Fortunata y Jacinta (95 page)

Read Fortunata y Jacinta Online

Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
7.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ni tanto así; no le quiero, ni es posible que le quiera nunca, nunca, nunca.

—Corriente. Pues todo se arreglará, hija, todo se arreglará... No te apures ni pongas esa cara tan afligida. Hablaremos despacio. Por hoy no quiero calentarte la cabeza, ni calentármela yo, que bastante he charlado ya, y empiezo a sentirme mal. Está la cosa aprobada en principio... en principio.

Quedose dormido el buen señor, que por haber pasado muy mala noche, tenía sueño atrasado, y Fortunata permaneció a su lado sin chistar ni moverse por no turbar su descanso. Examinaba la habitación y habría deseado poder escudriñar la casa toda. De lo que en la alcoba observó, hubo de sacar el conocimiento de que la casa estaba muy bien puesta. Don Evaristo, que tan práctico quería ser en la vida social, debía de serlo más en la doméstica, y, conforme a sus ideas, lo primero que tiene que hacer el hombre en este valle de inquietudes es buscarse un buen agujero donde morar, y labrar en él un perfecto molde de su carácter. Soltero y con fortuna suficiente para quien no tiene mujer ni chiquillos ni familia próxima, Feijoo vivía en dichosa soledad, bien servido por criados fieles, dueño absoluto de su casa y de su tiempo, no privándose de nada que le gustase, y teniendo todos los deseos cumplidos en el filo mismo de su santísima voluntad. Más que por el lujo, despuntaba la casa por la comodidad y el aseo. Gobernábala una tal Doña Paca, gallega, que tuvo casa de huéspedes distinguidos y recomendados, en la cual vivió Feijoo mucho tiempo, y completaban la servidumbre una cocinera bastante buena y un criado muy callado y ya algo viejo, que había sido asistente de su amo.

Este despertó como a la media hora de haberse dormido, y restregándose los ojos y gruñendo un poco, hubo de asombrarse de ver allí a su amiga, y alargó la cabeza para mirarla. Viéndola reír, se expresó así:

—Pues con el sueñecito que he echado perdí la situación, chica, y al despertar, no me acordaba de que habías quedado ahí... Y viéndote ahora, me decía yo, en ese estado de torpeza que divide el dormir del velar: «¿pero es ella la que veo? ¿Cómo y cuándo ha venido a mi casa?».

Sacó su mano de entre las sábanas para tomar la de ella, y recogiendo al punto las ideas que se habían dispersado, le dijo: «Fíjate bien en una cosa, y es que Doña Lupe
la de los Pavos
, que es la persona de más entendimiento en toda esa familia, no se ha de llevar mal contigo, si tienes tacto. Lo que a Doña Lupe le gusta es mangonear, dirigir la casa, y echárselas de consejera y maestra. Hay que darle cuerda por ahí, y dejarla que mangonee todo lo que quiera. El gobierno de la casa lo ha de llevar mucho mejor que tú, porque es mujer que lo entiende: la traté un poco cuando vivía su marido, que era amigo y paisano mío. Por cierto que cuando se quedó viuda, dio en la flor de decir que yo le hacía el oso. ¡Tontería y fatuidad suya!... Pero en fin, es mujer de gobierno. De modo que dejándola que se explaye a su gusto en todo lo que sea el mete y saca de la vida doméstica, podrás conservar tu independencia en lo demás. No sé si me entiendes ahora; pero ya te lo explicaré mejor. En último caso, si algún día tuvieras un choque con ella, te plantas y le dices: «ea, señora, yo no me meto en lo que es de su incumbencia de usted. No se meta usted en lo que es de la mía».

Se había hecho de noche y los dos interlocutores no se veían. Feijoo llamó para que trajeran luz, y cuando la trajo Doña Paca, la primera claridad que se esparció por el aposento sirvió al ama de llaves para examinar con rápida inspección el rostro de la amiga de su señor, diciéndose: «esta es la pájara que nos le ha trastornado». Aquel curioseo receloso de criado que espera heredar, fue seguido de diferentes pretextos para permanecer allí con idea de pescar algo de la conversación. Pero mientras Paca estuvo en la alcoba haciendo que ordenaba las cosas, moviendo los trastos y revisando las medicinas, Don Evaristo no desplegó los labios. Miraba a su ama de llaves, y su sonrisa maliciosa quería decir: «tú te cansarás».

