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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (64 page)

BOOK: Fuera de la ley
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Trent se encontraba de pie junto a mí, observándome desde arriba. Estaba rodeado de un débil resplandor amarillento. Entonces me miré las manos, y por primera vez fui capaz de verme el aura sin necesidad del espejo adivinatorio. Era dorada, hermosa y pura. Impoluta. Estuve a punto de echarme a llorar. Me hubiera gustado que aquello durara, pero sabía que se debía únicamente a que las cosas estaban mutando.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó. Yo asentí con la cabeza. Tenía que acabar con aquello antes de que me invadiera el pánico y acabara rajándome.

Con la boca seca, giré el trozo de madera dibujando un ángulo de ciento ochenta grados para desplazar su muestra a mi bucle y viceversa.


Omnia mutantur
—susurré, invocando la maldición.

Todo cambia
, repetí para mis adentros. Entonces di un salto cuando sentí como si me estuvieran arrancando la piel a tiras. Me temblaban las manos y, cuando alcé la vista, descubrí que mi aura había desaparecido. Simplemente… ya no estaba.

—No tenía elección —dije a Trent a modo de explicación, o quizá de dis­culpa. Justo en aquel momento sentí que se me encogían las tripas y empecé a tambalearme.

El dolor se clavó en lo más profundo e intenté alejarlo con todas mis fuerzas, aterrorizada. Hecha un ovillo, golpeé la maldición con el pie desparramándolo todo y sintiendo el olor de la vela al apagarse.

—¡Jenks! —gritó Trent—. ¡Algo va mal!

No podía respirar. Agachada, intenté abrir los ojos. Mi rostro reposaba sobre la deteriorada alfombra, y solté un gruñido mientras intentaba recuperar el control. Sentía como si la cabeza se me estuviera partiendo en dos, e intenté separar los párpados. Aquello empeoró las cosas. El desequilibrio era lo más potente que había sentido jamás.

—¡Rachel! ¿Estás bien? —preguntó Jenks revoloteando por encima de la alfombra a pocos centímetros de mí.

Conseguí llenarme los pulmones de aire justo antes de que el dolor me golpeara de nuevo. No quería hacerlo, pero si no conseguía apoderarme del desequilibrio, acabaría matándome.

—¡Sujétala! —gritó Jenks—. ¡Maldita sea! ¡Yo no puedo ayudarla! ¡Sujétala antes de que se haga daño a sí misma! —le ordenó. Los brazos de Trent me rodearon para evitar que cayera rodando por las escaleras, y yo me puse a sollozar.

—La cogeré —acerté a decir entrecortadamente—. Cogeré la jodida maldición.

De repente, como si alguien hubiera cortado la luz con un interruptor, la tensión de mis músculos desapareció y aspiré una bocanada de aire que sabía a humo de vela. Inspiré una segunda vez, después una tercera, y lentamente mis músculos se relajaron por completo dejándome solo un lacerante dolor de cabeza. Trent estaba sentado detrás de mí, rodeándome con sus brazos. Me di cuenta de que tenía la cara mojada, y cuando me moví para secarme la hu­medad y quitarme los restos de alfombra de las mejillas, Trent me soltó. Con movimientos lentos y aletargados, me miré la mano para asegurarme de que lo que había retirado de mi rostro eran lágrimas y no sangre. A juzgar por el dolor de cabeza, no me hubiera extrañado.

Completamente devastada, me aparté de Trent. Estaba avergonzada, e intentaba recuperar mínimamente mi apariencia original. Lo había conseguido. Maldita sea. El dolor era tan intenso que tenía que haber funcionado. Me miré las manos, deseando y al mismo tiempo temiendo, poder ver un aura que no era la mía. Es­taban temblando. Mi aura estaba oculta de nuevo, y tenía miedo de preguntarle a Jenks si era la mía, la de Al, o si, simplemente, había dejado de existir.

Entonces miré al pixie y vi que me estaba sonriendo.

—Es la tuya —dijo.

