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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Gente Independiente (71 page)

BOOK: Gente Independiente
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—Mis amados hermanos cristianos, porque me permito llamaros hermanos míos, ¿qué palabra de tres letras, sí, nada más que tres letritas, significa «algo que asciende»? —Por fin el sacerdote estaba en el pulpito, y Dios permita que nos endilgue un largo sermón para que el joven tenga tiempo de llegar a una decisión, para que pueda recibir alguna inspiración—. Y ahora, por otra parte, consideremos, mis amados hermanos, qué tres letras, nada más que tres letritas, significan «algo que desciende».

Sí, estaba completamente dispuesto a regalarle el caballo, o por lo menos a ofrecérselo. Ella no estaba obligada a aceptarlo, por supuesto. Pero, si lo aceptaba, no importaría en lo más mínimo. Por el contrario, quedaría en deuda con él. Es cierto, siempre podía decir: Tengo suficientes caballos, tengo toda una caballeriza llena. Pero él esperaba que agregase: Este caballo es el más encantador que jamás he visto, y te lo aceptaré porque eres tú quien quiere regalármelo, y porque eres tan ancho de aquí. Pero si te lo acepto no tendrás caballo y tendrás que volverte a tu casa a pie, ¿no es verdad? Y entonces él respondería: No importa. Aunque tenga que arrastrarme para regresar. Aunque tenga que arrastrarme a cuatro patas. Y, más aún, no tienes que decir sino una palabra y, si lo quieres, me pondré a ladrar como un perro. Porque ocurre que soy el futuro dueño de la Casa Estival y pronto comenzaremos a construir. Construiremos una casa por lo menos tan grande como la que tenéis vosotros aquí, en Myri: dos pisos, tres con los altillos. Pero, en tanto que vosotros construísteis con madera y hierro, nosotros edificaremos con piedra. Pero que el Cielo me ayude, si la gente no puede hablar de caballos y sí solamente de asnos…

—¿Quién fue conducido? —preguntó el sacerdote, inclinándose sobre el borde del pulpito y cerniéndose en honda solemnidad religiosa sobre la congregación. El joven de la Casa Estival deseó con todo su corazón (y oró para que así fuese) que el conducido hubiese sido un caballo.

—Él fue conducido —anunció triunfalmente el cura, con gran énfasis en la palabra «él». Desdichadamente, el tema de la discusión se le escapaba al joven.

—¿Y quien le condujo? —preguntó el sacerdote, y prolongó el silencio que siguió hasta hacerle alcanzar dimensiones extraordinarias, en tanto que clavaba en todos una larga mirada escudriñadora. Gvendur se sintió inmediatamente invadido por el pánico, ante la idea de que se le llamase a responder a esa pregunta. Pero finalmente la contestó el mismo sacerdote—. Los soldados de Pilatos le condujeron. ¿Y adonde le condujeron? Le condujeron al campo. ¿Y por qué le condujeron al campo? Porque no se le permitía que se quedase en el interior.

El joven lanzó un hondo suspiro de alivio.

¿Y si se escapaba de la iglesia en mitad del servicio? No era obligado que atrajese demasiado la atención; podría deslizarse hacia atrás, con las rodillas bien dobladas, y una vez afuera correría al establo. Llevaría el caballo. Se quedaría con él ante la puerta de la iglesia, con las riendas en la mano, esperando que terminaran los servicios religiosos. Y cuando ella saliese de la iglesia le pondría las riendas en la mano y le diría: a partir de ahora es tuyo. Pero entonces se acordó de la gente. No estaban solos. ¿Qué diría la parroquia? ¿Era correcto que él, el hijo de un campesino, regalase un caballo a la nieta de Jón de Myri? ¿No estallaría toda la parroquia en una enorme risotada? Y ella misma, ¿no se ofendería con la ignominia? Un sudor frío le brotó ante la idea de convertirse en el hazmerreír de toda la nación. Sus dificultades se tornaban más y más complicadas e insolubles cuanto más se devanaba los sesos.