Así fue. Retirose la dueña, y Don Evaristo volvió a su tema:

—Lo primero que has de tener presente es que siempre, siempre, en todo caso y momento, hay que guardar el decoro. Mira, chulita, no me muero hasta que no te deje esta idea bien metida en la cabeza. Apréndete de memoria mis palabras, y repítelas todas las mañanas a renglón seguido del Padrenuestro.

Como un dómine que repite la declinación a sus discípulos, machacando sílaba tras sílaba, cual si se las claveteara en el cerebro a golpes de maza, Don Evaristo, la mano derecha en el aire, actuando a compás como un martillo, iba incrustando en el caletre de su alumna estas palabras:

—Guardando... las... apariencias, observando... las reglas... del respeto que nos debemos los unos a los otros... y... sobre todo, esto es lo principal... no descomponiéndose nunca, oye lo que te digo... no descomponiéndose nunca... (a la segunda repetición del concepto, la mano del dómine quedábase suspendida en el aire; y sus cejas arqueadas en mitad de la frente, sus ojos extraordinariamente iluminados denotaban la importancia que daba a este punto de la lección), no descomponiéndose nunca, se puede hacer todo lo que se quiera.

Después le entró tos. Doña Paca se apareció dando gruñidos y diciendo que la tos provenía de tanto hablar, contra lo que el médico ordenaba.

—A usted no le ha de matar la enfermedad, sino la conversación... A ver si toma el jarabe y cierra el pico.

Para atenuar el efecto de esa salida un tanto descortés, estando presente una visita, la señora aquella agració a la intrusa con una sonrisilla forzada. ¿Cuál de las dos daría al enfermo la cucharada de jarabe? Quiso hacerlo el ama de llaves; pero Fortunata estuvo más lista. La otra tomó su desquite, arrojando una observación de autoridad displicente a la cara de la entrometida.

—Eso es, dele el cloral en vez del jarabe, y la hacemos...

—¿Pero no es ésta la medicina?

—Esa es, sí... pero podía usted haberse equivocado. Para eso estoy yo aquí.

—Que me dé lo que quiera —gruñó Feijoo con burlesca incomodidad—. ¿A usted qué le importa, señora Doña Francisca?...

—Es que...

—Bueno; aunque me envenenara. Mejor.

—7—

A
l verse otra vez en su casa y sola, Fortunata no podía con la gusanera de pensamientos que
le llenaba toda la caja de la cabeza
. ¡Volver con su marido! ¡Ser otra vez la señora de Rubín! Si un mes antes le hubieran hablado de tal cosa, se habría echado a reír. La idea continuaba teniendo para ella una extrañeza dolorosa; pero después de lo que oyó al buen amigo no le parecía tan absurda. ¿Llegaría aquello a ser posible y hasta conveniente? Un cuchicheo de su alma le dijo que sí, aunque las antipatías que los Rubín le inspiraban no se extinguieran. Que Don Evaristo se moría pronto era cosa indudable: no había más que verle. ¿Qué iba a ser de ella, privada de la dirección y consejo de tan excelente hombre?... ¡Cuidado que sabía el tal! Toda la ciencia del mundo la poseía al dedillo, y la naturaleza humana,
el aquel de la vida
, que para otros es tan difícil de conocer, para él era como un catecismo que se sabe de memoria. ¡Qué hombre!

Así como en las mutaciones de cuadros disolventes, a medida que unas figuras se borran van apareciendo las líneas de otras, primero una vaguedad o presentimiento de las nuevas formas, después contornos, luego masas de color, y por fin, las actitudes completas, así en la mente de Fortunata empezaron a esbozarse desde aquella noche, cual apariencias que brotan en la nebulosa del sueño, las personas de Maxi, de Doña Lupe, de Nicolás Rubín y hasta de la misma Papitos. Eran ellos que salían nuevamente a luz, primero como espectros, después como seres reales con cuerpo, vida y voz. Al amanecer, inquieta y rebelde al sueño, oíales hablar y reconocía hasta los gestos más insignificantes que modelaban la personalidad de cada uno.

