Gente Independiente (72 page)

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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: Gente Independiente
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—Espérame aquí un momentito, querida —dijo el diputado del Alpingi—. Creo que entraré un segundo en la choza para hablar unas palabras con el viejo. Dirigió su coche a un costado del camino, aplicó los frenos y apagó el motor.— A menos de que quieras entrar conmigo…

—No, gracias —repuso ella—. No quiero ensuciarme los zapatos.

Vio que su padre subía vivamente por el sendero, robusto y ancho de hombros en su grueso sobretodo.

Bjartur bajó al campo para recibir al gerente de la cooperativa, le llamó Ingi, hijo, y le invitó a entrar. Pero Ingólfur Arnarson estaba de prisa y solamente quería saludar a su viejo amigo y hermano de leche y darle unas palmadas en la espalda. Cuando le preguntó por qué no había estado en la reunión, Bjartur replicó que tenía mejores cosas que hacer que estarse sentado y escuchar los malditos parloteos.

—Oh, quién sabe —dijo el diputado del Alpingi—. Eso os aclara las cosas a los agricultores, os clarifica las ideas, ¿sabes?, eso de ver cómo se zarandean esas cuestiones vitales.

—Lo de mandarse mutuamente al infierno en una hermosa mañana de domingo, como hacéis los poderosos y encumbrados aristócratas hoy en día, no es, en mi opinión, la mejor forma de discutir cuestiones vitales. Tantos denuestos no habrían sido considerados argumentos en los viejos tiempos, cuando había grandes hazañas y gloriosas proezas, y cuando la tierra era habitada por hombres poderosos, de famoso valor, hombres que se desafiaban mutuamente a regular combate, o reunían a sus partidarios y luchaban en grandes ejércitos, hasta que los cadáveres yacían en montículos más elevados que la cima de las colinas.

Pero el diputado del Alpingi no tenía tiempo para escuchar política de baladas y replicó que se había enterado de que el agricultor de la Casa Estival estaba por comenzar a construir y que, en ese caso, cuándo pensaba empezar.

—Oh, empezaré cuando me parezca —repuso Bjartur.

—Bueno, pues si piensas comenzar este verano, sería mejor que lo arreglásemos todo ahora, porque yo viajaré a Reykjavik a mediados de semana y no creo que regrese hasta después de las elecciones.

—¿Cómo sabes que no puedo conseguir mejores condiciones en otra parte, Ingi, querido? —preguntó Bjartur.

—Te has equivocado de medio a medio si crees que te estoy ofreciendo condiciones —contestó el gerente de la cooperativa—. La cooperativa no es un establecimiento de regateo y no tenemos por norma ofrecer tentadoras ofertas de precios reducidos, para atraer a los clientes. La cooperativa es tuya, hombre, y eres tú quien decidirá cuáles serán tus condiciones. No hay intermediarios que agreguen su cuota al precio de la madera y el hormigón. Ni nadie que te apremie con los pagos, salvo tú mismo. Lo único que te pregunto es: ¿cuáles son tus órdenes? Soy tu sirviente. ¿Cuándo quieres tus materiales? ¿Y quieres que calcule qué cantidad necesitarás de la caja de ahorros, o prefieres hacerlo tú mismo?

—Las condiciones de la caja de ahorros son inaceptables. Los bancos corrientes son mejores.

—Si, Bjartur, tanto mejores que no me sorprendería si tu viejo amigo el rey del rodeo hubiese perdido para Navidad todo lo que posee y estuviese viviendo en una choza destartalada, junto a la playa, o se encontrase matándose de trabajo, sirviendo de mozo de cuadra a su yerno, a quien puedo meter en la cárcel cuando se me ocurra. Yo soy el hombre que regirá los destinos del Banco Nacional antes de que termine el verano, toma nota de mis palabras. Y toda esa infernal pandilla de timadores quedará en bancarrota, o no me llamo Ingólfur Arnarson Jónsson. Y ese día habrá poco consuelo para los que confiaron en los estafadores y pusieron su destino en manos de esos individuos. Nuestra caja de ahorros, por otra parte, es un establecimiento sólido, digno de confianza, Bjartur. Y aunque es posible que no conceda crédito a muy largo plazo, eso es mucho mejor para ti, porque una granja abrumada por una larga hipoteca no es propiedad de su dueño, como no sea en los papeles.

