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Authors: Groucho Marx

Groucho y yo (3 page)

BOOK: Groucho y yo
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* * *

Una tía mía tuvo una hija de su marido en curso. Pero, cuando vio a la criatura, el hombre salió corriendo hacia el Canadá y nunca más se le ha vuelto a ver. Más tarde la muchacha adquirió una hechura bastante buena, tal como nosotros llamábamos a eso en aquellos días inocentes, y todos los demás aparejos necesarios para cazar a un hombre. Uno de los amigos de mi padre con los que jugaba al pinacle era un fontanero llamado Appelbaum. Era un hombre de unos cincuenta años y solterón empedernido. Le gustaban las mujeres, pero tenía una violenta animadversión con respecto al matrimonio. Mi madre apreciaba a esa muchacha, cuyo nombre era Sally, y estaba convencida de que Sally no se casaría nunca a pesar de toda su iniciativa o de todos sus encantos. Casamentera de nacimiento, mi madre se puso al trabajo. Conoció a Appelbaum un día en que jugaba al pinacle en nuestra casa. Por una singular coincidencia, Sally estaba también presente. Appelbaum fue persuadido de que se quedara a cenar. Mi padre preparó un manjar más que excelente aquella noche y, después de relamerse mucho los labios y de unos cuantos eructos y gruñidos por parte de Appelbaum, mi madre le informó que Sally había cocinado toda la cena con sus propias manos, tan frágiles y pequeñas.

Tras esto, Appelbaum vino a menudo y Sally siempre estaba allí, sirviendo los guisos de mi padre. Aquello resultaba un plan muy agradable para un solterón: comida gratis, seguida luego por una velada jugando al pinacle con mi padre y con otro bobalicón que vivía en el piso de arriba. Appelbaum no sólo abandonaba la casa con indigestión, sino a menudo con uno o dos dólares de mi padre, que sólo a malas papi podía resignarse a perder. Una noche, cuando Appelbaum se encontraba en un estado particularmente favorable, mi madre le dijo: «Bernard» (ya que éste era su nombre), «¿ha pensado usted alguna vez en casarse? Un soltero no vive... Solamente existe. Ha de tener un pisito agradable y acogedor. Y con una muchacha como Sally que cocinara para él, la vida podría ser idílica».

Appelbaum no estaba seguro de lo que significaba idílica, pero mi madre tampoco lo estaba. Le había salido al paso esta palabra un día en que estaba leyendo un anuncio de un crucero alrededor del mundo.

En aquel momento entró Sally en la habitación, balanceando sus caderas al andar y parpadeando un poco. Mi madre se precipitó sobre ella y le susurró con voz ronca: «¡Machácalo! ¡Creo que ya lo hemos atrapado!» Así es como hablan los pescadores cuando se trata de capturar un atún. Ante la sugerencia de matrimonio, la expresión del besucón de Appelbaum pareció la de un pez clavado en el anzuelo. Mi madre, al ver que lo tenía a raya, jugó de hecho con él. Darrow, en el juicio de Loeb-Leopold, no pudo haber estado más elocuente ni convincente. Antes de terminar la velada, ella le había sacado una débil promesa de que consentiría en casarse con la muchacha que fuera elegida por mi madre.

* * *

La boda se celebró en el casino de Shafer, en el Bronx, y a ella asistió una multitud considerable, en su mayor parte parientes míos. No estaban muy interesados en la boda, pero la comida gratis que seguiría a la ceremonia los atrajo como moscas.

Por nuestra parte éramos unos cincuenta, mientras que Appelbaum vino solo. Parecía que se avergonzaba de todo el asunto y no quiso que ninguno de sus amigos fuera testigo de su derrota. Me imagino que si hoy viera aquel casino me parecería bastante raído. Pero en aquella época tenía a mis ojos toda la majestad que resulta de una combinación del castillo de Windsor y de los jardines de Versalles.

Finalmente apareció el rabino y comenzó la ceremonia. El rabino (un auténtico cerdo, y sé muy bien que esto es una incongruencia) empezó a soltar un sermón en hebreo, largo y pesado. Harpo y yo, abatidos por la retórica rabínica, principalmente porque no entendíamos nada, nos metimos en el aseo de caballeros a fin de matar el tiempo hasta que llegara la hora de la comida. Por cierta razón que ahora no recuerdo, los dos decidimos que constituía un reto encaramarnos a la vez y subirnos encima de uno de los urinarios. No soy un experto en esta clase de utensilios de fontanería, pero estoy seguro de que aquellas estructuras no fueron construidas para resistir el peso de aproximadamente doscientas libras de muchacho subidas en ellas. De repente, todo el trasto se vino abajo, como si estuviera hecho de queso, y unas cataratas del Niágara en miniatura empezaron a manar de las tuberías. Sin saber qué hacer, nos precipitamos fuera y nos volvimos a unir a la multitud que presenciaba la ceremonia.

