Cosmo compuso una leve sonrisa.
—Lo dice en broma, ¿verdad?
Mona lo empujó al interior del ascensor.
—No, Cosmo —contestó ella, cerrando la rejilla—. No lo dice en broma, pero dime, ¿quién necesita diez dedos, eh?
Mona condujo a Cosmo por el laberinto de conductos de suministro y cadenas de montaje abandonadas hasta una enorme zona de carga en la planta baja. Una voluminosa furgoneta estaba aparcada en la rampa de entrada al aparcamiento. Mona dio un golpe en el guardabarros y ahuyentó a un enjambre de ácaros del óxido. Los ácaros del óxido eran una nueva raza de insectos que habían aparecido en Ciudad Satélite. Los lavacerebros televisivos decían que eran el nuevo superbicho de la naturaleza y que llegarían a sobrevivir incluso a las cucarachas.
—Es la Furgomóvil. Ese cacharro nos ha salvado el pellejo más de una vez.
Cosmo dio una patada a uno de los neumáticos.
—No nos vamos a montar en esto, ¿verdad que no?
Mona levantó el capó.
—No juzgues por lo que ven tus ojos: las apariencias engañan. Pero no, hoy no nos vamos a subir en ella, Cosmo. El colector del motor está agujereado por una bala. Necesitamos uno nuevo, o al menos uno que no sea de segundísima mano.
—Creí que solo íbamos a dar una vuelta, andando.
—Y vamos a ir andando —masculló Mona mientras arrancaba el colector tubular de su sitio—, no nos queda más remedio. Pero tengo que hacer un recado por el camino.
—Y ¿para qué me necesitas? —preguntó Cosmo, aunque en realidad estaba más que contento de acompañar a Mona dondequiera que quisiese ir. Al fin y al cabo, tenía catorce años, y Mona era la primera chica con la que había hablado sin que ningún supervisor lo estuviera vigilando.
Mona envolvió el colector en un trapo.
—Cosmo, te necesito como refuerzo.
Booshka
significaba «robar coches» en la jerga del Gran Colador, y había tantos vehículos robados en aquella zona de Westside que todo el barrio recibía el sobrenombre de aquel pasatiempo tan singular.
Los piratas
booshka
adolescentes arrancaban BMW, Krom y Benz directamente de sus rieles en los aparcamientos de la zona alta de la ciudad y los preparaban para las carreras todo-terreno. Todas las noches, varios grupos de jóvenes se reunían en almacenes abandonados para celebrar carreras ilegales de
dragsters.
Booshka, el territorio donde había nacido Mona Vasquez.
La pareja tardó casi una hora en ir andando desde la calle Abracadabra hasta Booshka, en dirección sur por la avenida del Periplo, y luego cruzando el río hasta la vieja barricada de la policía. Una vez pasada la línea de coches incendiados, dependían única y exclusivamente de sí mismos, pues la policía no respondía a ninguna alerta procedente de Booshka.
Cosmo intentó hacerse invisible, un truco que había aprendido en el Clarissa Frayne: encorvar los hombros, dar pasos cortos y no establecer contacto visual con nadie. Mona no aprobaba la teoría de la invisibilidad.
—Cosmo, por aquí abajo hay que caminar erguido. Si cualquiera de estos buitres huelen algo parecido al olor de la debilidad, te harán picadillo en menos que canta un gallo.
Los buitres en cuestión eran grupos de adolescentes que regresaban a sus casas tras una noche de carreras de
dragsters.
Se paseaban con chulería por las aceras o daban botes en la calzada con sus automóviles con suspensiones trucadas. No había raíles de guía por Satélite allí abajo, todo se realizaba de forma manual.
Por lo visto, la mayoría de los buitres conocían a Mona.
—Eh, chiquita —gritó uno de los miembros de un numeroso grupo, un chico musculoso con un pañuelo atado por encima de un ojo—. ¿Cuándo vas a volver a hacer carreras con nosotros, Mona? Te echamos de menos.
Mona sonrió.
—Hola, Miguel. Tal vez vuelva cuando construyáis algo contra lo que merezca la pena competir. Hasta yo ando más rápido que aquel trozo de chatarra de la última vez.
Miguel lanzó un gemido y se llevó la mano al corazón, como si le hubiesen herido.
—Me has dado, Vasquez. Pero algún día te daré yo a ti.
Mona siguió sonriendo, pero también siguió andando.
—Ni en sueños, Miguel. Ni en sueños...
Cuando hubieron doblado una esquina, Mona se estremeció. Su bravuconería no era más que pura fachada: por dentro la chica estaba muy inquieta.
—Creí que iban a pedirme que volviera. Miguel es un Encanto.
Cosmo se quedó perplejo.
—¿Tú crees?
Mona le dio un golpe en el hombro.
—No, estúpido, no esa clase de encanto. Los Encantos son la banda callejera más importante de Booshka. Antes yo iba con ellos, era su mecánico, me encargaba de cuidar de sus bólidos trucados. Si miras debajo de los pañuelos que llevan por encima del ojo verás el mismo tatuaje que el mío. —Mona señaló la secuencia de ADN que llevaba en la ceja.