Levantose la chulita muy tarde y recibió un recado de su amigo diciéndole que estaba mejor y que se levantaría y saldría a la calle con permiso del tiempo. Esperó su visita, y en tanto no cesaba de cavilar en lo mismo. La gratitud que hacia Feijoo sentía, era más viva aún que antes, y habría deseado que la vida que con él llevaba continuase, pues aunque algo tediosa, era tan pacífica que no debía ambicionar otra mejor. «Si dura mucho esto, ¿llegaré a cansarme y a no poder sufrir esta sosería? Puede que sí». El apetito del corazón, aquella necesidad de querer fuerte, le daba sus desazones de tiempo en tiempo, produciéndole la ilusión triste de estar como encarcelada y puesta a pan y agua. Pero no se conformaba; quizás cada día la conformidad era menor... quizás veía con agrado en las lontananzas de su imaginación algo nuevo y desconocido que interesara profundamente su alma, y pusiera en ejercicio sus facultades, que se desentumecían después de una larga inactividad.

Don Evaristo llegó en coche a eso de las cuatro muy animado, y le mandó que le hiciera un chocolatito para las cinco. Esmerose ella en esto, y cuando el buen señor tomaba con gana su merienda, le dijo entre otras cosas que, si seguía mejor, al día siguiente hablaría con Juan Pablo, planteándole la cuestión resueltamente.

—Y también te digo una cosa. No veo la causa de que tu marido te sea tan odioso. Podrá no ser simpático; pero no es mala persona. Podrá no ser un Adonis; pero tampoco es el coco. Mujeres hay casadas con hombres infinitamente peores, y viven con ellos; allá tendrán sus encontronazos; pero se arreglan y viven... Tú no seas tonta, que no sabes la ganga que es tener un hombre y una chapa decorosa en el casillero de la sociedad. Si sacas partido de esto, serás feliz. Casi estoy por decirte que mejor te cuadra un marido como el que tienes, que otro de mejor lámina, porque con un poco de muleta harás de él lo que quieras. Me han dicho que desde la separación está muy taciturno, muy dado a sus estudios, y que no se le conocen trapicheos ni distracciones... Por grandes que sean sus resentimientos, chica, creo que en cuanto le hablen de volver contigo, se le hace la boca agua.

Fortunata, sonriendo, dio a entender su incredulidad.

—¿Que no? ¡Ay, chulita!, tú no conoces la naturaleza humana. Cree lo que te he dicho. Maximiliano te abrirá los brazos. ¿No ves que es como tú, un apasionado, un sentimental? Te idolatra, y los que aman así, con esa locura, se pirran por perdonar. ¡Ah, perdonar! Todo lo que sea
rasgos
les vuelve locos de gusto. Tú déjate querer, grandísima tonta, y hazte cargo de que se te presenta un ancho horizonte de vida... si lo sabes aprovechar.

Esto del horizonte avivó en la mente de la joven aquel naciente anhelo de lo desconocido, del querer fuerte sin saber cómo ni a quién. Lo que no podía era compaginar esperanza tan incierta con la vida de familia que se le recomendaba. Pero algo y aun algos se le iba clareando en el entendimiento.

Feijoo mejoró sensiblemente en los días que siguieron al arrechucho aquel. Recobró parte de sus fuerzas, algo del buen humor, y las presunciones de próxima muerte se desvanecieron en su espíritu. Mas no por esto desistió de llevar adelante un plan que había llegado a ser casi una manía, absorbiendo todos sus pensamientos. Decidido a hablar con Juan Pablo, fue a verle una mañana al café de Madrid, donde tenía un rato de tertulia antes de entrar en la oficina, pues al fin ¡miseria humana!, hubo de aceptar la credencialeja de doce mil que le había dado Villalonga, por recomendación del mismo Feijoo. No estaba contento ni mucho menos con esto del orgulloso Rubín, y se quejaba de que una amistad sagrada le hubiera puesto en el compromiso de aceptar el turrón alfonsino. Por supuesto que la situación no duraba ni podía durar. Cánovas no sabía por dónde andaba. Entre tanto, y supiera o no Don Antonio lo que traía entre manos, ello es que Juan Pablo se había comprado una chistera nueva, y tenía el proyecto de trocar su capa, algo deshilachada de ribetes y mugrienta de forros, por otra nueva. Eso al menos iba ganando el país.