Se me hizo un nudo en la garganta. Entonces cerré los ojos e intenté reprimir la emoción. Teníamos que darnos prisa en acabar.

—¿Tienes la muestra de Trent? —le pregunté—. Tenemos que salir de aquí cuanto antes.

Ya tendría tiempo de echarme a llorar por lo que me había hecho a mí misma. En aquel momento, teníamos que largarnos.

—Estoy en ello —dijo—. Encontré una bajo el nombre de Kallasea. Pertenecía a una hembra de elfo y se incluyó en los archivos en el año… 357 a. C., si no me he equivocado en la resta. Llevan marcándolo todo desde que los elfos abando­naron siempre jamás. Por cierto, tendrías que haber esperado cinco años para la celebración del juicio —añadió con una sonora carcajada—. Para que veas lo que te habría hecho un sistema organizado de justicia. El imperio romano no cayó. Fueron los trámites burocráticos los que acabaron ahogándolo.

—¡Tráemela! —gritó Trent haciendo que tanto Jenks como yo diéramos un respingo.

—¡Vale, vale! —masculló mientras se dirigía de vuelta a la estatua—. No hace falta que te rayes.

De manera que cuentan los años igual que nosotros
, pensé mientras metía las cosas en mi bolsa. Cuando me di cuenta de que faltaba la muestra de Al, vacilé. ¿Dónde demonios habría ido a parar?

—¡La tengo! —se oyó decir a lo lejos unos segundos antes de que Jenks apareciera de nuevo rodeado de pequeños destellos dorados. Llevaba una nueva ampolla cuyo cristal presentaba un débil matiz de color ámbar. Trent alzó la vista y lo miró con avidez, con la misma expresión de Rex cuando perseguía una cría de pixie—. En cuanto me diste un nombre, fue más sencillo que arrancarle las alas a un hada —dijo Jenks con aire de suficiencia—. ¿No llevarás algo dulce en esa mochila? Hace horas que no pruebo bocado. ¡Maldita sea! Estoy más cansado que un pixie en su noche de bodas.

—Lo siento, Jenks. No sabía que vendrías, de lo contrario, te habría traído algo.

Con las manos temblorosas por la impaciencia, Trent agarró la mochila y alargó el brazo.

—Tengo un poco de chocolate —dijo—. Si me das la muestra, será tuyo.

Íbamos a conseguirlo. Lograríamos salir de allí. Eso sí, siempre que la mal­dición que Trent había comprado a Minias funcionara. De lo contrario, Jenks y yo lo íbamos a pasar realmente mal.

Jenks chasqueó las alas con fuerza.

—¡Excelente! —exclamó emocionado ante la perspectiva, pero de pronto se quedó paralizado—. Ummm… ¿Rachel? —dijo mientras se desvanecía hasta la última mota de polvo que emanaba de su cuerpo—. No me encuentro bien.

—¿No puedes esperar a que volvamos a casa? —le pregunté echando un vistazo al reloj de Ivy. Joder. Había salido el sol.

En ese momento se oyó un débil estallido que indicaba que una porción de aire se había desplazado. Alguien acababa de presentarse inesperadamente.
Mierda
. Sin embargo, cuando recorrí el lugar con la mirada, estaba vacío.

—¿Jenks? —dije, sintiendo que el frío invadía mi cuerpo.

Trent se me quedó mirando fijamente con un pie en las escaleras.

—¿Dónde está tu pixie?

¿
Acaso alguien lo ha hecho desaparecer con una maldición
?, me pregunté observando con el corazón en un puño cómo se desvanecía la nube de polvo.

—¡Jenks!

Trent se subió al altar trastabillando.

—¿Dónde está mi muestra? ¡Se ha largado! ¡Ha utilizado la última maldición y nos ha dejado aquí tirados!

—¡No! —protesté—. ¡Jenks nunca haría algo así! Además, ni siquiera sabe cómo se hace.

