Ha estallado la paz (105 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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A José Alvear le hubiera gustado recibir noticias del Responsable y demás familia; pero, desde la Francia ocupada, le era imposible. Sus relaciones se habían cortado como las de Gorki con Cosme Vila. Las últimas noticias que había recibido de aquél procedían de Venezuela. El Responsable continuaba en Caracas con sus hijas, con el Cojo y demás, y se limitaba a decir que «toda Sudamérica era la juerga padre», que él «lo hubiera pasado en grande con Pizarro o cualquiera de esos tipazos» y, ¡cómo no!, continuaba despotricando, como siempre, contra los comunistas, «los cuales cuando menos lo esperas te liquidan, como le había ocurrido en Méjico a ese pobre imbécil llamado Trotsky».

José Alvear levantó la moral de Antonio Casal, ex jefe socialista gerundense, íntimo amigo de la Torre de Babel. Mucha falta le hacían a Casal palabras de aliento desde que Julio García se había marchado de París.

—Anda, no seas mameluco —le decía José Alvear—. Ese Hitler de la rehostia acabará perdiendo. ¿No ves el lío en que se ha metido? ¡Rusia…! Ni que fuera Andorra… Le van a dar una que pa qué… ¿Tú sabes de alguien que haya copado a Rusia? Menda no… Ni siquiera Stalin. Además… ¿te has fijado en esos teutones? ¡Menuda facha! Se pasan el día sacando fotos de la Torre Eiffel e invitando a las
midinettes
… Te digo, Casal, que no tienen eso que han de tener los hombres: iniciativa particular… Son la Aritmética, te lo juro. Aquí le das el mando a la Federica Montseny y, en vez de irse a Grecia o al desierto ese de África, hubiera cruzado a nado el Canal de la Mancha y se hubiera ido directamente a romperle la crisma a Churchill, al míster. Y se acabó. Y si te he visto no me acuerdo. Eso era lo normal… y lo estratégico. Ahora en Rusia… ¡la reoca!

Antonio Casal sonreía con escepticismo.

—Todo eso es muy bonito… Y te expresas muy bien. Pero recuerdo que también hablaba así Porvenir cuando se fue al frente de Aragón con la columna Durruti…

«¡Pasado mañana, Zaragoza es nuestra!». Y aquí estamos todos…, incluyendo a la Federica Montseny. Y en Zaragoza, la Virgen del Pilar. Y los alemanes, los amos… Los amos, incluso de las
midinettes

* * *

Washington, 1 de julio de 1941.

Queridos amigos Alvear: Sólo unas líneas para que sepáis que Amparo y yo estamos bien y para daros nuestras nuevas señas: Imperial Hotel, Washington, DC-USA.

¿Cómo estáis? Recibimos la participación de boda de Pilar. Imaginamos que será feliz… y acaso esperando ya la cigüeña… ¿A que sí?

Hubiéramos querido mandarle un obsequio —por aquí venden cosas preciosas—, pero ¿cómo hacerlo? Los barcos, como sabéis, se dedican desde hace tiempo a transportar otro tipo de regalo…

Esta ciudad es muy hermosa, con muchos árboles y muchos edificios antiguos.

Abundan los negros, pero también hay gente fina. ¡Deberíais oírme hablar inglés! Se me da bien. En cambio, Amparo, que en París sólo sabía decir
pardon
, aquí hace lo mismo: sólo sabe decir:
okey
.

No he recibido ningún periódico ni revista de Gerona… O no los habéis mandado, o se han perdido por el camino. Lo lamento mucho. Me divertían horrores, sobre todo las Hojas Parroquiales que Matías metía entre página y página, con ese Consultorio Moral que imagino era obra de mosén Alberto. Por cierto, ¿ha publicado ya
Amanecer
mi sentencia? Me refiero al expediente abierto contra mí por el Tribunal de Responsabilidades Políticas…

Ignacio… ¿qué tal? Sé que terminaste la carrera. ¡Enhorabuena! Pero, dime. ¿Y Marta? ¿Os casasteis ya? Anda, apresúrate… Amparo asegura siempre que el estado ideal del hombre, que el estado
okey
, es el matrimonio.