Pero de todas las mejoras de ropa que publicaban en los
círculos políticos
y en las calles de Madrid el cambio de instituciones, ninguna tan digna de pasar a la historia como el estreno de levita de paño fino que transformó a Don Basilio Andrés de la Caña a los seis días de colocado. Hundiose en los abismos del ayer la levita antigua, con toda su mugre, testimonio lustroso de luengos años de cesantía y de arrastrar las mangas por las mesas de las redacciones. Completaba el buen ver de la prenda un sombrero de moda, y el gran Don Basilio parecía un sol, porque su cara echaba lumbre de satisfacción. Desde que entró a servir
en su ramo
y en la categoría que le cuadraba, estaba el hombre que no cabía en su chaleco. Hasta parecía que había engordado, que tenía más pelo en la cabeza, que era menos miope, y que se le habían quitado diez años de encima. Se afeitaba ya todos los días, lo que en realidad le quitaba el parecido consigo mismo. No quiero hablar de las otras muchas levitas y gabanes flamantes que se veían por Madrid, ni de las señoras que trocaban sus anticuados trajes por otros elegantes y de última novedad. Este es un fenómeno histórico muy conocido. Por eso cuando pasa mucho tiempo sin cambio político, cogen el cielo con las manos los sastres y mercaderes de trapos, y con sus quejas acaloran a los descontentos y azuzan a los revolucionarios. «Están los negocios muy parados» dicen los tenderos; y otro resuella también por la herida diciendo: «No se protege al comercio ni a la industria...».

Cuando Feijoo entró en el café de Madrid, Juan Pablo no había llegado aún, y decidió esperarle en el sitio que su amigo acostumbraba ocupar. A poco entró Don Basilio presuroso, de levita nueva, el palillo entre los dientes, y se dirigió al mostrador con ademanes gubernamentales.

—Que me lleven el café a la oficina —dijo en voz alta, mirando el reloj y haciendo un gesto, por el cual los circunstantes podrían comprender, sin necesidad de más explicaciones, el cataclismo que iba a ocurrir en la Hacienda si Don Basilio se retrasaba un minuto más.

—Hola, Don Evaristo —dijo deteniéndose un instante a estrecharle la mano—. ¿Cómo va la salud...? ¿Bien? Me alegro... Conservarse... Muy ocupado... Junta en el despacho del jefe... Abur.

—Buen pelo echamos, ¿eh?... Sea enhorabuena. Yo tal cual. Adiós.

Al quedarse otra vez solo, Don Evaristo arrugó el ceño. Ocurriósele una contrariedad que entorpecería su plan. Al ir hacia el café había preparado por el camino el discurso que le espetaría a Juan Pablo. Este discurso empezaba así: «Amigo mío, me he enterado de que la pobre mujer de su hermano de usted vive en el más grande apartamiento, arrepentida ya de su falta, indigente y sin amparo alguno...» y por aquí seguía. Pero esto era insigne torpeza, porque si después de encarecer lo tronada y hambrienta que estaba Fortunata, ¡la veían tan hermosa...! No, de ninguna manera. Facilillo era compaginar la lozanía de la señora de Rubín con su desgracia. ¿Y cómo evitar que del indicio de aquellas apretadas carnes y de aquel color admirable indujeran los parientes la certeza de una vida regalona, alegre y descuidada?... Uno rato estuvo mi hombre discurriendo cómo probar que no es cosa del otro jueves que las personas afligidas engorden, y aún no había logrado construir su plan lógico, cuando llegó Juan Pablo, frotándose las manos, y dejando ver en su cara la satisfacción íntima que el simple hecho de entrar en el café le producía. Era como el tinte de placidez que toma la cara del buen burgués al penetrar en el hogar doméstico. Saludáronse los dos amigos con el afecto de siempre. Después de oír, acerca de su salud, todas las vulgaridades hipocráticas con que el sano trastea al enfermo, como aquello de
es nervioso... pasee usted... yo también estuve así
, Feijoo abordó la cuestión, y por zancas y barrancas, soltando lo primero que se le ocurría, llegó a decir que él se había propuesto, por pura caridad, negociar la reconciliación.

Other books

To Honour the Dead by John Dean
The Wedding of Zein by Tayeb Salih
A_Little_Harmless_Fascination by Melissa_Schroeder
Deadlocked by Joel Goldman
Starry Night by Debbie Macomber
Someone's Watching by Sharon Potts
Red Hot Blues by Rachel Dunning
Harald by David Friedman