza. Dice que le cargan los ingenieros...
Como le convenía retirarse temprano, no fue Don Evaristo aquella noche al indicado café. Las nueve serían de la siguiente, cuando entró en el establecimiento de la Plaza de Antón Martín, que lleno de gente estaba, con una atmósfera espesa y sofocante que se podía mascar, y un ensordecedor ruido de colmena; bulla y ambiente que soportan sin molestia los madrileños, como los herreros el calor y el estrépito de una fragua. Desembozándose, avanzó el anciano por la tortuosa calle que dejaran libre las mesas del centro, y miraba a un lado y otro buscando a su amigo. Ya tropezaba con un mozo encargado de
servicio
, ya su capa se llevaba la toquilla de una cursi; aquí se le interponía el brazo del vendedor de
Correspondencias
que alargaba ejemplares a los parroquianos, y allá le hacían barricada dos individuos gordos que salían o cuatro flacos que entraban. Por fin, distinguió a Juan Pablo en el rincón inmediato a la escalera de caracol por donde se sube al billar. Acompañábanle en la misma mesa dos personas: una mujer bastante bonita, aunque estropeada, y un joven en quien al pronto reconoció Don Evaristo a Maximiliano. Los dos hermanos sostenían conversación muy animada. La
indivudua
eran el amor de Juan Pablo, una tal Refugio, personaje de historia, aunque no histórico, de cara graciosa y picante, con un diente de menos en la encía superior. Feijoo no la había visto nunca, ni el filósofo de café acostumbraba a presentarse en público en compañía de aquella Aspasia, por cuya razón quedose Rubín un tanto cortado al ver a su amigo.
Maximiliano saludó a Don Evaristo, preguntándole con mucho interés por su salud, a lo que respondió el anciano con mucha viveza:
—Ya ve usted...
Cinco
meses llevo así... un día caigo, otro me levanto... ¡
Cinco
meses!... Nada; que viene un día en que la máquina dice, «hasta aquí llegamos, compañero» y no se empeñe usted en remendarla, ni echarle aceite. Que no anda, y que no anda, y se tiene que parar.
—¿Pero qué es lo que usted tiene? —preguntó Maximiliano con presunción de médico novel o de boticario incipiente, que unos y otros se desviven por ser útiles a la humanidad.
—¿Que qué tengo? ¡Ah!, una cosa muy mala. La peor de las enfermedades. ¡Sesenta años! ¿Le parece a usted poco?
Todos se echaron a reír.
—Me ha dicho mi hermano —añadió Maxi— que digiere usted mal.
—Cinco meses lleva mi estómago de indisciplina —replicó el ladino viejo, que quería sin duda meterle a Maxi en la cabeza aquello de los cinco meses—. Ya no le hago caso. Me he rendido, y espero tranquilo el
cese
.