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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (60 page)

BOOK: Fuera de la ley
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El mapa que había garabateado Ceri me resultaba inquietantemente familiar, tenía una línea ondulante que indicaba el río seco y marcas que mostraban el lugar donde viejos puentes cruzaban. Se parecía a Cincy y los Hollows. ¿Por qué no? Ambos lados de la realidad tenían un círculo en Fountain Square.

En ese momento me di la vuelta y me puse a hurgar en el macuto.

—¿Te apetece beber algo? —pregunté en voz baja sacando una botella.

Trent asintió con la cabeza y le pasé una. El crujido del tapón al abrirse me atravesó como un disparo, y él se quedó inmóvil hasta que estuvo seguro de que el viento seguía soplando y que el silencio seguía reinando. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, me percaté de que parecían de color negro por efecto de la luz rojiza.

—¿A que no adivinas lo que hay en el trozo de terreno consagrado en el que guardan las muestras? —dijo dando unos suaves golpecitos en el lugar en el que Ceri había dibujado una estrella.

Eché un vistazo al mapa y, a continuación, miré por encima de su hombro hacia las ruinas en las que todavía teníamos que aventurarnos. No muy lejos de donde nos encontrábamos, iluminados por la tenue luz de la luna que empezaba a elevarse, se divisaban los extremos apuntados de unas torres. Unos extremos que me resultaban tremendamente familiares.

—No… —Me coloqué un mechón de pelo detrás de la oreja—. ¿La basílica?

El viento agitó los bordes del mapa y Trent bebió un trago de agua que hizo que se le moviera la garganta.

—¿Qué otra cosa podría ser? —dijo mientras introducía la botella vacía en su mochila. El sonido de una roca desprendiéndose hizo que se irguiera sobre­saltado y que yo sintiera que el corazón iba a salírseme del pecho.

Trent apagó su «linterna especial», pero aun así, a apenas treinta metros, pudimos distinguir una silueta retorcida y encorvada que nos miraba con los brazos caídos. Iba calzado y llevaba unas polainas que le cubrían las delgadas espinillas y una capa hasta los codos que ondeaba al viento. En ese momento giró su cabeza descubierta hacia el este como si intentara oír algo y después se volvió hacia nosotros. ¿Esperando? ¿Analizándonos? ¿In­tentando averiguar si éramos enemigos o si, por el contrario, le podíamos servir de alimento?

Un escalofrío, que nada tenía que ver con el constante descenso de la tem­peratura, me recorrió el cuerpo de arriba abajo.

—Guarda el mapa —susurré poniéndome en pie con sumo cuidado—. Te­nemos que irnos.

Gracias a Dios, no nos siguió.

En esta ocasión fui yo la que tomó la delantera. La tensión hizo que me des­plazara por las ruinas con asombrosa fluidez. Trent, por el contrario, se quedó rezagado y, tras tropezar con una roca suelta, lo escuché soltar una palabrota por haber resbalado al intentar seguirme el paso. Aunque no vimos ningún otro demonio de superficie, sabía que estaban allí porque, de vez en cuando, se oía el ruido de alguna que otra roca deslizándose. No me pregunté por qué me resultaba más sencillo orientarme por las sombras más intensas, que la roja luz de la luna proyectaba sobre las ruinas, que por la depresión natural de árboles y hierba. Lo único que sabía es que habían advertido nuestra presencia y que no estaba dispuesta a quedarme allí.

La primera vez que había alcanzado a ver la luna me quedé tan impresio­nada que decidí no volver a mirarla. Se había convertido en una esfera rojiza, inflada y mortecina, suspendida sobre el accidentado paisaje como si estuviera oprimida. En las contadas ocasiones en las que me había asomado a siempre jamás desde la seguridad que me proporcionaba el otro lado de las líneas, siempre la había visto de color plateado. Probablemente el claro resplandor de nuestra luna se había impuesto sobre aquel desagradable globo rojizo que contemplaba en aquel momento. Observarla desde aquella tierra extraña, cubierta de una capa roja de la misma manera que mi alma estaba cubierta de suciedad demoníaca, me hizo comprender con una dolorosa claridad lo lejos que nos encontrábamos de nuestro hogar.

Siempre que el terreno lo permitía, trotamos arriba y abajo atravesando los edificios derruidos y las esporádicas hileras de árboles que indicaban dónde se encontraban los antiguos bulevares mientras nos adentrábamos aún más en los restos de cemento y de farolas cubiertos de escarcha en dirección a las torres. En aquel momento empecé a preguntarme si, en realidad, las enjutas y encorvadas figuras que se estaban volviendo cada vez más descaradas, eran elfos o brujos que no habían cruzado al otro lado. O tal vez se trataba de familiares que habían logrado escapar. Tenían auras, pero brillaban de forma irregular y les quedaban holgadas, como una prenda raída. Era como si hubieran resultado dañadas por intentar sobrevivir en el tóxico siempre jamás.