¡Cómo pasa el tiempo…! Más de dos años ya que faltamos de Gerona. Y estamos otra vez en pleno verano: Imaginamos que la Costa Brava estará llena de bañistas… y de guardias civiles.

Bueno, ha llegado la hora de poner punto final. A ver si un día termina esta guerra y podemos volver a vernos. Entretanto ponedle una vela a San Narciso para que nosotros sigamos prosperando, igual que vosotros. Recibid un sombrerazo fraternal de
JULIO GARCÍA
.

Repito las señas: Imperial Hotel. Washington, DC-USA.

Capítulo LIX

La vida continuó en Gerona. Los que se habían marchado a Rusia habían dejado tras sí un halo romántico o dramático, según las circunstancias de cada cual. Pero la vida continuaba, a ritmo un poco lento, debido al calor. El calor se apoderó de nuevo de la ciudad. Gotas de sudor perlaban las frentes. La gente se aireaba con el pañuelo y doña Cecilia manifestaba su nostalgia por la época en que las mujeres usaban el abanico. «Aquellos abanicos…, con aquellos motivos tan preciosos…, con aquel varillaje precioso también… El abanico era un gran adorno para la mujer. ¡Debería salir un decreto que lo declarara obligatorio!».

La ola de calor dispersó, como siempre, a los ciudadanos que podían permitirse el lujo de veranear. La Organización Sindical soñaba con el día en que todos los «productores» pudieran disfrutar de sus vacaciones pagadas en buenos albergues en el mar o en la montaña; pero de momento las posibilidades eran escasas. Los Campamentos Juveniles volvieron a funcionar, eso sí. Por algo se decía que el Frente de Juventudes era «la obra predilecta del Régimen». Y uno de esos Campamentos, el de Aiguafreda, de la Sección Femenina, se llamó este año «Campamento División Azul».

Fueron varias las familias que se marcharon de Gerona en busca de aire, de bosque y de agua. El notario Noguer, observando aquel despliegue, recordaba los veranos de antes de la guerra, cuando el paro obrero hacia estragos y los hombres se sentaban en las aceras, la espalda reclinada en la pared y la boina o la gorra caída sobre los ojos.

Parecían estatuas… a punto de ponerse en pie. Daban miedo. Uno tenía la impresión de que en cualquier momento se levantarían todos y empezarían a disparar… como así ocurrió.

Ahora eran pocos los que se sentaban en las aceras. El paro obrero no existía y los hábitos —era preciso reconocerlo— se habían modificado. A la noche se organizaba alguna tertulia en las puertas, o en los vestíbulos, sobre todo en las calles poco céntricas.

Pero sin boina ni gorra que ocultara los ojos. Los ojos eran visibles y ello resultaba una bendición de Dios. «La Voz de Alerta» y Carlota se fueron a Puigcerdá, a la mansión que poseían allí los padres de la «alcaldesa». Antes de marchar, Carlota fue a la consulta del doctor Morell. La mujer quería tener un hijo y, habida cuenta de que de momento no llegaba, quiso someterse a reconocimiento. El doctor Pedro Morell no descubrió en el organismo de la condesa Carlota nada anormal.

—¿Entonces? —preguntó ésta.

—Tal vez fuera conveniente hacerle un reconocimiento a su esposo —dijo el doctor—. No podemos olvidar que en su anterior matrimonio tampoco tuvo hijos.

Carlota asintió con la cabeza. Era cierto. Habló con su esposo… Pero «La Voz de Alerta» puso mala cara. Sin saber por qué, le desagradaba la idea. En el fondo creía que en todo caso fallaría por su mujer.

—De acuerdo, de acuerdo… Cuando regresemos de Puigcerdá, si no ha habido novedad, iré a la consulta del doctor Morell.

