Naturalmente, escribía a Ana María, pero también a antiguos camaradas de la Compañía de Esquiadores, cuyo paradero de pronto le interesó. Entre éstos se contaba Moncho, ¡que había terminado, en junio, la carrera de Medicina! Le escribió tres veces en quince días, rogándole que fuera a Gerona a verlo. Por fin Moncho accedió. También escribió, con la excusa de hablarles de
Cacerola
, a Royo y a Guillen, al Valle de Tena.
De hecho, lo que persiguió al hacerlo fue cerciorarse de que los dos esquiadores con los que compartió tantas guardias y tanto frío y que se pasaron la guerra hablando de vacas y de mujeres, no sabían apenas pergeñar unas líneas y cometían más faltas de ortografía que Paz. Escribió también a Toulouse, a
madame
Geneviéve Bidot, preguntándole por José Alvear, de quien no sabían nada. Contestó a Julio García. Una carta larga, en la que le daba al ex policía amplias noticias de la actualidad gerundense y le pedía que le enviara revistas norteamericanas. Escribió a Ezequiel. ¡Y a David y Olga!, de quienes había recibido por Navidad una tarjeta con las señas. Sí, de repente Ignacio sintió necesidad de volver a conectar con los maestros. El verano tuvo la culpa de ello: el recuerdo de Olga saliendo del mar a medianoche… ¿Qué estarían haciendo en Méjico, aparte de publicar libros que el obispo de Gerona hubiera juzgado perversos? David y Olga le contestaron a vuelta de correo… Sus palabras rebosaban de cariño y de nostalgia. Le repetían mil veces «Querido Ignacio». Estaban bien, dedicados a la editorial, a organizar actos culturales en el Centro Catalán y a redactar, ¡otra vez!, un Manual de Pedagogía…, ahora con la experiencia acumulada con la derrota. Además le decían que «un español no era del todo español, no estaba completo, si no conocía a Méjico».
—Curioso… —comentó Ignacio, para sí—. Ahora resultará que soy español sólo a medias.
No obstante, se dio cuenta de que seguía queriendo también mucho a los dos maestros y que el vacío que su marcha había dejado en él no podría colmarlo nadie.
Al margen de su sarampión epistolar, Ignacio trabajaba lo suyo en el bufete de Manolo. Precisamente en aquel mes de agosto se produjo el primer choque entre los dos abogados: Manolo-Mijares. Un asunto de límite de propiedad. La Constructora Gerundense, S. A. compró unos terrenos para instalar una fábrica de papel y los propietarios colindantes pleitearon. Había una cláusula confusa en las escrituras y dichos propietarios se sintieron lesionados en sus intereses. Mijares defendería a la Constructora Gerundense, S. A., y Manolo a la parte demandante.
—Algún día tenía que llegar —le dijo Manolo a Ignacio—. Ya estamos frente a los hermanos Costa. Y voy a profetizarte algo: antes de un año tendremos que habérnoslas con tu futuro suegro… No sé qué va a ocurrir, pero ocurrirá algo. Y ése será el primer pleito que defenderás tú solito, en la Audiencia.
Ignacio se llevó las manos a la cabeza.
—¡No, por favor! ¡Eso no…!
Manolo lo miró irónicamente.
—¿Qué te ocurre, Ignacio? Algún día has de hacer oír tu voz en la Sala, ¿no crees? —Viendo que Ignacio seguía con cara de susto, añadió—: Si, llegado ese día, no has reaccionado aún, le pediremos a tu prima que te preste el micrófono…
Ésa era la gran fuerza de Manolo: su sentido del humor. Manolo lo atribuía a que había leído mucho a Chesterton y a Bernard Shaw, y no era cierto. Era algo innato, y la vida lo divertía. Gozaba viviendo y buscándoles matices a las situaciones. «Si no le diéramos color a ese acto extraño que es respirar, los días se harían interminables», solía decir.
