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Authors: John Locke

Gente Letal (22 page)

BOOK: Gente Letal
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—Eso es confidencial —espetó Hugo—. Experimento militar. Información que sólo se da cuando es estrictamente necesario.

—Ya, vale, pues en mi caso es estrictamente necesario. Me han encargado que dé con los que entraron en el sistema informático del satélite y los mate. Os lo pido con buenos modales, pero el asunto no es negociable.

Como si hablara con un insecto, Hugo soltó con desdén:

—¿Es una amenaza?

—He venido con la esperanza de reforzar nuestra relación —suspiré—, pero si no puede ser siempre me queda la posibilidad de partiros el cuello.

Hugo, que aún no había parpadeado, se volvió hacia Victor.

—¿Puedo acercarme? —preguntó.

El otro asintió y Hugo le bajó la cremallera de la chaqueta. Todo el torso de Victor estaba cubierto de explosivos.

Traté de reaccionar como si nada, como si viera cosas así todos los días, pero creo que no engañé a nadie. De todos modos, no me amilané.

—¿Dónde está el detonador? —pregunté.

Hugo dirigió la mirada a la mesa y al principio no lo entendí.

—¿Es broma? —dije por fin.

Aparté la silla medio metro y levanté el mantel poco a poco. Debajo de la mesa había dos enanos. Uno tenía un revólver del 38 que me apuntaba directamente a la entrepierna. El otro llevaba un detonador pegado con cinta adhesiva a la mano izquierda. El índice de la derecha se cernía sobre un botón rojo. Respiré hondo y les hice un gesto con la cabeza.

—Tranquilos, ¿eh? —les pedí antes de volver a dejar el mantel en su sitio—. Bueno, en realidad me da igual cómo entrarais en el sistema del satélite. Lo que me interesa es poder decirle a mi jefe que no volverá a suceder.

—Eso él ya lo sabe. Han instalado un parche para impedirnos el acceso.

—¿Y funciona?

—Pues sí —contestó Hugo, sonriéndose—. De momento.

—No... lo... piratea... remos... —aseguró Victor—. Te lo... prometo.

Estudié un momento a aquel cliente aquejado de limitaciones de estatura. Tenía cara de niño, hinchada, supuse que por el consumo prolongado de fármacos. Estaba a punto de contestar cuando, de repente, me sonrió. No era una sonrisa cualquiera ni tenía nada de escalofriante, sino que era amplia, sincera e irresistible. Me sobresalté más que al ver los explosivos en su cuerpo o a los enanos debajo de la mesa. Victor arrugó la cara de una forma que me hizo pensar en un grupo de niños en el patio del colegio, entre los cuales él sería el último con la ilusión de que lo eligieran para un equipo, el chaval al que nadie quería escoger.

—¿No... podríamos... ser... amigos? —propuso entonces con una vocecilla vulnerable.

Ser testigo de aquel momento, de aquella transformación instantánea de mortífero a desamparado, fue impresionante. De repente parecía simpático, casi adorable. Si Kathleen hubiera estado presente, seguro que habría exclamado: «Ay, qué mono.» Pero Kathleen no estaba allí y no tenía una pistola apuntándole a la entrepierna.

—Pues bueno —contesté—. Trataré de que mi equipo no se os eche encima. A ver, ¿qué pasó con Monica?

—¿Conoces a Fathi, el diplomático? —preguntó Hugo.

—¿El padre o el hijo?

—Los dos. Bueno, pues se la vendimos al padre, el diplomático de los Emiratos Árabes Unidos.

Victor y Hugo eran sendas cajas de sorpresas, así que no tendría que haberme quedado con la boca abierta, pero ésa fue mi reacción. Estaba tan estupefacto que no se me ocurría ninguna pregunta lógica.

—¿Viva? —pregunté al fin.

—Una esclava sexual muerta no le habría servido de mucho —sonrió Hugo.

Traté de hacerme a la idea de la situación.

—¿Y sigue en territorio americano?

—Digamos que reposa en territorio americano.

Así que al final sí había acabado muerta. Darwin se alegraría. Sin embargo, había algo que no encajaba.

—Me contratasteis para matar a Monica y la maté, pero me vigilasteis con un satélite espía, os hicisteis con ella, la resucitasteis y la vendisteis como esclava sexual. Y ahora vuelve a estar muerta, ¿no? Bueno, no quiero ofenderos, pero es un asesinato un poco redundante. ¿Por qué no me encargasteis secuestrarla y punto?

Según Hugo, por dos motivos. Primero, se habría producido un conflicto de intereses, dado que pretendían vendérsela a unos terroristas y yo me dedicaba al contraterrorismo. Segundo, querían comprobar si podían resucitarla después de que un asesino profesional hubiera intentado acabar con ella.

—Vamos, que he participado en un experimento médico, ¿no?

—Exacto.

Hugo me recordó que su ejército de personas de baja estatura contaba con científicos, microbiólogos y especialistas en prácticamente todos los campos de la investigación. Uno de los suyos había creado un antídoto revolucionario contra la toxina botulínica y, como ya tenían el ojo puesto en Monica, habían decidido probarlo con ella. Se habían imaginado que yo le administraría una inyección muy potente y habían acertado. Si sobrevivía se la venderían a Fathi. Si no, seguirían trabajando en el antídoto.

