GOG (29 page)

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Authors: Giovanni Papini

Tags: #Literatura, Fantasía

BOOK: GOG
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—Éste fue Gran Inquisidor de España en 1625. Siete mil condenas, de ellas más de mil a fuego. Éste era el Comendador de Santiago, amigo del famoso Tenorio. Fue muerto en duelo. Esta monja conoció al célebre Calderón de la Barca y antes de entrar en el convento escribió
autos sacramentales
[25]
… Este otro fue virrey del Perú; los historiadores, siempre malignos, dicen que fue un hombre sanguinario. Calumnias: tuvo que sofocar dos rebeliones contra el rey, y si fueron empalados más de treinta mil rebeldes, la culpa no fue suya sino del tribunal…

Pero yo no lo escuchaba. Todas aquellas figuras de difuntos vivos, más espantosas que los muertos, que me rodeaban, que debía rozar para pasar por entre ellas, tan apretujadas se hallaban, acabaron por producirme no ya terror, sino una especie de náusea que me quitaba la respiración. Las ventanas se hallaban cerradas, la luz era escasa y el aire apestaba a alcanfor, a moho y a historia putrefacta.

—Un solo pensamiento me entristece —decía el duque, acompañándome a la antecámara—. Soy el último de la familia; ¿quién pensará en colocarme en medio de mis muertos? ¿Qué fin tendrán después de mí desaparición estos simulacros venerables de una de las más antiguas estirpes de Castilla? ¿Los dejarán, solos para siempre, en este palacio? ¿O tal vez una revolución de la canalla plebeya o una invasión de bárbaros arrojará a la inmundicia esta asamblea de seres nobles que figuraron, durante cinco siglos, entre los dueños de la Tierra?

En aquel momento reapareció la escalera y la luz del
patio
[26]
. Sentí el frescor del aire, vi un poco de cielo. Salí del Palacio Desnudo, casi corriendo, después de haber dado las gracias apresuradamente al duque Almagro Hermosilla de Salvatierra. Estoy satisfecho de haberle conocido y de haber visitado su necrópolis doméstica, pero he decidido marcharme esta noche misma de Burgos.

La vuelta de Pitágoras

Atenas, 10 abril

M
e hallo aquí desde hace ocho días y comienzo a aburrirme. El Partenón no es feo, pero es demasiado pequeño, y las otras ruinas son inferiores. Atenas sería infinitamente más bella si no hubiesen construido, junto a los restos antiguos, una gran población moderna, sin carácter, que usurpa el viejo y glorioso nombre.

Me hubiese marchado, sin embargo, más desilusionado si no hubiese conocido, por casualidad, uno de los seres más inverosímiles que puede encontrarse en la Tierra. Traía una recomendación para un joven helenista que estudia aquí en la Escuela Arqueológica Americana y que ha sido para mí un óptimo guía. Hace dos noches, mientras paseaba solo y contemplativo por la carretera que va hacia el Céfiso, vi pasar, corriendo, al doctor Begg. No me reconoció, pero yo le llamé y vino.

—¿Adónde va corriendo así?

Me pareció en seguida un poco confuso y que maldecía de todo corazón el encuentro. Luego se decidió a sonreír y contestó:

—Tengo una cita con un hombre del siglo quinto antes de Jesucristo y no puedo hacer esperar a quien llega de tan lejos.

Creí que bromeaba y que quería librarse de mí humorísticamente.

—¿Un hombre del quinto siglo?

—Si no me cree —replicó el doctor Beggb acompáñeme y se lo haré conocer. Tal vez no le disgustará un visitante más. Pero es preciso apretar el paso.

Durante el trayecto —caminamos todavía una media milla— el doctor me explicó el misterio. El hombre que íbamos a ver se llama, en realidad, Miguel Anghelópulos y no parece tener más de medio siglo, pero se hace pasar, desde hace algún tiempo, por Pitágoras resucitado y redivivo, y como tal le consideran algunos de sus discípulos griegos y extranjeros.

—Ha prometido —añadió el doctor Begg— darme esta tarde las pruebas de su reencarnación y siento una gran curiosidad por ver lo que inventará.

Llegamos pronto a una especie de
cottage
rústico que tenía, sobre la puerta, una inscripción en caracteres griegos. Pregunté a mi compañero qué significaba aquella inscripción.

—Es uno de los
Versos Áureos
atribuidos a Pitágoras —me contestó—, y quiere decir: “Fuera del templo no revelar las intimidades”.

Fuimos introducidos por un criado negro: negro de piel, de cabellos y de uñas, en una habitación que tenía en el fondo una especie de alcoba cerrada por una cortina. Una vez nos quedamos solos, esperé la aparición de Pitágoras, pero, con gran sorpresa mía, el doctor Begg se aproximó a la cortina y anunció su propia llegada, añadiendo quién era yo. De la cortina salió una voz gutural que dijo:

—Que el crisóforo de la nueva Atlántida sea admitido entre los acusmáticos.

—El filósofo —manifestó en voz baja el doctor Begg— dice que el rico americano sea admitido entre los oyentes.

