GOG (26 page)

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Authors: Giovanni Papini

Tags: #Literatura, Fantasía

BOOK: GOG
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—Mi caso —intervino otro, de plácido y señorial aspecto— es un poco divertido. Yo me ilusioné pensando que era mejor ser amado que temido, y fui incluso demasiado condescendiente ante los mudables caprichos de mi pueblo. Visité a los humildes, gasté mi lista civil en beneficencia, protegí las artes, viví con una sencillez espartana. Si me pedían una reforma de la Constitución, la concedía sin inútiles puntillos; si querían tres habitaciones en vez de dos, les concedía una casa entera; si deseaban el sufragio universal yo lo extendía también a las mujeres y a los menores. Pero nada me valió. Envalentonados con mi dadivosidad —que confundieron con la debilidad— ¡llegaron un día hasta a pedirme la dimisión de rey! Naturalmente me negué, e instantáneamente estalló una revolución que me obligó a retirarme.

—El más cuerdo —comenzó diciendo el último— he sido yo. Hasta mi juventud había tenido una gran idea de la monarquía. Veía en mi imaginación a Alejandro Magno en medio de su corte barbárica, joven, bello y victorioso como un dios; veía a Salomón el Sabio en su templo de oro, rodeado de guerreros de las guerras de David, acogiendo con rostro impasible los tributos de Ofir y las princesas de Etiopía; veía a san Luis de Francia, que vivió como un asceta, combatió como un héroe y murió como un santo. Y creía, como hoy todavía creo, que los reyes son necesarios a los pueblos como los padres a los hijos y que su misión es la de ser la personificación mística y gloriosa de la grandeza de una nación. Apenas llegué a rey me di cuenta de que la realidad moderna es muy diferente. Los pueblos ya no tienen el sentido religioso de la monarquía, no ven ya en el rey a su protector natural, su cetro luminoso, su símbolo casi sobrenatural. La baba del setecientos ha ensuciado el alma de los simples y envenenado la de los intelectuales. Y los mismos reyes ya no tienen la altiva pero justa seguridad que hacía de ellos los jefes auténticos y venerados de un pueblo y no los primeros empleados de la burocracia democrática. El último rey que intentó encarnar el antiguo personaje en medio de la decadencia moderna fue Luis II de Baviera, pero se volvió loco o creyeron que se había vuelto loco. Para no incurrir en la misma suerte, después de algunos años de experiencias humillantes y de diarias desilusiones, abdiqué como Diocleciano y Carlos V y ahora contemplo el mosaico de la tierra con los ojos de un estoico y el corazón de un cristiano.

—¡Cobardía! —exclamó la víctima de la conjura—. Un verdadero rey no debe abdicar más que en el lecho de la muerte.

—Pero yo —contestó el acusado— no he querido ser más rey precisamente porque tenía una idea demasiado alta de mi misión y he tenido que reconocer que en nuestros tiempos, infectados por la gangrena de la civilización igualitaria, no podía cumplirla honradamente.

—Si la realidad es desagradable —dijo el primero que había hablado— hay el refugio de la fantasía y del mito, donde ninguna revolución es posible y del que ninguna fuerza humana puede desterrar. El rey es una obra maestra de las edades heroicas y poéticas y puede vivir ahora únicamente en el arte.

—No estoy de acuerdo —afirmó orgullosamente el rey desterrado por la sublevación—. Esta época inmunda no puede ser nada más que un paréntesis en la historia de la humanidad. Aleccionados por la experiencia, asqueados de las diversas locuras modernas, los pueblos volverán a nuestros pies, nos convocarán como salvadores y otra vez volveremos a ver los tronos resplandecientes del Rey Sol y del gran Federico.

