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Authors: John Locke

Gente Letal (25 page)

BOOK: Gente Letal
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Feroz prorrumpió en una carcajada.

—Sí, vale. Lo que tú quieras —dijo Quinn.

—Habla o sales volando —amenazó Sal.

Unger asintió.

—Vale, vale, puedo deciros cómo se llama.

Aquello me sorprendió.

—¿Cómo se llama quién?

—Arthur Patelli.

—¿Quién?

—El que incendió la casa. Vais detrás de él, ¿no?

—Mecachis, no puedes llegar a ese nivel de estupidez, por muy abogado que seas —respondí—. En fin, ahora no tengo tiempo de espabilarte.

Miré a Sal, que levantó las manos en gesto de impotencia.

—¡Hay que joderse con los abogados! —exclamó—. ¿Qué quieres que haga?

—Garrett, mírame —pedí.

Me miró.

—¿Prefieres salvar a Joe DeMeo o a tu familia?

—¿Qué?

—A DeMeo o a tu familia. Elige.

Bajó la vista hacia la foto que tenía en el regazo.

—Pero ¿cómo puedes hacerme esa pregunta?

—No sé, eres abogado.

—Haría lo que fuera por salvar a mi familia. No les hagáis nada, por favor. Pero decidme qué queréis.

—Chicos —intervino Sal—, no me apetece, ¿cómo se dice?, aguar la fiesta, pero acabáis de tirar a un abogado por la ventana y, aunque no se haya enterado nadie en este nido de pijos, en la calle seguro que se han fijado.

—Haces bien en recordarlo —reconocí—. Nos llevamos a Garrett y confiamos en ti para que le sueltes una historia creíble a DeMeo.

—¿Habéis traído coche? —preguntó.

—No. Nos llevamos el de Chris.

—Ja, eso sería si tuvierais las llaves. ¿Quién es el guapo que salta por la ventana para recogerlas?

—Yo me huelo que las tendrá en el cajón de la mesa —dije—. La experiencia me dice que el que lleva un traje de Armani no quiere bultos en los bolsillos.

Feroz abrió el cajón central, sacó las llaves del coche y las dejó colgando de aquella mano del tamaño de un jamón.

—Diez puntos —me felicitó Sal—. No te olvides de las cámaras. Nos tendrán grabados entrando y saliendo.

—Quinn se encarga —aseguré, y añadí—: Augustus, esto está hecho un desastre. ¿Puedes poner orden mientras me llevo a Garrett al coche? Te mando el ascensor dentro de un minuto.

Agarré al abogado, que no dejaba de farfullar, y seguimos a Sal y Feroz hasta el ascensor privado para bajar al aparcamiento reservado a los socios. Feroz encontró el Mercedes de Chris apretando el mando a distancia y rastreando el pitido. Abrió el maletero y me ayudó a meter dentro a Garrett. Eché un vistazo en busca de cámaras de seguridad externas y no encontré ninguna. Supuse que los socios del bufete no querrían que hubiera vídeos que demostraran que se reunían con delincuentes o quizá que tenían tratos con chicas de compañía. No pregunté qué había sido de la secretaria de Chris Unger, aunque me dio la impresión de que el coche de Sal iba bien provisto de peso trasero.

Augustus se reunió con nosotros al cabo de un momento y salimos del aparcamiento para adentrarnos en el tráfico. Llamé a la seguridad del Beck y anuncié que había una bomba en el edificio que iba a estallar al cabo de unos minutos.

—¿Quién habla? —gritó el guardia de seguridad.

—En el circuito me llaman Doble Equis —respondí.

Les di un rato para completar la evacuación. Tomamos la interestatal 75 en dirección norte y Quinn hizo una llamada al dispositivo de detonación.

Desde la interestatal tuvimos una vista maravillosa del estallido de la parte superior del edificio, que quedó envuelta en llamas.

—Doble Equis acaba de mudarse a una nueva jaula en la lona del cielo —anunció Feroz por teléfono.

41

—¿Qué pasa con mi familia? —preguntó Garrett Unger.

Estábamos en la sala de interrogatorios de la sede central, en Virginia. Lou, de pie junto a la puerta, cruzaba los brazos y ponía cara de aburrimiento. Quinn escuchaba una lista de canciones de jazz en el iPod. Lancé a Unger un móvil desechable.

—Vas a quedarte aquí como invitado mío hasta que recibas una llamada de Joe DeMeo —advertí—. Si es lo bastante listo, te dará la contraseña de alguna de sus cuentas numeradas en paraísos fiscales. Lou ya me ha abierto una. Cuando la recibas, harás una transferencia de la cuenta de DeMeo a la mía. En el momento en que Lou tenga confirmación de que el dinero está donde tiene que estar retiraré la amenaza a Mary y los niños.

Nos quedamos a la espera de la pregunta de rigor. No nos defraudó.

—¿Y qué vais a hacer conmigo?

—Eso está por ver —respondí—. Por un lado, hace un par de horas estabas conspirando para asesinarme, cosa que no me hace ninguna gracia. Por el otro, te necesito vivo por si los del banco requieren confirmación oral o escrita para realizar la transacción. Como abogado de DeMeo, estoy seguro de que puedes aportar lo que haga falta para que se traspase el dinero.