Mientras serpenteábamos alrededor de un amasijo de metal que probable­mente había sido una parada de autobús, la preocupación hizo que me pusiera tensa. ¿Aquella visita estaría envenenándome? Y, en caso de que así fuera, ¿cómo es que Ceri se encontraba perfectamente? ¿Se debía a que no se le había permitido envejecer durante el tiempo que fue un familiar? ¿O quizá porque Al había impedido que enfermara recomponiendo su ADN con las muestras del archivo? ¿O es que nunca subió a la superficie?

En aquel instante una roca se desplazó cayendo casi a mis pies, y yo torcí a la izquierda convencida de que después del edificio en ruinas que tenía delante nos encontraríamos en medio de una casa que conducía directamente a la ba­sílica. No creía que nos estuvieran acorralando. ¡Oh, Dios! Esperaba de todo corazón que no fuera así.

Trent me seguía muy de cerca, y tuvimos que aminorar el paso para in­troducirnos por un estrecho pasadizo. Respiraba afanosamente, y finalmente pude relajar los hombros cuando salimos del irregular corredor y nos vimos en una calle despejada. Estaba plagada de los trozos de los edificios adyacentes, pero nada más. Trent asintió nerviosamente con la cabeza y nos pusimos en marcha eludiendo los escombros que podían ocultar a un esquelético demonio de superficie.

Conforme nos acercábamos, levanté la vista para observar las torres de­rruidas. En las cornisas inferiores había solo gárgolas talladas, pero ninguna real. No tenía ni idea de si habían abandonado siempre jamás junto con los brujos y los elfos o si nunca habían existido a aquel lado de las líneas. Sal­vo por la ausencia de gárgolas, la construcción se encontraba en un estado bastante aceptable, y presentaba un aspecto muy similar a la versión de Fountain Square. Me pregunté si se debería al hecho de que fuera sagrada, o si existía un interés por mantenerla intacta. Trent se detuvo junto a mí mientras examinaba la puerta con detenimiento, y luego se giró para cu­brirnos las espaldas.

—¿Crees que alguna de las puertas principales estará abierta? —dije desean­do encontrarme ya en el interior. Aunque era idéntica a la del mundo real, el terreno consagrado se limitaba al lugar donde se extendía el altar.

De pronto, se oyó que una roca se desplazaba por detrás de nosotros. Girando la cabeza como lo hubiera hecho un ciervo asustado, Trent subió los escalones de dos en dos e intentó abrir todas las puertas. Ninguna de ellas cedió, y al ver que no había ninguna cerradura, me dirigí a la puerta lateral.

—Sígueme —susurré.

Trent asintió y se reunió conmigo. No pude evitar acordarme de aquella vez que me había cargado a uno de los guardaespaldas de su prometida en la esca­linata principal para poder entrar y arrestar a Trent. Seguía pensando que me debía estar agradecido por interrumpir la ceremonia. A pesar de que fuera un asesino y uno de los traficantes de drogas más poderosos, casarse con aquella mujer fría y estirada hubiera sido un castigo cruel y desproporcionado.

Trent tomó la delantera y yo lo seguí algo más despacio observando la calle cuando el eco de otra piedra cayendo retumbó en las ruinas de la ciudad. La enfermiza luna se encontraba ya por encima de los edificios y el resplandor rojizo hacía que viéramos agujeros donde no los había y camuflaba los que exis­tían realmente. Me picaban los dedos y deseé poder desenrollar siempre jamás con el pensamiento e iluminarlo con un resplandor lo suficientemente potente como para que todos los demonios de superficie echaran a correr, pero tenía que reservar mi huso para realizar el hechizo de Ceri. Siempre, claro está, que no tuviera que utilizarlo antes de tiempo para salvarme el pellejo.

La imagen de la escalera doble que permitía el acceso a la puerta lateral me dejó helada. Era exactamente igual y el buen estado de la catedral hizo que el resto de la ciudad pareciera el doble de devastada.

—Trent —susurré sintiendo que me fallaban las rodillas—. ¿Por qué crees que existe un paralelismo tan evidente? He oído que Minias mencionaba «la colisión de los dos mundos». ¿Es posible que siempre jamás sea un espejo de nuestra realidad?

Trent aflojó el paso, apartó la vista de la luna y la dirigió hacia la arboleda que se extendía donde debería haber estado el aparcamiento.

—Puede ser. ¿Significa eso que todo está en ruinas por culpa de los demonios?

Yo di un respingo cuando oí el chasquido de una roca.

—Tal vez su Revelación no fue demasiado bien.

—No —dijo él inclinándose hacia delante en silencio—. Los árboles que hemos dejado atrás tenían más de cuarenta años. Si la Revelación hubiera sa­lido mal, deberían ser más jóvenes. Los elfos se marcharon hace dos milenios, y los brujos hace cinco. Si siempre jamás fuera un reflejo de la realidad, las semejanzas habrían acabado cuando tomamos rumbos diferentes. Sin embargo, parece plasmarlo todo casi hasta la actualidad. No tiene sentido.

Seguidamente empezó a subir la escalera más cercana, y yo lo seguí, mirando hacia atrás en vez de fijarme en dónde pisaba.

—Como si algo de lo que hay aquí tuviera algún sentido.