—Admiro su optimismo —exclamó el rey arrojado por demasiada bondad—, pero no veo ninguna señal de reacción. Los modernos han perdido de tal manera el respeto hacia el hombre regio, que hablan, sin avergonzarse, de un Rey de la Goma o de un Rey de los Pucheros. Y hay, como usted sabe. las Reinas de la Playa y las Reinas del Mercado. Me parece comprender que la demencia de los hombres es progresiva e incurable. Únicamente un cataclismo histórico, que no tengo valor para desear a mis semejantes, podría conducir a la restauración de los Estados perfectos donde el rey era considerado como mandatario de Dios y pastor absoluto de los pueblos.

Todos callaron, esperando la opinión del dueño de La casa. Los cinco reyes, pensativos y solemnes, parecían haberse petrificado en la meditación. Finalmente una puerta se abrió y aparecieron dos criados. Y todos, en procesión, bajamos al parque, entre los robustos árboles pacientes y silenciosos.

El Emperador y Rey miraba con mucha atención los rostros de sus colegas auténticos y postizos. Luego se volvió hacia mí y me dijo en voz baja:

—En verdad, el que tiene más el aspecto y el empaque de un rey es nuestro famoso actor trágico. ¿Es que la poesía, como ha dicho Goethe, es más verdadera que la verdad?

La tienda de Ben-Chusai

Amsterdam, fines de abril.

L
a más extraña tienda que haya visto jamás en mi vida la descubrí hace pocos días en el barrio hebreo de Amsterdam.

Desde fuera parecía un comercio como cualquier otro. Un cartel teñido de rojo sucio llevaba escrito, en oro, el nombre del dueño: Ben-Chusai.

Lo único singular era esto: los dos vastos escaparates, tapizados de terciopelo negro, que se hallaban a los lados de la puerta, estaban
vacíos
. La primera vez no tuve valor para entrar, aunque la curiosidad era muy grande; intenté espiar lo que había allí dentro, pero la puerta de ingreso, de cristales, se hallaba velada por una larga cortina de seda verde-azul.

Volví a pasar por allí, a propósito, al día siguiente, a una hora distinta. La puerta continuaba cerrada, los escaparates desiertos. Paseé un rato con la esperanza de ver a alguien que entrase en la misteriosa tienda. Nadie. A pocos pasos había una tenducha de tapetes turcos, y un hebreo viejo, que recordaba los de Rembrandt, fumaba en el umbral.

Fingí examinar algunos de los tapices expuestos, y al fin, mientras hablábamos, pregunté al mercader qué era lo que vendía su vecino Ben-Chusai. Al oír mi pregunta el viejo hizo aparecer los ojos que hasta entonces había tenido escondidos detrás de las espesas pestañas y alzó al cielo dos manos hinchadas en actitud de profeta que maldice. De entre su barba de cáñamo salió por dos o tres veces una palabra que me pareció:

— ¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!

Cuando repetí la pregunta el viejo me volvió la espalda y desapareció entre el confuso laberinto de sus tapices amontonados.

Volví a la misma calle, por tercera vez, algunos días más tarde, resuelto a librarme de la obsesión. Hice girar el pestillo de la puerta y entré finalmente en la tienda. Una habitación cuadrada, desierta, sin un banco, sin una silla: dos grandes armarios de madera oscura, cerrados, eran los únicos ocupantes.

Mientras miraba en torno, estúpidamente, sin saber si llamar o no, una cortina de terciopelo, a la derecha, se alzó para dejar paso a un joven moreno, bien vestido, afeitado, sonriente, a quien en cualquier otro lugar hubiera tomado por un secretario de gran hotel o de Embajada. Únicamente los ojos negros, líquidos, movilísimos, y la piel de un moreno delicadamente dorado, hacían pensar en los remotos padres de Oriente.

No mostró ninguna extrañeza al verme.

—¿Es usted un aficionado? —me preguntó con una sonrisa de esmalte blanco.

Hice un signo afirmativo, sin saber de qué se trataba, y el galante joven me hizo pasar, con amabilidad de cordial complicidad, tras la cortina. Subimos por una bella escalera de madera abrillantada con cera.