—Entonces, ¿por qué no funciona la maldición? —me gritó—. No funciona, Rachel.

—¿Y a mí qué me cuentas? —le espeté—. No fui yo la que negoció las condiciones. Tal vez tengamos que volver al lugar por el que entramos. Mi compañero no tiene la culpa de que hicieras un mal trato.

Trent me lanzó una mirada asesina y, sin decir una palabra, bajó las escaleras y echó a andar hacia la puerta lateral.

—¡Eh! —le grité—. ¿Adonde vas?

—A poner distancia entre nosotros antes de que alguien averigüe tu pa­radero —respondió sin aminorar la marcha—. Si los demonios de superficie pueden esconderse de los otros, yo también puedo. Nunca debí confiar en ti. Mi familia murió por haber confiado en un Morgan. Y yo no pienso dejar que me suceda lo mismo.

Cuando abrió la puerta, el desagradable resplandor rojizo del sol inundó la iglesia. Con los ojos guiñados, alcancé a ver que el cielo presentaba el típico color púrpura que presagiaba una tormenta. Una ráfaga de viento me revolvió los cabellos y deshizo los círculos de polvo. Entonces se cerró de golpe con un sonoro portazo, y tanto el viento como la luz se truncaron de forma fulminante.

Con el corazón a punto de estallar, me arrodillé para meter en la bolsa los restos de la maldición.

—¡Jenks! —grité, sin tener ni idea de adonde habría ido—. ¡Tenemos que irnos!

A continuación, abandoné el templo y eché a correr detrás de Trent. La potente luz del exterior, en contraste con la suave iluminación de las lámparas eléctricas, me ofuscó.

—¡Maldita sea, Trent! —le grité apenas puse pie en el pórtico de cemento—. Si sigues corriendo de ese modo, no podré devolverte a casa de una pieza.

Moviendo los brazos con grandes aspavientos, me detuve en el estrecho rellano delante de la puerta. Justo enfrente, a la sombra de los árboles, se encontraba Minias acompañado de tres demonios vestidos de rojo. Trent yacía a sus pies, inmóvil. Mierda. Sabía que estábamos allí desde el mismísimo instante en que el sol había arrojado a Minias de vuelta a su lugar de origen.

Buscando a tientas mi pistola de bolas, me giré para batirme en retirada, pero lo único que conseguí fue darme de bruces con el pecho de Minias.

—¡No! —chillé. Por desgracia, estaba demasiado cerca para poder hacer algo, y antes de que pudiera darme cuenta, me agarró los brazos con fuerza. Estábamos al sol, y pude ver sus pupilas horizontales como las de una cabra y el profundo color rojo del iris, tan oscuro que casi parecía marrón.

—Sí —dijo apretándome los brazos con tal fuerza que solté un grito ahoga­do—. ¡Por los dos mundos! ¿Qué has estado haciendo, Rachel Mariana Morgan?

—Espera —farfullé—. Puedo pagar. Sé muchas cosas. ¡Quiero volver a casa!

Minias alzó una ceja.

—Ya estás en casa.

Entonces se oyó un estallido que provenía de los árboles, y Minias se quedó mirando con una mueca de desagrado.

—¡Esa bruja es mía! —exclamó la inconfundible voz de Al mientras Minias me rodeaba con uno de sus brazos con actitud posesiva—. ¡Dámela! —le ordenó furioso—. ¡Tiene mi marca!

—También lleva la marca de Newt —respondió Minias—. Y está en mi poder.

Una oleada de pánico me recorrió de arriba abajo. Tenía que hacer algo. Por lo visto, Al no sabía que me había apoderado de su nombre de invocación, de lo contrario no estaría quejándose por la marca de mierda que había puesto en mi muñeca, sino que me lo estaría echando en cara hecho una furia. Tenía que salir de allí. No tenía más remedio que sacar la pistola de bolas.