Eso era altas finanzas con venganza, y Bjartur tenía dos opciones y no sabía por cuál decidirse. Era simplemente un sencillo campesino de tierra adentro, que había combatido contra la naturaleza y los monstruos del país a mano limpia, que había extraído su elevada cultura de las baladas y las antiguas sagas, en las que los hombres luchaban entre sí sin andarse por las ramas, se hacían picadillo y apilaban los cadáveres unos sobre otros. Ésa era la única alta política que entendía.

—Nuestros materiales de construcción son casi un tercio más baratos que las cosas que conseguirás en Vík —continuó el gerente de la cooperativa—. El verano pasado recibimos un cargamento de cemento directamente del extranjero. Y además, hay muchas perspectivas de que este otoño se paguen cincuenta coronas por cordero.

—Es una lástima que nadie pueda saber cuándo mientes y cuándo no mientes —dijo Bjartur—. Personalmente me inclino a creer que mientes siempre.

A esto el diputado le dio una palmadita en el hombro y rió. Luego se dispuso a despedirse.

—De modo que estará bien que te envíe mañana la primera carga de cemento —dijo—. El resto saldrá por sí solo. Mi agente te mostrará todos los planos del arquitecto que necesites. Y en la cooperativa tenemos bastantes albañiles y carpinteros. Por lo que respecta al préstamo de la caja de ahorros, tenemos una idea aproximada de lo que necesitarás. Visítanos mañana, o pasado, y discutiremos el caso más detenidamente.

El coche estaba en la carretera, frente a la Casa Estival, y el pura sangre se asustó. Levantó las orejas con inquietud, negándose a avanzar a despecho de los esfuerzos de su jinete. Finalmente Gvendur tuvo que desmontar y llevarlo de las riendas. La extraña máquina, brillante, resplandecía a los rayos del sol del atardecer, ajena al paisaje, preternatural.

Pero, no obstante, condujo al caballo directamente hacia ella. Por la ventanilla de adelante, abierta, se elevaba, enroscándose en el aire tranquilo, un leve penacho de humo azul. La hija estaba sentada, allí sola, en el asiento delantero. Él le vio el hombro, el blanco cuello, los rizos dorados, la mejilla. No le miró, aunque se encontraba apenas a unos metros de distancia, y el humo continuó elevándose de la ventanilla en graciosos círculos y espirales. Él se acercó más aún y le deseó las buenas tardes. Ella dio un leve respingo e hizo ademán de ocultar el cigarrillo. Luego se lo llevó nuevamente a los labios.

—¿Por qué me has asustado de este modo? —preguntó ella con su voz cantarína, un tanto nasal.

—Pensé que podría enseñarte mi caballo —dijo él con una sonrisa campesina.

—¿Caballo? —repitió ella inexpresivamente, como si nunca hubiese oído hablar de esos animales.

—Sí —dijo él, y señaló el caballo y le dijo el precio, y era uno de los caballos más caros del distrito.

—¡Caramba! —exclamó ella, sin dignarse mirar al animal—. ¿Tiene eso algo que ver conmigo?

—¿No te acuerdas, entonces, de mí? —preguntó él.

—No, que yo sepa —respondió ella con voz átona, mirando rectamente hacia la carretera a través del parabrisas del automóvil de su padre, con el cigarrillo delicadamente sostenido entre los dedos. Él continuó mirándola. Finalmente la joven volvió la cabeza y, observándole con indiferencia, le preguntó, como si le hubiese inferido alguna ofensa personal—: ¿Por qué no estás en América?

—Perdí el barco aquella noche —replicó él.

—¿Por qué no tomaste el siguiente?

—Porque quería comprar un ca-caballo.

—¿Un caballo?

