Read Fragmentos de una enseñanza desconocida Online
Authors: P. D. Ouspensky
Tags: #Autoayuda, #Esoterismo, #Psicología
Poco después, G. regresó a Moscú y en su ausencia tratamos de llevar a cabo la tarea que nos había dado. A mi sugerencia, y para mayor facilidad, algunos de nosotros tratamos primero de contar la historia de nuestra vida, no en la reunión general del grupo, sino en pequeños grupos compuestos por personas que conocíamos mejor.
Estoy obligado a decir que todos estos ensayos no condujeron a nada. Algunos dijeron demasiado, otros no lo suficiente. Algunos se perdieron en detalles inútiles o en descripciones de lo que consideraban como sus características particulares y originales: otros se concentraban en sus "pecados" y en sus errores. Pero todo esto, tomado en conjunto, estaba lejos de dar lo que aparentemente G. esperaba. El resultado se componía de anécdotas, relatos cronológicos sin interés, o recuerdos de familia que hacían bostezar a todo el mundo. Algo no iba bien. Pero ¿dónde estaba la falla? Aun aquellos que se esforzaban por ser tan sinceros como les era posible, habían sido incapaces de decirlo. Recuerdo mis propias tentativas. Los recuerdos que conservo de mis primerísimos años nunca me han dejado de asombrar; traté entonces de evocar ciertas impresiones de mi primera infancia que me parecían psicológicamente interesantes. Pero esto no le interesaba a nadie, y vi rápidamente que no era eso lo que se nos pedía. Yo proseguí, pero
casi inmediatamente, fui invadido por la certidumbre de que había, muchas cosas sobre las cuales no tenia la menor intención de hablar
. Esto era totalmente inesperado para mí. Había aceptado la idea de G. sin ninguna oposición, y pensaba poder contar la historia de mi vida sin mayor dificultad. Pero esta tarea se mostró completamente imposible. Algo en mí elevaba una protesta tan vehemente que ni siquiera traté de luchar. Y cuando llegué a ciertos períodos de mi vida, me contenté con dar un esbozo e indicar sólo el sentido de los hechos que quería reservar. En lo que toca a esto, me di cuenta de que mi voz y sus entonaciones cambiaban mientras hablaba de esta manera. Esto me ayudó a comprender a los otros. Me di cuenta de que al hablar de sí mismos y de sus vidas, ellos también tenían voces diferentes y entonaciones cambiantes. Y algunas veces, por haberlas ya oído en mí mismo, capté de pasada ciertas inflexiones de voz de una clase especial; ellas me marcaban los instantes en que querían esconder algo. Pero sus entonaciones los traicionaban. Más tarde, la observación de las "voces" llegaría a permitirme comprender has otras cosas.
Cuando G. estuvo de regreso en San Petersburgo (esta vez se quedó en Moscú dos o tres semanas) le participamos nuestras tentativas. Escuchó todo y dijo simplemente que no sabíamos separar la "personalidad" de la "esencia".
—La personalidad, dijo él, se esconde detrás de la esencia, y la esencia se esconde detrás de la personalidad; de esta manera una enmascara a la otra.
—¿Cómo se puede separar la esencia de la personalidad? preguntó alguien.
—¿Cómo separarían ustedes lo que les pertenece de lo que no les pertenece? contestó G. Hay que pensar en ello; es necesario preguntarse de dónde viene tal o cual de sus características. Y sobre todo, no olviden nunca que la mayoría de las personas, especialmente en el medio de ustedes, no posee casi nada propio. Nada de lo que tienen les pertenece; en la mayoría de los casos lo han robado. Lo que llaman sus ideas, sus convicciones, sus teorías, sus concepciones, todo ha sido hurtado de diversas fuentes. Es este conjunto lo que constituye su personalidad. Y es esto lo que se debe despejar, desechar.
—Pero usted mismo dijo que el trabajo comienza por la personalidad.
—Es la pura verdad, respondió G. También debemos comenzar por establecer con precisión de qué etapa del desarrollo de un hombre y de qué nivel de ser queremos hablar. Acabo de hablar simplemente de un hombre en la vida, sin lazo alguno con el trabajo. Tal hombre, sobre todo si pertenece a la clase «intelectual», está casi exclusivamente constituido de la personalidad. En la mayoría de los casos, su esencia ha sufrido en su más tierna edad una detención en su crecimiento. Conozco respetables padres de familia, profesores llenos de ideas, escritores conocidos, hombres de Estado, en quienes el desarrollo de la esencia se ha detenido cerca de la edad de doce años. Y esto no es tan malo. Sucede a veces que la esencia definitivamente cesa de crecer a los cinco o seis años. De allí en adelante, todo lo que un hombre pueda adquirir no le pertenecerá; sólo será un repertorio de cosas muertas, tomadas de los libros; sólo será una imitación."
Hubo después numerosas conversaciones, en que G. tomó parte. Quisimos comprender por qué no habíamos podido realizar la tarea que nos había dado. Pero cuanto más hablábamos, menos comprendíamos lo que en efecto G. esperaba de nosotros.
