Ha estallado la paz (115 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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Al día siguiente empezó la ronda de las visitas. Paz se presentó con cara sonriente y expresiva. Felicitó a Pilar y miró al niño con ternura. Llevó consigo un frasco de agua de colonia. Y dijo: «Se te parece mucho. Pilar. De veras. Es tu vivo retrato».

También acudieron a la clínica Manuel Alvear y Eloy. Manuel entró de puntillas en la habitación, como si ésta fuese un templo. Tardó mucho rato en prestar atención al niño. Miraba a Pilar y pensaba lo que todos: «¡Qué hermosa está!». Por fin, al ver al crío, no supo qué decir. Se rió. Se rió silenciosamente, como si le hubiera tocado un premio inmerecido. Eloy, en cambio, con sus pecas y su pelo cortado a cepillo —igual que Pachín— miró al bebé y al verlo profundamente dormido puso tal cara de susto que regocijó a los presentes. Eloy era muy inocente, no acababa de comprender. Era mucho más inocente que Manuel. Eloy no tenía la menor idea de lo que significaban «placenta» y «cordón umbilical». Le llamaron la atención las uñas del recién nacido, uñas perfectas, diminutas. Quiso contemplarlas una y otra vez. Manuel dijo: «Me gustaría verle los ojos». Pilar contestó: «Tiempo tendrás, Manuel».

Carmen Elgazu se quedó de centinela para que las visitas no se amontonaran. Cuidó de que Marta pudiera ver a Pilar sin coincidir con Ignacio, quien por su parte había enviado un telegrama a Ana María notificándole el acontecimiento. Marta besó a Pilar y rompió en sollozos. Pilar le acarició los cabellos. «No llores, Marta… Algún día…» No terminó la frase. Luego añadió: «Anda, que vas a despertar a mi hijo…»

Mí hijo… Era la primera vez que Pilar empleaba esta palabra. Ella misma se sorprendió al oírla de sus propios labios. Todavía no se había hecho a la idea de que aquel ser era suyo. Hasta entonces lo había mirado un poco como lo había mirado Ignacio: como si fuera una vida neutra, llegada allí por caminos de misterio. Pero de pronto, tal vez debido a Marta, tomó conciencia de que aquello era real. Entonces rompió a sollozar, presa de un arrebato. «Mi hijo», repitió una y otra vez. Ladeando la cabeza lo miró con dulzura infinita. Y estiró el brazo. Y lo atrajo hacia si. Y al notarlo tan indefenso cerró los ojos y sonrió, pareciéndole que de ese modo lo protegía mejor contra todos los males del mundo.

Amanecer
publicó la fotografía de Pilar y de su hijo, con un pie redactado por Miguel Rosselló; un pie patriótico, que Matías y don Emilio Santos juzgaron desafortunado.

Pilar salió pronto de la clínica y el día 25 de octubre se efectuó el bautizo, en la parroquia del Mercadal. La concurrencia fue numerosa. Mosén Alberto ofició en la ceremonia. Apadrinaron al niño el Gobernador y Carmen Elgazu.

Mosén Alberto pronunció las palabras rituales con visible emoción; el monaguillo fue Manuel Alvear.

Se impusieron al neófito los nombres de César, Emilio y Matías. Y a la hora del refrigerio, en el Hotel del Centro, todos se sorprendieron mucho al enterarse, por boca del profesor Civil, que el nombre de César procedía del latín y significaba: el que nace con cabellera; que Matías procedía del hebreo y significaba don divino, y que Emilio procedía del griego y significaba amable.

Pilar se emocionó al conocer estos detalles. Y bromeó: «¡Llamarle cabellera a esa pelusilla que tiene en la cabeza!».

Ignacio, que empezaba a querer a su sobrino como jamás hubiera podido sospecharlo, reprendió a Pilar.

—¡Nada de pelusilla! La etimología no puede equivocarse. Ese niño será un Sansón.

