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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (36 page)

BOOK: Fuera de la ley
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—Ummm, ya puedo sola —le dije. Aun así, no me separé de él, porque una pequeña y herida parte de mí se moría por quedarse allí, empapándose de su calor y de su aceptación.

Él sonrió con dulzura al darse cuenta de la tesitura en que me encontraba y, cuando redujo la fuerza con que me sujetaba, me di la vuelta con cuidado y me solté. Probablemente no debería haberle sugerido que me pasara por debajo de sus piernas, pero no imaginaba que iba a acabar… así.
Mierda. Debería haber dejado las cosas como estaban
.

—¡Ey! —exclamé nerviosa, esperando que no creyera que quería cambiar nuestra relación. En realidad, ni siquiera teníamos una—. No se te da nada mal. Antiguamente me pasaba la vida aquí cuando no estaba en el colegio. ¿Dónde aprendiste a patinar tan bien?

Marshal se quedó mirando las gastadas pegatinas de mis patines, la mayor parte de las cuales eran de grupos de música de los años noventa. Tenía los ojos arrugados como si estuviera a punto de echarse a reír. ¡Oh! Esperaba que las cejas le crecieran pronto.

—No hay muchas cosas que hacer cuando los turistas se marchan. Te sor­prendería descubrir cuántas cosas más se me dan bien.

Yo sonreí al imaginar lo que había que hacer para mantenerse ocupado cuando nevaba.
Déjalo en paz, Rachel. No está buscando pareja, ni tú tampoco
.

—Y ahora que has conseguido el trabajo, ¿te instalarás aquí definitivamente?

—Ajá. —En ese momento levantó la vista de los tablones y me di cuenta de que él también estaba sonriendo—. Hay un tipo interesado en comprarme el negocio. Solo falta que nos pongamos de acuerdo en el precio.

Yo ladeé la cabeza.

—¿Y qué me dices de tu casa?

Marshal se encogió de hombros.

—Estaba de alquiler. La próxima vez que vaya, me traeré todas mis cosas. A no ser que me lo encuentre todo tirado en el jardín delantero o, peor aún, chamuscado.

Entonces recordé lo que me había contado mi madre sobre su ruptura con una novia psicópata y sentí un escalofrío.

—Lo siento. ¿Estás hablando de Debbie? —pregunté, acordándome de ella.

Él permaneció callado mientras doblábamos la esquina con un giro en pa­ralelo y adelantábamos a toda velocidad a una pareja que iba disfrazada de los muñecos de trapo Raggedy Ann y Andy.

—Ninguno de los dos tuvo la culpa —dijo cuando nos enderezamos—. Llevá­bamos mucho tiempo juntos, pero los dos últimos años la cosa fue degenerando.

—¡Oh! —Por los altavoces se escuchaba
fast rock
a todo volumen, y yo eché un vistazo al reloj.

—A ella le gustaría tener un marido del que poder presumir y, por lo visto, mis logros no estaban a la altura de sus expectativas —dijo con un pequeño atisbo de amargura en la voz—. Por no mencionar que se olvidó de que yo no trabajaba para conseguir suficiente dinero para impresionar a la gente, sino para regresar y poder pagarme el máster. Creía que estaba enamorado de ella —continuó enco­giéndose de hombros una vez más y quedándose ligeramente encorvado—, pero tal vez estaba enamorado de la idea de tenerla a mi lado. Ya no nos importaban las mismas cosas y lo nuestro, sencillamente… murió.

Me alegré al comprobar que su expresión mostraba más arrepentimiento que rabia.

—¿Y a ti qué es lo que te importa? —le pregunté.

Marshal se quedó pensando mientras nos las arreglábamos para esquivar a Darth Vader, que se las veía y se las deseaba para no chocar contra la pared porque el casco no le dejaba ver bien.