—Y funcionó —deduje.

—Correcto. Tenemos previsto ganar cien millones de dólares vendiendo el antídoto al ejército.

—¿Al nuestro?

—Al nuestro, al suyo, al que sea.

—Ya estamos otra vez con lo del conflicto de intereses —apunté—. No me siento cómodo trabajando con vosotros si también tenéis tratos con terroristas.

—Qué ridiculez —contestó Hugo con sorna—. Tu gobierno trabaja a diario con terroristas. Lo llaman infiltración. Nosotros hacemos lo mismo. Nos infiltramos entre ellos para conseguir nuestros objetivos, que no pensamos revelarte.

Aunque me daba vueltas la cabeza, me las apañé para preguntarle por los otros dos objetivos que querían que matara. Según Hugo, se trataba de un experimento social.

—Primero uno médico y ahora uno social.

—Correcto.

—Creo que voy a necesitar subtítulos para entenderlo —aseguré.

Antes de aclarármelo, Hugo se volvió hacia Victor, que asintió.

—Victor pretende comprender la verdadera naturaleza del mal —explicó, mirándome otra vez—. Cuando ibas a administrarle la inyección a Monica le dimos la oportunidad de darnos los nombres de dos personas que la hubieran hecho sufrir en la vida. Vas a matarlas y a sacarles dos nombres a cada una. Victor considera que todos tenemos al menos dos personas que nos han provocado un daño irreparable. Tu misión es vengarte en nombre de todas las víctimas.

—Empezó con Monica por lo de su marido, el médico.

—Sí. No podíamos encargarte que lo mataras a él. Habría sido demasiado fácil vincular a Victor con el asesinato. Hay un refrán que reza: «Si quieres hacer daño a tu enemigo, castiga a sus seres queridos.» Como Monica era inocente, le dimos a elegir: vivir en cautividad o morir en la furgoneta.

—Y escogió vivir.

Victor y Hugo asintieron a un tiempo.

—Pero sabíais que los Fathi tenían pensado matarla.

Hugo y Victor volvieron a asentir.

—Sabíamos que no serían capaces de moderarse. Sabíamos que no le darían tiempo de recuperarse —aclaró el primero.

—¿Y para qué me habéis liado a mí en todo esto?

—Tenemos grandes planes para ti, Creed.

—¿En concreto?

—Vas a ayudarnos a conquistar el mundo.

—Ah, vale. ¿Por qué no? —dije. Y entonces, por algún motivo, me acordé de Joe DeMeo—. Me encantaría ayudaros a conquistar el mundo y tal, pero es que voy a estar muy ocupado robando y asesinando a un mafioso muy poderoso.

—Quizá... podamos... echar... una mano —apuntó Victor.

—Pues quizá sí —reconocí tras meditarlo—. Os habéis hecho con el control de un satélite espía. ¿Tenéis acceso a vehículos aéreos no tripulados?

—¿Aviones de guerra no tripulados? —preguntó Hugo—. ¿Con armamento? Eso es imposible.

Me eché a reír. Quizá no estaban tan chalados como me había parecido.

—Se me había ocurrido que a lo mejor podríais desviar uno de los vehículos meteorológicos no tripulados de la costa de California, o uno de vigilancia que vuele entre Alaska y Rusia.

—¿Hasta dónde?

—Las colinas de Los Ángeles —dije—. Serán sólo unos minutos.

Hugo se dirigió al otro extremo del café con el móvil. Tardó un par de minutos en volver. Una vez junto a la mesa, miró a Victor y asintió. Victor repitió el gesto.

—Vale —dijo Hugo—, sí que podemos.

—¿En serio?

Hugo asintió una vez más.

—¿Cuánto me costará?

—¿Tú... qué... sacas? —quiso saber Victor.

—Decenas de millones, creo. Si lo hacemos bien.

Victor meditó antes de responder.

—No... queremos... el... dinero. Prefe... rimos... que nos... debas... un... favor.

—Por mí perfecto —respondí, y acto seguido marqué el número de Joe DeMeo.

—Hombre, no sé por qué esperaba tu llamada —dijo.

—Te cargaste a un montón de gente en aquel hotel tratando de acabar conmigo.

—Oye, Creed, si aún te preocupan los diez millones de la niña de las quemaduras, tengo una idea mejor. Me he informado y resulta que tiene un montón de lesiones muy serias, así que se me ha ocurrido que a lo mejor podíamos ver si sobrevive antes de estropear la buena relación que teníamos tú y yo.

—Está bien protegida, Joe.

—Sí, ya me han dicho que tu gigante anda por allí. Con esa jeta, debe de encajar muy bien entre los pacientes quemados.

Hubo un silencio.

—¿Ya hemos acabado o querías añadir algo? —preguntó finalmente.

—Voy a por ti, Joe.

—¿Ah, sí? ¿Con qué ejército?

