Fuera de la ley (15 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Fuera de la ley
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Quen se había vuelto a colocar detrás de mí, y Sylvia nos condujo por delante de un pequeño mostrador negro, hasta una pequeña entrada con cuatro puertas. Por la forma en que estaban dispuestas, parecían las entradas a las habitaciones de un hotel de lujo y, detrás de una de ellas se podía oír la voz de Trent.

Su suave murmullo me golpeó justo en medio y removió algo. Tenía una voz maravillosa: profunda, resonante, y rica de tonos inexplorados, como el musgo que crecía a la sombra de un bosque moteado por la luz del sol. Estaba segura de que aquella voz había contribuido a que obtuviera unos resultados tan bue­nos en las elecciones de la ciudad, en el caso de que las generosas donaciones a los hospitales y a los niños menos favorecidos no hubieran sido suficientes.

Tras asegurarse de que no se oía nada más que las palabras que salían de la boca de Trent, Sylvia llamó a la puerta con los nudillos y entró sin esperar a que la invitaran. Yo me aparté y cedí el paso a Quen. No me gustaba que los dependientes maleducados irrumpieran en el probador cuando yo estaba dentro, y en aquel lugar vendían ropa. Además, aunque ver a Trent con ropa interior ajustada supondría una alegría para mi vista, hacía mucho que había descubierto que era incapaz de mantenerme enfadada con un hombre en cal­zoncillos. ¡Resultaban tan encantadoramente vulnerables!

Al entrar, el rico olor a lana y cuero se volvió más intenso. Las luces, situa­das alrededor del techo de la cálida y confortable habitación, estaban bajas, lo que contribuía a ocultar los armarios abiertos llenos de perchas con disfraces, sombreros, plumas, alas e incluso colas, cosas que no resultaba sencillo crear con los hechizos de líneas luminosas. A mi derecha, en la penumbra, había una mesita con vino y queso, y a la izquierda, un biombo de una altura considerable. Justo en el centro, y bajo una serie de halógenos empotrados en el techo, había una tarima redonda que me llegaba a la altura de los tobillos sobre la que se apoyaba un espejo de tres hojas. A su alrededor había varios percheros bajos con amuletos cuya estructura de madera presentaba la tersura y el color del fresno centenario. Y en medio de todo ello se encontraba Trent.

Estaba tan ocupado en esquivar las atenciones del entusiasta brujo que le ayudaba a probarse los amuletos de líneas luminosas, que no se había percatado de mi presencia. Junto a él estaba Jon, su extraordinariamente alto lacayo, y yo me estremecí al recordar cómo me torturó cuando fui un visón atrapado en la oficina de Trent.

Tras observar su reflejo en el espejo, Trent frunció el ceño y entregó un amuleto al dependiente. Su pelo recuperó el color rubio casi transparente pro­pio de algunos niños, y el dependiente empezó a balbucear deduciendo que no lo estaba haciendo bien. Trent estaba recién afeitado y su rostro ligeramente bronceado con su frente lisa, los ojos verdes y su cautivadora voz mostraba una estudiada sonrisa. Desde luego, era un político de los pies a la cabeza. Con los zapatos puestos no era mucho más alto que yo y llevaba un traje de seda y lino de los que cuestan más de mil dólares con el pin «vota Kalamack». Aquella indumentaria acentuaba su esbelta figura, lo que me hizo creer que realmente montaba sus exitosos caballos de carreras más de una vez cada novilunio mientras jugaba a El cazador en su bosque vallado y planificado de árboles centenarios.

Con una profesional sonrisa y un delicado gesto de sus cuidadas e impolutas manos, rechazó otro de los amuletos que le ofrecía el brujo. No llevaba anillos y, teniendo en cuenta que yo había interrumpido su boda arrestándolo, era probable que siguiera así durante mucho tiempo, a menos que consiguiera convertir a Ceri en una mujer honesta, algo bastante improbable. Trent vivía de las apariencias, y hacer pública una unión con la exfamiliar de un demonio cuya mancha era fácil de ver a segunda vista no cuadraba con sus aspiraciones políticas. Eso sí, por lo visto no había supuesto ningún inconveniente para dejarla embarazada.

Mientras Sylvia se le acercaba, Trent deslizó sus manos por su cuidada ca­bellera para amagar un par de mechones algo descolocados. Yo retiré el bolso hacia atrás y dije en voz alta:

—A ese traje le quedaría genial una de esas gasas para hacer eructar a los bebés.

Trent se puso rígido. Miró rápidamente al espejo y buscó mi reflejo. A su lado Jon se irguió y se colocó una de sus delgadas y desagradables manos a modo de visera para protegerse de los destellos. El brujo que estaba a sus pies se cayó hacia atrás y Sylvia se disculpó en voz baja, nerviosa, al ver como uno de sus clientes más valiosos y la hija de una de sus proveedoras se fulminaban con la mirada.

—Quen —dijo finalmente Trent, con una voz más dura, pero igualmente seductora—, espero que tengas una explicación para esto.

Quen inspiró profundamente y decidió explicarse.

—Usted no quería escucharme, Sa'han. Tenía que hacer algo para que entrara en razón.