—Mis queridísimos hermanos cristianos —dijo el sacerdote—. El tiempo pasa. —E inclinándose sobre la congregación, llegó hasta el alma de cada uno de los concurrentes, en el largo silencio que permitió que siguiese a esas palabras de la más honda solemnidad. Pero miró a Gvendur de la Casa Estival más largamente que a nadie.— Sí, el tiempo pasa —reiteró al cabo—. Ayer era sábado. Hoy es domingo. Mañana será lunes. Después viene el martes. Hace poco que era la una. Ahora son las dos pasadas. Pronto serán las tres. Luego darán las cuatro. —Gvendur sintió que esas graves palabras de advertencia directa estaban destinadas a él especialmente. La conciencia de no haber encontrado ningún pretexto, ninguna solución para su problema, le oprimía el corazón. El sudor le corría de la frente y le bañaba las sienes con frías gotas. Pronto se vio llegar el Fin del sermón, y el sombrero rojo seguía inmóvil, salvo que ahora estaba un poco inclinado hacia atrás, porque la joven contemplaba fijamente al sacerdote, absorbía con el alma cada una de las palabras que pasaban por los labios de aquél, como si se encontrase decidida a cumplir cada una de ellas, en tanto que el pobre Gvendur no escuchaba más que frases aisladas, con el cerebro hundido en el torbellino de una confusión cada vez mayor.— Y las rocas fueron hendidas, mis hermanos. Sí, y muy pocas cosas podían seguir resistiendo en esa hora, permitidme que os lo asegure. Y el velo del templo fue rasgado en dos, de arriba abajo. Sí y no fue ésa la única cosa rasgada. Nada de eso. Y hubo oscuridad sobre la faz de la tierra, y en el cielo, sí, había poca luz en esa hora, permitidme que os lo asegure…

Sí, en efecto, había oscuridad sobre todas las cosas, y ahora el sermón había terminado prácticamente y ya había concluido en efecto. Todavía siguió otro salmo. Para entonces el joven no podía ya ver ni oír. La gente se puso de pie. También él se puso de pie. ¿Debería esperar que ella pasara, o tendría que adelantársele? Esperó. ¿Tendría que hacer un esfuerzo para mirarla cuando pasara y enviarle una comente -porque creía en la comente del amor-, o debería mirarse los pies con resignación y total desesperación? La miró con la corriente del amor. Y entonces vio que no era ella, que era otra persona, una mujer de mediana edad, de tierra adentro; más aún: una mujer que había tenido un hijo con alguien… Era la hija mediana de Edóróur de Gilteig, tocada con un espantoso sombrero rojo. De modo que el joven pudo volver a respirar con normalidad. Pero sentía su corazón y dentro de él. Y había estado sentado en la iglesia, durante todo ese tiempo, para nada, y su tortura espiritual durante los himnos y el sermón no fue más que un derroche.