Al llegar arriba todo se aclaró.

—Esté seguro —me confió con armoniosa voz el galante Ben-Chusai— que mi tienda es la única en el mundo para esta clase, llamémosla así, de curiosidades especiales. Encontrará aquí todo lo que desee, piezas comunes y raras, y todo auténtico, garantizado y a buen precio. Los inteligentes, sin embargo, son pocos, en mi artículo…

El
artículo
de Ben-Chusai era verdaderamente una especialidad en su género y me pareció, de pronto, que me había trasladado a mi verdadero país.

—En esta vitrina —continuó amablemente el negociante— no hay más que pequeños objetos de poca importancia y de fácil venta, sencillos recuerdos para los aficionados no ricos. Boquillas hechas con las falanges de los dedos, dientes montados en plata y platino, mangos de pluma y collares de vértebras. La materia prima, ya se comprende, es exclusivamente humana (no trabajamos, por principio, huesos de animales), pero eso es solamente el silabario del arte.

»Tal vez le interesarán más —añadió señalando otra vitrina— estos ensayos de petrificación obtenidos con el método del italiano Segato. Tenemos una bellísima mano de muchacha, los dos pies de una bailarina negra y la oreja derecha de un célebre violinista bohemio. Como ve, la carne ha perdido un poco de su color natural, pero la ilusión es perfecta: con esta manita, que fue blanda y acariciadora, usted puede romper la cabeza de un enemigo.

»Me parece, sin embargo, que tal vez nada de esto le interese. Tiene razón: hay cosa mejor. He aquí, por ejemplo, dos copas artísticas para banquetes, construidas con cráneos, al estilo longobardo, es decir, semejantes a las de que se servía Alboino. Aquí tiene una flauta maravillosa obtenida por una concienzuda labra del fémur de una mujer famosa por su belleza. Tenemos también calaveras convertidas en elegantes búcaros y fruteros, y bastones de paseo obtenidos con tibias de gigantes. Usted no puede imaginarse cuántas dificultades y cuántos gastos para procurarnos el material de estas obras de arte.

Abrió un armario de cristales que se hallaba en un rincón: allí había tres hileras de grandes potes.

—Esto tal vez merecerá su atención. En aquella gran botella de allá arriba tenemos, conservada en alcohol, la cabeza de un dayak de Borneo. La ha traído un explorador holandés. Observe los tatuajes y la horrible expresión del rostro. Estos salvajes son, como usted sabe, cazadores de cabezas.

En el líquido amarillento, en efecto, una cara aplastada contra el vidrio, hinchada, espantosa, cubierta de jeroglíficos y de ralos pelos, me miraba con sus arrugados párpados medio abiertos.

—Al lado —.continuó Ben-Chusai— hay otra curiosidad: un feto con dos cabezas y cuatro brazos.

Un ovillo de miembros lívidos e irreconocibles, repugnantes.

—Más abajo, observe el pote de la derecha; es la cabeza de una
girl
que fue reina de la belleza en Palm Beach un año antes de la guerra. Bien conservada. Renovamos el alcohol todas las semanas. Pieza no común.

Cabellos que fueron rubios cubrían una pequeña cabeza que fue seguramente infinitas veces besada. Pero los ojos se hallaban cerrados, las mejillas eran verdosas, la boca casi negra: se adivinaban, a través del cristal, los dientes en fila como piedrecitas sucias de lodo.

—¡He aquí a lo que se reduce la belleza de los hombres! —exclamó en tono filosófico Ben-Chusai—. Y pasemos a otra cosa. Mire estos cuadros de la pared. Son pechos y vientres de personas tatuadas, curtidos naturalmente con todo cuidado. Duración indefinida. Observe la belleza de los dibujos y la originalidad de los colores. Graciosísimo el paisaje de la izquierda: los árboles, la luna, un castillo, no falta nada. Y el tercero a la derecha: tatuaje de un pescador tunecino. El África rodeada de tres delfines, un puñal y un perfil de mujer. Si le gusta no cuesta más que cuatrocientos florines.