Y entonces, reuniendo valor, Gvendur dijo:

—Me pareció que podría progresar aquí, en casa, después de haberte co-conocido.

—Gusano —dijo ella—. Vil gusano.

Esto le encolerizó levemente. Enrojeció, se acaloró y la sonrisa cedió su lugar a un tembloroso labio superior.

—¡No soy ningún gusano! —gritó—. ¡Te lo demostraré! ¡Algún día lo verás!

—Esas personas que se disponen a hacer algo y se rinden antes de terminarlo son todas unos gusanos y unas lombrices. Yo les llamo espantosos gusanos y lombrices y cobardes. Sí, cobardes. Me avergüenzo de mí misma, me avergüenzo de mí misma por haberles mirado alguna vez, sin mencionar el haberles hablado.

El retrocedió un paso y hubo un brillo momentáneo en su mirada cuando exclamó, respondiendo a una provocación con otra:

—¡Quizá construyamos una mansión tan grande como la de vosotros, los de Rauósmyri! ¡O más grande!

Ella rió despectivamente, con la mirada baja, y nada más.

—¡Maldita pandilla de Rauósmyri! —gritó él—. ¡Siempre creísteis que podíais pisotearnos, sí, eso es lo que pensasteis siempre! —Y avanzando un paso sacudió el puño ante el rostro de la joven—. ¡Pero yo os enseñaré!

—No estoy hablando contigo—repuso ella—. ¿Por qué no me dejas en paz?

—Dentro de unos años seré el dueño de Casa Estival, y seré un agricultor tan importante como tu padre; quizá mayor. Ya lo verás.

Ella lanzó humo por la boca en una nube espesa, mientras entrecerraba los ojos y le medía.

—Mi padre será pronto el dueño de todo el país —le dijo. Entonces abrió los ojos e, inclinándose ante él, los fijó duramente en su cara, como amenazándole—. De toda Islandia. De toda ella.

Eso le quitó a Gvendur toda la energía y volvió a bajar la mirada. Luego preguntó:

—¿Por qué te muestras ahora tan cruel conmigo? Tú, que sabes que fue precisamente por tu culpa por lo que no fui a América. Pensé que me querías.

—Idiota —replicó ella—. Sí, quizá, si te hubieras ido, un poquito. —Se le ocurrió una buena broma y no se resignó a no hacerla:— Y más especialmente si no hubieses vuelto nunca… entonces sí, quizá. Pero aquí viene papá —e inmediatamente arrojó el cigarrillo a la cuneta.

—De modo que encontraste alguien con quien conversar, querida —dijo Ingólfur Arnarsonjónsson—. ¡Muy bien! —Entró en el coche y encendió un cigarro.

—No es más que un campesino —declaró ella—. Una vez estuvo por ir a América.

—Ah, ¿sí? —preguntó el diputado del Alpingi, mientras pisaba el acelerador y soltaba el freno—. Hiciste bien, compañero, en dejar de lado esa idea de ir a América. Tenemos que quedarnos en casa, luchar con nuestras propias dificultades y vencerlas. Es conveniente creer en la madre patria. Todo por Islandia. De paso, ¿qué edad tienes?

Pero el joven tenía apenas diecisiete años; era todavía demasiado joven para votar.

De modo que el diputado movió la palanca de cambios, sin preocuparse ya más por el mozo y, cuando el coche empezó a moverse, se llevó distraídamente un dedo al sombrero, como saludando. Quizá fue tan sólo para enderezar el sombrero.

Pocos momentos más tarde se perdían en la distancia. No quedaron más que una o dos nubéculas de polvo remolineando en el aire. Muy pronto el polvo volvió a asentarse y ya no quedó nada.

