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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (65 page)

BOOK: Fuera de la ley
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—No puedes sacarla a subasta. ¡Es mía! ¡Llevo un año preparándola! —ad­virtió Al mientras subía las escaleras con los faldones de su levita de terciopelo verde ondeando al viento. Su rostro cincelado estaba contraído y tenía los ojos guiñados como si los cristales ahumados de sus gafas no le hicieran ningún efecto—. Yo la marqué primero. La reclamación de Newt fue posterior. He sido yo el que se la ha trabajado.

Apreté los dientes con fuerza, pero no pude hacer nada cuando Trent y el demonio que lo había golpeado hasta dejarlo inconsciente se desvanecieron.

—El tribunal decidirá —concluyó Minias tirando de mí para alejarme del alcance de Al.

Este presionó la mandíbula y apretó los puños con fuerza. A mí tampoco me hacía ninguna gracia lo que Minias pensaba hacer conmigo, y cuando me pidió de nuevo que le permitiera mandarme bajo tierra por las líneas, empecé a forcejear con todas mis fuerzas.

Sacudí la cabeza y él se encogió de hombros y entró en contacto con una línea. Tenía intención de dejarme inconsciente al igual que había hecho con Trent. Lo sentí llegar, y abrí mi mente para apoderarme de él, dando un grito ahogado cuando la energía de siempre jamás entró en mí con un gran estruendo, y yo la hice rotar, jadeando por el esfuerzo.

Minias frunció el ceño y se giró hacia Al.

—¡Serás imbécil! —gritó—. ¿También le enseñaste a una bruja cómo rotar una línea luminosa? ¿Mentiste al tribunal? Esta vez Dali no podrá ayudarte.

Al dio un paso atrás, sorprendido.

—No fui yo —respondió indignado—. Además, en ningún momento me lo preguntaron. La até a mí con una condición tan severa como la del elfo. ¿Cuál es el problema? ¡Lo tengo todo bajo control!

Tenía a dos demonios peleándose por mí. Tal vez disponía de algunos segundos. Entonces intenté interceptar una línea, pero Minias lo percibió.

—¡Por todos los demonios! —exclamó—. ¡Está intentando saltar! —gritó sacudiéndome—. Y ahora, ¿cómo la contenemos?

Toqué la línea, intentando que me tomara, con la mente puesta en Ivy, pero en aquel momento el puño de Al, cubierto por un guante blanco, me golpeó en la sien obligando a Minias a soltarme. Caí al suelo consiguiendo poner las manos entre mi cuerpo y el cemento en el último momento, rasgándome las palmas. Un pie me asestó una patada en el estómago y, dando boqueadas para coger algo de aire, rodé hasta la puerta lateral de la basílica. Incapaz de respirar, me quedé mirando el horrible cielo rojizo y sentí el viento en mi rostro.

—Así —gruñó Al—. Deberías dejar la captura de familiares en manos de los expertos, Minias.

Sentí que este último me levantaba por los aires dejándome los brazos colgando.

—¡Por toda la saliva sagrada! Sigue consciente.

—Entonces vuelve a golpearla —dijo Al.

A continuación sentí un nuevo dolor, aún más atroz, que me hizo perder el conocimiento.

28.

Me dolía la cabeza. A decir verdad, el dolor punzante, que parecía provenir del hueso y que latía al mismo ritmo que mi corazón, se extendía por todo el lateral de la cara. Estaba tirada boca abajo, sobre una superficie suave y cálida, a las esterillas de los gimnasios. Tenía los ojos cerrados, y en el límite de mi conciencia se oía el leve susurro de unas voces que, apenas me concentré en él, se fundió en el zumbido lejano de un ventilador.