De algún modo, el propietario del casino se enteró rápidamente del desastre. Sólo unos segundos más tarde, salió hecho una furia de su despacho, gritando: «¡Paren la boda! ¡Paren la boda!» Cuando el tumulto hubo cesado, vociferó: «¡Alguien de ustedes ha estado en el aseo de caballeros y ha destrozado un urinario! ¡Si descubro quién ha sido —añadió furiosamente—, lo mato!» Luego se volvió hacia mi madre, que había contratado la sala, y le dijo que hasta que alguien no soltara treinta y ocho dólares por el urinario la ceremonia no seguiría adelante. ¡La boda estaba perdida! De esto hace mucho tiempo y quizá sólo es un fruto de mi imaginación, pero si lo recuerdo con exactitud éste fue el único momento en que advertí un rayo de esperanza en los ojos del novio.

Mi madre, impertérrita, agarró el sombrero de alguien y procedió a hacer una colecta. A pesar de que nosotros éramos unos cincuenta, todo lo que nuestra multitud pudo dar fueron diecisiete dólares. Appelbaum, en aquel momento medio atrapado por la ceremonia, por los honorarios del rabino, por el alquiler del local y por el banquete, acabó de inclinar de mala gana la balanza de los treinta y ocho dólares. Entonces la boda prosiguió, de manera que Sally y Appelbaum vivieron siempre felices. Esta historia es cierta, incluyendo el final feliz. Únicamente se han cambiado los nombres para protegerme frente a uno de los más atractivos procesos por difamación desde el caso de los melocotones Browning.

* * *

Un día, poco después de la boda de Appelbaum, mi padre llegó a casa con ánimo risueño. Había persuadido finalmente a un gordo y rico confitero, llamado Stbokfleisch, para que encargara un traje para Pascua. Los honorarios normales de mi padre por una de sus monstruosidades sastreriles eran veinte dólares, pero Stookfleisch pesaba 350 libras y establecieron finalmente la suma de veintiocho dólares. Dado que se requería más tela de lo normal, mi padre comprendió que no sacaría ni un centavo de aquel asunto, pero aquel confitero era un personaje distinguido en los ámbitos de los helados y de la repostería, y papi sabía que si el traje le gustaba existía la posibilidad de poder capturar el ramo de todos los prósperos carniceros, verduleros, cerveceros y tenderos del East Side. Mi padre estaba tan decidido a llevar a cabo aquel negocio lucrativo, que invirtió tres dólares en un sastre competente para que le ayudara a tomar las medidas a aquel hombre-montaña. Stookfleisch fue probado una vez tan sólo y, con gran sorpresa por parte de mi padre, el traje necesitó solamente pequeños cambios sin importancia.

El sábado, el traje estaba acabado y cuidadosamente empaquetado en una caja de cartón. Con la promesa de que podría tomarme gratis un polo, me dieron instrucciones para que lo entregara el domingo por la mañana temprano, a tiempo para el desfile de Pascua en la Primera Avenida. Con la preciosa caja bajo el brazo, me dirigí contento hacia la pastelería de Stookfleisch y hacia el polo de chocolate por el que finalmente me había decidido. A medio tomar el polo, oí el rugido de un animal herido. Descendía sobre mí aquel gigante gordo e inmenso, vestido únicamente con la mitad superior del traje que mi padre había confeccionado con tanto cuidado. La parte de abajo estaba cubierta solamente con su ropa interior. «¿Qué demonios has hecho con mis pantalones?», vociferó. De mala gana, pero a toda prisa, dejé el polo a medio terminar, salí brincando por la puerta principal y me fui corriendo directamente a casa.

Cuando llegué, mi padre, radiante de satisfacción de antemano, estaba esperando en la puerta principal para recibirme.

—Bueno —preguntó con ansiedad—, ¿le ha gustado a Stookfleisch el traje? ¡Apuesto a que nunca ha tenido unos pantalones que se le ajustaran tan a la medida!

—Papi —dije—, es posible que tengas razón, pero los pantalones no estaban.

—¿Qué quieres decir con esto de que no estaban los pantalones? Ayer había unos pantalones en aquella caja y ciertamente no se han ido andando por sí solos.

Mi padre tenía razón. Los pantalones no se habían ido andando por sí solos. Habían sido robados y, naturalmente, las sospechas recayeron en Chico.

* * *

Cuando algo se echaba en falta en casa —las tijeras que usaba mi padre para cortar los trajes, el reloj de plata que Gummo había recibido como obsequio, el bastón con empuñadura de plata que mi abuelo llevaba cuando iba a pasear—, el dedo de la sospecha apuntaba inmediatamente hacia Chico y hacia una casa de empeños en la Tercera Avenida. Los objetos extraviados indicaban siempre que, financieramente, las cosas volvían a ir mal para Chico en la sala de billares de Harlem.

Hoy en día, cuando las naciones extranjeras necesitan dinero, sólo necesitan pedirlo a la tesorería de Washington. Sin embargo, para Chico, semejante paraíso financiero no existía. El único medio por el cual podía obtener en seguida dinero contante y sonante consistía en birlar una de las escasas y lastimeras posesiones que le brindaba la familia Marx. Gracias a la diligencia de Chico, había épocas en que la casa de empeños de la Tercera Avenida contenía más posesiones de la familia Marx que el mismo piso de los Marx.