Al final de la misa la gente se dirigió, apiñada, hacia el mitin. Un reluciente automóvil estaba en el empedrado, ante las ventanas de la casa del alcalde. Los visitantes se apeñuscaron con curiosidad en derredor del resplandeciente portento, inspeccionándolo desde todos los ángulos posibles. Dieron golpecitos en los parabrisas y en las ventanillas laterales. Apretaron los neumáticos para comprobar su dureza. Gvendur también apretó los neumáticos y golpeó las ventanillas. El diputado del Alpingi había llegado durante el servicio y se encontraba ahora en el interior de la casa, con su padre. Precisamente en ese instante el banquero y sus partidarios aparecieron en la carretera de Vík. Se detuvieron al otro lado del cercado. El alcalde les salió al encuentro, a pie. Estaba ataviado con un pingajo de chaqueta, de aspecto tan vergonzoso que sugería que uno de los perros la había estado usando de cama durante todo un año y que se habían despojado de ella al animal para destacar la importancia del momento. Un imperdible le unía la camisa en el cuello. Llevaba los bajos del pantalón metidos en los calcetines, que evidentemente habían sido remendados en el pie. Le habría resultado a uno difícil sorprenderse si el digno y elegante caballero del sobretodo y cuello duro se viese obligado a contener un intenso deseo de deslizarle en la mano veinticinco céntimos, mientras recibía su bienvenida. Se pidió a los visitantes que pasasen a la sala del concejo, adonde se dirigirían los candidatos en cuanto hubiesen bebido el café. Gvendur se sentó en un rincón, con la gorra sobre las rodillas, alguien le dio una pulgarada de rapé y estornudó. De pronto entraron los candidatos. Gvendur de la Casa Estival vio solamente a su candidato. Ingólfur Arnarson Jónsson, ¿quién podía comparársele? Su esplendor empobrecía a cualquier producto de la imaginación. Alto, robusto, con el corazón de un león, había asfaltado carreteras trazadas a través de las tierras de granjeros empobrecidos, habitantes de valles aislados. Su rostro de ojos autoritarios, detrás de las gafas de armazón de oro, relucían como un sol ante los decrépitos campesinos agrupados ante él. Y cuando comenzó a hablar, con voz sonora y nada forzada, sus manos pequeñas, sobre las que se veían los niveos puños de la camisa, se movieron en ademanes tan suaves y graciosos que ni siquiera era necesario escuchar sus palabras; bastaba con mirarle las manos. El mozo de la Casa Estival se sentía asombrado de que alguien fuese tan obtuso como para dudar de la justicia de su causa. Con el corazón estremecido reflexionó que había amado a la hija de ese hombre -quién sabe dónde estaría-; que ese gran hombre, cuyo automóvil se encontraba afuera, bajo la ventana, era, en realidad, su suegro.

Muy pronto la reunión se hallaba en su apogeo y se discutían los problemas más urgentes de la humanidad: las cooperativas y el campesinado, los escándalos bancarios, las pérdidas sufridas por las compañías pesqueras, la tasa de los intereses de los préstamos a los agricultores, la Ley Agrícola, el subsidio para la compra de aperos, la cuestión del alcantarillado, la venta de productos, carreteras, caminos, teléfonos, colonización rural, el problema de la vivienda, la electrificación de los distritos rurales. E Ingólfur Arnarson se ponía de pie una y otra vez y, abombando el pecho y moviendo las manos con inimitable arte, señalaba a su interlocutor y demostraba concluyentemente, fuera de toda duda, que era él el responsable directo de las enormes pérdidas sufridas por los bancos, que habían permitido que los especuladores dilapidaran los ahorros de toda la nación; de los escándalos financieros que dieron a las compañías pesqueras una mala reputación tan ampliamente divulgada; del creciente índice de tuberculosis de los habitantes de una nación alojada en chozas; de la caída de la corona, un robo tan descarado y desnudo como nunca se había perpetrado contra las clases obreras de país alguno. Y, finalmente, de la política educativa que tenía por meta poner a la nación al mismo nivel que los negros del África central. Y ahora que el campesinado se unía para defender sus derechos y conseguir mejores condiciones de vida, ese hombre se levantaba contra ellos, con la maligna intención de hundir en el fango precisamente a la clase que había soportado a la nación entera sobre sus hombros, soportando el fuego y el hielo y las pestes durante un milenio, conservando intacta su cultura a través de innumerables peligros.