—Eso es un tatuaje de banda callejera, ¿verdad? ¿Qué significa?
Mona se acercó a él para que Cosmo pudiera ver mejor la tinta de encima del ojo.
—Es una secuencia de ADN hecha de partes de coche. ¿Ves las ruedas y los pistones? Bien, pues significa que en el fondo todos los Encantos somos iguales. Vivimos para hacer carreras de coches.
Recorrieron varias manzanas, pasando por delante de las hileras de viviendas de hierro colado y tiendas con barricadas en las puertas. Los comerciantes estaban calentando sus quemadores de calle, protegiendo su mercancía con perros enormes o armas bien visibles. Otros miembros de distintas bandas se dirigieron a Mona, y no solo miembros de los Encantos. Pasaron grupos celtas, anglos, eslavos, africanos y orientales. Mona se lo explicó a medida que iban avanzando.
—Esos de ahí son los irlandeses de la I, y están especializados en el secuestro de camiones de los muelles al otro lado del puente. —Señaló un par de africanos con trajes negros—. Esos chicos altos son los Zools. Casi todos son guardaespaldas, y aprendieron algún tipo de artes marciales en África. Si uno de esos tipos te lanza algo afilado, ya está, es el fin.
Cosmo intentó hacerse más invisible que nunca.
—Esos hombres de los piercings son los Bulldogs. Son capaces de destrozar una bicicleta en apenas segundos. Te das media vuelta para atarte los cordones de los zapatos y cuando te vuelves, de tu bici solo queda el esqueleto.
—¿Cómo lograste salir de los Encantos? —preguntó Cosmo—. Creía que pertenecer a una banda era algo de por vida.
—Stefan me salvó. Hace dieciocho meses sufrí un choque casi mortal durante una carrera de
dragsters.
Uno de mis pulmones estaba destrozado y estaba desangrándome. Los Parásitos se disponían a chuparme hasta la última gota de vida y, por supuesto, mis hermanos los Encantos se largaron en cuanto me estrellé contra ese pilón. Stefan estaba de ronda nocturna y oyó la explosión. Bajó hasta aquí y me arrancó a esos monstruos del pecho antes de cepillárselos. Lorito me hinchó el pulmón y me dejaron en el General. Por el camino yo no dejaba de delirar hablando de criaturas azules que me querían chupar la vida, y al cabo de una semana Stefan apareció en el hospital y me ofreció una nueva vida. Y yo la acepté, no había nada que me retuviera en Booshka. Mis padres ya no están y Stefan tiene dieciocho años, así que él es mi patrocinador. Ni te imaginas lo fabuloso que es ser una ciudadana legal; no tengo que pasarme la vida esperando a que la policía estatal me encierre en alguna institución.
—¿Y los Encantos te dejaron marchar así, sin más? ¿A su mejor mecánico?
Mona se paró en un puesto de pan y compró un par de
zakuskas.
Se sentaron en un par de papeleras vueltas del revés y se comieron los panecillos calientes.
—No fue tan fácil. Miguel se presentó una noche en la calle Abracadabra con ganas de bronca. Stefan les dejó entrar en la zona de carga y luego encendió los reflectores. Le dijo a Miguel que los Encantos habían perdido el derecho a mis servicios cuando me habían dejado morir.
—¿Y los Encantos no pusieron objeciones? —preguntó Cosmo con escepticismo.
—No —admitió Mona—. Stefan les ofreció un prototipo de bólido Myishi Z12 nitroso a cambio de mi billete de salida de la banda.
—¿Stefan te compró?
Mona volvió a darle un golpe en el hombro.
—No, Cosmo. Compró mi libertad. Por eso vamos en Furgomóvil, y por eso estamos aquí abajo buscando un colector antiguo.
Mona se terminó su tentempié y arrojó el envoltorio en un incinerador callejero.
—Vamos, tenemos negociaciones que hacer.
Cosmo siguió a Mona por un estrecho pasaje que apestaba a alcantarilla y a aceite de motor. Las ratas roían las sobras de comida y los ácaros del óxido agujereaban los trozos desnudos de vigas de las paredes de hierro colado. Mona apartó a un lado un trapo sucio y tieso de aceite de motor. Detrás de él había una puerta de acero con una cámara de seguridad.
Mona dio unos golpecitos en la pantalla.
—Hola, Jean-Pierre, ábreme.
No se oyó nada durante unos segundos, y luego, el crujido de unas interferencias.
—Mona Vasquez, aún estás viva... ¿Quién es el chico?
—Mi amigo se llama Cosmo. Respondo por él.
Las barras metálicas se abrieron por control remoto y la puerta se deslizó a un lado.
—Pasad, pero no toquéis nada.
Entraron en el sueño de cualquier mecánico: hasta las mismísimas paredes parecían construidas con piezas de coches, cualquier parte, desde el último grito en convertidores de plasma hasta antiguos componentes del motor de combustión. Recorrieron un laberinto de paredes de piezas de coche y varios automóviles en distintas fases del proceso de reparación.
