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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (33 page)

BOOK: Fuera de la ley
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En ese momento dirigí la mirada al montón de periódicos sensacionalistas del supermercado, que eran la delicia de mi madre, y extraje uno de ellos al descubrir un titular que decía: «Una mujer descubre arena de gato en la urna de su hermana gemela». Más abajo se leía un breve artículo donde se contaba, con todo tipo de florituras, la historia del robo de los cadáveres de Cincy y de cómo los cuerpos habían desaparecido de nuevo a ambos lados del río. Yo fruncí el ceño. Había una sola razón por la cual los cuerpos cremados se remplazaban con arena de gato, y era que las cenizas servían para evitar que los demonios aparecieran donde no debían como, por ejemplo, fuera del círculo. Normalmente yo no me molestaba en hacerlo pues, por lo general, eran los demonios los que irrumpían en mi vida y no a la inversa.

El recuerdo de Al me indujo a agarrar el bolso que estaba al otro lado de la mesa. No le había dado ninguna explicación a mi madre de porqué me había presentado allí y me había quedado dormida, completamente exhausta, sobre la vieja colcha de mi cama. El miedo que me había producido la idea de poder estar atada había dado paso a la depresión, y estaba empezando a perdonar a Jenks por haber borrado el incidente de mi memoria. Había hecho lo correcto. Podía imaginarme perfectamente el estado en que me había encontrado y ha­berme hecho olvidar probablemente me había salvado la vida. Una bruja con una cicatriz de vampiro no podía hacer frente a un no muerto. Ivy se encargaría de encontrar al asesino de Kisten y yo me ocuparía de los demonios.

Tras rebuscar en el bolso, saqué el teléfono y miré la pantalla. Había llamado a Jenks al despertarme para preguntarle por Ivy. Según me había contado, estaba deprimida, algo bastante comprensible. No tenía ningunas ganas de volver a la iglesia e intentar arreglar las cosas. No sabía lo que le iba a decir. A pesar de todo, me alegraba saber que seguía allí. Tal vez lo mejor que podíamos hacer era ignorar que me había hecho cuatro nuevos agujeros en el cuello y que yo me había caído redonda al suelo convencida de que estaba atada al asesino de Kisten. Entonces suspiré y comprobé la hora.

Eran las tres y pico y todavía no había recibido ninguna llamada ni de Glenn ni de David. Sabía que a Glenn no le habría hecho ninguna gracia que le diera la lata, pero seguro que a David no le importaba.

Mientras repasaba mi breve lista de contactos en busca del número de David, escuché el tictac el reloj de encima del fregadero. Robbie y yo lo habíamos comprado hacía siglos para el día de la madre, cuando todavía pensábamos que la bruja de ojos saltones que salía y entraba puntualmente cada hora era superguay. Una parte de la pintura de la escoba se había desconchado el día que se cayó, y yo me preguntaba por qué lo había conservado. No podía ser más horroroso.

En el momento en que David descolgó y me llenó el oído con un saludo lleno de seguridad, volví a concentrarme en el teléfono.

—¡Hola, David! —respondí—. ¿Todavía no tienes nada?

Tras vacilar unos instantes, respondió:

—¿No te lo ha dicho tu madre?

¿Cómo sabe que estoy en casa de mi madre?

—Ummm… la verdad es que no —acerté a decir—. ¿Y tú cómo sabes que estoy en su casa?

David soltó una carcajada.

—Te llamé al móvil mientras dormías y respondió ella. Estuvimos charlando un buen rato. Tu madre es… diferente.

Diferente. Desde luego la forma de definirla no podía ser más políticamente correcta.

—Gracias —respondí secamente—. Imagino que esta tarde no vamos a salir —dije dando por hecho que, en caso contrario, ella me habría despertado. O tal vez no.

—Estoy en la oficina y tengo la reclamación justo delante —dijo mientras se oía cómo revolvía los papeles—. He hablado con la mujer, pero no he con­seguido concertar una cita hasta mañana a las dos. —Tras unos segundos de vacilación añadió—: Lo siento. Sé que querías resolverlo hoy, pero he hecho todo lo que he podido.

Yo suspiré y volví a mirar el reloj. La idea de tener que pasar una noche más escondida en la iglesia me apetecía tanto como pintarle las uñas de los pies a Trent. Además, me sería imposible evitar a Ivy.

—Mañana a las dos es perfecto —respondí pensando que tendría que apro­vechar el tiempo que faltaba abasteciendo mi armario de hechizos para un ataque contra brujos negros. No obstante, tendría que trasladarlo todo a la zona consagrada. ¡
Menudo cañazo
!

—Gracias, David —añadí cuando recordé que estábamos en medio de una conversación—. Estoy convencida de que son ellos.

—Yo también. Pasaré a recogerte mañana a la una. Y ponte mona ¿vale? —sugirió con voz divertida—. No pienso llevarte conmigo si vuelves a ves­tirte de cuero.

Yo arrugué la frente.

—¿Mona? —pregunté, pero la llamada ya se había cortado.