Trent intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Con los labios apretados, dejé la bolsa de tela en el suelo y me puse a buscar el juego de herramientas para forzar cerraduras de Jenks. Un nuevo crujido de rocas hizo que mis fríos dedos se agilizaran y, mientras esperaba, Trent se puso a mirar en todas direcciones. Al igual que el día anterior, deseaba con todas mis fuerzas abandonar la calle.

Una vez encontré el juego de herramientas, me lo puse bajo el brazo y cerré la cremallera de la bolsa. En aquel momento una de las ramas de los árboles cercanos se agitó con violencia y un objeto oscuro cayó al suelo.
Mierda
. Trent apoyó la espalda en la puerta y se quedó observando.

—¿Crees que existen otros paralelismos además del de los edificios? —me preguntó. Yo me estremecí. Dios. Habría dado cualquier cosa por tener a Jenks a mi lado.

—¿Te refieres a personas? —dije agitando rápidamente los dedos para que me pasara su «linterna especial».

—Sí —respondió entregándomela.

Cuando apunté a la cerradura con la linterna, descubrí que estaba corroída. Con un suspiro consideré la posibilidad de echar la puerta abajo. Pero entonces no podríamos cerrarlo. Entonces pensé en la pregunta que acababa de hacerme Trent, intentando no imaginarme a un demonio con los principios del elfo.

—Espero que no —dije irguiéndome. Él se me quedó mirando—. Voy a intentar forzar la cerradura. Mientras tanto, tendrás que vigilar que nadie se acerque.

Maldita sea. No me gustaba un pelo estar allí, pero no tenía elección.

Trent vaciló como si hubiera captado un significado oculto en mis palabras y después se giró hacia los árboles.

Inspiré lentamente e intenté ignorar el silbido del viento y la arenilla que hacía que me dolieran los ojos. Por suerte, el estuche que había comprado Jenks para meter las herramientas era blando, y mis dedos entumecidos se pusieron a intentar desatar las cintas que lo mantenían cerrado. Aquello era mucho mejor que una ruidosa cremallera. El pequeño pixie con alma de ladrón no descuidaba ningún detalle.

Una vez abierto, y con un destello que casi me tira para atrás, Jenks salió disparado de su interior.

—¡Joder, Rachel! —exclamó el pixie sacudiéndose con fuerza e iluminándome las rodillas con su polvo—. Cuando caminas, pegas unos botes impresionantes. Cualquiera diría que eres un saltamontes. ¿Ya hemos llegado?

Boquiabierta, perdí lentamente el equilibrio y me caí de culo.

—¿La basílica? —preguntó mirando a Trent, que nos observaba desde lo alto sin poder articular palabra—. Maldita sea. Esto es más raro que la tercera fiesta de cumpleaños de un hada. Por cierto, Trent, bonito mono. ¿Nadie te ha dicho que al primero que se comen es al tipo del mono?

—¡Jenks! —acerté a decir por fin—. ¡No deberías estar aquí!

El pixie flexionó las alas y, tras aterrizar sobre mi rodilla, se pasó la mano por encima de una de las inferiores para enderezarla. La luz que despedía era limpia y pura, la única cosa realmente blanca de todo el lugar.

—¡Y tú qué! —respondió secamente.

Yo miré a Trent y sus rasgos contraídos me dieron a entender que también él se había dado cuenta del problema.

—Jenks… Trent solo compró cuatro viajes, que estés aquí significa que solo nos queda uno.

El elfo se giró hacia el bosque claramente irritado.

—El viaje que queda es mío. No soy responsable de la estupidez de tu ayudante.

¡Oh, Dios! Estaba atrapada en siempre jamás.

—¡Eh, pedazo de imbécil! —exclamó Jenks levantando una nube de polvo dorado.

De repente, se oyó un crujido colectivo que provenía de la oscuridad de los árboles. Ni Jenks ni Trent se dieron cuenta, dado que en aquel momento el pixie apuntaba con su espada a uno de los ojos del elfo.

—Efectivamente, soy el ayudante de Rachel —continuó mientras su destello hacía que la raída puerta lateral adquiriera un color normal—. Vengo con ella y estoy incluido en su viaje de la misma manera que sus zapatos y su pelo encrespado. Las leyes humanas no tienen en consideración nuestra existencia, así que las demoníacas tampoco deberían. Soy un accesorio, señor Elfo Mágico —dijo con acritud—. Así que deja de dramatizar. ¿De verdad crees que pondría en peligro la vida de Rachel utilizando su pasaje para venir aquí si no estuviera seguro de que no tendremos problemas para salir?

Por lo que más quieras, Señor. Haz que tenga razón.

Jenks percibió mi miedo y la velocidad de sus alas aumentó considerablemente.

—¡Yo no cuento, maldita sea! ¡No he utilizado ninguno de tus viajes!

Trent se inclinó hacia delante para decir algo desagradable, pero en ese mis­mo instante, en la calle adyacente, se desprendió un enorme trozo de roca que hizo que se quedara en silencio. Los tres nos quedamos paralizados, y Jenks sofocó su brillo.

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