Papi sabía exactamente a dónde tenía que ir a buscar los pantalones extraviados. El lunes por la mañana, colgando alegremente en el escaparate de la casa de empeños, estaban los holgados pantalones del señor Stookfleisch y, dentro de la tienda, se encontraba mi padre negociando un nuevo trato. A cambio del objeto extraviado de Stookfleisch, convino en hacer otros pantalones al prestamista.

Tras haber descrito yo la furia del confitero, no hubo nadie en casa con el valor suficiente para ir a entregar la parte inferior del traje. Para empeorar las cosas, ahora que el desfile de Pascua ya había pasado, Stookfleisch no quería la americana ni los pantalones. Al cabo de pocos días devolvió la americana.

El sueño de mi padre consistente en capturar el ramo comercial del East Side había resultado una pesadilla financiera. ¿Y a quién había que reprochárselo? A nadie más que a aquel príncipe de los tahúres: Chico. Decidido a poner sus manos en la garganta de Chico, papi esperó a que su hijo mayor volviera a casa. Pero Chico, que no era estúpido, entró por la puerta trasera, subiendo por la escalera de incendios. Mi padre, vacilando entre la venganza y la somnolencia, cayó finalmente dormido en una silla colocada ante la puerta principal. Cuando se despertó por la mañana, al día siguiente, Chico ya había salido en busca de pastos más excitantes.

El ampuloso traje permaneció colgado durante meses en el retrete, sin que nadie se interesara por él. Nadie podía ponérselo a excepción de Stookfleisch. Un día mi padre, andando escaso de dinero disponible, llevó de nuevo el traje a la casa de empeños y lo dio por diez dólares. Estuvo colgado en el escaparate durante dos semanas. A la tercera semana, un fornido caballero entró contoneándose en la tienda y preguntó por el traje. El prestamista, dándose cuenta de que no tenía en sus manos más que una prenda inútil, se lo dio por ocho dólares. ¿Y quién era el agraciado propietario? Ya lo habrás adivinado. El prominente confitero del East Side: Stookfleisch.

* * *

Los ingresos de papi como sastre oscilaban entre dieciocho dólares a la semana y nada. No sé si esto lo angustió alguna vez o no. Si así fue, nunca lo manifestó. Era un hombre feliz, lleno de la
joie de vivre
de su Alsacia natal, en Francia. Le gustaba reír. Con frecuencia se reía de un chiste que no comprendía y, una vez se lo habíamos explicado, volvía a reírse a pleno pulmón. Apreciaba el juego del pinacle con una pasión que la mayoría de los hombres reservan para la fama, la fortuna o una dama. Prefería la compañía de Harpo o de Chico a la mía, porque ambos eran excelentes jugadores de pinacle, mientras que conmigo resultaba desesperante. Nunca he tenido talento para jugar a las cartas. A veces he jugado al póquer con apuestas elevadas, pero siempre he salido perdiendo. Después de treinta minutos de forzada concentración, mi mente empieza a divagar y empiezo a contar chistes o a hablar de política. Pronto descubrí, sin embargo, que jugar a las cartas era un negocio serio y no el momento adecuado para el humor.

Mi padre estaba molesto conmigo porque jugar a las cartas me parecía una forma estúpida de pasar una velada. Había otras cosas mucho más interesantes que hacer: chicas, sentarse en la escalera de la calle al atardecer, leer, cantar en un coro, ir al cine. El pinacle era para personas mayores y para jugadores.

«Julie», solía decir mi padre, «hasta que no aprendas a ser un buen jugador de pinacle, no serás un hombre de verdad». De hecho, es posible que tuviera razón. Nunca he llegado a ser un hombre de verdad. Pero dudo que el pinacle tenga nada que ver con ello.

Papi se disgustaba de vez en cuando con el oficio de sastre y entonces se embarcaba en algo tan grandioso en teoría que, si no se conocía a mi padre, se veía que estaba condenado al fracaso desde un principio. Unos años más tarde, después de que la familia Marx se hubo mudado a Chicago, hizo un traje para un maletero llamado Alexander Jefferson, un individuo de talento que, arrojando un par de sucios e insignificantes dados, había conseguido acumular cincuenta dólares. El señor Jefferson aseguró a mi padre que jugar a los dados no era su profesión normal, sino que era maletero de oficio. Pero añadió que, si se le presentaba una propuesta inusitadamente atractiva, no tendría ningún inconveniente en meter allí sus cincuenta pavos enteros.

Mi padre, siempre alerta en busca de alguna ganga milagrosa, contó al señor Jefferson que un día, mientras hojeaba el último número de
La guía del sastre
, había tropezado con el anuncio de un nuevo modelo de máquina para planchar pantalones. Era prácticamente automática y, con un mínimo de mano de obra, podía planchar doscientos pantalones al día. En aquellos días, los pantalones siempre se planchaban a mano. Nadie que se dedicara a planchar pantalones, ni siquiera dopado con benzedrina, tenía la posibilidad de planchar más de cincuenta pares al día. Enardecido por los cincuenta pavos del maletero, mi padre se puso a gritar histéricamente:

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