Ignacio había comprobado esto con motivo de la ausencia de Esther. Manolo no sólo superó su tristeza inicial, sino que aprovechó al máximo su independencia. En una de las cenas que organizaron los dos en el casi solitario restaurante de la Barca, desde cuya terraza se oía discurrir el agua del Ter y el diálogo nocturno de los árboles de la orilla, el jefe de Ignacio le confesó a éste que había hecho honor al temperamento macho de la raza: había engañado a Esther, por primera vez desde que llevó a ésta al altar.
—Pero no temas. No ha sido con la doncella… Eso hubiera sido humillante para mi mujer. Y para mí… Me ha salido al paso una señora… ¡Bueno! El caso es que lo he aprovechado. Con alevosía y, naturalmente, con nocturnidad.
Ignacio se quedó perplejo… sólo a medias. Estaba acostumbrado a confesiones de esa índole. Todos los maridos adúlteros que conocía, aunque no hubieran estado en Méjico, no se consideraban españoles ciento por ciento si no le habían contado su aventura a un amigo. Él mismo, Ignacio, sin ser marido aún, ardía en deseos de contarle a alguien sus relaciones con Adela. Le faltaba este detalle para encontrarle todo su sabor.
—Así, pues… —dijo Ignacio, contestando a la confesión de Manolo—, lo que tú entiendes por darle color a la respiración es que Esther, a su regreso, no te encuentre desentrenado.
—Exacto.
Entonces Manolo se creyó en la obligación de disculparse.
—No es que alabe mi conducta, entiéndeme… Pero ese bochorno de agosto… ¿Te das cuenta?
Manolo encendió una pequeña pipa que acababa de comprarse. Pero la temperatura era tan tibia, que acto seguido la apagó y encendió un cigarrillo.
—Verás… Esther es muy celosa, ¿sabes? No puedes hacerte idea… ¡Sí, comprendo que te sorprenda! Lleva pantalones, juega al tenis, es liberal… Monsergas. En este asunto me tiene en un puño. Me controla al minuto. Y ahora resulta que tiene motivos para ser así… Ahora resulta que obra santamente…
Ignacio no sabía que decir.
—Me fastidia este control, Ignacio. Así que, en cuanto se ha presentado la ocasión, he traspuesto la barrera… como cada quisque.
El cigarrillo de Manolo punteó en la semioscuridad. Ignacio le preguntó a Manolo:
—Por curiosidad… Si Esther se enterase de esto, ¿te lo perdonaría?
Manolo abrió los ojos de par en par, con expresión cómica.
—¡Ni pensarlo…! Se quedaría en Jerez con sus papás. Y borraría mi imagen de la memoria de mis hijos.
Ignacio porfió con malicia:
—Y si ella te hiciera a ti algo parecido, ¿qué?
Manolo se acomodó en el sillón.
—Me pegaría un tiro.
Ignacio movió la cabeza.
—Entonces… —dijo—, todo eso de Bernard Shaw y de Chesterton y de Oxford, nada… Entonces resulta que sois tan ingleses como pueda serlo mi amigo
Cacerola
.
Manolo se encogió de hombros.
—Así es…
Ignacio se quedó pensativo. En el fondo le había impresionado que Manolo hubiera engañado a Esther. Manolo se dio cuenta y le dijo:
—Todo esto te demostrará una cosa, Ignacio: el matrimonio es un compromiso extraño… En el mejor de los casos se sostiene por un hilo… —marcó una pausa—. La convivencia, entiéndelo… La convivencia es algo terriblemente difícil.
Nueva sorpresa. El tono de Manolo era reticente.
—Pero tú has tenido suerte, ¿no es cierto? Vuestro matrimonio… prácticamente es perfecto.
Manolo continuaba arrellanado en el sillón. El agua del Ter seguía bajando, al amparo de la noche.
—No lo creas… ¡En fin! No me considero desafortunado… Esther y yo… nos llevamos bien. Pero nos llevamos bien sobre todo cuando hay gente delante.
Ignacio se tomó de un sorbo el café que había dejado enfriar.
—¿Quieres decir… que cuando estáis solos os peleáis?
—¡No! Eso nunca… Es decir, en raras ocasiones. Nos queremos… ¡Por Dios, no pongas esa cara! Nos queremos, chico, nos queremos de verdad… La cosa no va por ahí. Pero te repito que la convivencia… ¡Oh, qué difícil resulta explicarle esto a un soltero!