Matías se pasó todo el rato temiendo que entrara de pronto un representante del Laboratorio Ofe y ofreciera a Pilar, madre lactante, un tubo de Madresol, producto que «beneficiaba la crianza». Y he ahí que en el último momento, cuando los invitados empezaban a despedirse, llegó Marcos con un telegrama dirigido a Pilar y que acababa de captar él mismo en la oficina. Lo firmaba Mateo y decía escuetamente: «Bendito sea Dios».

César Santos Alvear había nacido precisamente el día que los alemanes ocuparon Odessa, y cuarenta y ocho horas después de que la División Azul entrara por primera vez en contacto con el enemigo.

Ésa fue la espada pendiente minuto a minuto sobre la familia Alvear.
Amanecer
había empezado a publicar a diario la lista de los divisionarios que morían en tierras de Rusia. Eran simples esquelas, sobre las que Moncho hubiera proyectado fulgurantes comentarios. «Ricardo Fuente Bejarana. ¡Presente!». «Emilio Gómez Aguayo. ¡Presente!». «Teniente Galiana Garmilla. ¡Presente!». Pilar leía estas esquelas y dejando caer el periódico exclamaba: «¿Por qué ponen ¡presente! si se han ido para siempre?».

El peligro estaba ahí. El peligro estaba en que cualquier día
Amanecer
apareciera con una enorme franja en la cabecera y un nombre y un apellido cubriendo la primera página: «Mateo Santos. ¡Presente!». Si eso ocurría, ¿cómo lo resistiría el corazón? ¿Qué sería de Pilar, de don Emilio Santos, del piso de la plaza de la Estación? ¿Qué sería del otoño, del mundo y del recién nacido César Santos Alvear?

Por si fuera poco, ignorábase incluso el lugar exacto en que la División Azul combatía. Los corresponsales de guerra no lo precisaban jamás, limitándose a decir que «combatía victoriosamente, ocasionando graves pérdidas al enemigo». Había sonado, desde luego, el nombre del lago Ilmen. Pero ¿estaría todavía allí? «¿Dónde estarán, dónde estará Mateo?». El parte alemán mencionaba de vez en cuando a la División, pero siempre en términos puramente encomiásticos. Sólo una vez indicó que había luchado «en el sector septentrional». ¡Bueno, era un punto de referencia! Según el atlas de Manuel, que la familia Alvear consultó con frenesí, el lago Ilmen se hallaba situado efectivamente «en el sector septentrional». ¿Se hallarían, pues, en ese lago? ¿Y por qué en un lago? La radio habló de «cierto número de heridos españoles condecorados por el Führer con la Cruz de Hierro». ¿Condecorados? ¿Tan fuertes habrían sido los combates?

¿Figuraría Mateo entre los heridos? ¡Ay, no haberle cosido en el pecho un detente!

Aquello no era una espada, era un martirio. Y la máquina burocrática se había puesto en marcha, con su espeluznante frialdad. De pronto Pilar recibió un sobre del Gobierno Civil conteniendo «los haberes de Mateo», su paga mensual, más unos pluses, «por prestar servicio en campaña». Y al día siguiente otro sobre notificándole que la ciudad de Sevilla había enviado a Rusia, a la División, chorizo, mortadela, ¡y dos mil medallas de la Virgen de los Reyes! Y poco después una invitación para asistir a los funerales que se celebrarían en la Catedral en memoria de los primeros divisionarios caídos. ¿Qué hacer con aquellos haberes? ¿Era posible gastar aquel dinero? ¿Llegaría a tiempo la Virgen de los Reyes? ¿Debía Pilar asistir a los funerales de la Catedral?

Ocurría eso. Todos aquellos que no tenían a ningún familiar luchando «en el sector septentrional», vivían un clima de euforia, pendientes de las gestas de los divisionarios.

Organizaban honras fúnebres, y mítines y festivales pro División y leían en voz alta, en los corrillos, la descripción «del arrollador avance alemán en todos los frentes», así como la noticia según la cual varios generales rusos habían sido destituidos por incompetentes, al tiempo que el Gobierno de Stalin se preparaba para abandonar Moscú y trasladarse a los Urales.