—Tener éxito en el trabajo. Disfrutar haciendo lo que me gusta. Sentir ca­riño por una persona y apoyarla en sus intereses porque me gusta verla feliz. Y que ella sienta cariño por mí y me apoye en los míos simplemente porque le gusta verme feliz.

De repente escuchamos un gran jaleo a nuestras espaldas y la luz del in­dicador de batacazos de la cabina del
disc-jockey
empezó a girar. Darth se la había pegado, llevándose por delante a otras tres personas. Yo me quedé calla­da mientras repasaba mentalmente los objetivos de Marshal, luego los míos, y finalmente los de Ivy. ¡Dios! Esperaba que se encontrara bien. Me sentía terriblemente culpable por estar pasándomelo bien mientras ella intentaba averiguar quién había matado a Kisten. Aun así, yo no podía acercarme como si nada a las guaridas de los vampiros para pedir información. Como ya había decidido anteriormente, ella se ocuparía de los vampiros y yo de los demonios.

—¡Eh! —dijo Marshal, dándome un puñetazo amistoso en el hombro—. No se suponía que tuvieras que ponerte tan seria. —A continuación, cuando levanté la vista y le sonreí, añadió—: ¿Te apetece beber algo?

Tras echarle un nuevo vistazo al reloj, respondí:

—¡Claro! Suena genial.

Juntos adelantamos al trío de brujas vestidas a la manera tradicional, con sombreros negros incluidos, que iban cogidas del brazo intentando bailar el can­cán. A continuación subimos el escalón del área de descanso, que tenía el suelo enmoquetado, y yo inspiré rápidamente cuando me vi obligada a reducir la velocidad hasta detenerme en seco en apenas dos segundos. De pronto me di cuenta de que allí hacía más calor y que la música estaba más alta. Hasta que no nos habíamos detenido, no fui consciente de lo rápido que íbamos. Una vez más, aquello parecía un reflejo de mi vida.

En ese momento Marshal se inclinó hacia mí para que pudiera oírle y yo me aparté el pelo y me lo sujeté detrás de la oreja.

—¿Qué quieres? —me preguntó con los ojos puestos en la cola.

¿Además de saber qué demonios está pasando entre nosotros?

—¿Qué tal un granizado? —sugerí—. De algo verde.

—Algo verde —repitió—. Eso está hecho. ¿Y si coges una mesa?

Yo asentí con la cabeza y él se puso a la cola mientras ojeaba el cartel lumi­noso con el menú. Entonces volví a mirar el reloj sintiéndome como Cenicienta. Teníamos tiempo de sobra pero, honestamente, no sabía cómo se las arreglaban los vampiros para vivir así. La mayoría de los sitios públicos disponían de re­fugios de emergencia para protegerse del sol y, aunque salían por un ojo de la cara, encontrar un lugar consagrado podía resultar bastante más complicado.

Me deslicé en dirección a uno de los sofás de plástico que estaban de espaldas a la pista y pensé que había bastado que mi madre dijera que lo mío con Marshal no podía durar para que, inmediatamente, comenzara a interesarme por él. ¡Dios! ¡Qué estúpida era! Era perfectamente consciente de lo que estaba haciendo y, aun así, no conseguía parar. Pero Marshal estaba empezando a gustarme de verdad y aquello me preocupaba. Cierto era que ninguno de los dos estaba buscando pareja, pero era eso lo que lo hacía más peligroso. Los dos habíamos bajado la guardia. Por otro lado, el hecho de que, como a mí, le gustara poner un poco de emoción en su vida, no era exactamente una buena cosa, porque yo podía iniciarlo en el arte de rastrear incienso vampírico vestido con ropa de cuero. Pero, precisamente, esa forma de entender la vida era la razón por la cual no me había montado el número por las nuevas marcas de mi cuello o por que un demonio me la tuviera jurada. Ni siquiera me había dejado tirada como un montón de mierda de trol después de conocer a mi madre. Y eso significaba mucho. Joder. Mi vida era un maldito desastre.