—Lo siento, Manolo; pero si no me pones algún ejemplo…
—¿Algún ejemplo…? —Manolo estaba tranquilo—. Pues verás. Entrar en el cuarto de baño cuando ella acaba de bañarse y encontrar el espejo empañado con el vaho caliente… Al principio, uno llega a respirar hondo ese vaho. Es íntimo. Es excitante. Ahora me fastidia. He de dominarme para no coger la toalla y hacer un claro en el espejo que me permita empezar a afeitarme…
Ignacio se rascó con el índice la ceja izquierda.
—Puedes afeitarte en otro momento, ¿no?
—¡Ahí está! Claudicación… ¿Es que no me escuchas? Al principio ese vaho me gustaba…
—Ya…
Manolo prosiguió:
—Otro drama… Tú sabes que tenemos unas vértebras en la espalda, ¿verdad? Pues bien, exactamente la tercera, la tercera vértebra, le duele a Esther… He de darle friegas todas las noches, con una pomada que hasta ahora le mandaban de Gibraltar… —Manolo añadió—: Huele. Es una pomada que huele… Y además, en el contrato no figuraba que un día empezaría a dolerle a Esther la tercera vértebra.
Ignacio se rascó con el índice la ceja contraria, la derecha.
—Pero… ¡todo esto es una broma!
—¿Una broma? ¿Has dicho una broma? —Manolo llamó al camarero para pedirle coñac—. ¡Bueno…! No hay nada peor que la insensibilidad. Y esta noche, querido Ignacio, eres insensible… Un coñac, por favor.
El camarero viró en redondo y fue por la botella.
Manolo sonrió.
—¡Ah, el matrimonio…! Me las sé todas, Ignacio. ¿Quieres otro matiz de la cuestión? Eso de adivinar lo que el otro está pensando… y de saberse de antemano los gestos que hará… Hay quien dice que ahí radica la felicidad. ¡Supongo que se referirá a la vejez! Y yo acabo de cumplir los treinta y seis… ¿No será que el hombre es polígamo?
Manolo se rió. El camarero llegó con la botella de coñac y dos copas, como si se hubiera dado cuenta de que Ignacio también necesitaba vigorizarse. Manolo esperó a que el camarero se fuera y luego prosiguió:
—Esther… Caprichosa… Con sus pantalones de raya perfecta… Con sus jerseys, que son un primor… ¡Demasiado elegante, Ignacio! Y yo he de imitarla, ponerme a tono… ¿Crees que me gusta ese sombrerito tirolés, que llevo en invierno? Pero he de hacer
pendant
… —Manolo se tomó de un trago el coñac—. ¡Ay, amigo mío, mi pasante…! A ti, con Ana María, va a ocurrirte algo parecido… Y eso que la prefiero mil veces a Marta, que a lo mejor ahora estaría en la División Azul… Sí, va a ocurrirte lo mismo, a menos que don Rosendo Sarró caiga en manos de la Fiscalía y lo manden a Garrapinillos… ¿Te fijaste en el dúo Esther-Ana María la noche de la procesión?
Parecían gemelas… Ana María también ocupará el cuarto de baño antes que tú, y tú, para afeitarte, también tendrás que coger la toalla y hacer un claro en el espejo…
Ignacio hizo un esfuerzo y consiguió sonreír.
—¡Bien! —dijo—. Pero yo tengo una gran ventaja sobre ti, por lo que veo: no me importará no hacer
pendant
. No llevaré nunca sombrerito tirolés.
* * *
Fuera de Gerona, Adela y Ana María…
Lo de Adela era una llama.
—Te necesito, Ignacio. Ven, acércate, abrázame…
Adela mandaba a los chicos y a la criada fuera, a jugar a la playa o a que pasaran la tarde en Torre Valentina, y esperaba el autocar que trajera a Ignacio. Desde la ventana lo veía pararse en la carretera. La casita que le había alquilado Marcos en Playa de Aro se erguía sobre un montículo, disponía de salita trasera, hacia el bosque. Era muy difícil que alguien los sorprendiera. No había vecinos. Y Marcos tenía guardia en Telégrafos, en Gerona, precisamente los sábados y los domingos.