Me miraba con cara de pena.

—No quiero engañarte, Garrett —aseguré—. Eres uno de los responsables del asesinato de Greg, Melanie y Maddie Dawes. Por culpa de tu intervención, la vida de Addie ha quedado destrozada.

—Matarme a mí no servirá para resucitarlos. Yo lo único que hice fue dejar que sucediera. Si no, DeMeo habría matado a mi familia.

—Estabas entre la espada y la pared y ahí sigues. Tienes razón, matarte a ti no servirá para resucitarlos, pero el dinero cura muchas cosas, y una cantidad suficiente nos ayudará a todos a superar esta desgracia.

—Haré lo que me pidáis —afirmó.

Le di vueltas un momento.

—Garrett, ya veremos cómo sale todo. Si me ayudas a sacarle al menos veinte kilos a DeMeo, no te mataré.

—¿Y qué pasa con ése? —preguntó, mirando fijamente a Quinn.

—Lo mismo.

—¿Dejaréis que me vaya?

—Joder, hasta te pondré un chófer para que te lleve a casa.

—¿No puedo coger un taxi?

—Bueno, vale, lo que quieras.

—¿Y puedo llamar a mi familia?

—No hasta que hayamos acabado.

—Bueno. Y mientras ¿dónde duermo?

—Quinn y yo nos vamos de viaje dentro de un par de horas. Hasta que volvamos puedes dormir en mi cama.

—Es todo un detalle —respondió Unger—. Gracias.

Le hice un gesto para quitar importancia al asunto.

—De nada —repliqué, lamentando no poder verle la cara cuando Lou lo acompañara hasta mi celda subterránea para pasar la noche.

42

La población californiana de Colby era pequeña, por lo que no resultaba extraño ver a Charlie Whiteside salir de la consulta de su psiquiatra en la calle Ball. Casi todo el mundo sabía que debido a una depresión estaba de baja y ya no participaba en la guerra de Afganistán. Al principio, dirigir VANT, vehículos aéreos no tripulados, había sido un chollo. Charlie trabajaba cómodamente en una sala con aire acondicionado de la base Edwards de las fuerzas aéreas, desde donde lanzaba aviones asesinos no tripulados que controlaba a distancia mientras devoraba comida rápida. Su jornada consistía en estudiar las imágenes de las cámaras, detenerse de vez en cuando en algún objetivo, apretar el botón de un mando... y llegar a casa a tiempo de cenar con su mujer y su hija.

En realidad, parecía una forma tan sencilla de participar en una guerra que, durante las primeras semanas de terapia, a su psiquiatra le había costado comprender exactamente de qué se quejaba Charlie.

—Probablemente ha tenido que enfrentarse a la frustración y el ridículo durante toda su vida —había aventurado la doctora.

Charlie había cerrado los ojos y proyectado mentalmente la película de los momentos más destacados.

—Y a cosas mucho peores.

No exageraba. Aunque sus padres eran normales, él había tardado muchos años en alcanzar su altura definitiva de ochenta y un centímetros. A su padre, que había soñado con engendrar a un atleta de élite, le resultaba imposible disfrutar de los logros del chico. Por su parte, la madre había aceptado su condición desde un principio, pero con un distanciamiento estoico y una buena dosis de vergüenza. Aunque técnicamente ninguno de los dos lo maltrató, tampoco lo comprendieron ni lo estimularon. Lo cuidaban de forma superficial y satisfacían sus necesidades físicas, pero si alguien se hubiera molestado en prestar atención, cosa que no sucedió, habría visto que el papel de Charlie en la dinámica familiar había quedado relegado al de un accesorio de las vidas de sus progenitores.

En la escuela pública fue donde descubrió Charlie Whiteside lo que eran de verdad el dolor y el sufrimiento, pero eso era harina de otro costal y su psiquiatra, la doctora Carol Doering, había concluido en pocas sesiones que Charlie ya había dejado atrás sus traumas infantiles. El paciente había superado el abandono y las mofas por su cuenta, sin terapia, y había logrado olvidar aquellos terribles años de formación sin arrastrar ninguna cicatriz emocional grave en la etapa de madurez.

Por todo eso, aquella historia de la depresión por haber dirigido aviones de guerra no tripulados desde un cómodo sillón situado a ocho mil kilómetros de la acción contrastaba con el mecanismo de superación de Charlie.

En las primeras sesiones, la doctora Doering había tenido problemas para comprender el trastorno de Charlie debido a que tenía una vinculación personal con el mismo asunto que había deprimido a su paciente. Trataba de separar sus emociones del proceso de terapia, pero un día bajó la guardia y se le escapó algo.

—Quiero decirle una cosa, Charlie —anunció—. Mi hermano es piloto de cazas F-16 y está destinado en Irak. Todos los días esquiva el fuego enemigo y por la noche duerme en una tienda de campaña, con un calor abrasador y la amenaza constante de un ataque.

—Sí, doctora. No pretendo comparar mi trabajo con el suyo. Su hermano es todo un patriota. Yo quiero serlo, pero por motivos físicos no puedo luchar en el frente, así que éste es el único puesto en que me pareció que podía ayudar activamente a mi país.