Cuando salía con Nick solíamos pasar la noche hablando o viendo películas. Kisten, en cambio, había sido más extravagante, y había preferido ir a cenar a restaurantes caros o de discotecas. Sin embargo, hacía años que no tenía una cita que conllevara una moderada cantidad de ejercicio físico que no solo me relajara, sino que también me dejara agotada. Me apetecía disfrutarla sin más, pero era incapaz de hacerlo sin ir cada vez un poco más allá para comprobar en qué punto nos encontrábamos y si había cambiado algo en el último cuarto de hora.
Bienvenido a mi pesadilla
, pensé, decidida a parar aquello y dejarlo en paz.

Entonces suspiré y me dejé caer sobre el duro asiento de plástico. Era incapaz de estar con un tipo sin imaginarme cómo sería tener una relación con él. Lo hacía continuamente. Me pasaba con Ford, con Glenn y con David. Y también con el chico que trabajaba en el supermercado de la esquina reponiendo los estantes de los helados y que tenía aquellos hombros maravillosos… Pero ninguno de ellos era un brujo y, por mucho que me empeñara en pensar lo contrario, sentía una atracción que jamás sentiría por un humano, ni por un hombre lobo… ni siquiera por un vampiro. Si algún día me decidía a formar una familia, hacerlo con un brujo sería mucho más sencillo.

A continuación empecé a mover los patines hacia delante y hacia atrás y me di cuenta de que, una vez quieta, los pies me pesaban tanto como mi estado de ánimo. Desde donde me encontraba se podía ver la entrada y también el mostrador de los patines. Alguien estaba discutiendo con Chad, el encargado, y me giré para enterarme de lo que pasaba.

Chad trabajaba detrás del mostrador de los patines desde antes de que yo empezara a ir a Aston's, en mi época del instituto. Llevaba una melena que le llegaba hasta los codos y estaba medio pirado por culpa de haber abusado durante años del azufre. No le importaba una mierda nadie, pero hacía bien su trabajo. Era el empleado perfecto para relacionarse con los clientes, y era capaz de hacer cualquier cosa, incluido echar a patadas a alguien. Además, el señor Aston nunca lo echaría.

La silueta de uno de los hombres que discutían con Chad se vislumbraba a través de las puertas de cristal debido a la luz vespertina que provenía del exterior, y me llamó la atención su impresionante altura. El otro era algo más bajo, pero mantenía una pose estirada y algo altiva. Encontré muy gracioso que estuvieran intentando intimidar a Chad pero, cuando reconocí al más alto, dejó de parecerme divertido.

Maldita sea. No podía haber un personaje más alto y repugnante en el mundo entero, ni siquiera en Halloween. Se trataba de Jonathan, lo que significaba que su compañero no era otro que Trent Kalamack.

Entonces miré a Marshal y, cuando vi que la cola apenas se había movido, me puse de pie y me coloqué algo más cerca.

Efectivamente, se trataba de Trent. Iba vestido con traje y corbata, lo que le hacía parecer bastante fuera de lugar frente a la moqueta raída y los mostra­dores de linóleo. En aquel instante me acordé del hechizo de Pandora, pero lo deseché rápidamente. No quería deberle nada.

—Como si me dice que es usted el primer ministro del culo de mi novia —dijo Chad apuntando a Jon con la uña del dedo manchada de azufre—. No le pienso dejar que cruce esa puerta a menos que se ponga unos patines. El cartel lo dice muy clarito.

Desde donde yo estaba no se divisaba el cartel, pero lo había visto en otras muchas ocasiones. Medía un metro de ancho por uno y medio de alto, ocupaba toda la pared que tenía detrás y estaba escrito en letras rojas subrayadas en negro.

—¡Esto es intolerable! —dijo Jon con la voz cargada de desprecio—. Solo queremos estar cinco minutos para hablar con una persona.