Miré a Victor y Hugo, pensé en los dos enanos debajo de la mesa, pensé en los minicientíficos que podían manipular satélites espía y crear un antídoto para el veneno más potente conocido. Pensé en el enano que trabajaba en la cocina de la Casa Blanca.

Hice un gesto de complicidad a Victor, que me lo devolvió con un guiño.

—Tengo un ejército acojonante —solté a Joe DeMeo.

Hugo se puso más tieso que un palo de escoba y se le hinchó el pecho de orgullo. Me hizo un saludo militar. Colgué.

—¿Y bien? ¿Qué ha dicho? —preguntó mi nuevo amigo—. ¿Se ha reído con lo del ejército? Seguro que se ha reído. Dime que se ha reído. Dímelo, dime que se ha reído y me cargo al muy hijoputa con mis propias manos. Le arranco las orejas. Le...

—Se ha reído.

—Siempre se ríen —aseguró, dirigiéndose a Victor y como si de repente hubiera perdido gas.

—No te desanimes —lo reconforté—. No saben a qué se enfrentan.

—Es... verdad... No... lo... saben —apostilló Victor.

36

En Little Italy no olía a pan recién hecho y no había italianos cantando canciones de amor ni hablando aparatosamente a voz en grito. A pesar de todo, seguía quedando el encanto suficiente para que apeteciera un paseo, si se tenía tiempo. Yo lo tenía, así que le pedí al conductor que me esperase mientras recorría Mott, Mulberry, Elizabeth y Baxter.

Chinatown estaba engullendo el barrio gradualmente y casi toda la gente que sabía hablar italiano se había mudado al Bronx hacía mucho tiempo, pero las calles conservaban la animación y el colorido, y las bocas de incendios estaban pintadas de verde, blanco y rojo, los colores de la bandera italiana.

No encontré nada que comprar, pero almorcé decentemente y logré aclararme las ideas tras la reunión con Victor y Hugo.

No me creía que su ejército de enanos pudiera conquistar el mundo, pero cada vez estaba más convencido de que podían ayudarme a acabar con Joe DeMeo.

Un par de horas después de comer encontré al conductor y le pedí que se abriera paso entre el tráfico hasta el Upper East Side de Manhattan, donde me registré en el hotel Plaza Athenee. A las cinco el servicio de habitaciones me había llevado un bocadillo italiano estupendo con espinacas frescas, mozzarella y pimientos rojos asados. También me habían subido una botella de Maker’s y un fino vaso para whisky. Me tragué el bocadillo con la ayuda de tres dedos de licor. A las seis ya me había dado una ducha caliente y estaba afeitado y cambiado. Vi las noticias de la Fox durante veinte minutos y aún me sobró tiempo para echar a andar en dirección este y recorrer los cuatrocientos metros que me separaban de la esquina de la Tercera Avenida y la calle Sesenta y seis.

Al fin y al cabo, era martes.

—¿Para mí? —preguntó.

En la mesita que había logrado agenciarme en el Starbucks había una silla vacía que la esperaba y Kathleen había divisado de inmediato el rollito de tamarindo colocado ante mí sobre un cuadradito de papel encerado. Me quedé sorprendido cuando me sonrió de oreja a oreja, se quitó el abrigo y se sentó a mi lado.

—Quién iba a decirlo —dijo.

—¿El qué?

—Esto tiene un componente romántico que podría equipararse a las ganas que tienes de quitarme las bragas.

—El misterio no tiene fin.

—¿Me conviene saber dónde has estado desde el miércoles, a qué te has dedicado?

El ángel que tenía en el hombro me azuzó para que se lo contara todo y dejara que saliera huyendo de mi vida para encontrar la felicidad en otra parte. Por supuesto, el diablo del otro hombro me recordó: «En caso de duda, tú declárate inocente.»

—¿Quieres un café? —propuse.

Kathleen arrugó el ceño y negó con la cabeza.

—Así pues, ha ido fatal, ¿no?

—He tenido semanas peores —contesté, y al punto reparé en que era cierto.

«Qué asco tener que reconocer una cosa así, aunque sea para mis adentros», pensé. Observé a Kathleen, que tenía los ojos clavados en mi boca, como si pudiera leerme el pensamiento con sólo verme decir algo. En caso de que fuera cierto, sentí ganas de ofrecerle algo mejor, una idea más alegre, algo que le apeteciera oír. Tenía que ser algo sincero.

Por suerte, se me ocurrió una cosa.

—Te he echado de menos —afirmé, con intención de decir algo más, de decirlo mejor, pero al menos lo había soltado.

Siguió mirándome la boca fijamente mientras procesaba la validez de la frase. Acto seguido arqueó la boca poco a poco hasta formar una sonrisa y sentí lo que siempre sentía en su presencia.

Esperanza.

Quizá todavía tenía oportunidad de cambiar, de ser mejor persona.

Quizás aún no había llegado al fondo del pozo y podía disfrutar del amor de una mujer, conquistar su corazón, llevar una vida decente.

Dio un mordisco al rollito y con mucho teatro se lamió el azúcar pegado en el labio superior. Me sonrió con picardía.

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