Resultaba harto difícil acostumbrarse a la espada y al martirio. Y más lo resultó el día en que los periódicos empezaron a hablar del aguinaldo de Navidad que se merecían los voluntarios y «al que debía contribuir España entera».

La palabra Navidad sonó como un escopetazo en casa de los Alvear, y en los oídos del padre de Sólita, y en los oídos de Gracia Andújar, quien cada día iba a misa a rezar por
Cacerola
, y en los oídos del padre Forteza, que tenía también el presentimiento de que no vería nunca más a Alfonso Estrada. Porque Navidad significaba que el «general invierno» de Rusia, tan temido por todos, caería inexorablemente sobre la División, contrariamente a las optimistas previsiones del general Sánchez Bravo.

Pilar estaba azorada, no comprendía. ¡Chorizo, mortadela, aguinaldo de Navidad!

¿Era todo lo que podía hacerse? ¿Y por qué su propia vecina, una mujer que ocupaba el piso del mismo rellano y que por las mañanas vendía fruta en la plaza de Abastos, conectaba cada tarde la radio para escuchar tranquilamente el «serial»? ¿A qué pedir «que contribuyese España entera», si la verdad era que todo el mundo continuaba viviendo su vida?

Pilar comprendió que la angustia era intransferible. Entonces se decidió a escribir a Mateo, adjuntándole en la carta una fotografía del neófito César.

Estoy bien, Mateo. Y el niño también, como podrás ver por la foto. Al nacer pesaba tres quilos y medio. Mosén Alberto lo bautizó. A los abuelos se les cae la baba mirándolo. Mi madre está en casa todo el día, ayudándome, aunque como te digo me siento perfectamente. ¡Ojalá tuviera yo la certeza de que tú puedes decir lo mismo!

¿Dónde estás, Mateo?
Amanecer
publica cada día la lista de los caídos. ¡Oh, Mateo, que Dios te proteja!

Mosén Alberto continuaba visitando a Pilar. Tenía la certeza de que con su presencia la consolaría, y era cierto. Llegó incluso a llevarle bizcochos, pues había oído que a Pilar se le apetecían. Mosén Alberto le aseguraba una y otra vez que a Mateo no le ocurriría nada malo. «Compréndelo, Pilar… Las misiones arriesgadas se las confiarán a los solteros». Mosén Alberto se había encariñado también con el bebé, y siempre pedía que lo pusieran en la balanza para llevar la cuenta de su aumento de peso. «¿Cuatro quilos doscientos? ¡Qué barbaridad! Ignacio acertó… Ese crío será un Sansón».

César Santos Alvear era el centro de la casa, su numen y su misterio.

—Pilar, hay que cambiar al niño otra vez. Tráete los pañales.

—Voy, mamá…

—¡Ay, mi cariñito, mi rey, mi pequeñín…!

Cuando llegaba al piso don Emilio Santos, gritaba desde la puerta: «¿Dónde está el gran déspota? ¿Dónde lo habéis metido?».

Matías subía también todos los días, al salir de Telégrafos, al hogar de la plaza de la Estación.

—¿Se puede entrar… o hay que pagar algo?

Ignacio guardaba en la cartera la primera carta que Ana María le escribió a raíz del nacimiento de César. Dicha carta terminaba así: «Nuestro primer hijo se llamará Ignacio».

Capítulo LXV

Mateo vivía. Vivía perfectamente, como Pilar. Era de los combatientes que con más anhelo habían deseado entrar en contacto con el enemigo. Lucía en el pecho su estrella de alférez. Había nombrado asistente suyo a Alfonso Estrada, con el que se llevaba muy bien, y el cocinero de su sección era
Cacerola
. En cambio, había perdido de vista a los capitanes Arias y Sandoval, a mosén Falcó, a Sólita, a Rogelio e incluso a Salazar y a Núñez Maza. En el reparto de fuerzas que tuvo lugar poco después de relevar a las tropas alemanas en el extenso sector del lago Ilmen, se había producido la dispersión.