Moví la cabeza para incorporarme, pero tuve que ralentizar cuando mi cuello se quejó. Me llevé la mano hacia el dolor y estiré las piernas para ponerme en posición vertical. El roce de mis pantalones de cuero contra el suelo emitió un suave sonido y me di cuenta que el eco había desaparecido. Abrí los ojos, pero no pude apreciar ninguna diferencia. Sin apartar la mano del cuello, logré alzar­me ligeramente y sacarme el abrigo de debajo mientras inspiraba lentamente. Estaba mojada. Tenía el pelo húmedo y un suave sabor a agua salada en los labios. La fría certeza de la plata hechizada descansaba en mi muñeca.
Genial
.

—¿Trent? —susurré—. ¿Estás ahí?

Se oyó un áspero carraspeo que me heló la sangre.

—Buenas noches, Rachel Mariana Morgan.

Era Al. Me quedé paralizada, intentando ver algo. En ese momento percibí un chasquido a unos dos metros delante de mí y reculé. Entonces mi espalda se topó con una pared y solté un grito de sorpresa. Estaba aterrorizada. Intenté ponerme en pie, y me golpeé la cabeza contra el techo, que se encontraba a poco más de un metro del suelo.

La risa burlona de Al adquirió profundidad y poco a poco se trasformó en un gruñido de amargura.

—¡Bruja estúpida!

—Ni se te ocurra acercarte —lo amenacé con el corazón latiéndome a toda velocidad y las rodillas a la altura de la barbilla. A continuación me pasé la mano por la cara para quitarme los restos de agua salada y me retiré el pelo—. Si lo haces, te juro que me encargaré de que no puedas engendrar ningún pequeño demonio. Jamás.

—Si pudiera acercarme —dijo Al con su acento claro y preciso—, ya estarías muerta. Estás en la cárcel, cariño. ¿Te gustaría ser mi compañera de ducha?

Volví a pasarme la mano por la cara separando lentamente las piernas del pecho.

—¿Cuánto tiempo…? —quise preguntar.

—¿Quieres saber cuánto tiempo llevas aquí? —murmuró Al con indiferen­cia—. El mismo que yo. Todo el día. Si, por el contrario, te estás preguntando cuánto tiempo permanecerás encerrada, la respuesta es muy sencilla: hasta que yo consiga salir. Entonces volveré. No veo la hora de reunirme contigo en esa pequeña jaula en la que te han metido.

Por un instante el miedo se apoderó de mí, pero rápidamente desapareció.

—¿Te encuentras mejor? —me preguntó casi como si estuviera ronronean­do—. Ven aquí, cariño. Acércate a los barrotes y deja que te masajee tu dolorida cabecita. Sé cómo hacer que se te pase. Bastará arrancártela de cuajo.

Su tranquilizadora voz, que no había perdido ni una pizca de su habitual elegancia y refinamiento, dejaba entrever un profundo odio.

De acuerdo. Me habían metido en la cárcel. Y conocía perfectamente el motivo. Pero ¿por qué habían encerrado a Al? Entonces me estremecí, preguntándome si era posible que hubiera vuelto a joderle la vida. Me había advertido que no debía contarle a nadie que sabía cómo hacer rotar energía luminosa, y yo no había tenido reparos en hacerlo delante de Minias. Lo habían pillado en una mentira por omisión, y no creía que pudiera darle la vuelta para convencerles de que había hecho lo correcto.

Con los ojos entrecerrados para intentar que aquella neblina negra empezara a coger forma, comencé a moverme con la mano estirada, esforzándome por mantenerme lo más lejos posible de la voz de Al.

Agucé el oído para tratar de captar el eco de mi respiración contra las posibles paredes, pero no escuché nada. Entonces percibí el tacto de una tela y me detuve en seco. A continuación estiré el brazo de nuevo. Se trataba de un cuerpo cálido que olía a sangre y a canela.

—¿Trent? —pregunté preocupada mientras me acercaba en cuclillas para ponerle las manos encima. ¿
Nos han puesto juntos
?—. ¡Dios mío! ¿Estás bien?

—De momento, sí —respondió—. ¿Te importaría dejar de tocarme?

El tono de su voz, sorprendentemente despierto, hizo que me apartara de golpe.