Trent hizo un gesto al dependiente para que se apartara y Jon cruzó la habi­tación para encender las luces principales. Yo entrecerré los ojos para adaptarme a la nueva iluminación y luego miré a Trent con una sonrisa maliciosa. Había recuperado la compostura a una velocidad pasmosa, y solo la ligera tensión de la piel de alrededor de los ojos evidenciaba su enfado.

—Sí que te escuché —dijo, girándose—. Pero no estaba de acuerdo contigo.

El multimillonario se bajó de la tarima y sacudió los brazos para bajarse las mangas. Se trataba de una reacción nerviosa que le había visto hacer en otras ocasiones. O tal vez la chaqueta le estaba muy estrecha.

—Señorita Morgan —comenzó en un tono relajado sin mirarme a los ojos—, no necesitamos de sus servicios. Le ruego que me disculpe por las molestias que le haya podido ocasionar mi guarda de seguridad. Dígame cuánto le debo y Jon le extenderá un cheque.

Ofendida, no pude contener un bufido.

—Yo no acepto dinero a no ser que haya concluido una misión —dije—. A diferencia de otros. —Por un instante, el rostro de Trent dejó entrever un breve asomo de irritación. A continuación me crucé de brazos y añadí—: Además, no he venido porque vaya a trabajar para ti. Estoy aquí porque quería decirte a la cara que eres un cabrón, un delincuente y un manipulador. Ya te dije que, si hacías daño a Ceri, me cabrearía. Considéralo una advertencia.

La rabia me hacía sentirme bien. El dolor por la pérdida de Kisten desaparecía cuando estaba enfadada, y en ese preciso momento, estaba más cabreada que una mona.

El brujo que le había estado ayudando emitió un grito ahogado y Sylvia salió disparada hacia mí, pero se detuvo cuando Trent levantó la mano para indicarle que lo dejara. ¡Aquello era demasiado! Parecía como si me estu­viera dando permiso para insultarlo. Cabreada, ladeé la cabeza en espera de una respuesta.

—¿Me está amenazando? —preguntó Trent sin inmutarse.

Entonces miré a Jon, que sonreía como si deseara con todas sus fuerzas que dijera que sí. Quen, por su parte, tenía una expresión sombría. Sabía que estaba furioso conmigo, pero ¿qué esperaba que hiciera? Aun así quería salir de allí por mi propio pie, y no al final de una incursión de la SI arrestada por acoso… o lo que a Trent se le pasara por la cabeza. Era posible que, tras la desaparición de Piscary, se hubiera convertido en el dueño de la SI.

—Puedes interpretarlo como te parezca —dije—. No eres más que un maldito canalla, y el mundo sería mejor sin ti. —No estaba del todo convencida de mis palabras, pero me sentía mejor diciéndolo.

Trent se quedó pensando unos tres segundos.

—Sylvia, ¿os importaría dejarnos solos?

Yo me quedé allí de pie, con aire de suficiencia mientras la habitación se vaciaba entre murmullos de disculpas y palabras tranquilizadoras.

—Jon —añadió mientras Sylvia se dirigía a la salida—, encárgate de que nadie nos moleste.

Sylvia se quedó dubitativa junto a la entrada y luego desapareció por el pa­sillo dejando la puerta abierta. El rostro curtido del hombre mayor palideció. Estaban librándose de él, y era consciente de ello.

—Sa'han… —comenzó a decir, pero se interrumpió al ver la mirada desa­fiante de Trent. Menudo cagón.

Antes de marcharse, Jon apretó con fuerza los puños y me atravesó con la mirada. Una vez cerró la puerta me giré hacia Trent, decidida a ponerlo de vuelta y media. Nunca hubiera aireado los trapos sucios de Ceri delante de un montón de gente arriesgándome a que acabara en la prensa sensacionalista, pero en ese momento podía decir todo lo que pensaba.

—¡No puedo creer que hayas dejado preñada a Ceri! ¡Dios, Trent! ¡Eres increíble! ¡Justo ahora que estaba empezando a rehacer su vida! No le faltaba nada más que esto.

Trent echó un vistazo a Quen. El agente de seguridad se había situado a medio metro de la puerta cerrada con los brazos extendidos a los lados y una expresión impasible. Al ver su despreocupación, Trent so subió de nuevo a la tarima y empezó a toquetear los hechizos.

—Esto no es asunto tuyo, Morgan.

—Se convirtió en asunto mío en el momento en que sedujiste a mi amiga para sacarle información, la dejaste embarazada y me pediste que hiciera algo que a ti te da miedo —le espeté ofendida por su actitud caballerosa.

Trent se inclinó sobre los amuletos metálicos de líneas luminosas mientras me miraba a través del espejo.

—¿Y qué se supone que te he pedido que hagas? —preguntó con una voz que subía y bajaba como una ráfaga de lluvia.

Mi presión sanguínea se disparó y di un paso delante, aunque me detuve cuando Quen se aclaró la garganta.