68. Poesía moderna

Muchos hombres dudan a veces durante unos momentos pero, en definitiva, cuando se piensa con más amplitud, se descubre, por lo general, que las cosas han estado avanzado, progresando, evolucionando de un modo o de otro. Y los sueños de un hombre tienen la costumbre de convertirse en realidad, especialmente cuando no ha hecho ningún esfuerzo digno de mención para realizarlos, Y ahí, en el empedrado, antes de que el pegujalero lo haya visto bien, están las primeras cargas de cemento para construir. La suposición popular es que, cuando un hombre se ha hecho digno de vivir en una verdadera casa, se le dará una verdadera casa en que vivir. Surgirá para él de la tierra, por su propia voluntad, se dice. La vida concede al individuo todo lo que el individuo se merece, y lo mismo rige -se afirma- en cuanto a la nación como un todo. La guerra elevó a muchas personas, y a uno o dos países, a posiciones de gran valía, en rigor, resulta sumamente dudoso que cualquier cantidad de políticos, por brillantes que sean, por altruistas y patrióticos que se muestren, puedan hacer por Islandia más que una guerra acompañada de una animada matanza en países extranjeros. Cuando Bjartur se hubo convertido en una persona de nota, él mismo mostraba tendencia a admitir, en ocasiones, que la vida había sido a veces un poco dura, en los tiempos antiguos, en la Casa Estival, pero, naturalmente, es preciso recibir algunos golpes si se quiere avanzar, y, sea como fuere, jamás comimos el pan de otros. El pan de otros es la forma más virulenta de veneno que un hombre libre e independiente podría ingerir. El pan ajeno es lo único que puede despojarle de su independencia y de la única libertad verdadera. Tiempos hubo en que ciertas personas trataron de obligarse a aceptar por la fuerza la donación de una vaca, pero la verdad es que él no era hombre de aceptar regalos de sus enemigos. Y cuando, al año siguiente, mató a esa misma vaca, fue porque tenía en vista una meta distante para su agricultura o, como dijo a los que le ayudaban en aquellos días lejanos, porque sabía perfectamente bien qué haría con su dinero; quizá se construyese un palacio. Y ahora continuaba hablando, más o menos al mismo tenor, en los almacenes de la cooperativa.

—Una casa grande, o nada —dijo—; dos pisos y un tercero bajo aleros.

Pero consiguieron convencerle de que sería mejor tener un sótano hermoso, bien construido, y un piso menos, que le dejaría en total con los tres mismos pisos. Había conseguido un préstamo en la caja de ahorros. El pegujal, con su falta de buenos edificios, era considerado, naturalmente, garantía insuficiente para un préstamo a largo plazo, de modo que sólo se concedía por períodos de un año por vez. Era considerado conveniente prestar un treinta por ciento sobre la base de la primera hipoteca de la tierra, aunque sólo en el caso de que la cooperativa saliera de fiadora. La cooperativa aceptó inmediatamente la responsabilidad, a cambio de una segunda hipoteca sobre la tierra. La caja de ahorros se declaró dispuesta a conceder otro préstamo en el otoño, cuando se hubiese terminado de construir la casa, previa una nueva hipoteca sobre la casa y la propiedad juntas. De este préstamo se pagaría a la cooperativa el préstamo que había adelantado para la compra de materiales de construcción. Tal es el mecanismo de las altas finanzas, y en compensación por todo eso el pegujalero votaba por Ingólfur Arnarson Jónsson, para que pudiese ser su representante en el Alpingi y resolver los problemas de la nación. Y poco después el gerente de la cooperativa fue declarado electo y los poderes mercantiles sufrieron, en consecuencia, una segunda derrota en ese frente. Todos los que habían votado por el gerente de la cooperativa tenían ahora motivos para regocijarse, en tanto que los que votaron por el banquero se mordían los puños y se maldecían a sí mismos hasta ponerse azules, en parte porque el banco se encontraba en una situación bastante lamentable y podía, en rigor, ser declarado insolvente en cualquier momento, en parte porque esas mismas personas se habían manifestado, abiertamente, enemigas de los Rauósmyri. ¿Y a quién podían volverse ahora, en medio de la destrucción que ellos mismos habían provocado? Y luego, para hacer que el panorama pareciera más negro aún, esos extranjeros estúpidos no tuvieron la suficiente sensatez de continuar con su preciosa guerra durante unos doce años más, y parecía que en cualquier momento se hundirían los precios del mercado de productos agrícolas.

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