Luego añadió en voz alta:

—Señor Anghelópulos, ¿recuerda por qué razones me ha hecho venir esta noche?

—¿Quiere que no recuerde una palabra dicha hace tres días el hombre que recuerda las palabras pronunciadas hace veinticuatro siglos? Usted sabe ciertamente que en una de mis primeras encarnaciones hablaba a mis discípulos siempre escondido, detrás de un velario y no quiero cambiar de costumbre aunque los tiempos sean muy distintos. Pero puedo, para vencer sus dudas, mostrarles una parte de mi cuerpo. ¿Recordáis cuál era el signo visible de mi naturaleza entre lo humano y lo divino?

—Lo sé —contestó seriamente mi compañero—. Creo que lo dijo ya Diógenes Laercio. El verdadero Pitágoras tenía un muslo de oro.

Apenas hubo pronunciado estas palabras se alzó un poco la cortina y apareció fuera una pierna desnuda. Nos acercamos: más arriba de la rodilla la pierna aparecía amarilla y relucía. ¿Coloreada con purpurina o cubierta con una sutil hoja de oro verdadero? No hubo tiempo para comprobarlo, pues la pierna, después de tres o cuatro segundos, fue retirada tras la cortina.

—¿Está persuadido? —preguntó la voz del filósofo invisible.

Mi compañero me miró, sonrió y no se dignó contestar.

—¿Qué hay de extraño, al fin y al cabo, en mi resurrección? —prosiguió la voz—. Ustedes saben, por los historiadores, que antes de ser Pitágoras fui Etalides, Euforbo, Ermotimo y Piro. Y si el cuerpo llamado Pitágoras se heló en el 496 antes de Cristo, mi alma ha vuelto luego numerosas veces a la tierra en cuerpos diversos y bajo diversos nombres. Hoy me llamo, en los registros de la población, Anghelópulos, pero soy en realidad siempre el mismo. Todas las almas transmigran y vuelven, pero yo solo, gracias al elemento divino que me eleva por encima de los hombres, tengo el privilegio de recordar las existencias pasadas y tener conciencia de mi perenne identidad a través de las varias epifanías.

»Y les confesaré que nunca tuve tanta satisfacción en mis reapariciones como esta vez. Recordarán que el fundamento de mi sistema era el
número
y que todo se reduce, a mi juicio, a los números. Y hoy, finalmente, el mundo me da la razón, aunque sin referirse a mi doctrina. He viajado, como ya hice las otras veces, por varios países de la Tierra y en todas partes no leí ni oí más que cifras. Toda ciencia se halla reducida hoy a fórmulas numéricas; y hay ciencias enteras, como la astronomía y la estadística, que no tratan más que de números. Entrad en las innumerables administraciones que cubren la Tierra, y que ustedes llaman oficinas, contabilidad, tesoro, casas de banca, y no se ven más que cifras escritas en grandes volúmenes y no se oye más que hablar de números. Cada soldado tiene su número, cada presidiario es llamado con una cifra, los habitantes de las grandes ciudades son designados en los libros con el número de un teléfono. En ese nuevo templo que se llama la Bolsa no se oye gritar más que números, y todas las naciones, en vez de enorgullecerse de sus glorias, ponen orgullosamente por delante las cifras de sus habitantes, de su superficie, de sus importaciones y exportaciones. Por las carreteras corren coches aulladores que llevan todos, para ser reconocidos, un número; y, en el cielo, las máquinas volantes llevan igualmente sus números entre las nubes. Y en el país en donde han nacido ustedes, y que conozco, he oído juzgar y evaluar a los hombres por medio de cifras; éste vale tres millones; aquel otro, ochocientos mil solamente. Éste es, pues, el siglo de los números omnipresentes y triunfantes, el siglo, por excelencia, pitagórico.

»Y así se puede llamar también por otra razón. Fundé en Crotona, como saben, una confraternidad de ascetas que tenía un doble carácter, místico y político. Mi sociedad fue dispersada después de mi muerte, porque al genio griego repugnaba la subordinación de los individuos a un principio y a una disciplina. Hoy mi sistema triunfa. He vivido en varios siglos, pero en ninguno, como en éste, he visto una tal cantidad de asociaciones y en ninguna otra época, el individuo estuvo sometido, como hoy, al grupo de que forma parte. En algunos países no hay hombre que no pertenezca a una secta, a una congregación, a un partido, a una liga, a un ejército, a una academia, a un cenobio, a un sindicato, a una sociedad pública o secreta. Órdenes monásticas, conventos; logias masónicas, teosóficas, antroposóficas y ocultistas; corporaciones y federaciones, hermandades y consorcios,
clans
y
trade-unions
: todo el género humano, desde los salvajes a los civilizados, forma parte de una asociación y se halla ligado estrechamente a una colectividad. Mi sueño, prematuro hace veinticuatro siglos, es hoy una realidad universal. El individuo no existe ya más que en la teoría pura; en la práctica cada hombre es un átomo, una rueda, un número, un sectario.