—Esto sólo muestra hasta qué punto ustedes no se conocen a sí mismos, dijo. No dudo de que algunos al menos han querido sinceramente hacer lo que les pedí, es decir, contar la historia de su vida. Sin embargo, han visto que no lo pudieron hacer y que ni siquiera sabían por dónde comenzar. No es sino un asunto aplazado, porque de todas maneras les será necesario pasar por ello. Esta es una de las primeras pruebas en el camino. El que no ha pasado por ella no podrá ir más lejos.
—¿Qué es lo que no comprendemos? preguntó alguien.
—Ustedes no comprenden lo que significa ser sincero.
"Están tan habituados a mentir, tanto a sí mismos como a los demás, que no encuentran ni palabras ni pensamientos cuando quieren decir la verdad. Decir toda la verdad acerca de sí mismo es muy difícil. Antes de decirla es necesario conocerla. Y ustedes ni siquiera saben en qué consiste. Algún día hablaré a cada uno de ustedes de su rasgo principal o su defecto principal. Veremos entonces si podemos comprendernos o no."
En ese tiempo, tuvimos una conversación que me interesó muchísimo. Era una época en que yo me hallaba particularmente sensible a todo lo que pasaba en mí, y sobre todo, sentía que a pesar de todos mis esfuerzos seguía siendo incapaz de recordarme a mí mismo durante el más breve espacio de tiempo. Al comienzo había creído lograr algo, pero después lo había perdido todo, y ya no podía tener la menor duda en cuanto al sueño profundo en el cual me sentía sumergido.
El fracaso de mis tentativas de contar la historia de mi vida, y sobre todo el hecho de que ni siquiera había logrado comprender claramente lo que G. pedía, aumentaba aún más mi mal humor, que como siempre en mi caso, no se expresaba por depresión sino por irritación.
En este estado fui un día a almorzar con G. en un restaurante de la Sadovaya frente a la Puerta Gostinoy. Había saludado a G. muy secamente, después de lo cual guardé silencio.
—¿Qué le pasa hoy? preguntó G.
—Ni yo mismo lo sé, respondí. Comienzo simplemente a sentir que no llegamos a nada, o más bien, que yo no llego a nada. No puedo hablar de los demás. Pero para mí, he cesado de comprenderle a usted, y usted ya no explica nada, como tenía la costumbre de hacer al comienzo. Siento que de esta manera no lograremos nada.
—Espere un poco, me dijo G., y pronto tendremos nuevas conversaciones. Compréndame: hasta ahora hemos tratado de poner cada cosa en su lugar; pronto llamaremos a las cosas por sus nombres."
Las palabras de G. me han quedado en la memoria, pero en ese momento rehusé mostrarme conforme con él, y persistí en seguir mis propios pensamientos.
—¿Qué me puede dar, dije, el que encontremos nombres para las cosas, cuando no puedo ver sus conexiones? Usted nunca contesta a ninguna de mis preguntas.
—Muy bien, dijo G. riéndose. Le prometo contestar en seguida a cualquiera de sus preguntas...¡como en los cuentos de hadas!"
Sentí que él quería liberarme de mi mal humor e interiormente se lo agradecía, aunque algo en mí rehusaba apaciguarse.
Y de repente recordé que ante todo quería saber lo que G. pensaba de la "recurrencia eterna", de la repetición de las vidas, tal como yo lo comprendía. Muchas veces había tratado de entablar una conversación sobre este tema y de darle a conocer a G. mi punto de vista. Pero estas conversaciones siempre habían quedado casi en monólogos. Él escuchaba en silencio, y después se ponía a hablar de otra cosa.
—Muy bien, repliqué. Dígame lo que piensa de la «recurrencia eterna». ¿Hay en ella algo de verdad? Esta es mi pregunta: ¿vivimos una sola vida, para desaparecer luego, o es que todo se repite una vez tras otra, quizá un número incalculable de veces, sin que lo sepamos ni guardemos el menor recuerdo?
—La idea de la repetición, dijo G., no es la verdad total y absoluta, sino su aproximación más cercana. En este caso no se puede expresar la verdad en palabras. Lo que usted ha dicho se le acerca mucho. Pero si comprende por qué nunca hago alusión a ello, estará todavía más cerca. ¿De qué le serviría a un hombre saber la verdad sobre la «recurrencia eterna», si no es consciente de ella, y si no cambia? Hasta se puede decir que si un hombre no cambia, la repetición no existe para él. Si usted le habla de la repetición no hará sino aumentar su sueño. ¿Por qué haría esfuerzos hoy sí todavía tiene tanto tiempo y tantas posibilidades por delante, toda una eternidad? ¿Por qué tomarse el trabajo hoy? Esa es la razón precisa por la que la enseñanza no dice nada de la repetición y considera solamente la vida que conocemos. La enseñanza no tiene ningún contenido, ningún sentido, si uno no lucha para que se opere un cambio en sí mismo. Y a fin de cambiarse a sí mismo, el trabajo debe comenzar hoy, inmediatamente. Una vida basta para alcanzar la visión de todas las leyes. Un conocimiento relativo de la repetición de las vidas no puede aportar nada a un hombre que no ve cómo se repiten todas las cosas en una vida, es decir en esta vida, y que no lucha para cambiarse a sí mismo con el fin de escapar de esta repetición. Pero si realiza un cambio esencial en sí mismo y si logra un resultado, este resultado no se puede perder.