Gvendur estaba de acuerdo con todo lo que decía Ingólfur Arnarson, porque ya se sentía su yerno. Se encontraba lleno de una ilimitada admiración hacia ese gran hombre que no se conformaba simplemente con proporcionar carreteras y puentes al pueblo, sino que, además, quería que todos viviesen en una casa. Por su vida, no podía entender por qué nadie habría de molestarse en escuchar al contrincante, que mantenía una desvergonzada serenidad a pesar de todos sus crímenes, que incluso sonreía ante cada nueva acusación, que parecía tanto más complacido cuanto más evidente resultaba que debería haber sido encarcelado años atrás. Cuando, al cabo, ambos terminaron de describir cómo se proponían salvar al país de los peligros que lo amenazaban, cuando ya ninguno de los dos tenía deseos de seguir hablando, se declaró terminada la reunión y los candidatos rivales salieron juntos y atravesaron, caminando, el cercado, riendo fuerte y sinceramente, como si nunca hubiesen sido amigos más íntimos que ahora. Muchas personas se habían divertido, y algunas se habían divertido mucho y bien, pero era dudoso que nadie se hubiese divertido tanto como los candidatos. Todos les miraban, asombrados de que no se mordiesen mutuamente el cuello. Se despidieron en la puerta, apretándose con afecto las manos y mirándose larga y expresivamente a los ojos, como una pareja de amantes secretos. Luego el banquero se alejó, y los espectadores se quedaron rascándose la cabeza. Poco más tarde los votantes también comenzaron a prepararse para partir, sacaron sus caballos de la caballeriza, se alejaron en grupitos. Gvendur consiguió encontrar varios pretextos para demorarse, con el resultado de que, cuando la mayoría de los demás ya había partido, él todavía se encontraba merodeando tristemente en torno a la casa, manteniendo una mirada vigilante sobre las puertas y lanzando una mirada subrepticia, de tanto en tanto, hacia las ventanas. Incluso estaba pensando en llamar a la puerta trasera y pedir prestado un martillo y un tajo para asegurar una herradura floja, o quizá para rogar que le diesen una gota de agua para beber. Pero se le ocurrió que, si hacía tal cosa, lo más seguro era que le abriese las puertas una de las cocineras, y eso lo arruinaría todo por completo. Al fin tuvo una idea luminosa: ocultaría su fusta colgándola en la pared de la caballeriza, como si la hubiese perdido. Luego, cuando hubiese cabalgado hasta la montaña, se volvería, golpearía la puerta, les informaría de la pérdida y les pediría que le guardasen la fusta, si la encontraban. Después era posible que se difundiese por toda la casa la noticia de que había estado en Myri, quizá se mencionase su nombre, quizás alguien saldría en secreto a buscarle la fusta, quizás ella la encontrara. Hundió el látigo entre las piedras de la pared de la caballeriza y montó. A mitad de camino hacia la montaña se volvió y regresó a Myri, para pedirles que le guardasen la fusta si la encontraban. Cuando entró una vez más en el cercado, a caballo, hacía rato que la caballeriza estaba vacía; todos se habían ido. Desmontó y se encaminó hacia la casa. Pero en ese momento se abrió la puerta e Ingólfur Arnarson, con su enorme sobretodo, salió al umbral en compañía de su madre. La besó, abrió la puerta de su automóvil y entró en él. Y entonces apareció una jovencita rubia, con un vestido azul, que llevaba un abrigo echado al brazo. Abrazó a su abuelo y le besó en señal de despedida. Un momento después había bajado precipitadamente los escalones y se encontraba sentada junto a su padre. Agitó su luminosa mano para saludar a sus abuelos, y él vio que su sonrisa resplandecía detrás del parabrisas; para él contenía todo el encanto de la vida. Se oyó el ronroneo del motor, bajo, suave y potente. La joven sonrió a su padre cuando el coche arrancaba. Y, cuando el vehículo pasó junto a él, el sol chisporroteando en el esmalte, los sentidos de Gvendur se llenaron del agradable olor a gasolina. Los ocupantes del coche no le habían visto. Se quedó solo, en el cercado vacío, contemplando el automóvil que desaparecía a lo lejos. Jamás había conocido una desolación tan completa. Recobró su fusta, montó, se alejó. El automóvil desapareció de la vista en una hondonada. Unos momentos más tarde lo vio dibujado en silueta sobre el horizonte, en la cima de la montaña. ¡Qué locura haber pensado en regalarle el caballo! Fustigó al animal y éste bufó. Probablemente no fuese más que un penco, un animal estúpido, achacoso, que debería haber sido retirado del servicio años atrás. Lo mejor que podía hacer era vendérselo a cualquiera que fuese lo suficientemente tonto como para comprárselo.

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