»Consideren este doble orden de hechos, visibles en todas las partes de la Tierra: el triunfo del número y de la asociación, y reconocerán conmigo que ningún tiempo como el presente puede alabarse de estar conforme con mi antigua doctrina. Y ninguna época era favorable, como ésta, para mi trigésima resurrección.

La voz, finalmente, enmudeció.

—Pero hoy, ¡oh, divino Pitágoras! —dijo el doctor Begg—, nadie tiene escrúpulos en comer carne y habas.

— ¡Simplezas! ¡Tonterías! —replicó en tono despreciativo la voz del hombre invisible—. A tiempos nuevos, preceptos nuevos. Estoy dispuesto a hacer todas las concesiones sobre el particular siempre que lo esencial de mi pensamiento, como ahora ocurre, sea respetado y aplicado.

Con muchas atenciones nos despedimos de la cortina y del hombre del muslo de oro. Pero luego, durante el camino hasta Atenas, no hicimos más que reír. Ha sido la única velada agradable desde que desembarqué en El Pireo.

Cien corazones

Concord, marzo

M
i donación de trescientos mil dólares a la Universidad de W. me ha dado derecho a visitar, siempre que lo desee, los nuevos laboratorios.

El más perfecto —según dicen los miembros del
Trustee
— es el de fisiología, dirigido por el célebre Fruhestadt, alemán americanizado. Cuando le visité se realizaban grandes experimentos sobre la vida autónoma del corazón. Ya un fisiólogo italiano había conseguido hacer vivir durante algunos días un corazón de rana, extraído del animal y conservado en una solución salina. El profesor Fruhestadt investigaba si el corazón de los demás animales tiene la misma propiedad. El cerdo había respondido más que ningún otro a sus esperanzas. Pude ver dos corazones de cerdos sumergidos en un líquido casi límpido que palpitaban regularmente, como si estuviesen todavía vivos.

—Observe una cosa extraña —dijo sonriente el ayudante que me acompañaba—. El corazón del cerdo es el que más se parece al corazón del hombre, por la forma y por las dimensiones. Y no desesperamos de poder intentar el experimento con nuestra especie, si conseguimos los permisos necesarios.

Reflexionando sobre las palabras del ayudante me vino a la memoria mi colección de gigantes. El problema que me preocupaba —hacer una colección de seres vivientes que no se escapen— me pareció resuelto.

Propuse el asunto al profesor Fruhestadt. Dentro de un mes, al precio de cien dólares la pieza, debía proporcionarme la colección que deseaba. Lo he conseguido: trescientos setenta cerdos fueron sacrificados —y naturalmente vendidos a precios normales— y ahora tengo aquí, en una luminosa galería del
cottage
de Concord, una de las más originales colecciones del mundo.

A ambos lados, en repisas de pino, se hallan alineados cien bocales de cristal en donde están palpitando cien corazones de un rojo oscuro. En la disolución que conserva su actividad muscular —y que el asistente renueva cada día— los cien corazones se contraen con ritmo cansado e irregular, pero continuo. Cien motores de carne que trabajan en vano, separados de los aparatos que animaban.

Aquel eterno latido cardíaco sin objeto ni sentido me atrae fuertemente y me sugiere extraños pensamientos. Me complazco en imaginar, seducido por la semejanza, que poseo cien corazones de hombres, cuerpos calientes y vivos, cien corazones que sufrieron, que gozaron, que conocieron la parálisis del miedo y el aceleramiento del amor. Ahora únicamente son un simulacro de vida: se han libertado de la criatura a quien sirvieron; palpitan gratuitamente, para nada, para nadie. Tan sólo para divertirme, pues no he podido sufrir nunca los deliquios de los poetas y de los novelistas sobre el
corazón
.

Este símbolo ideal de todas las imbecilidades sentimentales, de todas las eyaculaciones patéticas, aquí está reducido a su mecánica materialidad, en estos grandes bocales. Los cuerpos a que pertenecían estos corazones han muerto, las almas se han desvanecido, y este negruzco músculo, en forma de pera, continúa estúpidamente palpitando bajo el cristal, como si algo bello y noble correspondiese todavía a sus latidos.

«Nadar en oro»

New Parthenon, 18 septiembre

V
eo frases antiguas —cuando leo libros o periódicos— que me dan rabia. Por ejemplo,
nadar en oro
,
chapotear en el oro
. Frases inventadas por infelices sin fantasía.

Yo soy uno de los hombres más ricos del mundo, sin embargo, jamás he
nadado en oro
. Oro he visto siempre poquísimo y raramente. No llevo y no entrego casi nunca monedas de oro, que sirven únicamente en los países semíbárbaros. El oro se ve, más que nada, entre los plebeyos, y tiene, además, algo de primitivo y vulgar.

Pero hace algunos días, irritado más de lo acostumbrado por esas frases, quise experimentar por una vez eso que los imbéciles llaman
nadar en oro.
Di órdenes a mi administrador —un armenio que no duerme nunca— para que reuniese la mayor cantidad de oro que le fuese posible —monedas y objetos labrados— y que la amontonase en la gran piscina de pórfido en la cripta llamada de Tiberio. Y por la noche, solo, con el tesoro allí, y después de cerrar todas las compuertas de acero, me desnudé.

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