»Estos gruesos mechones no son más que una colección de
scalps
, encontrados en una aldea de pieles rojas. Cabelleras largas y no averiadas: el cuero cabelludo está perfectamente disecado. Muy agradable para decorar un saloncito.

»Esta estantería, como ve, no contiene más que libros, y todos, ya se entiende, relativos a nuestro comercio. Tengo una buena colección de
Danzas Macabras
, ediciones originales, rarísimas, comenzando por aquella impresa por Guy Marchant, en París, en 1485. Abra este álbum: es una obra maestra. Son las
imagines mortis
de Holbein el Joven, de 1526. Dibujos estupendos, ejemplares perfectamente conservados.

ȃsta es la
Histoire des spectres
, de Leloyer, 1605; esta otra, la
Espectrología
, de Deker, buscadísima en su rara edición de Hamburgo, 1690. Tenemos luego todas las obras sobre los resurreccionistas, los violadores de tumbas, y sobre embalsamamiento, desde los egipcios hasta la escuela de Hunter, de Ruysch y de Gorini. Pero la perla de mi biblioteca está aquí: estos volúmenes antiguos encuadernados en piel humana. Usted sabe que durante la Revolución francesa había en Meudon una tenería de piel humana. Actualmente, la industria radica únicamente en Alemania. Note la finura del grano y la delicadeza del veteado; la duración es igual que la del pergamino. Le puedo ofrecer esta preciosa edición de
Crimes de l'Amour
, del marqués de Sade —que era también un necrófilo—, encuadernada con la bellísima piel de una mulata asesinada en Londres por celos. Ejemplar único: mil doscientos florines.

Ben-Chusai, viendo que admiraba sin comprar nada, abrió una puertecita de hierro en el muro y me invitó cortésmente a entrar.

—Aquí tenemos el depósito de las reliquias que podríamos llamar profanas. Vea un pequeño lote de momias llegadas hace pocos meses de Egipto. Materia auténtica, con los certificados de los egiptólogos. La más bella es la de Tetu-nu, un gran dignatario del tiempo de Amenofis IV. Interesante la de esa matrona, con su doble envoltura policromada; está representada la vida íntima de una gran casa egipcia: los esclavos negros que van a buscar agua, las esclavas que hilan, la cocinera que despluma las aves, las calderas en fila, las ánforas de los vinos, los gatos perseguidos por monos domésticos.

»Estos cadáveres resecados y metidos dentro de sacos de estera son momias del Perú, época precolombina. Observe esas tiras de tendones todavía adheridos a los huesos y esos mechones de pelo que parecen cristalizados. Los tengo para formar la colección, pero no son bastante pintorescos. Es mejor aquel busto que se halla encima del armario.

Era un cráneo al cual habían puesto una gran peluca negra y que había sido teñido de rojo en las mandíbulas. Todos los dientes eran de oro; en las órbitas vacías, unas antiparras azules: monstruoso, repulsivo, horrible.

—Le recomiendo más bien estas antigüedades de primer orden: tres falanges encontradas en el sepulcro de los Escipiones, un mechón de cabellos de Madame Du Barry, el coxis de la emperatriz Catalina de Rusia, un pellizco de ceniza de Shelley. En aquel pote se halla el corazón momificado de Madame Ackermann, la gran poetisa atea; en aquella cajita de marfil, la bala que mató a Pushkin; y en aquel estuche abierto, la barba de Moisés Mendelsshon, el gran filósofo de Dessau, el adversario de Kant. Aquella estatuita protegida por un cristal es la pieza más rara: un muchacho carbonizado, procedente de las excavaciones de Herculano. Aquí no hay nada más que ver: pasemos a la sala de los esqueletos.

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