Un hombre alto y esbelto estaba enterrado hasta la cintura en el motor de un Krom de tracción en las seis ruedas. Llevaba el pelo rubio y fino atado en una cola de caballo y cada centímetro de piel a la vista aparecía ensuciado por aceite o los gases del tubo de escape.
—Hola, Jean-Pierre, ¿qué pasa?
El hombre salió de debajo del motor y se quitó unas gafas de lentes de aumento.
—Vasquez,
ça va?
Lo que pasa es que estás a punto de pagarme los cien dinares que me debes por aquel tubo de escape.
Mona se echó a reír.
—Vete al infierno, Jean-Pierre. Aquel tubo de escape era una porquería. Se rajó a los cien kilómetros. Lo que debería hacer es darte una patada en ese culo francés que tienes y hacer que dieses tumbos por toda la tienda.
Jean-Pierre se encogió de hombros.
—
Très bien.
Vale, tenía que intentarlo, ¿no?
—Me debes una, y he venido a cobrármela. —Mona arrojó el colector encima de una mesa de trabajo—. Si me consigues uno de estos, estamos en paz.
—¿En paz? No lo dirás en serio, Mona. Esos cacharros no son nada fáciles de encontrar... Ochenta dinares. Eso si lo encuentro.
Mona se cruzó de brazos.
—Treinta dinares, hombre. Y sabes si tienes uno o no lo tienes.
Jean-Pierre compuso una amplia sonrisa y enseñó unos clientes relucientes en contraste con las manchas de aceite de su cara.
—Mona, cuánto te he echado de menos... De acuerdo, treinta, no se hable más, pero solo porque me haces reír.
Jean-Pierre desapareció entre dos pasillos metálicos.
—Es el único especialista en piezas de coche medio fiable de todo Booshka —le dijo Mona a Cosmo—. Sea lo que sea lo que necesites, Jean-Pierre puede conseguirlo o fabricarlo. Las bandas lo dejan en paz porque sin él sus bólidos se caerían a trozos.
Jean-Pierre regresó, haciendo girar entre los dedos un colector de repuesto como si fuese un bastón de majorette. Llevaba a un Parásito encaramado en el hombro. Cosmo retrocedió unos pasos y derribó una torre de tapacubos.
—¡Mona! ¡Mira! ¿Es que no lo ves?
El francés frunció el ceño.
—Eh,
mon ami,
cuidado con la mercancía. ¿Se puede saber qué te pasa?
Mona ni siquiera pestañeó.
—No le hagas caso, Jean-Pierre. Está loco. Se ha tragado demasiados gases de tubos de escape en las carreras. A veces tiene alucinaciones.
Cosmo no podía apartar los ojos de la criatura que había allí agazapada, esperando.
—¿No podemos hacer algo? ¿Matarlo?
Mona empezó a recoger los tapacubos y lo fulminó con la mirada.
—Cierra la boca, Cosmo. ¡Ahí no hay nada! Nada, a ver si lo entiendes...
Cosmo intentó leer lo que le decían sus ojos castaños. Ella también veía a la criatura, de eso estaba seguro.
—Nada. Lo entiendo.
—Muy bien.
Mona contó una a una las fichas de dinares mientras las arrojaba sobre la mesa de trabajo. Al otro lado de la línea de la Barricada, la mayoría de la gente usaba tarjetas de crédito, pero, en Booshka, el efectivo era el rey.
—Ten, treinta dinares.
Jean-Pierre metió el dinero en un cajón.
—¿Me das los treinta sin regatear? ¿Es que te estás ablandando, Vasquez?
Mona cogió el colector, haciendo caso omiso al Parásito de ojos enormes a sabiendas de que estaba en el hombro de Jean-Pierre.
—No, es que sé reconocer una ganga cuando la tengo delante. —Hizo una pausa, con la mirada clavada en el suelo—. ¿Cómo te encuentras últimamente?
Jean-Pierre parecía sorprendido.
—Es curioso que me lo preguntes. Me duele un poco el pecho desde hace un par de semanas. Seguramente no es nada. Debería ir a algún médico de la ciudad, pero ¿quién confía en los médicos?
N'est ce pas.
Mona miró al francés a los ojos.
—Pues haz que te hagan un chequeo, Jean-Pierre. ¿Qué íbamos a hacer sin ti?
—Certainement.
El cliente siempre tiene razón. —Abrió un cajón de mimbre que había en la pared—. Ten, unas bujías. Un obsequio de la casa para mi clienta favorita.
Mona se metió las bujías en el bolsillo y después besó a Jean-Pierre en la mejilla. El Parásito se apartó de ella como si tal cosa.
—Adiós, Jean-Pierre. Y gracias.
El francés se acarició la mejilla.
—¿Un beso? ¿De Mona Vasquez? ¿Es que estás enferma?
Mona lanzó una mirada llena de odio y malevolencia al Parásito.
—No, Jean-Pierre. Yo no estoy enferma.
Mona se negó a decir una sola palabra más hasta que ella y Cosmo hubieron puesto dos manzanas de por medio entre ellos y el taller de Jean-Pierre.
—Malditos monstruos... A veces ya saben cuándo una persona está a punto de sufrir algún daño.