—¡Estás bien! —exclamé mientras el rubor por el bochorno daba paso a un ligero enojo—. ¿Por qué no has dicho nada?

—¿Y de qué hubiera servido?

Yo me relajé y me senté con las piernas cruzadas escuchando cómo se remo­vía. No podía verlo, pero supuse que estaba apoyado contra la esquina opuesta. Debía de ser el mejor lugar de la celda, puesto que era el que más lejos estaba de Al. O al menos, eso me parecía.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo e intenté reprimirlo. Al estaba allí. Yo estaba allí. ¡Ojalá pudiera ver lo que estaba pasando!

—¿Qué van a hacer con nosotros? —pregunté a Trent—. ¿Cuánto tiempo llevas despierto?

¿Una leve exhalación me dio a entender que había soltado un suspiro.

—Demasiado. ¿Y tú qué crees que van a hacer con nosotros?

En aquel momento oí el chapoteo de una botella de agua, y la sed que sentía se multiplicó por diez.

—Nos cogieron —dijo Trent en un tono gris que evidenciaba que había perdido toda esperanza—. Lo siguiente que recuerdo, es que me desperté aquí.

Al se aclaró la garganta secamente.

—En este preciso instante están debatiendo si mis pretensiones sobre ti son legítimas —explicó. Yo me pregunté por qué se molestaba y la única razón que se me ocurrió es que se estuviera aburriendo y que no le gustara que lo igno­ráramos—. Tenías que demostrarles que sabías hacer rotar energía luminosa. Ni siquiera les ha importado que neutralizara la amenaza. Han decidido que tenían que meterme aquí para que recapacitara sobre lo que había hecho. Pero eso sí, en cuanto me invoquen, volveré, y una vez que te haya estrangulado, arrojaré tu cuerpo sin vida a los pies de Dali y declararé que estaba ocupándome de todo y exigiré que me indemnicen por haber interferido.

Seguía sin saber que me había apoderado de su nombre de invocación y que nadie lo sacaría de allí a través de las líneas, pero mi alivio momentáneo se desvaneció en cuestión de segundos. ¿Qué importancia tenía? Lo averiguaría con tiempo suficiente. Entonces pensé en Jenks, y sentí como si el corazón se me cayera en las tripas. ¡Habíamos estado tan cerca de conseguirlo! Dios. Esperaba que estuviera bien.

Al oír el ruido del agua al chocar contra el plástico, extendí la mano y, a tientas, encontré el envase que Trent me tendía. Sin molestarme en limpiar el borde con la mano, bebí un trago e hice una mueca ante el inesperado sabor a ámbar quemado.

—Gracias —dije devolviéndosela—. Esta es tu agua. La de tu mochila. ¿Es que tenemos nuestras cosas? —Mis ojos se abrieron en la oscuridad—. ¿Tienes tu linterna?

—Está rota. Y la tuya también. Estoy seguro de que ha sido por el efecto psicológico. Al fin y al cabo, es lo único que nos han hecho, aparte de ponernos las cintas de plata hechizada y de rociarnos con agua salada.

—Sí —dije sintiéndome mojada y pegajosa—. Esa parte ya me la he imaginado.

Sin molestarme en buscar mi bolsa, repasé mentalmente lo que había metido en ella. Nada, en realidad. Además, con la cinta de plata hechizada en mi muñeca, ni siquiera podría encender una vela. Entonces alcé las cejas, y moviéndome con cautela, me toqué la parte inferior de mi espalda. Mis labios se separaron cuando sentí el frío plástico. ¿Me habían dejado la pistola de bolas? Con el pulso acelerado, las saqué y apunté hacia donde había oído la voz de Al.

—Tal vez —dije retirando el seguro con el dedo pulgar— no nos consideran una amenaza.

—Tal vez —dijo Al— no les importa si nos matamos los unos a los otros. Si me disparas con eso, no te mataré cuando salga de aquí, sino que me dedicaré a jugar contigo. Hasta que mueras dando alaridos.