Mateo participó con su batallón en la toma de Tigoda y de Nitlikino, y debido a la tenaz resistencia rusa vio caer a su lado a los primeros camaradas; pero el ejemplo dado por los jefes y su propia energía consiguieron que no perdiera ni un solo momento la serenidad.
Cacerola
temía por él, y también Alfonso Estrada. Hubiérase dicho que Mateo desafiaba a la muerte, la cual andaba siempre al acecho, debido a la artillería rusa. En cambio, los prisioneros rusos de que habían hablado los corresponsales de guerra en los periódicos españoles demostraban una sumisión incomprensible. Una pequeña escolta bastaba para vigilarlos. Cuidaban de arreglar caminos y de otros menesteres, y no aprovechaban las ocasiones que se les presentaban para huir. Al anochecer se recogían en las
isbas
y al día siguiente, con toda puntualidad, se presentaban a sus guardianes para reanudar el trabajo. Mateo decía: «El idioma ruso es un enigma; pero la psicología rusa es mucho peor: es el absurdo».

La llegada del telegrama puesto por Matías en Gerona coincidió con unos días de tregua concedidos a la sección que mandaba Mateo. Éste, al leer «nacido felizmente varón», lanzó un grito de júbilo que a punto estuvo de llegar a las estrellas. Alfonso Estrada, al oírlo, se acercó a su oficial y amigo y, una vez enterado del texto, se cuadró ante él y lo ascendió, sin más preámbulos, a teniente. Por su parte,
Cacerola
abandonó por un momento la carta que le estaba escribiendo a Gracia Andújar y juró por lo que él más amaba, que eran los candiles de luz temblorosa, que como fuere había de encontrar en alguna casucha rusa un biberón para regalárselo a Mateo.

Éste sintió muy adentro la paternidad. Y el dolor de no conocer a la criatura que algún día lo relevaría en el servicio de España si él sucumbía en aquella aventura, le punzó en el cerebro y en el vientre. Pero todo aquello lo espoleó, como los jinetes cosacos sabían espolear a los caballos, pues le infundió la idea clara de que teniendo un hijo ya no podía morir del todo.

El resultado fue que se presentó, voluntario para varios arriesgados golpes de mano; arriesgados por el terreno fangoso, por la presencia de guerrilleros en el bosque y por la gran cantidad de minas y de artefactos mortíferos que los rusos habían sembrado alrededor. No importaba. Todo lo resistía con tan imperturbable calma que algunos de sus hombres lo llamaron «el suicida». No lo arredraban ni tan sólo las noticias que les llegaban de las muchas bajas que estaba sufriendo la División, la cual editaba una Hoja de Campaña en la que alguien escribió que «era una División exacta, porque no iba a dejar ningún resto».

En uno de dichos golpes de mano, Mateo y sus hombres encontraron a varios compañeros divisionarios clavados en el suelo con picos que les traspasaban el cuerpo.

Eran divisionarios que se habían infiltrado el día anterior, a los que se había dicho:

«Clavaos en el terreno», y que fueron sorprendidos por una patrulla enemiga. La visión era horrible; pero Mateo y sus hombres consiguieron desclavar a todos los muertos y darles sepultura, con cruces que no eran de hierro, como las que regalaba el Führer, sino de palo. Y consiguieron gritar luego, con voz ronca: «¡Presente!».

La divisa de los voluntarios ante el sufrimiento era sencilla: «No importa». Por lo demás, todos se las ingeniaban para aminorarlo. Mateo no sentía frío en los pies porque había cambiado sus botas por las de un muerto ruso. Un cabo gallego se había colocado, entre la lana y la piel, prendas de seda, de mujer, provocando con ello gran algazara. A su vez,
Cacerola
le había robado a un
Unterofizier
alemán una linterna de dinamo que se accionaba apretando una palanquita. La linterna emitía un hilillo de luz, pero al mismo tiempo una especie de silbido continuo que ponía nervioso a Alfonso Estrada. «Por favor,
Cacerola
, deja eso. Prefiero el acordeón. Y preferiría más aún la armónica de Pablito…»

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