Era una fusión erótica y nada más. Nada más por parte de Ignacio. Pero Adela le estaba tomando afecto al muchacho. «Eso… engendra cariño, ¿sabes?».
Adela era una experta en cuestiones de amor. Conocía el valor de un lunar pintado hoy aquí, mañana allá. Y sabía adoptar posturas, previamente ensayadas en el espejo —como se decía que Hitler preparaba sus discursos—, que hubieran puesto nervioso al propio Cefe, pintor de desnudos.
—Pero ¿dónde has aprendido todo eso, guapa? —le preguntaba Ignacio—. No será en el Kama-Sutra, ¿verdad?
—El Kama-Sutra… ¿Y eso qué es?
—Quiero decir que no creo que tu marido sea precisamente un maestro…
—¡Ji, ji! Marcos… el pobre… ¿Me vas a obligar a decirte… que he conocido otros hombres antes que tú?
Adela quería darle celos a Ignacio.
—No te obligaré a nada, Adela… Anda, yo también te necesito. Ven, acércate…
Ignacio, antes de abandonar la casa, tenía que admirar el último bañador que Adela se había comprado. Y subir a la azotea, donde ella se ofrecía al sol. Y luego el chico se tomaba una merienda fenomenal.
—Hay una cosa que me horroriza: pensar que algún día puedo perderte…
—Pero, mujer… No me perderás nunca. ¿No ves que estoy loco por ti? ¿Te das cuenta de que expongo mi pellejo?
—Sí, pero… ¿y cuando te cases?
—¡Por favor, Adela! Eso está muy lejos… Y además, ya veremos.
—Sí, claro, ya veremos… Yo querría una seguridad, ¿comprendes?
Por suerte, Adela sabía sonreír en el momento oportuno.
—Sí, tienes razón, Ignacio. Hay que vivir el presente… ¡Ay, bendita Playa de Aro!
—Adela miraba hacia el mar—. ¿Quieres otra tostada con mantequilla?
—Pues… sí.
La despedida era siempre frenética. «Ahora, otra vez sola… Otra semana esperando el autocar».
En San Feliu de Guixols, Ana María… Cambio de decoración. Allí lo que importaba mayormente no era lo presente, sino lo futuro.
Ignacio llegaba cada semana a San Feliu abochornado. Cada vez tenía que inventar excusas, pues nunca sabía la hora de llegada. A Ana María le hubiera gustado ir a esperarlo a la estación. Precisamente aquel tren pequeño, asmático, le hacía gracia. Pero Ignacio le decía: «No te molestes. A lo mejor vengo con alguien en coche… No sé a qué hora terminaré el trabajo. Compréndelo».
Daba igual. Por fin se reunían y se iniciaba, hasta el domingo por la noche o hasta el lunes, aquel idilio profundo, sincero, que la anécdota de Adela y su lunar móvil no conseguía romper.
San Feliu de Guixols estaba hermoso aquel verano. Las cicatrices de la guerra iban desapareciendo. Habían reparado y limpiado por completo el rompeolas y también, y a conciencia, el paseo del Mar. En el rompeolas circulaba siempre la brisa y desde la rotonda del faro se veía una gran extensión de azul. Y el agua al rebotar contra las rocas de contención arrancaban sonoridades misteriosas, que excitaban la imaginación de Ignacio. «¿Sabes, Ana María, que en el Manicomio hay un torrero que afirma que los peces se siembran?».
—¿Cómo? ¡Qué curioso!
La imaginación de Ignacio era el mejor antídoto para Ana María, tocada a veces de una lógica excesiva. Ana María tenía una gran sensibilidad, pero le costaba inventar mundos. Los dibujos de Félix, el protegido de los hermanos Costa, la hubieran desconcertado. Estaba segura de que lo intocable no se podía ver. Mejor dicho, ella se sentía incapaz de ver lo intocable. En cambio, Ignacio le aseguraba que, pese a las teorías del doctor Chaos, el espíritu era más verdad que el cuerpo, los deseos más reales que la nariz y que en el interior de cada cosa habita un duende.