—¿Tendría razón al deducir que todas las tendencias innatas o adquiridas deben crecer? pregunté.
—Si y no. En la mayoría de los casos es verdad, como lo es para la totalidad de la vida. Sin embargo, en una gran escala, pueden intervenir nuevas fuerzas. No se lo voy a explicar ahora; pero reflexione sobre esto: también son susceptibles de cambio las influencias planetarias. Éstas no son permanentes. Al lado de esto, las tendencias mismas pueden ser diferentes; hay tendencias que una vez que aparecen ya no desaparecen más y se van desarrollando mecánicamente por si mismas, mientras que hay otras que siempre tienen que ser estimuladas nuevamente, porque se debilitan sin cesar y aun se pueden desvanecer por completo o convertirse en sueños, cuando un hombre deja de trabajar sobre ellas. Además, hay un plazo señalado para cada cosa.
Para cada cosa
(acentuó estas palabras) existen posibilidades —pero solamente por un tiempo
limitado."
Me interesaban extremadamente todas las ideas que G. acababa de expresar. La mayoría coincidía con lo que ya había "adivinado". Pero el hecho de que él reconociera lo bien basado de mis premisas fundamentales —y todo el contenido que él les había dado— era para mí de una importancia enorme. De inmediato, todas las cosas comenzaron a conectarse para mí. Y tuve la sensación de ver aparecer delante de mí las grandes líneas de este "majestuoso edificio", del cual se trataba en las "Vislumbres de la Verdad". Mi mal humor se había desvanecido, aun sin yo percibirlo.
G. me miró sonriendo.
—¡Vea cuán sencillo es
voltearlo!
Pero puede ser que simplemente le estuviera
contando
cuentos, quizás la «eterna recurrencia» no existe en absoluto. ¿A quién le gusta estar con un Ouspensky gruñón, que no come ni bebe? Me he dicho: «¡Tratemos de animarlo!» Y ¿cómo se anima a alguien? A tal persona hay que contarle anécdotas. Con tal otra, basta conocer su manía. Yo sabía que la manía de nuestro Ouspensky... es la «eterna recurrencia». Por lo tanto, le he ofrecido contestar cualquier pregunta: ¡bien sabía lo que él me preguntaría!"
Pero las bromas de G. no me afectaban. Me había dado algo muy substancial y ya no me lo podía quitar. Yo no daba ningún crédito a sus bromas, pues no concebía que él hubiera podido inventar lo que acababa de decir sobre la eterna recurrencia. También había aprendido a conocer sus entonaciones. Y el futuro me demostró que yo tenía razón; pues aunque nunca introdujo la idea de la eterna recurrencia en las exposiciones de su enseñanza, G. no dejaba de referirse a ella —sobre todo cuando hablaba de las posibilidades perdidas por la gente que se había aproximado a la enseñanza y que luego se había alejado.
Los grupos continuaban reuniéndose como de costumbre. Un día G. nos dijo que quería emprender un experimento sobre la separación de la personalidad y de la esencia. Todos estábamos muy interesados porque hacía tiempo que había prometido "experimentos"; pero hasta ahora no habíamos visto nada. No voy a describir sus métodos, hablaré simplemente de los dos hombres que escogió esa noche para el experimento. Uno ya era de cierta edad, y ocupaba una posición social muy alta. En nuestras reuniones hablaba muchísimo de sí mismo, de su familia, del Cristianismo y de los sucesos del día, de la guerra y de toda clase de "escándalos" escogidos entre los que más lo horrorizaban. El otro era más joven. Muchos de nosotros no lo tomábamos en serio. En muchas circunstancias se hacía el bufón, como se dice; o se mezclaba en interminables discusiones de tal o cual detalle de la enseñanza que, en el fondo, no tenía la menor importancia. Era muy difícil comprenderlo. Hablaba de una manera confusa, embrollando las cosas más simples, mezclando de una manera inextricable los puntos de vista y los términos relacionados con los más diferentes niveles y campos.
No diré nada sobre el comienzo del experimento.
Estábamos sentados en el salón.
La conversación seguía su curso habitual.
—Ahora, observen, dijo G. en voz baja.
El mayor de los dos, que estaba hablando acaloradamente, casi fuera de sí, ya no recuerdo de qué, se detuvo de repente en medio de una frase, y hundiéndose en su silla, comenzó a mirar fijamente hacia adelante. A una señal de G., continuamos hablando, esquivando el mirarlo. El más joven comenzó por escuchar lo que decíamos, y luego, él mismo se puso a hablar. Nos miramos todos unos a otros. Su voz había cambiado. Nos participó algunas observaciones que había hecho sobre sí. Hablaba de una manera clara, sencilla e inteligible, sin palabras superfinas, sin extravagancias y sin bufonerías. Después se calló. Fumaba un cigarrillo y obviamente pensaba en algo. En cuanto al primero, seguía manteniéndose inmóvil, como haciendo una bola de sí mismo.