Gruñendo por el esfuerzo, me revolví intentando liberarme. Minias me obligó a darme la vuelta y las piernas se me doblaron torpemente y acabé sentada en el duro suelo de cemento de un empujón. Intenté ponerme en pie y salir corriendo al mismo tiempo, pero Minias me puso una mano en el hombro y me dejó clavada en el sitio. A continuación, tina especie de onda emanó de su cuerpo y me quedé paralizada intentando respirar mientras sentía cómo me invadía hasta el último ergio de energía luminosa. Era lo contrario a la sobre­carga de líneas que Al utilizaba como castigo, y tenía la sensación de que me estuvieran violando. Intenté zafarme y escapar, pero la fuerza de sus garras amarillentas me lo impidió.

Minias me miró desde arriba emanando un fuerte hedor a ámbar quemado y sus ojos adquirieron un tono inquisitivo.

—Lo de intentar robar el nombre de Al para evitar que lo invocaran no estaba mal como idea, pero te equivocaste al tratar de ponerlo en práctica. Nunca nadie ha conseguido acceder a la parte posterior de la estatua.

No lo sabían. No tenían ni idea de que lo habíamos logrado, y la sensación de triunfo hizo que notara un pequeño atisbo de esperanza. Al se iba a cabrear de lo lindo, pero si conseguía escapar, todo se arreglaría. Podía interceptar una línea y utilizarla para golpear a Minias, pero probablemente conseguiría arrebatármela y mi alma todavía estaba sufriendo los efectos de su primera incursión. Si quería huir de allí, tendría que hacerlo físicamente.

Reuniendo todas mis fuerzas, intenté liberarme, pero el demonio sabía lo que estaba a punto de hacer antes de que quisiera llevarlo a cabo. Apenas apoyé los pies en el suelo, tiró de mí con fuerza, me rodeó con uno de sus brazos y apretó hasta que casi no pude respirar.

Al menos ahora puedo ver algo
, pensé retirándome un mechón de pelo de la boca. Desde que había salido el sol, el viento soplaba con más fuerza, en­crespándome el pelo y dejándome un repugnante sabor a ámbar en los labios. La intensa luz roja me hacía daño en los ojos. No me extrañaba que los brujos hubieran abandonado aquel lugar para vivir en un mundo no contaminado, escapando de un siempre jamás agonizante y comenzando una nueva existencia entre los humanos.
Sigue escondido, Jenks. Dondequiera que estés
.

Al había abandonado la arboleda y caminaba a grandes zancadas hacia no­sotros con los puños cerrados.

—¡Esa bruja es mía! —bramó—. Estoy dispuesto a luchar por ella en los tribunales.

—Newt es la dueña y señora de los tribunales —respondió Minias fríamen­te—. Si la quieres, tendrás que comprarla, como todo el mundo.

¿Iban a ponerme en venta?

Al se detuvo al pie de las escaleras, frustrado.

—¡Yo la marqué primero!

—¿Y eso qué significa? —Minias inhaló por la nariz y un par de gafas ajus­tadas apareció en su rostro—. Dame permiso para mandarte bajo tierra a través de las líneas —me dijo—. Este sitio da asco.

Me dolía el pecho y me pregunté si los hechizos terrenales de mi pistola todavía funcionarían.

—No.

—¡Nunca! —gritó una voz ronca que provenía del bulto grisáceo al que había quedado reducido Trent.

Uno de los demonios le propinó una patada y el elfo soltó un estremecedor aullido que reprimió rápidamente hasta quedar reducido a un grito ahogado. La compasión me invadió al recordar el tormento que sufrí cuando Al me obligó a retener más siempre jamás de lo que podía soportar. Era como tener el alma en llamas. Los ojos se me llenaron de lágrimas y los cerré cuando Trent se desmayó y los horribles ruidos cesaron.

—Este, por lo menos, es mío —dijo Minias—. Ponle una etiqueta que lo identifique como novedad, e invéntate una breve historia que consiga despertar el interés de los coleccionistas. Pero no hace falta que te entretengas demasiado. El artículo estrella será «Rachel Mariana Morgan».

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