Carol Doering temió haber metido la pata.

—No quería dar a entender que...

—No se preocupe, comprendo lo que quería decir. ¿Su hermano está casado y con hijos?

—Sí. Debo disculparme por mi momentánea falta de profesionalidad. Volvamos a abordar su situación.

—Una cosa tiene relación con la otra —señaló Charlie.

—¿Y eso?

—Soy consciente de que su hermano se juega la vida a diario en la lucha por preservar nuestra libertad, y por ello creo que merece todos los honores y hay que respetarlo.

—Pero...

—Pero cuando su hermano se acerca a un objetivo a mil kilómetros por hora, suelta la carga y sigue volando sin ver nunca las consecuencias de sus actos.

Carol ladeó la cabeza mientras lo pensaba. Aún no acababa de entenderlo. Al fin y al cabo, Charlie no estaba a merced del fuego enemigo cuando disparaba sus misiles desde una mesa de la base Edwards.

—Cuando yo disparo mis misiles —dijo Charlie—, los veo desde la descarga hasta el impacto. Con mucho detalle, doctora. Veo el resultado real de lo que he hecho. Los veo a todos. Veo los cadáveres de los culpables y los inocentes. De los terroristas y los ancianos. De las mujeres y los niños.

»Y luego voy directamente del trabajo al concierto de piano de mi hija.

Aquel día dieron un gran paso adelante en la terapia. Charlie apostilló a continuación:

—Todos luchamos a nuestra manera. Lo que pasa es que la mía me cuesta.

La doctora Doering le echó una mano para que lo trasladaran a un puesto civil donde su experiencia pudiera ser útil. El abogado de Charlie amenazó al ejército para que lo ayudara en la transición y consiguió que instalaran en la habitación de invitados de su casa, sin que le costara un dólar, todo el equipo informático necesario para que pudiera dirigir los VANT del Servicio Meteorológico de la Costa de California.

A cambio, tuvo que firmar su baja de las fuerzas aéreas. Fue una concesión poco habitual por parte del ejército, pero el abogado de Charlie detalló lo que sucedería si su cliente subía al estrado a declarar: los archivos militares quedarían expuestos al escrutinio público, en particular las pruebas fotográficas que mostraban con todo detalle los resultados de la actividad de Charlie desde su sillón.

Tras haber iniciado su nueva actividad con entusiasmo, Charlie descubrió al poco tiempo que le resultaba soporífera. Si bien el horror de su trabajo militar se había cobrado un precio en su bienestar emocional, en aquel momento se dio cuenta de que participar activamente en la guerra contra el terrorismo le provocaba unas descargas de adrenalina que no tenía muchas posibilidades de experimentar con el estudio de las formaciones nebulosas.

Por eso, cuando una persona de baja estatura como él le hizo una propuesta interesante, lo que le interesó no fue la parte económica, sino sobre todo la idea de echar un poco de sal y pimienta a su vida profesional.

Dos horas después de aceptar la oferta de Victor, Charlie comprobó el saldo de su cuenta y pensó: «¡Esto sí que es eficacia!» A la mañana siguiente accionó los interruptores necesarios y disparó uno de los VANT de control meteorológico, que inició su recorrido de la forma habitual, siguiendo una ruta de vuelo establecida por la costa, grabando en vídeo y recogiendo datos para que los analizara el equipo de meteorólogos. Charlie llevaba en el puesto lo suficiente para saber cuándo el personal de observación en tierra trabajaba con el piloto automático y cuándo hacía pausas, qué les parecía interesante y qué no.

Sabía que podía desviar el vehículo quince kilómetros tierra adentro, dar varias pasadas sobre la finca de DeMeo y volver a perseguir nubes sin que nadie se percatara. Para curarse en salud, antes había grabado treinta minutos de recorrido costero de lo más aburrido, que transmitió a los monitores del personal de observación mientras el VANT sobrevolaba la finca de DeMeo. Aquel trabajito le llevaría menos de diez minutos, por lo que tendría casi veinte para regresar a la zona de la costa donde había realizado la grabación utilizada para despistar. A partir de ahí dejaría de transmitir esas imágenes y regresaría a las reales, enviadas en directo por el avión.

43

—Es una zona muy amplia —informó Charlie Whiteside— y al parecer hay mucha actividad.

Estábamos en su casa, revisando los vídeos y las fotografías que había conseguido con su VANT.

En las imágenes se veía que Joe se lo había montado bien, que tenía lo que yo habría denominado una fortaleza de lujo. Su residencia, de unos dos mil metros cuadrados, estaba situada en lo alto de una colina prominente. Si uno se imaginaba una diana, la casa habría sido el centro. El siguiente anillo lo habría formado el muro de hormigón reforzado de tres metros de alto que protegía la construcción principal y dos casas de invitados y cercaba casi una hectárea de tierras. El siguiente habría correspondido a la valla de tela metálica que rodeaba unas cuatro hectáreas. A continuación había casi cien hectáreas de monte arbolado que valdría decenas de millones de dólares.

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