En Puigcerdá reencontraron viejas amistades, y «La Voz de Alerta» fue bien recibido en la «colonia», gracias, sobre todo, a sus dotes de conversador. Su mordacidad, unida a su extensa cultura, hacía estragos.

Sacó motes a todo el mundo. Descubrió que era capaz de hacer reír al prójimo, cualidad siempre halagadora. Al Gobernador lo llamó el «Aspirante», por lo de las inhalaciones.

Y a Carlota, debido a su afición a las joyas antiguas, la llamó «condesa de los Rubíes».

De vez en cuando miraba a su alrededor —campos de golf, de críquet, piscina—, y comentaba, limpiándose los cristales de sus lentes de oro:

—No se puede negar que, opine lo que opine Mr. Collins, el nivel de vida aumenta…

Carlota en Puigcerdá era feliz, pese a que su padre, de la nobleza catalana, se pasaba el día quejándose del proyecto gubernamental de crear «el gran Madrid».

—¿Han leído ustedes el periódico? Van a construir en Madrid una Ciudad Olímpica… Estadio cubierto, con capacidad para ochenta mil personas… Aparcamiento para cuatro mil coches… Etcétera. ¿Quién pagará eso? La industria catalana. Así estamos.

Otra familia que se dispersó: la de Manolo y Esther. Esther no había visto a los suyos desde la terminación de la guerra. Los añoraba tanto —sobre todo a su madre, Katy—, que decidieron que se fuera con los chicos, hasta mediados de septiembre, a Jerez de la Frontera. Manolo iría luego a buscarla, y si era capaz de resistirlo se pasaría allí una semana.

—Ya sé que aquel ambiente no te gusta —le dijo Esther—. Que las bodegas y las fiestas toreras te ponen nervioso. Pero, en fin, confío en que sobrevivirás…

Manolo estimó muy lógicos los deseos de Esther. De modo que se ocupó en todos los pormenores del viaje. Llegado el día, los acompañó a la estación. Esther llevaba un espléndido pañuelo de seda anudado al cuello y aparecía desbordante de ilusión.

—Lamento que tengáis que ir en tren…

—¿Por qué? ¡Me encanta el tren, ya lo sabes!

Jacinto y Clara se echaban al cuello de Manolo una y otra vez.

—¿Por qué no te vienes con nosotros, papá?

—Porque tengo trabajo, hijos…

Los tres rostros amados permanecieron en la ventanilla hasta que el convoy se perdió de vista. Entonces Manolo se quedó solo, con Gerona a cuestas, con su despacho, con su barbita a lo Saibó.

Pasó un par de días muy tristes, y ello lo unió más aún a Ignacio, con quien sostenía interminables diálogos sobre Esther, sobre la guerra, sobre la «faena» de Mateo…

Ignacio dijo: «Por suerte, parece que Pilar resiste bien el golpe».

Manolo comentó:

—¡Bueno! Eso no se sabrá hasta que nazca el crío.

De pronto, Manolo se sintió a gusto solo en casa. Respiró un indefinible aire de libertad.

—Es curioso —le confesó a Ignacio—. Ahora resulta que estas vacaciones me sientan de maravilla. ¿Quieres que nos vayamos esta noche a comer ranas a la Barca?

—Bien… ¿Por qué no?

También se dispersó la familia del Gobernador. María del Mar no había visto tampoco a los suyos desde el final de la guerra civil. Y se moría de ganas de comprobar por sí misma el estado en que quedó Santander después del incendio y qué prisa se daban en reconstruirlo.

El Gobernador estimó también que todo ello era lógico y María del Mar, llevándose a Pablito y a Cristina, se fue para su patria chica. Utilizaron el coche oficial, si bien el chófer esta vez no sería Miguel Rosselló, por cuanto éste debía permanecer en Gerona cubriendo la vacante que Mateo había dejado en la Jefatura provincial de FET y de las JONS.

No señalaron fecha de regreso. Se hablarían por teléfono todos los días.

—A lo mejor he de ir a Madrid y paso a recogeros —dijo el Gobernador.