Durante un momento me quedé mirando el teléfono, luego esbocé una sonrisa, lo cerré y lo metí en el bolso. Mientras disfrutaba del silencio de la casa me comí los corazones rosas que, como siempre, me había guardado para el final. Poco a poco la melancolía volvió a apoderarse de mí. Alguien había matado a Kisten, y ese mismo ser había intentado atarme a él para impedirme que le arrancara su jodida cabeza. Me había esforzado mucho por convivir con Ivy sin atarme a ella, y de pronto un monstruo sin rostro había matado a mi novio y había estado a punto de someterme y, en un abrir y cerrar de ojos, había cambiado mi vida hasta tal punto que se había escapado por completo de mi control.
Maldita sea. No puedo hacer esto. No puedo seguir arriesgándome. No puedo… dejar que Ivy vuelva a morderme. Nunca más
.

Aquella idea se asentó en mí como si fuera plomo. Llevaba algo más de un año conviviendo con Ivy y, cuando por fin lo habíamos conseguido, yo decidía hacerme la dura. En ese momento sentí un escalofrío que hizo que la cuchara golpeteara contra el bol. No podía seguir con aquel juego. Por unos breves instantes había estado convencida de que estaba ligada a un vampiro, y había sido una de las experiencias más aterradoras de mi vida; había logrado que la persona segura de sí misma que había sido hasta ese momento se convirtiera en un juguete asustado sin ningún control sobre su degradada vida. A pesar de que al final se hubiera descubierto que aquel miedo no tenía ningún fundamento, no por ello había sido menos real. No podía permitir que un vampiro volviera a agujerear mi piel. Y no iba a hacerlo. El problema era cómo explicárselo a Ivy.

Preocupada, me comí la última cucharada de malvaviscos, agucé el oído y, cuando estuve segura de que mi madre no se encontraba cerca, levanté el bol y me bebí la leche directamente del recipiente. La cuchara golpeteó de nuevo contra el bol vacío y yo me recosté en la silla con el café en la mano. Todavía no estaba preparada para desprenderme de la seguridad que me proporcionaban aquellos gratos recuerdos que conseguían amortiguar la preocupación sobre mi futuro. En el otro extremo de la mesa había una bolsa de tela roja que contenía todos los hechizos que, según mi madre, iba a necesitar para mi disfraz de Halloween. Sin embargo, aquello ya no tenía importancia. A menos que la pista de David diera sus frutos, y le echara el guante a los que estaban invocando a Al, tendría que quedarme atendiendo la puerta en lugar de acudir a la fiesta. Y no me atraía nada la idea de entregar caramelos y tomates cherry a niños de ocho años vestida con un provocativo traje de cuero.

Le di un trago al café y me quedé mirando el móvil, deseando que sonara. Entonces me pregunté si debía llamar a Glenn. Si mi madre había estado res­pondiendo al teléfono, él no le habría contado nada.

Justo en el mismo instante en que alargué el brazo para cogerlo, escuché el agradable y familiar sonido de sus pasos, que provenían de la parte delantera de la casa, y me eché atrás. Prefería no añadir más preocupaciones, teniendo en cuenta los quebraderos de cabeza que le provocaría la conversación que íbamos a mantener. Todavía tenía quo preguntarle cómo se podía revertir un hechizo para olvidar.

—Gracias por el desayuno, mamá —le dije mientras ella se dirigía directamente hacia la cafetera. Había estado buscándome un abrigo y en ese momento se oía el ruido de la secadora, donde lo había metido para airearlo—. Te agradezco mucho que me acogieras esta mañana después de que me presentara sin avisar.

Ella se acomodó en la silla que estaba frente a mí y dejó la taza de café sobre la mesa cubierta con un mantel encerado cuyo dibujo se había descolorido con el tiempo y los restregones.

—No pienso seguir haciéndote de madre, sobre todo si no me cuentas lo que ha pasado —dijo dirigiendo la mirada hacia mis mordiscos ribeteados de rojo. En ese instante sentí una punzada de culpabilidad que hizo que el trago de leche azucarada de mi boca adquiriera un sabor amargo.

—Lo siento —dije alejando de su severa mirada el bol de los cereales. Tenía el estómago revuelto y me sentía mareada. Las pociones de memoria eran ilegales porque no se podían eliminar limpiamente. A diferencia de los amuletos y de los hechizos de líneas luminosas, provocaban una serie de cambios físicos en el cerebro que bloqueaban los recuerdos, y estos no se podían invertir con sal como sucedía con los cambios químicos. Necesitaba un contrahechizo.

Armándome de valor, le espeté:

—Mamá, necesito invertir una poción de memoria.

Ella alzó las cejas y volvió a dirigir la mirada a mi cuello.

—¿Te refieres a un hechizo de Pandora? ¿Para quién?

La verdad es que no se había puesto tan furiosa como yo había imaginado. Alentada por ello, y porque existiera un nombre para lo que yo necesitaba, respondí con una mueca:

—Para mí.

Mi voz había sonado meditabunda y, al percibir mi sentimiento de culpa, la expresión de mi madre cambió hasta el punto de que incluso pareció algo asustada.