—Eres un ser despreciable —dije—. Sabes que tienes cien veces más posi­bilidades de que vaya a siempre jamás para ayudar a Ceri que para ayudarte a ti. Y yo te odio por eso. ¡Cómo puedes ser tan cobarde! Manipular a alguien para que haga algo que tú no te atreves a hacer. Eres un apestoso cobarde que no está dispuesto a ayudar a alguien de su propia sangre salvo cuando estás en la seguridad de tus pequeños laboratorios subterráneos. Eres una hamburguesa de ratón.

Trent se irguió, sorprendido.

—¿Una hamburguesa de ratón?

—Sí, una hamburguesa de ratón —repetí ladeando la cadera con los brazos cruzados—. Un hombre insignificante con el valor de un ratón.

Una tenue sonrisa asomó a las comisuras de sus labios.

—Tiene gracia viniendo de una mujer que estuvo saliendo con una rata.

—Cuando estábamos saliendo no era una rata —le espeté con las mejillas encendidas.

Trent volvió a mirarse en el espejo y puso un alfiler en el hechizo de línea luminosa para invocarlo. Su aura se iluminó con un resplandor, ha­ciéndola visible por un breve instante mientras surtía efecto. Yo resoplé. Trent había ganado unos diez kilos de músculo haciendo que la chaqueta se le quedara estrecha.

—Yo no te he pedido ayuda para recuperar una muestra de tejido de elfo —dijo girándose hacia ambos lados para ver el resultado y frunciendo el ceño.

Detrás de mí, Quen se agitó inquieto. Fue un movimiento muy sutil, pero resonó en mí como si hubiera sido un disparo. Por lo visto la petición de ayuda provenía exclusivamente de Quen, que había decidido actuar por su cuenta. Ya lo había hecho en otras ocasiones.

—Bueno, pues Quen sí lo hizo —dije, consciente de que tenía razón cuando Trent buscó la imagen de su guardaespaldas a través del espejo.

—Eso parece —dijo Trent secamente—, pero yo no. —A continuación se pasó la mano por la cara con una mueca de desagrado. Estaba horrorosamente hinchado, como si hubiera estado esnifando hierro—. No necesito tu ayuda. Yo mismo iré a siempre jamás para recuperar la muestra. El hijo de Ceri nacerá sano.

Tuve que contener la risa al imaginar a Trent en siempre jamás y él se son­rojó. Algo más relajada, me senté con las piernas extendidas en una de las sillas, junto a la mesa con vino y queso.

—Ahora entiendo por qué recurriste a mí —dije a Quen—. ¿De veras crees que puedes manejarte en siempre jamás? —añadí girándome hacia Trent—. No durarías ni un jodido minuto. —En ese momento me quedé mirando el queso. No había probado bocado desde primera hora de la mañana, y el olor hacía que la boca se me hiciera agua—. El viento te estropearía tu maravilloso peinado —añadí con indulgencia.

Quen dio un paso adelante.

—Entonces, ¿irás en su lugar?

Seguidamente extendí el brazo para coger una galleta salada y vacilé hasta que Trent hizo una mueca de desagrado. Sin embargo, no había dicho que no pudiera cogerla, así que la agarré, la partí en dos y me comí la mitad.

—No.

Con el aspecto de uno de esos chicos de póster llenos de esteroides, Trent frunció el ceño y miró a Quen.

—La señorita Morgan no pinta nada en este asunto. —A continuación, girándose hacia mí, añadió—: Márchate, Rachel.

¡
Como si alguna vez hubiera hecho lo que se me pedía
!

Trent deslizó los dedos por un expositor de amuletos y escogió uno que añadió veinte centímetros de altura. Los falsos músculos se redujeron ligeramente, pero no lo suficiente. Podía sentir cómo la tensión iba en aumento y me quedé donde estaba. Quen iba a tener que trabajar para sacarme de allí y yo sabía que prefería esperar a que estuviera lista.

—No eres más que un seductor de bajos fondos —dije cogiendo otra galleta y añadiendo un trozo de queso—. Y un canalla. Sabía que eras un asesino, pero nunca pensé que fueras capaz de dejar embarazada a Ceri y de abandonarla después. Es realmente patético, Trent. Incluso para ti.

—No te permito que me acuses de algo que no he hecho —dijo alzando la voz—. Está recibiendo los mejores cuidados. A su hijo no le faltará de nada.

Yo sonreí. No me sucedía muy a menudo que consiguiera que perdiera su tono profesional y que se comportara de acuerdo con su edad. No era mucho mayor que yo, pero no solía presentársele la ocasión de disfrutar de su adine­rada juventud.

—Ya me lo imagino —dije, tratando de importunarlo—. Por cierto, ¿de quién se supone que te vas a disfrazar? —pregunté, indicando con un gesto los hechizos—. ¿Del monstruo de Frankenstein?

Su cuello enrojeció y rápidamente se desprendió de los hechizos de altura y peso.

—Si estás tratando de ridiculizarme, lo único que consigues es ponerte en ridículo tú misma —dijo volviendo a su tamaño normal—. Le ofrecí que se viniera a vivir a mi casa. Le ofrecí mandarla adonde ella quisiera, desde los Alpes hasta Zimbabue, pero prefirió quedarse con el señor Bairn y, por mucho que yo me oponga…

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