—De acuerdo. Cuídate mucho…

Pablito abrazó a su padre con fuerza. Le dolía separarse de él. Parecíale que se iba al fin del mundo.

—¿Quieres que me quede contigo?

—¡De ningún modo, hijo! ¿Es que no te gusta ir a Santander?

Pablito hizo un mohín.

—Pues… la verdad es que me gusta mucho…

—Anda, pues… No seas tonto y vete con tu madre.

El Gobernador no supo si se quedaba triste o no. ¡Tenía en efecto tanto que hacer!

Sin Mateo se sentía desamparado. Desamparado él, y desamparada la Falange, pese a la buena voluntad de Miguel Rosselló. Permanecía lo menos posible en casa. Y los actos oficiales continuaban ocupándole mucho tiempo. ¡Y las Fiestas Mayores! La provincia celebraba tantas… Es decir, eran tantos los pueblos que había en la provincia… Y cada uno de ellos reclamaba su presencia, como reclamaba la de la
Gerona Jazz
.

El problema radicaba en que no podía aplicar en todas partes el mismo discurso, pues
Amanecer
lo reproducía íntegro cada vez y los lectores se hubieran dado cuenta.

Por fortuna, el tema de la División Azul le daba ahora mucho de sí… Además de que había descubierto un
slogan
que arrancaba invariablemente fuertes aplausos:
El pan negro que comemos estos días es mucho más grato y confortable que el pan blanco obtenido con vilipendio.

Los hermanos Costa alquilaron una torre en Palamós y depositaron allí a sus esposas. Ellos irían y vendrían, siguiendo al compás que les marcaran la Constructora Gerundense, S. A. y la
Emer
. Ambas sociedades les daban mucho trabajo, pese a que Carlos Civil, el hijo del profesor Civil, estaba demostrando insospechadas dotes de mando. Pero
Emer
se había comprometido a entregar el 30 de septiembre las obras de la nueva Cárcel, en el vecino pueblo de Salt —se adjudicaron la subasta sin mayores dificultades— y en la misma fecha debía estar terminado el edificio de Fundiciones Costa, empresa que, como es sabido, era la íntima y personal condecoración de los dos hermanos. Además… ¡don Rosendo Sarró! Y su representante en Gerona, Gaspar Ley.

No los dejaban vivir. Los Costa se habían considerado siempre a sí mismos fenómenos de actividad. Pero don Rosendo Sarró les daba ciento y raya. No le bastaba con sus exportaciones «a los países beligerantes»; ahora estaba empeñado en darle un empujón a la industria de los aglomerados de corcho —de ahí que necesitase el pequeño puerto de San Feliu de Guixols— y en hacer combinaciones con las Compañías de Seguros. Los planes que les había expuesto a los Costa eran tantálicos… y casi ofensivos. «Ustedes se andan por las ramas, amigos míos —les había dicho Gaspar Ley—. ¡Construir una cárcel! ¡Explotar una fundición… y canteras de piedra! Lo siento, señores, pero don Rosendo Sarró, cuando habla en la intimidad, les llama a ustedes… Los picapedreros».

Los Costa se tragaban todo esto con dificultad. Aunque comprendían que Gaspar Ley tenía razón. No obstante, su defensa era buena. «¿Es que puede usted comparar la situación de don Rosendo con la nuestra? Nosotros somos ciudadanos de tercera, como esas cartillas de racionamiento… Cada sábado tenemos que presentarnos a la Policía».

«Nada, nada —insistía Gaspar Ley—. Que continúan ustedes con la mentalidad de antes de la guerra».

El amor propio de los Costa rugía… Por de pronto, apartaron por completo de los negocios a sus esposas, aunque éstas, por ser «adictas», seguían firmando todos los papeles, y cuando, los domingos, los dos hermanos se iban a Palamós y encontraban a aquéllas jugando al bridge con otras señoronas veraneantes —influencia de Esther—, ellos ponían cara de circunstancias.

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