Chad se inclinó sobre el mostrador y le pegó un trago a su cerveza.

—Sí, claro. La típica excusa.

Trent apretó los dientes con fuerza.

—Dos pares del número nueve —dijo intentando no tocar nada.

Jon se dio la vuelta. Sus angulosos rasgos de ave rapaz mostraban un gesto de sorpresa.

—¿Señor?

—Págale y basta —dijo Trent. Chad le dedicó una sonrisa como si le estu­viera diciendo «jódete» y dejó dos pares de patines bastante asquerosos sobre el mostrador.

Con una cara que parecía que lo estuvieran obligando a pasar la lengua por el asfalto, Jon sacó un monedero del bolsillo interior del abrigo. Cualquiera se habría dado cuenta de que aquellos pies no entrarían en unos patines del nueve, pero su objetivo era que les dejaran entrar, no ponerse a patinar. Trent lo dejó pagando y entró en el local mientras la suave brisa que levantaba la gente que estaba patinando agitaba sus rubios cabellos. Cuando me descubrió allí, mirándolo, se detuvo indeciso. Yo lo saludé con la mano. Sin quitarme la vista de encima, siguió adelante e intentó pasar por el torniquete sin tocarlo.

Mi sonrisa sarcástica se transformó en cabreo. ¿
Qué coño querrá ahora
?, pensé, preguntándome si tendría algo que ver con las breves vacaciones que pensaba pasar en siempre jamás. En ese caso, se iba a llevar una tremenda de­cepción. No pensaba trabajar para él, aunque sacarle de quicio era uno de mis entretenimientos favoritos.

Con una sonrisita, busqué a Marshal con la mirada. Iba a tener que quedar­se allí un buen rato de manera que, cuando vi que Trent se acercaba con aire resuelto, abandoné la moqueta y regresé a la pista.

—¡Morgan! —exclamó Trent. Yo me di la vuelta y, patinando hacia atrás, le mandé un saludo con los dedos haciendo el gesto de las orejas de conejo. Él frunció el ceño y yo me puse a bailar al ritmo de la música. ¡Oh, Dios! Era
Magic Carpet Ride
y todo el mundo se dirigía entusiasmado hacia la pista.

Cuando terminé de dar una vuelta completa, Jon ya se había reunido con Trent, que se estaba atando los cordones. ¿Estaba pensando en entrar?
Mierda
. Debía de estar muy cabreado. Ya me había localizado en otras ocasiones para tentarme con un montón de dinero, pero nunca había llegado tan lejos.

Mientras daba una segunda vuelta, repasé mentalmente nuestro último encuentro. No recordaba haber hecho nada para cabrearlo de aquel modo. Tenía que reconocer que me divertía fastidiarlo, pero podía matarme si realmente se lo propusiera. Eso, por supuesto, habría conllevado que se destapara su pequeño y desagradable secreto de los laboratorios genéticos ilegales y que todo su imperio se tambaleara, pero era capaz de hacerlo solo por fastidiarme.

Al terminar la tercera vuelta, me di cuenta de que Jon se había quedado solo. Rápidamente escudriñé la pista pero, hasta que no miré detrás de mí, no encontré a Trent moviéndose con soltura. ¿Sabía patinar? Inmediatamente contemplé la posibilidad de echarle una carrera, pero había demasiada gente vestida con disfraces muy poco prácticos y, además, probablemente ya lo había llevado al límite. Al fin y al cabo era un capo de la droga.

Movida por la curiosidad, me aseguré de que la bufanda seguía en su lugar, y aminoré la velocidad para dejar pasar a un Arnold más delgado de lo normal y permitir que Trent me alcanzara.

—Rachel —dijo colocándose junto a mí. Yo me sentí incómoda cuando se quedó mirando mi bufanda como si supiera lo que había debajo—. Eres increíble. Sabes que quiero hablar contigo.

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