—Que tú no veas nada no significa que yo tampoco —dijo Al—. De todos modos, no conseguirías llegar hasta aquí, pero, si quieres, puedes desperdiciar la munición. Así me resultará más sencillo someterte cuando consiga entrar ahí.

No conseguiría escapar, pero aun así, coloqué de nuevo el seguro y me volví a meter la pistola en el pantalón. No era tan tonta como para creer que los demonios me habían encerrado allí sin saber que disponía de hechizos realizables. Me habían despojado de todo lo que me pudiera servir para escapar, pero me habían dado la posibilidad de defenderme. ¿Nos estaban poniendo a prueba, o se trataba solo de una versión distorsionada de un
reality
televisivo? Me dejé caer y me golpeé la cabeza contra la pared. Lo más probable es que quisieran que arregláramos las cosas entre nosotros y, si conseguía vencerlo, Newt dispondría de nueva munición jurídica para esgrimirla en mi contra.

La ligera cinta de plata que rodeaba mi muñeca resultaba mucho más pesada que cualquier cadena. Ni siquiera intenté interceptar una línea y saltarla para averiguar cómo salir de allí. Me habían capturado, y todo apuntaba a que esta vez no lograría escapar.

—El sol está a punto de ponerse —dijo Al, ansioso, desde la oscuridad—. Falta muy poco para que me liberen. Fuiste una imbécil al pensar que lograrías retenerme en siempre jamás apoderándote de mi nombre de invocación. Nadie ha conseguido jamás superar esa jodida estatua. Y nadie lo conseguirá.

El crepúsculo. Parecía bastante seguro de que alguien iba a invocarlo. Cuando no lo hicieran, se iba a poner hecho un basilisco, así que decidí alejarme aún más.

De pronto sentí un leve temblor en el centro de mi chi. Me quedé paralizada y me llevé la mano a la parte inferior de la tripa. Nunca había sentido un dolor ahogado como aquel. E iba a peor.

—No me encuentro bien —le susurré a Trent, aunque a él no pareció im­portarle lo más mínimo.

Al soltó una sonora e inquietante carcajada.

—No deberías haber bebido de esa agua. Ha estado expuesta al sol.

—Yo estoy bien —dijo Trent con una voz más lúgubre que el cálido aire que nos rodeaba.

—Tu eres un elfo —dijo Al con desprecio—. Los elfos son poco más que animales. Pueden comer cualquier cosa.

Yo solté un gemido y me apreté la barriga con la mano.

—¡No es eso! —dije mirando hacia abajo y respirando entrecortadamente—. Me siento realmente mal. ¡
Oh, Dios
!
Voy a vomitar delante de Trent
.

En vez de eso, de mi interior surgió un impresionante estornudo que hizo temblar todos y cada uno de mis músculos.

¿
Minias
?, pensé limpiándome la nariz con la manga. No obstante, no había nada en mi mente salvo mis propios pensamientos.

—¡Salud! —dijo Trent con sarcasmo.

Volví a estornudar, y el dolor en el vientre aumentó. Con los ojos muy abiertos, apoyé la mano en el suelo para mantener el equilibrio. Las tripas se me estaban cayendo. Presa del pánico, estiré el brazo para agarrarme a Trent.

—Algo va mal —dije con voz áspera—. Lo digo en serio, Trent. Algo va realmente mal. ¿Nos estamos cayendo? Dime si tienes la impresión de estar cayéndote.

Iba a vomitar. Eso era todo.

Desde el otro extremo de un pasillo que todavía no había tenido ocasión de ver, se oyó un rugido furioso.

—¡Maldita sea la madre de todos nosotros! —blasfemó Al. A continuación lo hizo de nuevo y, a juzgar por el sonido, también se estaba dando golpes con la cabeza—. ¡Serás puta! ¡Eres una jodida puta apestosa! ¡Ven aquí! ¡Ponte donde pueda alcanzarte!

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