—¿Qué es lo que estás empezando a recordar y que antes no sabías? —me preguntó.

Meciendo la taza de café entre mis manos, intenté que su calidez sirviera para reconfortar mi alma. La caldera estaba encendida porque la tarde era más bien fría, pero su calor no conseguía tocar el frío del fondo de mi ser. Entonces deslicé los dedos por las líneas de la pulsera de Kisten. Era lo único que me quedaba de él, a excepción de la mesa de billar.

—El mordisco que me dio el vampiro que mató a Kisten —susurré.

Ella relajó la postura y, con un suspiro cargado de perdón, alargó el brazo y me tomó la mano. Su anticuado vestido le daba el aspecto de una mujer de mediana edad, pero sus manos la delataban. En ese momento deseé que dejara de comportarse como si se encontrara al final de sus días. En realidad, su vida apenas acababa de empezar.

—Cariño mío —me dijo con la mirada llena de compasión—. Lo siento mu­cho, pero tal vez deberías olvidarlo. ¿Por qué razón quieres recordar algo así?

—Tengo que hacerlo —respondí restregándome los ojos y apartando la mirada—. Alguien lo mató, y yo estaba allí —añadí parpadeando para intentar controlar mis emociones—. Tengo que averiguar quién fue. Necesito saberlo.

—Si te obligaste a ti misma a olvidar, es probable que no te guste lo que descubras —dijo. Al oír sus palabras me di cuenta de que un antiguo miedo, que no tenía nada que ver conmigo y que provenía del fondo de su mente, estaba a punto de apoderarse de ella.

—Fue Jenks… —comencé a decir, pero ella me agarró ambas manos y no me dejó continuar.

—Dime una cosa —dijo de repente—. ¿Qué estabas haciendo cuando em­pezaste a recordar? ¿Cuál fue el desencadenante?

Yo la miré fijamente a los ojos y se me cruzaron por la mente una infinidad de mentiras, pero ninguna de ellas salió de mi boca. De pronto se me ocurrió que la razón por la cual había pasado mucho tiempo con mi madre durante los últimos tres meses no era ella, sino yo. Me sentía muy frágil desde la muerte de Kisten. Entonces me derrumbé y, con la cabeza escondida entre los brazos, intenté tragarme las lágrimas. Ese era el motivo por el que me había presentado en su casa, y no un estúpido hechizo que sabía que no tenía. Había creído que, con el conjuro adecuado, podía ayudar a Ivy. Y también que podía ayudarme a mí misma. Sin embargo, en aquel momento, no podía hacer nada por ninguna de las dos. Habíamos conseguido lo que queríamos, y aquello nos había alejado aún más.

Era incapaz de mirar a mi madre pero, cuando oí el chirrido de su silla en el linóleo del suelo y sentí cómo su mano se posaba en mi hombro, dejé esca­par un sonoro hipido.
Mierda
. Tenía que crecer de una maldita vez y dejar de reaccionar cuando, en realidad, tenía que actuar. Tenía que convivir con una vampiresa sin la protección que me proporcionaba fingir que antes o después podría morderme. Sin embargo, aquello podría hacer que Ivy se marchara. No la culpaba por ello, pero no quería que se fuera. Me caía bien, es más, es posi­ble que incluso la amara. Y todo se había ido echando a perder. No podíamos regresar y comportarnos como si lo nuestro tuviera algún futuro.

—Rachel, amor mío —susurró mi madre, cercana y amable, mientras el olor a lilas me calmaba tanto como su voz—. No te preocupes. Siento mu­cho que estés tan confundida, pero a veces existen almas que están hechas para estar juntas, pero los engranajes no se acoplan. Ivy es una vampiresa, pero lleváis más de un año de amistad. Encontraréis la manera de que lo vuestro funcione.

—¿Lo sabes? —pregunté entre hipidos levantando la cabeza para descubrir una expresión que evidenciaba hasta qué punto compartía mi pena.

—No resulta fácil ignorar esos mordiscos —dijo—, y si hubiera sido cual­quier otro, estaría en el depósito de cadáveres identificándote, y no sentada en la cocina fingiendo que no pasa nada. —Yo parpadeé mientras me apartaba el pelo y me miraba el cuello con preocupación—. Jenks me llamó esta mañana y me contó lo que había sucedido. Está muy preocupado por ti, ¿sabes?

En aquel momento abrí la boca sorprendida y me aparté de su alcance. Genial.
Vaya usted a saber lo que le había contado
.

—Mamá…

Ella acercó su silla y se colocó junto a mí sin quitarme la mano del hombro.

—Yo quería a tu padre con toda mi alma. No vuelvas a tomar pociones para olvidar. Siempre quedan lagunas, y luego no recuerdas por qué te sientes así. Al final es peor el remedio que la enfermedad.

Yo no la había tomado voluntariamente, pero que mi madre hubiera recurrido a una poción para olvidar era algo completamente nuevo para mí.

—¿Tú utilizaste una? —quise saber mientras me preguntaba si aquel era el motivo por el que estaba como una chota. Ella se mordió los labios sopesando qué debía responder.

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